—Dios bendiga a la pobre criatura —dijo—, Jesúspedro.
Luego Bjartur salió de la casa.
¡Ajáá!… —dijo—. Será mejor que preparemos el cuchillo.
—¡Ya me parecía… asesino sanguinario! —exclamó la vieja Fríóa.
Pero la mujer de Bjartur no hizo más que mirarle suplicante, y dijo, casi en un susurro, mientras pasaba junto a él en el empedrado:
—Bjartur, cariño…
De modo que la vaca fue atada en su establo, con el ternero a su lado.
Y más tarde, por la noche, cuando todos estaban para acostarse y las mujeres, con alborozada unción, discutían acerca del parto y del ternero, cuando todos estaban tan dichosos debido a esa nueva personalidad que se presentaba en la granja y tan agradecidos porque la vaca hubiese salido tan bien del parto, cuando todos compartían tan íntimamente la felicidad de la vaca, Bjartur continuó la discusión donde la había interrumpido anteriormente.
—Lo peor de todo es que no tengo tiempo de llevar la res a Fjóróur antes de fin de semana.
El día siguiente hubo cuajada de calostro.
Los días que siguieron fueron grandes días. No había más que mirar a la criatura que otrora estuvo tan solitaria, y ver cuan leves eran ahora sus pasos cuando se alejaba trotando del campo, con su ternero trotando atolondradamente a su lado… ya no tenía necesidad de consuelos o caricias. Trataba de dejar atrás a los niños en cuanto le era posible, porque se habían enamorado del ternero y no terminaban jamás de acariciarlo. Descuidada en su nueva vida, se alejaba con su hijo hasta la montaña y muchas veces estaba a punto de perderse, tan independiente de los hombres se consideraba ahora, ella que siempre se refugió en la protección de la mujer. ¡Basta de tratos con los hombres! Cuando Firma llegaba, por la noche, para llevarla a la casa, la miraba como preguntándose qué tenía que ver ella con eso. Pero Firma no se sentía herida por ese comportamiento, porque comprendía la alegría de la maternidad y cómo la eleva a una orgullosamente por encima de todo el género humano y hace que todo lo demás parezca mezquino. Sí, tan bien comprendía su alegría que, aunque la vaca daba muy poca leche por la noche, no se atrevía a decírselo a nadie por miedo de que Bjartur ordenase que el ternero quedase encerrado durante el día. No podía pensar en que la vaca perdiese el alborozo de tener a su hijo consigo esos días, en el pastizal, cuando había estado solitaria durante tanto tiempo.
Domingo de mañana. Los domingos generalmente se quedaban hasta tarde en la cama, a veces hasta las ocho, todos excepto Bjartur, para quien todos los días eran iguales y a quien por lo común se le escuchaba haciendo una cosa u otra. Los domingos por la mañana, reparando alguna herramienta y cosas por el estilo, el pobre. Esa mañana asomó la cabeza por la trampilla y preguntó si todos estaban muertos ahí, o qué.
—¿Es que la tiranía se extenderá también a los domingos? —preguntó Fríóa con acritud.
—Las tripas del ternero están en el empedrado —anunció él—. Dejaré que decidáis vosotros mismos si la lluvia debe arrastrarlas hasta el barro. Yo me voy a Fjoróur con la carne.
Ese día la dueña de Casa Estival no se sintió en condiciones de salir de la cama; se quedó acostada, de cara a la pared. No se sentía del todo bien. La anciana Hallbera se levantó, y la vieja Fríóa, y los niños. Las humeantes entrañas del ternero yacían en una artesa, en el empedrado, pero Bjartur ya estaba lejos, por las ciénagas, a caballo de la vieja Blesi, portador de la carne de ternero para el horno del comprador.
—De este modo os matará a todos —dijo Fríóa, y luego dio rienda suelta a un torrente de espantosos insultos en tanto que se hacía cargo de las entrañas. Y los niños se quedaron en el empedrado, cubriéndose la boca con los dedos y mirando. Y escuchando.
El ternerito de Búkolla, todos recordaban la expresión de sus ojos, porque también él tenía una expresión en la miradas, como los otros niños. Había mirado a Nonni, había mirado a Helgi, les había mirado a todos. Ayer mismo estuvo saltando en el campo, levantando en el aire las dos patas delanteras al mismo tiempo, luego las traseras a la vez, en un jueguecito completamente personal. Y la coronilla de su cabeza era redonda como una bola, los terneritos son siempre así. Asta Sóllilja dijo que estaba muy cerca de tener tres colores. El animalito vagaba también por los taludes cercanos a la montaña, y alguna vez olisqueó el tornillo silvestre del mundo. Y cuando llovía se cobijaba detrás de su madre. Ése fue un domingo negro. La vaca mugió incesantemente en su establo y, cuando trataron de llevarla al pastizal, regresó en seguida y mugió en el campo frente a la granja. Se paró en la puerta y mugió hacia dentro. La montaña repetía los ecos de sus gritos; de sus grandes ojos corrían grandes lágrimas… Las vacas lloran.
Durante toda una semana Firma no se atrevió a mirar a la vaca. La vieja Fríóa tenía que ordeñarla. Nada hay tan implacable como los hombres. ¿Cómo podemos justificarnos, especialmente ante los torpes animales que nos rodean? Pero los primeros días son siempre los peores y existe mucho consuelo en el pensamiento de que el tiempo todo lo borra, el crimen y la pena tanto como el amor.
La lluvia sigue cayendo.
Asta Sóllilja, atareada en la cocina, se ha quitado las ropas mojadas y las ha puesto a secar en el fogón. El vapor surge de ellas, y la joven se encuentra, descalza, cortando el pescado para ponerlo en la olla. Lleva una vieja bata harapienta, y las burbujas están comenzando a subir a la superficie cuando, de pronto, escucha un ruido abajo. Se abre la puerta, unas pisadas resuenan en el corral, la escalera cruje, la trampilla es levantada y un hombre aparece y mira en torno. Llevaba un sombrero impermeable. Su chaquetón era largo y fuerte, con cuello, aletas, refuerzos y botones; no existía lluvia que pudiese penetrar en una prenda como aquella. Usaba altas botas impermeables y sus ojos azules eran claros y bondadosos. Dijo buenos días. Ella no se atrevió a decir buenos días. No dijo nada. Generalmente tendía la mano en silencio cuando alguien la saludaba, pero no la ofreció a ese hombre. La primera vez en que lo vio le pareció que era delgado y muy joven, pero, en ese cuarto minúsculo, él y su enorme chaquetón cobraban tan tremendas proporciones que la joven temió que se golpease la cabeza contra el techo. La anciana tampoco respondió al saludo, pero dejó de tejer y trató de enfocarle con la mirada. El hombre traía consigo un manojo de truchas y uno de barnaclas.
—Carne fresca —dijo—. Para variar.
Los blancos dientes relucieron como joyas en el moreno rostro varonil. Había un acento extraño en su voz.
—Sola —dijo su madre con voz opaca, ronca—, ¿no piensas ofrecer un asiento al hombre?
Pero Asta Sóllilja no tenía valor para ofrecer un asiento al hombre; su bata era espantosa, sus brazos tan largos, sus manos tan grandes, tenía los pies embarrados… No se atrevió a mirarle, no miró siquiera el agradable olor de las truchas que traía. Los guiñapos que usaba de ropa interior estaban sobre el fogón, ante las mismas barbas del hombre, humeantes de humedad. Él habría pensado, claro, que no tenían suficiente comida. ¿Qué debía decir ella? ¿Qué habría dicho su padre?
—Pongamos unas truchas en la olla —dijo el visitante tomando el cuchillo. Tenía manos delgadas, morenas, libres de suciedad, libres de callos y arañazos, manos que jugaban diestramente con el cuchillo. Destripó rápidamente los pescados, dejando las entrañas en un plato y los pescados, ya limpios, en la marmita—. Pescado de primera —dijo, levantándose para que la abuela los inspeccionara—, casi cuatro libras cada uno por lo menos, magnífico pescado.
—Aja —repuso Hallbera—, muy bueno, quizá, para el que los tolera. Pero lo que a uno da vida a otro mata. Y el pescado fresco, especialmente el de agua dulce, es más de lo que puedo tolerar. No sé por qué, pero nunca he podido comer nada fresco. Después me sale sarpullido. Es muy fuerte.
Eso, pensó él, no podía ser cierto; los alimentos frescos eran buenos para cualquiera.
—¿Y de dónde es el caballero? —averiguó ella.
—Del sur —dijo él.
—Sí, naturalmente, pobre hombre —dijo la anciana con toda la simpatía que los viejos muestran hacia cualquiera que vive en una parte remota del país.
Y Asta Sóllilja estaba allí, de pie, viéndole preparar el pescado. Sus manos eran tan hábiles, los movimientos tan pocos y tan seguros… La tarea parecía hacerse por sí sola y, sin embargo, a tan maravillosa velocidad… Y había en sus labios una sonrisa, aunque no sonreía; era agradable mirarlo. Y un hombre tan bueno… Llenó la olla hasta el borde, era un hombre grande, nadie debía descubrir que ella había soñado desde que ese hombre llegó al valle; pidió sal.
La fragancia de la trucha fresca hirviendo llenó la habitación. Él sacó la pipa y aplastó el tabaco antes de encenderla. El humo tenía un aroma como de filipéndula, pero más delicioso aún. Hay otro mundo en un olor agradable, y la fragancia se quedó, viva, hablando, cuando el visitante se fue.
—Buenos días a las dos —dijo, y salió.
Y se fue. Cerró la puerta tras sí. Corriendo a la ventana, Asta le miró mientras el hombre corría, abrigado en su chaquetón y su sombrero impermeable, en la lluvia fustigante. La lluvia no podía hacerle mucho daño a un hombre así.. ¡Cuan ligeros eran sus pasos…! La joven sintió que la cabeza le daba vueltas, que el corazón le golpeaba contra las costillas. Se quedó junto a la ventana hasta que las palpitaciones cesaron, y para entonces la lluvia la había hipnotizado. De pronto la anciana recordó que había querido preguntarle algo, teniendo en cuenta que venía del sur, pero su inteligencia estaba tan embotada en esos días que no podía acordarse de nada, deberías avergonzarte, Sola, porque no ofreciste un poco de café al pobre hombre. Pero Asta Sóllilja no oyó lo que le decía, porque se sentía ridícula con sus brazos y pies desnudos, con su bata vieja, con sus piernas delgadas… fea.
—Patos —dijo Bjartur esa noche, mirando despectivamente las aves que dejara el visitante—. Nadie engorda comiendo ave. Que entre todos los hombres sea maldito por sus presentes.
—Podríamos tratar de cocerlos —sugirió su esposa.
—He oído que los burgueses comen carne de ave —apuntó la vieja Hallbera.
—Sí, y los franceses comen ranas —bufó Bjartur, y no probó los patos. Sin embargo, perdonó al visitante por el pescado y los patos, y después del desayuno, la mañana del domingo siguiente, se le oyó decir—: Es muy vuestro eso de arrebatar el regalo de las manos de un desconocido y decir gracias como una pandilla de vagabundos. Pero que se os ocurriera siquiera enviar al individuo unas gotas de leche la mañana del domingo, ¡no, eso está muy por encima del vuelo de la imaginación…!
El resultado de todo ello fue que Asta Sóllilja y el pequeño Nonni fueron enviados al lago con un poco de leche en un pequeño cuenco. Ella se lavó la cara y las manos y se peinó el cabello. Sus ojos, uno recto, el otro bisojo, sus ojos estaban muy grandes, muy negros. Se puso los zapatos de piel de carnero y el vestido de su madre muerta. Éste había sido lavado después de su viaje a la ciudad y remendado allí donde se rasgó, pero estaba sumamente descolorido y no era ya nada bonito. En realidad era más bien un miserable harapo. Pero afortunadamente la alegría del alma había florecido de modo considerable en esos diez días transcurridos desde que la vaca parió, como resultaba evidente mirándole el cutis.
Cruzaron los marjales con el cuenco entre ellos. Asta Sóllilja estaba tan nerviosa que se mantuvo en silencio durante todo el camino. Hacía ya tres días que el tiempo, a intervalos, estaba razonablemente hermoso, cosa que, aunque insuficiente como para ser de verdadera utilidad, bastó para hacer que la mayor parte del heno fuese apresuradamente guardado en la casa. También ese día había sol, pero el pasto de la ciénaga comenzaba a crecer amarillo y el delicado azul que caracteriza a la primavera había desaparecido de los rayos del sol. Los chorlitos comenzaban a reunirse en bandadas, pero las agachadizas se acurrucaban en el pasto, en soledad atontada, como si lamentaran todo lo sucedido. Salían volando de bajo los pies de uno con un repentino agitar de alas que sobresaltaba. Nada de canciones ya, aparte de la del corazón.
No se veía movimiento alguno en la tienda y, como no tenían idea de cómo llamar en una morada que no tenía puerta ni jambas, se detuvieron, perplejos, a unos metros de distancia. Finalmente reunieron suficiente valor como para atisbar por debajo del borde. El hombre salió entonces de un saco forrado de piel, asomó la cabeza por la aleta de la tienda y les miró, parpadeando, con ojos soñolientos.
—¿Me buscabais?
—No —repuso Asta Sóllilja, y, dejando el cuenco frente a la tienda, tomó la mano de su hermano y huyó.
—¡Eh! —gritó él—. ¿Qué debo hacer con esto?
—¡Es leche! —respondió el pequeño Nonni a gritos, en plena retirada.
—¡Esperad! —bramó él, y, como no se atrevieron a desobedecer, se detuvieron y le miraron por encima del hombro, como dispuestos a huir nuevamente al menor movimiento sospechoso, como jóvenes gamos.
—Os prepararé una fritada —dijo.
Ellos le contemplaron unos momentos más y luego se sentaron, los dos en el mismo montón de hierba, ignorantes de lo que quería decir fritada, pero dispuestos a esperar que apareciese lo que fuera. El visitante comenzó a sacar algunas cosas de la tienda, descalzo, en pantalones y camisa, en tanto que ellos seguían todos sus movimientos con ojos maravillados.
—No os hará ningún daño acercaros un poco más —les gritó sin levantar la vista.
Luego de esperar un poco más, los hermanos aprovecharon la coyuntura de que él les volvía la espalda y se escurrieron unos metros más adelante. El informó que podían entrar en la tienda si querían, de modo que le siguieron al interior, primero el chico, luego la joven, y se quedaron con la espalda apoyada contra el soporte. Jamás se habían visto anteriormente en tal aventura. Toda la tienda olía a tabaco, a fruta y a aceite para el cabello. Ella le miró los brazos, morenos como el café con crema, y le observó encender el infiernillo y derretir un poco de manteca en una sartén. Tenía ya tres patos preparados y pronto el olor de la fritada se agregó a los otros olores.
—¿Conocéis muchos juegos?— preguntó él sin levantar la cabeza.
—No —respondieron ellos.
—¿No? —repitió él—. ¿Por qué?
—Estamos siempre ocupados —dijo el pequeño Nonni, sin explicar el proceso de sus pensamientos.