Gente Independiente (34 page)

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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Una y otra vez la joven esperó la próxima cima de colina para refrescar la vista con alguna variación, con alguna nueva perspectiva, pero siempre era la misma interminable repetición, aparte de que las relucientes aguas del lago habían sido dejadas atrás hacía mucho tiempo. Asta perdió toda su expectativa y estaba ya cansada de esperar algo en especial cuando el camino, en un repentino recodo, se hundió hacia abajo, al costado de una profunda hondonada con un río en el fondo. Y cuando miró hacia el este, a lo largo de la brecha, esperando ver otra colina enfrente, he aquí que no pudo ver nada. Era como si el mundo se hubiese detenido de pronto ante su mirada y la profundidad del cielo hubiera ocupado su lugar, aunque con un tono distinto de azul. ¿O era que el cielo estaba sostenido, allí, más allá del horizonte, por un resplandeciente muro de vidrio azul verdoso? Ese extraño color azul parecía abarcar todos los misterios de la distancia, y ella permaneció por un momento abrumada por la perspectiva de tal infinito. Era como si hubiese llegado al borde del mundo.

—Padre —dijo vacilante y perpleja—, ¿dónde estamos?

—Hemos cruzado el brezal —repuso él—. Ése es el mar.

—El mar —repitió ella con un susurro lleno de respeto atemorizado. Continuó mirando hacia el este y un frío estremecimiento de placer la recorrió ante el pensamiento de que tenía la fortuna de encontrarse en el límite oriental de los páramos y ver el punto en que la tierra termina y comienza el océano, el mar del mundo.

—¿No hay, pues, nada al otro lado? —preguntó al fin.

—Los países extranjeros están al otro lado —replicó su padre, orgulloso de poder explicar un panorama tal—. Los países de que se habla en los libros —continuó—, los reinos.

—Sí —musitó ella en un susurro encantado.

Pasó cierto tiempo antes de que se diera cuenta de cuan tonta había sido su pregunta y de que podría haber sabido que ése era el mismo mar que surcaban los jóvenes héroes para conquistar fama en las Rimas. Lejos, muy lejos, al otro lado de ese poderoso mar, estaban las tierras de aventura. A ella se le había concedido la dicha de contemplar el mar que se arremolina en torno a las tierras de romance, la carretera hacia lo increíble. Y cuando se detuvieron en la cima del primer talud, en su viaje colina abajo, se había olvidado de su hambre y continuaba mirando el mar con mudo asombro. Ni siquiera en sus más ardientes fantasías había creído que el océano fuese tan enorme.

Los costados orientales del brezal eran aun más empinados que los de casa. Pronto se encontraron mirando los techos del pueblo y los huertos color castaño como el café, con sus senderos, rectos como flechas, entre los canteros. Asta Sóllilja había imaginado notables cuadros para componerse una imagen de Fjóróur, pero jamás habría soñado que tantas casas, cada una de ellas tan impresionante como la mansión de Útirauðsmyri, pudiesen estar en hilera a lo largo de tan pequeño trecho de camino. Y el humo que ascendía flotando hacia las colinas desde esas casas tenía casi un aroma dulce, muy distinto del enfadoso hedor que salía de la pobre turba de Casa Estival. Pronto se encontraron pasando ante las primeras casas de la ladera y comenzaron a encontrar toda clase de viajeros, algunos que caminaban, y otros que andaban a caballo, otros conduciendo carros. Hasta se encontraron con algunos jóvenes exquisitamente vestidos, con cuello y corbata en día laborable, y cigarrillos entre los labios, y esos jóvenes estaban tan encantados con la vida que la miraban y rompían a reír y se olvidaban de ella en el instante siguiente.

—¿Quiénes eran esos jóvenes? —preguntó ella.

Pero su padre, en apariencia, no se sentía tan profundamente impresionado como ella por los elegantes jóvenes.

—Un grupo de ganapanes fumadores de cigarrillos —replicó. Y ahora caminaban ya por una carretera empedrada, con casas a los costados y cortinas y flores en las ventanas; ¿no son maravillosas las cosas que crecen en el mundo?, se preguntó. Y allí, caminando hacia ellos tomadas del brazo, venían dos muchachas, ambas con zapatos con cordones, y chaquetas, una con un sombrero rojo, la otra con uno azul, y tan distinguidas ambas que, de lejos, le pareció a Asta que una de ellas por lo menos debía ser Auóur de Myri. Pero cuando se acercaron, pensó que la otra también debía ser Auóur, y no pudo comprender nada de lo que pasaba. Pero resultó que no eran más que muchachas del pueblo, y lanzaron chillidos de risa irrefrenable cuando pasaron junto a ella. La gente de Fjóróur parecía extremadamente generosa con su risa y su felicidad.

Pero su padre ni siquiera las había advertido.

—¿Quiénes son? —repitió cuando ella le preguntó—. Un par de cochinas desvergonzadas, por supuesto, que no sirven para otra cosa que para exhibirse por la calle y vivir de los padres, como parásitos.

Las casas se apiñaban cada vez más, hasta que finalmente ya no hubo más espacio para terrenos entre ellas, y menos aún, claro está, para un trozo decente de pastizal. Lo único que tenían era un jardincito. Los habitantes del pueblo y los viajeros, los caballos de carga y los carros se apeñuscaban en la calle, los barcos en el mar. Tantas cosas atraían su mirada a la vez que pronto se cansó de formular preguntas. Su mente estaba en un torbellino, pasaba revoloteando por todo como en un sueño, y los desconocidos salían precipitadamente en distintas direcciones sin un apretón de manos o una palabra de despedida. Antes de que se diera cuenta de lo que sucedía, se encontraba, junto a su padre, ante el mostrador de la tienda del propio Bruni, contemplando todas las mercancías que el mundo y la civilización ofrecían: medias de blancura nívea, cincuenta impermeables, tazas con rosas cinceladas, una cocina a petróleo, tabaco para mascar. Detrás del mostrador había hombres de aspecto imponente, hermosamente vestidos, escribiendo cosas en unos libros o enseñando a la gente cadenas de reloj, de oro, o bizcochos. Se quedó allí, pasmada, con el vestido aleteándole flojamente en el cuerpo, las medias caídas hasta los tobillos y los zapatos embarrados, mirando ciegamente al frente, atónita ante semejante magnificencia. Luego llegó el almacenero, vivaz y gracioso. Pesó la lana que llevaba Bjartur, en el sitio que llamaron pórtico, y miró dos veces a Asta Sóllilja. Dijo que jamás había sospechado que Bjartur tuviese una hija que pronto tendría edad suficiente como para casarse.

—Dele un poco más de tiempo y hará buena pareja con nuestro Magnús —dijo.

Pero Bjartur repuso que había tiempo de sobra para pensar en eso, que la joven no sería confirmada hasta la primavera siguiente y que hasta ahora era pura estatura, pobrecita. La muchacha del valle se ruborizó ante esa inesperada proposición de matrimonio y se sintió profundamente agradecida a su padre, por no llegar a un acuerdo sin más averiguaciones y también por excusarla con el pretexto de que no era bastante robusta para esas cosas. No se acordó del hecho de que la gente de las ciudades dice cosas que en el campo serían consideradas faltas de la necesaria meditación.

Más tarde Asta Sóllilja recibió permiso para acompañar a su padre a la oficina del comprador. Siempre había creído que el comprador se llamaba Bruni, pero ahora se enteró de que su nombre era más notable aun: Túliníus Jensen. Se sintió como si hubiera sido invitada a subir al altar de la iglesia de Rauásmyri en mitad de los servicios, pero ese insigne honor no produjo efecto alguno en su padre… Nada en la tierra podía sorprenderle. Ni siquiera cuando Túliníus Jensen le apretó contra su pecho y le retuvo allí, en un abrazo como de amantes, mostró señal alguna de asombro. No, los abrazos del mundo no eran, evidentemente, una novedad para su padre.

—Es un placer poder ver a tan digno y viejo amigo —dijo el magnífico y corpulento caballero—, especialmente en estos difíciles tiempos, cuando nadie parece ya valorar una amistad. ¿Te has enterado de la reunión?

—Algo —repuso Bjartur—. No diré que no he escuchado rumores de ese asunto de la Sociedad que tienen entre manos. Y en la primavera llegaron visitantes a la Casa Estival con la misma misión. Pero hasta ahora he tenido por norma hacer lo que me place a mí y no lo que conviene a otras personas, aunque éstas sean la pareja de Rauósmyri.

—Bien dicho. Ingólfur Arnarson se ha convertido en el administrador temporal de la así llamada Sociedad Cooperativa. Su primer lastimoso cargamento llegó por vapor hace unos días, e inmediatamente me abandonaron todos los agricultores que pudieron liberarse y corrieron a unirse a la cooperativa. Pero me pregunto si reinará tanto entusiasmo entre ellos dentro de dos o tres años, cuando comiencen a compensar las deudas de los ricos cargándolas a los pobres y empiecen a embargarles las tierras, como hicieron el año pasado en la Sociedad Cooperativa de Hrappsvík.

—No sé —dijo Bjartur—. Pero mientras yo no ambicione las ganancias de otras personas, no quiero, por cierto, pagar sus deudas.

El comprador afirmó que las sociedades cooperativas no conducirían jamás sino al desastre nacional. Como toda otra forma de monopolio, su única meta era destruir la empresa privada, la libertad e independencia individual.

—Nuestros almacenes, por otra parte, están abiertos para ti, mi querido Bjartur, con todo lo que contienen. De paso, esa hija tuya se ha convertido en una hermosa muchacha, no cabe duda.

—Oh, todavía no es más que un pichón —contestó Bjartur—. Ni siquiera ha sido confirmada. Pero ya crecerá. Y sabe leer. Y sabe unas cositas acerca de los clásicos. ¿Qué quiere decir «árbol de los escudos», Sola? Deja que el comprador vea cuánto sabes.

—A eso llamo yo hablar bien —dijo el comprador cuando ella explicó la metáfora. Poca gente se acuerda ya de las Eddas puedo decírtelo. Hablaré a nuestra pequeña Svanhita de esto. Nunca lee en otra cosa que no sea danés.

—¡Oh, danés! —exclamó Bjartur, negándose a dejarse impresionar—. Eso estará bien para los grandes países, pero nosotros, los de los valles, tenemos más fe en los genios del pasado, como Magnas Magnússon del bosque de Magnús. Islandia nunca tendrá otro hombre como él.

Puede del hombre el saber miserable propiciar discursos muy hermosos, mas en la nación es más aprovechable usar libros de versos generosos.

Deja que el comprador escuche una de sus canciones de amor, Sola, muchacha.

Asta comenzó inmediatamente, sin resistirse, a recitar el prólogo del duodécimo canto de Bernótus. Con la cabeza gacha y roja hasta las raíces de los cabellos, lo recitó a la carrera, jadeando para respirar y uniendo una palabra a la siguiente a tan tremenda velocidad que resultaba imposible distinguirlas. Pero en la mitad se atascó con los versos y se quedó, resollando fuertemente y aterrorizándose cada vez más, hasta que al cabo perdió el habla por completo y se sintió como si estuviera hundiéndose en el piso.

—¡Magnífico! —exclamó el comprador—. ¡Una obra de arte! Eso es lo que yo llamo genio —y la salvó tomándola de ambas manos y consolándola. Se manifestó seguro de que tenía la madera de una joven excepcionalmente dotada y, en consecuencia, se dispuso a regalarle una reluciente moneda nueva, para que pudiera comprarse un bonito pañuelo, porque la tendencia a regalar un pañuelo a todo el mundo es una característica de todos los grandes hombres. Luego les abrió la puerta y les empujó cortésmente hacia la tienda, que, en verdad, acababa de entregarles con todo lo que contenía.

El resto del día se pasó en comprar provisiones y en distintas diligencias. Asta Sóllilja recibió permiso para comprar su pañuelo, y fue su primer pañuelo y tenía flores en el borde. Se le permitió también comprar un hilo de cuentas color celeste, que inmediatamente se colocó en torno al cuello a fin de estar en armonía con esa gran ciudad. Llevó el pañuelo en la mano, puesto que no tenía bolsillo, Pero eso no fue todo.

—Me parece que hace poco te prometí comprarte la Saga de Órvar-Oddur —dijo su padre; y así, pues, se dirigieron a la librería.

El librero era un anciano que ya no podía tenerse en pie sin ayuda y tenía que arrastrarse con el sostén de un bastón. A pesar de ello gozaba de la reputación de mantenerse al ritmo de los tiempos. Su tienda se encontraba en la parte superior de una vieja casa desvencijada, oculta detrás de otros edificios, un cuartito separado del resto del desván. Era preciso subir por una escalera oscura, crujiente, que parecía que no terminaría jamás. El librero se encontraba atareado cociendo pescado en un infiernillo. El vapor de la olla llenaba el cuarto, y los anaqueles que se combaban bajo el peso de la literatura eran como cinturones de riscos perdidos en la niebla. Se puso de pie junto a su olla, tomó su bastón y apretó la mano de sus visitantes.

—¿Podemos comprar libros aquí? —preguntó Bjartur.

—Libros y libros —replicó el librero—. Todo depende…

—Bien, quería algo para nuestra Sola, aquí presente —dijo Bjartur—. La pobrecita ha comenzado a husmear entre las cubiertas de los libros y parece que en un momento, no recuerdo cuándo, le prometí comprarle la Saga de Orvar-Oddur. Pago al contado.

—Ruega a Dios que te guíe, hombre. Hace más o menos treinta años que vendí el último ejemplar de la Saga de Orvar-Oddur. En la actualidad el país se encuentra en un plano cultural completamente distinto. Puedo recomendarte Las Minas del Rey Salomón, que trata del héroe Umslopogas, que, a su modo, fue un gran hombre y, en mi opinión, nada inferior a Orvar-Oddur.

—Eso es más de lo que estoy dispuesto a creer. Un poco más de esa maldita basura moderna, supongo. Y nadie podrá convencerme de que ese individuo que me ha mencionado pueda haberse comparado alguna vez con Orvar-Oddur, que tenía doce codos daneses de estatura.

—Puede ser, pero sucede que el país ha llegado a una etapa de su desarrollo en que quiere mantenerse al compás de la época y nosotros, los libreros, nos vemos obligados a tener eso en cuenta. Supongo que usted, señorita Sola, estará de acuerdo en que es preciso adaptarse a la época… Venga aquí, querida, y echa una ojeada a mis libros nuevos. Aquí tenemos una novela mundialmente famosa, acerca de un hombre que fue asesinado en un carro, y aquí un informe científico en punto a la depravación del Papado, a cómo esa gente mala del extranjero, los monjes y las monjas, vivieron vidas inmorales en la Edad Media. Y aquí puedo mostrarle un libro que es prácticamente flamante y el ultimísimo grito de la moda. Mírelo, señorita; ¿no le parece que nos gustaría leerlo?

Aunque el hombre era viejo y decrépito, Asta Sóllilja no podía dejar de ruborizarse hasta las raíces de los cabellos ante el título que usaba para dirigirse a ella. Ni siquiera en sus sueños más extravagantes se imaginó que algún día llegasen a llamarla señorita Sola, o que llegara a tener intereses literarios en común con un hombre así. Y ahora, cuando contempló la portada del volumen superior, fue presa de tal asombro que el corazón casi dejó de latirle. Esa cosa extraña, significativa, que nunca oyó mencionada por su nombre, pero de la cual los animales de Casa Estival y sus lecturas de las rimas de los vikingos de Jóm le habían proporcionado algún atisbo… ¡Entonces se habían escrito libros acerca de ella! Los Secretos del Amor, buenos consejos concernientes a la unión de muchachos y muchachas.

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