—Nonni, ¿te acuerdas cuando mamá cayó en brazos de la abuela y no pudo volver a ponerse en pie? ¿Te acuerdas cómo se le sacudía todo el cuerpo?
Una vez más el chiquillo no respondió.
El mayor:
—Eso ocurrió el día que mataron a nuestra Búkolla.
Silencio.
—Nonni, ¿has advertido alguna vez que algunas personas están muertas aunque estén vivas? ¿No lo has visto nunca en los ojos de la gente que viene aquí? Yo lo veo inmediatamente; no tienen más que mirarme y lo veo. Ni siquiera tienen que mirarme. El día que mamá se desplomó en brazos de la abuela, ese día murió. No volvió a vivir después de eso. ¿Te acuerdas de cómo nos miró esa noche?
—¡Oh, cállate, Helgi! ¿Por qué estás siempre encima de mí?
—Todo lo que la vieja Fríóa profetizó hace años se ha cumplido, a pesar de que estaba loca. «La tiranía de la humanidad —dijo—. De este modo os matará a todos.»
Fue el hermano mayor quien dijo eso. Algunas personas están dotadas de la sensación del funcionamiento del destino. Sus percepciones tienden hacia todo lo que es oscuro, incluso a lo más oscuro. Incluyen hasta las más terroríficas dimensiones que se abren detrás de la vida y detrás del mundo, tienen la visión que Dios ha negado a los ojos mortales. Ante tales poderes, ante una visión tal, el hermano menor permanecía ignorante e indefenso, él, que albergaba un deseo, deseos.
—Helgi, ojalá fuese yo una persona mayor —solía decir, porque con sus deseos, y con los deseos que le legara su madre, trataba de eludir las decisiones del destino y de lo que hay detrás del destino. Sí, sería hermoso tener alas y volar por encima del hado, como los pájaros que pasaban volando por encima de la enorme cerca de Útirauðsmyri, sí, y hasta por encima del teléfono. Pero, por intensamente que lo intentase, era siempre como un animal doméstico, cuadrúpedo y carente de alas, y su hermano mayor le rodeaba siempre como una cerca de varios espesores, una gigantesca maraña de alambres espinosos. Podía desenrollar el ocaso, sobre el empedrado, y convertirlo en un eterno amén, y aunque cambiaba de lugar y se sentaba en otro punto de las losas, no servía de nada, porque le llegaba un amén más prolongado aún, un amén más sepulcral.
—Escucha, Helgi —dijo finalmente, porque acababa de ocurrírsele una idea—. ¿Por qué no podríamos fugarnos? Te acordarás del hijo adoptivo de Gil, que se escapó, Huyó. Huyó y llegó hasta Vík.
—Su padre y su madre vivían en Vík —le informó Helgi—, y ellos lo recibieron cuando bajó de las montañas. Pero nosotros, ¿quién nos recibirá a nosotros? ¿Y dónde? Nadie. En ninguna parte.
Nuevamente el empedrado del pegujal, y el ocaso de la noche tornándose más y más opresivo, especialmente sobre el hermano menor, lo bastante desdichado como para acariciar rosados sueños. Y, cuando no puede soportarlo más, prueba suerte con otra sugerencia.
—Cuando mamá era joven solía tener amistad con unos elfos. Fue cuando vivía en Uróarsel —dijo—. El año pasado, cuando íbamos por las laderas, mamá y yo, vigilando a Búkolla, me habló de ellos. Y me recitó poesías. Y una vez, cuando yo era un chiquillo, los elfos le dijeron a mamá que cuando yo creciera cantaría… —No se atrevió a hacer a su hermano la confidencia de que cantaría para todo el mundo, para que no se burlase de esa tímida ambición, porque los más caros deseos del alma son sus más hondas penas. No dijo más que: —Cantaré para la gente de la iglesia de Rauósmyri.
—Escucha, Nonni, chico, ¿no sabes todavía que, cuando eres niño, te dicen toda clase de cosas? ¿Y por qué te las dicen? Porque eres niño. Ella me dijo a mí lo mismo. Son duendes, dijo; viven detrás del buen tiempo y detrás de las tormentas; detrás del sol, en otro sol. Detrás de los días. Y luego tuvo un niño, que murió, y estuvo enferma durante varias semanas, y cada vez que respiraba yo me daba cuenta de cuánto le dolía y a veces me quedaba despierto durante la noche y escuchaba su dolor. Por la noche solía salir; a veces nevaba, y, aunque nadie estaba enterado de ello, iba hacia todas las rocas de la ladera de la montaña, les quitaba la nieve para que pudiesen oírme mejor y les pedía a todas que la ayudaran, así como las rocas habían ayudado a la gente en los cuentos de mamá. Una noche rogué a diez peñascos; estoy seguro de que debo haber suplicado a treinta, porque me dije que si no había elfos en aquella roca, seguramente los habría en la siguiente. Y estaba convencido de que, si existían, la ayudarían. Y quizá nos ayudarían a todos nosotros. Hasta que murió. Entonces murió. Dime por qué no la ayudaron… ¡tú, que crees saberlo todo! Sí, sé que no puedes decírmelo. Sé que yo mismo tendré que decirte por qué no la ayudaron. Es porque no existen. Ni en esta roca ni en la otra. Mamá nos relató esos cuentos simplemente porque éramos muy pequeños y porque ella no era mala del todo.
—¡Eres un mentiroso! —gritó Nonni, herido, casi con un sollozo en la voz.
—Y cuando me hice grande —continuó el otro—, a menudo subía al desván a la hora de la cena, y ella estaba acostada allí, enferma, y se me ocurría preguntarle si eso era cierto. Pero jamás se lo pregunté. Porque, si era cierto, los elfos la ayudarían. Y a todos nosotros. Y, si no era cierto, bueno, no quería que ella creyese que yo había crecido. Y después venía papá y me echaba.
—¡Eres un mentiroso, un mentiroso, un mentiroso! —chilló el pequeño Nonni, arrojándose sobre su hermano, con los puños apretados en forma de tangible afirmación de la existencia de un mundo distinto y mejor.
—Nonni, ¿te acuerdas del himno de la tormenta? —preguntó el hermano mayor, lógicamente inconmovible, cuando el otro dejó de aporrearle—. Nonni, ¿sabes una cosa?
—No —repuso el hermano menor—. Déjame tranquilo. Qué raro que no puedas dejar a una persona en paz.
—¿Has visto que cuando sucede algo la abuela siempre dice sí, lo sabía, o dice que todavía vendrá algo peor, que esta mañana había aquí algo impuro? Siempre es la misma, suceda lo que suceda. Nunca se alegra, jamás se entristece. ¿Te acuerdas qué hizo cuando murió mamá y Sola amortajó el cadáver? Besó el cadáver y dijo: «No me extraña.»
—Eso es porque pronto cumplirá cien años —dijo el hermano menor, con voz sin tonalidades y como al azar.
Pero ni siquiera en eso se le permitió tener razón.
—No —dijo el hermano mayor—, es porque lo entiende todo. Conoce todo lo que existe entre el cielo y la tierra. ¿Recuerdas al loco del himno de la tormenta, y cómo entró en los animales? Quien entiende a la abuela, lo entiende todo.
—Mamá nunca entonó himno alguno —declaró el pequeño Nonni—. Y papá dice que no hay ningún Jesús.
—Quizá no lo haya —dijo el otro—, pero el hombre del himno de la tormenta existe, y es Kólumkilli y ningún otro, yo mismo te lo aseguro. ¿Cómo lo sé? Lo sé porque le he visto con mis propios ojos. ¿Cuándo? Muchas veces. ¿Te acuerdas de esa noche de marzo del año pasado, por ejemplo, cuando papá había ido a buscar las ovejas para traerlas a casa? ¿Te acuerdas de que encontró una con una oreja hecha pedazos? Bueno, yo vi cómo lo hacía. Le vi con mis propios ojos cuando salía de un aguacero y se dirigía a una de las ovejas y le hacía algo. No sabía entonces qué o quién era, pero era eso. Era él.
—¿Era él? —preguntó estúpidamente el chiquillo.
—Y la primavera de hace dos años, cuando las ovejas se morían, era por algo que él les había hecho antes. Y después se murieron. Fue Kólumkilli, Kólumkilli, que lo han matado siete veces pero que siempre vuelve a la vida para destruir el pegujal. Le han destruido siete veces, como podrá decírtelo cualquiera. Le veo todos los días.
—¡Eres un embustero! ¡Nunca ves a nadie! —exclamó el hermano menor, volviendo a golpear a su hermano, esta vez casi gimiendo.
—¿Y sabes por qué le veo? —continuó el otro. Tomando a Nonni de las muñecas, le retuvo con fuerza mientras le musitaba al rostro—: Porque yo también estoy muerto. Nonni, mírame, mírame atentamente, mírame a los ojos. Estás viendo a un muerto.
Dos antítesis complementarias, las eternas antítesis de forma humana, en un nuevo otoño, a principios del invierno. Penumbra. Borrados los límites del mundo y no-mundo. Una luna nueva detrás de las nubes.
Adviento.
Bjartur ha ido al redil de las ovejas madres. La nieve está endurecida, congelada, y no hay perspectivas de uso inmediato de los pastizales. Con los dedos entumecidos, la abuela libra su eterna lucha contra el empecinado fuego invernal, mientras que, acurrucados en medio del humo, yacen los niños, durmiendo o despertando igual que el año anterior o el precedente; escuchando el débil restallar de la broza en el fuego, o no escuchándolo. Y, antes de que la abuela haya hecho su primer intento inútil para despertar a Asta Sóllilja, el pequeño Nonni hace un intento más infructuoso aún para concentrar sus pensamientos en algo que puede suceder, por lo menos alguna vez, en alguna parte, quién sabe cómo, y -es de desear— cuando haya alguien presente. El año pasado vivían todos allí al abrigo de una agonía viviente, de una respiración dolorosa que estaba tan callada ahora como la cuerda de violín del poema. Ha desaparecido la angustia que nos ama a todos y que da vida al alma, la angustia que da vida incluso a los objetos inanimados del interior del alma: también la fuente boscosa está rota tiempo ha…
Y luego, de pronto, mucho antes de que el fuego empiece a tirar, mucho antes de que el agua esté siquiera cerca de comenzar a burbujear, el padre sube con furia la escalera. Atraviesa precipitadamente el cuarto y, tomando sus cuchillos de sacrificar, los desenvuelve.
—¡Ah! ¡Parece que alguien más está por morir! —dijo la abuela.
—¡A levantarse, chicos! —dijo él, sacando a los niños de la cama, con el reluciente acero en la mano—. Será mejor que vengáis conmigo a las cabañas y veáis las señales de lo que ha sucedido, para que podáis contestar a vuestra abuela.
—Oh, nadie necesita asombrarse de que aquí sucedan cosas —replicó la anciana—. Todo eso es de esperarse.
Filas raleadas en los establos, ese invierno. Las más aptas sobreviven, la porquería desaparece, como decía a menudo Ólafur de Ystadalur en la esperanza de consolarse a sí mismo y a los demás con una doctrina científica que incluso los extranjeros han reiterado -incontable número de veces- en los periódicos. Y eran magníficas ovejas, en efecto, ovejas hermosas, las que albergaban ese invierno los establos de Bjartur de la Casa Estival, y el pegujalero, si no estaba más orgulloso de ellas en su poco número que de toda la majada, por lo menos estaba igual de orgulloso. No tenía por hábito lamentarse por lo que perdía. Algunas personas lo hacen, pero Bjartur de la Casa Estival pensaba que un hombre debería consolarse con lo que tiene, o, más bien, con lo que le queda, cuando ha perdido lo que poseía. Los gusanos son la peor calamidad que puede ocurrirle a un pegujalero de los páramos; más dañinas son las potencias secretas que no pueden ser contenidas siquiera con una buena cosecha de heno. La anciana había tenido razón cuando dijo que sucederían cosas peores. Las potencias secretas estaban en plena actividad.
Esta mañana desciende la escalera del corral de las ovejas madres, en busca de heno, ¿y qué encuentra allí, metido entre dos peldaños? En ese lugar increíble encuentra a una de sus ovejas, muerta, pisoteada, embutida entre los escalones como si fuese un guiñapo, con uno de los cuernos enroscado en torno al borde de la escalera. Dio rienda suelta a todas las maldiciones que le vinieron a la lengua en tan corto tiempo, sacó a la oveja de entre los peldaños, la depositó afuera, sobre un desprendimiento de nieve, llamó a los niños. Y ahora contemplaba al animal muerto, y los niños lo contemplaban también, todos preocupados, en la luz grisácea de la mañana. Hacía frío, pero un frío embotado. Algunos días parecen extrañamente tontos cuando se mira en derredor; parecen ser incapaces de proporcionar una respuesta. En tanto que otros días son inteligentes y dan la respuesta para cualquier cosa. Gvendur pensó que las ovejas había estado tratando de entrar en el granero del heno y había quedado atrapada entre los escalones.
—¡Idiota! —dijo Helgi.
El joven Nonni tomó la mano de su hermano mayor y la soltó nuevamente. A Asta Sóllilja le castañeteaban los dientes.
—No te pareces a tu madre —dijo Bjartur—. Ella no se sobresaltaba por pequeñeces, como una vieja sentada en un bacín.
Pero ella dijo que no tenía miedo, porque era feo tener miedo; sentía frío, eso era todo.
Durante dos días la sombra de la atrocidad pesó sobre la granja. Vinieron visitantes de la casa consistorial, inofensiva gente inerme. Pero Bjartur no se encontraba de humor afable y declaró que era con mano renuente que ofrecía café a esa carroña. En realidad constituía un error alentar a esa gente a que acudiese a la casa sirviéndole café; a esas personas había que darles la bazofia de los cerdos. Por cierto que eran descendientes de criminales, especialmente ladrones de ovejas. Nunca anteriormente una escoria tan mal nacida había puesto el pie en las tierras de Casa Estival. ¿Qué había ocurrido?
—Si os han enviado aquí para averiguarlo, hijos —repuso él—, podéis informar que no lo averiguasteis.
De modo que los visitantes partieron de regreso, tan enterados como cuando llegaron.
Es la tercera mañana, cuando entra en el corral de los borregos, cuando se golpea la cabeza contra algo que pende del techo. Bueno, maldito sea, piensa, e inmediatamente comienza a jurar. Era uno de sus mejores corderos, con un cabestro en torno al cuello. Lo cortó y examinó con atención la cuerda, pero no pudo reconocerla como suya. No, esto no puede ser obra de un hombre, pensó… No era posible imaginar a ningún ser humano que fuese tan vil como para ahorcar a una oveja. Cuando inspeccionó la nieve de alrededor del establo, la encontró dura, helada, y no vio huella alguna… Y eso tenía que sucederle a él, Bjartur de la Casa Estival, de entre todas las personas, un hombre que ni siquiera creía en el alma, para no hablar de demonios y fantasmas. Pero esta vez se burló de ello en la casa, diciendo que había tenido que matar a un cordero que comió lana. Nadie, y menos sus hijos, descubriría grieta alguna en su coraza de escepticismo que desde el comienzo le confirió más grande fortaleza moral que la que poseía hombre alguno. Empero, cuando se encontraba solo, los sucesos de los últimos días continuaban rondándole el cerebro. Se quedaba mirando las ovejas, cejijunto y mascullando para sí; maldito y condenado sea, pensaba por centésima vez. No podía dedicarse a tarea alguna, ni dentro de la casa ni en el campo.