—Nosotros, los agricultores, debemos unirnos —decía. Él, que hasta entonces se había mantenido apartado, estaba, de pronto, unido. Personas como él conocen, es cierto, todas las tretas de la zalamería y la adulación—. Si la comunidad agrícola islandesa quiere convertirse alguna vez en algo, saliendo de su miserable condición de felpudo de las fuerzas mercantiles, debemos obrar de concierto y unirnos en torno al estandarte de nuestros propios intereses económicos. Las sociedades cooperativas pagan el valor íntegro de los productos de los agricultores y les venden los artículos que necesitan prácticamente a precio de costo. No son, en realidad, empresas comerciales, sino instituciones de beneficencia, propiedad de los agricultores y utilizadas por éstos para su propio beneficio. El hombre que nos vende treinta borregos recibe algo así como sesenta coronas de dividendo, si el mercado mundial es favorable. El que paga de trescientos a cuatrocientos borregos recibe un dividendo de unas mil coronas. Cualquiera podrá darse cuenta de cuan esenciales son estas sociedades para ricos y pobres por igual. Nadie roba en ellas a nadie.
Pero en otoño llegó una carta de Bruni informando a todos y cada uno que acababa de regresar de un viaje por el extranjero. En ese viaje había tenido la buena suerte de conseguir mercancías a precios particularmente ventajosos y había cerrado con el continente tratos comerciales que aseguraban a sus clientes condiciones completamente excepcionales para el futuro; adjunto lista de precios. Vendía todas las mercancías más baratas que la sociedad cooperativa de Ingólfur Arnarson y mejoraba los precios de ésta para toda clase de productos. Nunca las transacciones comerciales fueron tan provechosas en Fjóróur como ese otoño. Si Ingólfur Arnarson les palmeaba la espalda, Túliníus Jensen les daba golpecitos en las mejillas. Cuando Ingólfur Arnarson les llamaba mi querido amigo, Túliníus Jensen les llamaba mi amor. Si era Ingólfur Arnarson el que les abrazaba, entonces Túliníus Jensen les besaba. En el comercio, el espíritu cristiano superaba todos los límites de lo correcto. Nadie mencionaba jamás la palabra deuda. Costosos artículos de lujo eran arrojados en brazos de uno como si se tratasen de otros tantos desechos. Todos deberían convertirse en hacendados en el término de dos años. Bjartur aprovechó la oportunidad y compró algunas maderas y un poco de hierro.
—¡Encantado! ¡Aunque fuese para una casa de cemento de dos pisos! —exclamó Túliníus Jensen mientras le saltaba al cuello—. Y si quiere pedirme prestado algún dinero, no tiene más que servirse.
«Construcción», dijeron los niños de la Casa Estival en un éxtasis de expectativa. Se pasaban el tiempo planeándola, discutiendo acerca de si tendría dos pisos, como la mansión de Rauósmyri, o un piso como la del rey del rodeo, pero, eso sí, con una sala y una cocina. El material de construcción dio alas a su imaginación, pero, si se atrevían a formular alguna pregunta a Bjartur, la respuesta era siempre lacónica, «seguid haciendo algo». Asta Sóllilja se imaginaba una gran cocina, un fogón con numerosas hornallas, y estantes y baldes para la vajilla, igual en Rauósmyri. Porque, está claro, de pronto apareció vajilla en abundancia. Ansiaba volver a casa y cocinar en verano. La puerta se abre de súbito y en la encantadora cocina penetra un visitante con un enorme chaquetón, con diez dedos en los pies y una sarta de aves y otra de pescado. Le ofrece su bondadosa mano, algunas personas tienen manos bondadosas, se las recuerda en el lecho de muerte. Pero -reflexionaba ella-, si papá construía una sala, ¿de dónde sacaríamos los cuadros? ¿Y el sofá?
Estaban atareados transportando, desde los marjales a la casa, las últimas cargas de heno mojado. Ella le llevaba el heno industriosamente, mientras él ataba las gavillas. Le agradaba trabajar junto a su padre cuando no había nadie cerca; nada podía compararse con una palabra suya de alabanza. Finalmente quedó atada la última gavilla. Se sentaron en una hacina mojada y barrosa. Él sacó su rapé. Ella apoyó en el regazo sus grandes manos cansadas de trabajar, contemplándose los pies, que estaban hundidos en el agua hasta la caña de los zapatos. Tenía la frente alta. No, esas frentes altas no pertenecían a su familia; él tenía la frente baja y ancha. Las cejas de Asta, arqueadas y negras, indicaban un linaje distinto, como lo indicaban también las delicadas y finas líneas de la parte inferior del rostro, con su barbilla esculpida, de formas vigorosas y curvada en artística continuación de la mejilla. Y ese labio inferior rotundo, maduro, con la exótica gracia de su curva… Luego ella le miró y él vio sus ojos. El derecho era extrañamente claro. Era joven, casi feliz y completamente libre. Pero el ojo izquierdo, que no veía nada a derechas, era un alma distinta, una nación diferente siguiendo por un camino diferente. Contenía cosas no soñadas, frágiles, delicados anhelos circunscritos por la propia angustia, los anhelos de un hombre amarrado y en manos de sus enemigos. Era el ojo bizco de su madre, que había muerto sin aprender a hablar, que vivió en el temor y desapareció, a la que él desposó pero nunca poseyó. Fue joven como una flor. Era como si viese a través de los años, hasta días remotos. Y de pronto se sintió cansado. El otoño le cruzó por la cara en un instante, o, más bien, su rostro se disolvió en los senderos del otoño, sin color ni forma. Uno se pone de pie y contempla toda su vida, un desconocido… —Papá —dijo ella—. Será maravilloso cuando comiences a construir.
Y entonces se fijó en su cara, la cara que jamás mostró él a la luz del día, que nadie conocía y nadie había sido autorizado a ver, que nunca alcanzaba a expresarse, ni siquiera en sus versos más perfectos; la cara del hombre de dentro. Su poesía era tan compleja técnicamente que jamás podía alcanzar contenido alguno digno de mención. Y así sucedía en la vida. Una vez más deseó ella echarle los brazos al cuello y ocultar el rostro en cierto lugar. Él se puso de pie y acarició la cabeza de su hija con su palma embarrada.
—Algún día papá construirá una gran casa para la flor de su vida —dijo—. Pero no será este año.
Y no lo fue.
Ese otoño se conformó con construir un redil para las ovejas, con techo de hierro acanalado, para reemplazar la vieja choza que había levantado diez años atrás en la orilla del arroyo. El corral fue convertido en albergue para los corderos y el piso bajo de la casa adaptado para la vaca y la yegua. Empedró el piso y puso una puerta en una de las paredes laterales, para poder comenzar a levantar un montículo de estiércol en la parte trasera y que el estiércol no tuviese que ser entrado a paladas por la misma puerta que usaba la gente.
A pesar de la desilusión que sufrieron todos, ése era, aun así, un acontecimiento suficientemente grande. Hombres nuevos en la casa, famosos constructores que cubrían de turba la paredes del redil en tal forma que las hiladas tenían la forma de pluma; un carpintero ayudante, con regla, lápiz y serrucho, aritmética mental en los ojos; el fresco perfume de la viruta mezclándose al olor del barro y la lluvia del otoño; conversaciones ruidosas a la hora de las comidas, rapé fragante, poesía, comerciantes y sociedad cooperativas, ovejas, ovejas otra vez, interesantes informaciones provenientes de fuentes ajenas a la cuestión, frases desconocidas, pendencias, café dulce.
—Desde tiempos inmemoriales los comerciantes han sido suficientemente cochinos como para oprimir al campesinado comprando barato, vendiendo caro y metiéndose la diferencia en los bolsillos. Cualquiera, sin ningún esfuerzo, puede darse cuenta de que los comerciantes son los archienemigos del agricultor.
—Sea como fuere, han salvado la vida de muchos en los años difíciles.
—Es posible, pero, ¿hasta dónde llega ese cariño suyo? ¿Cuan grande tenía que ser la deuda antes de que se negaran a añadir medio kilo más de harina de centeno a tu cuenta? A un hombre puede caérsele la cara de vergüenza si se ve obligado a pedir que un puñado de harina de centeno sea anotado en la cuenta de otro.
—Y ahora la cooperativa ha introducido la cuestión de los porcentajes. Te pagan un porcentaje además de lo que recibes por tus productos, siempre que el mercado sea bueno. ¿Puedo preguntarme cuándo se les ocurrió a los compradores pagar un porcentaje?
—Oh, es muy de los Rauósmyri eso de inventar los porcentajes. No me sorprendería que esos porcentajes de ellos no sean más que jarabe de pico.
—También están pensando en abrir una caja de ahorros en Fjóróur, para que el dinero de la gente dé intereses.
—¿Intereses?
—Sí, es una especie de descendencia que le nace al dinero, si lo pones en una caja de ahorros. Algún hombre digno de confianza lo pide prestado al banco y luego lo devuelve, abonando intereses.
—Sí, a la gente de Rauósmyri no le importaría un comino si perdiese lo que le prestara a ese hombre, siempre que sacaran alguna ganancia de dinero.
Bjartur se mostraba leal a su comprador a pesar de toda la oposición, firme en su convicción de que le sería más ventajoso comerciar con Túliníus Jensen que con el alcalde, seguro de que todas las sociedades e invenciones de los de Rauósmyri tenían una sola meta: ganar porcentajes e intereses para sí mismos. Se le ocurrieron dos estrofas:
Memos, muchos, mas pan, poco cuando de ayuda estoy tan falto, mejor muerto que ser flojo; de la gente de Myri estoy ya harto.
Que muera la vaca, lo prefiero con el cuello rojo, ensangrentado, a humillarme ante el hombre huero de Rauósmyri en el frío prado.
Pero por encima de todos los compradores y sociedades están los sueños del corazón, especialmente en el otoño, cuando cae la noche y las nubes del mundo están llenas de maravillosas imágenes. Asta Sóllilja está sentada ante la ventana, contemplándolas. Su madre se encuentra abajo, hablando con la vaca, alimentándola, acariciándola y esperando que tenga sed, en tanto que su abuela está sentada, encorvada, en la cama, en el ocaso, con el dedo en la boca y apenas un verso de himno en sus labios… ser incomprensible, que, a pesar de todo, tiene una hermana en el sur. Y luego, de los cielos surge el resplandor de remotos continentes, con océanos de variados colores y proteicas costas. Tierras de leyenda, ciudades. Del mar verde cristal se elevan palacios purpúreos que se sumergen una vez más con sus torres, y el océano se disuelve y se transforma en un huerto cargado de frutos, circundado por fantásticas montañas de picachos vivientes, de cimas que hacen reverencias y se abrazan antes de desaparecer. Nunca antes había estado sentada de ese modo ante la ventana. Y ahora entrelazó sus pensamientos de él a las fugitivas apariciones del aire. Él. Esos extraños países de océanos y velas aleteantes, de ciudades y huertos, que vivían y revoloteaban en los cielos con exótico brillo, eran todos un pensamiento mudo de él, un sueño de futuro sin mundo, sin días. Él, él, él. Oyó a la vaca, abajo, lengüeteando su agua, y lejos, muy lejos, a su madre hablando a la vaca de la vida del hombre, y escuchó el murmullo de su remota conversación carente de sentido, y la escuchó desde la distancia de las nubes de arriba, donde tenía su morada, donde compartía con él su reino, como en las palabras de la danza popular:
Vive mi amor bajo un lejano techo,
en hogar que no sabe de dolor,
que no conoce el llanto ni la angustia.
Por siempre mi alegría está junto a mi amor.
Oh, si aquello no terminara jamás, si pudiese existir hasta la eternidad, en el incansable esplendor de su colorido… Y así, noche tras noche, se sentaba a escuchar la música silenciosa de las nubes.
Las dimensiones del nuevo redil para las ovejas eran incitantes, y Bjartur, aunque perfectamente sabedor de que ahora tenía que alimentar a una vaca, cedió audazmente a la tentación de retener ese otoño un número mayor de ovejas que de costumbre. Se sentía agradecido de todas las oportunidades que se le presentaban de sacarlas a pastar; los chicos las vigilaban en los marjales. Pero, aunque Bjartur tenía mucho cariño a sus ovejas, pensaba continuamente en ellas y gozaba incluso de la reputación de criarlas bastante bien, siempre resultaba incierto el que los tan discutidos animales sobreviviesen al invierno, para no hablar de la primavera. En todas partes se dice lo mismo: no se necesita casi nada para que una oveja muera en primavera, y así ha sucedido durante un milenio. Desde la época de la colonización, la candida criatura ha tenido siempre una notabilísima propensión a morir en primavera.
Por otra parte, la familia medraba magníficamente ese invierno y, por primera vez en muchos años, Finna no debió, como de costumbre, guardar cama a mediados del invierno. Llegaron los comienzos de marzo antes de que se mostrara señal alguna de preñez. Siempre sentía un malestar en el pecho, es claro, como su madre, ese espantoso fogón con su eterno humo, tosían desde el momento de encenderlo hasta bien avanzado el día. Para empeorar las cosas, había en la casa el fuerte hedor del estiércol de la vaca y de la orina del caballo, y eso, unido al humo, le atenazaba a Finna el pecho y le daba toda suerte de sensaciones enfermizas. Continuaba cuidando a la vaca, pero ya no se le permitía que le diera el heno, como que se mostraba demasiado pródiga con la provisión de heno del campo, que Bjartur prefería reservar para los corderos y para las ovejas que habían terminado con su forraje. Pero ella la alimentaba y le barría el corral, la lavaba y limpiaba la porquería, tratando siempre de mantener el establo tan limpio como fuese posible, porque las vacas agradecen esos servicios. La rascaba y se quedaba con ella en el corral, hablándole, durante tanto tiempo como podía. Le daba muchos espinazos de bacalao que lograba hurtarle a la perra sin que Bjartur lo advirtiera, y hasta trozos de masa, cuando se hacía pan. En esos días la vaca tenía a menudo accesos de melancolía y mugía quejumbrosamente, con prolongada desesperación, como si no debiese volver a ver otra primavera. En tales momentos la mujer sentía que el corazón le palpitaba de angustia, que su vida era vacía e inútil. Por entonces Finna -esa mujer que tan poco consuelo tenía para sí- bajaba a visitarla en mitad del día y, acariciándole la papada y la cabeza, le decía que las fuerzas del bien triunfarían finalmente en la vida del hombre. Y la vaca se calmaba y comenzaba a rumiar. La vieja Blesi, que desesperaba ya de poder escapar alguna vez a esa amistad insustancial y rumiante, bufaba con frialdad desde el otro lado del tabique. Pero los niños habían aprendido de su madre a amar a la vaca y a respetarla, por la leche que aumenta la alegría del alma y produce relaciones armoniosas en la casa. Pero Bjartur no quería tocar esa bazofia que estriñe y priva del apetito; lo más que hacía era dar un poco de tabaco de mascar hervido en leche a los corderos enfermos de diarrea.