A pesar de la tibieza del ambiente, todavía había poca exhibición de verde en las colinas, y, como no era posible excluir la contingencia de repentinas tormentas, el agricultor mostraba pocos deseos de permitir que sus ovejas treparan a los altos páramos. Registró las corrientes de agua de los páramos del sur y del este, a intervalos regulares, reuniendo a todas las ovejas que lograba encontrar en los llanos. Cuanto más opresivo se tornaba el silencio en la casa, tanto más apreciaba la frescura de los días de harpa y su embrujadora intensidad, su olor de nieve derretida y de nieve derritiéndose, de espacios soleados y de promesa de eternidad; porque los páramos se encuentran en indisoluble comunión con la eternidad. Poco a poco la nieve va retrocediendo ante el sol y pronto hay en el aire el aroma del brezo y de pastos marchitos y aparecen los primeros brotes nuevos que emergen de los derrumbes de nieve de las laderas. Las ovejas holgazanean entre los hondones y los barrancos, mordisqueando todo lo que pueden encontrar sobre la nieve. Pero, cuando menos se espera, rompen a correr y, precipitándose hacia la parte superior del hondón o del barranco, corren de cara al viento, a toda velocidad, hacia el espacio ilimitado, hacia la eternidad. Porque también las ovejas aman la eternidad y tienen fe en ella.
Durante algunos días se ha estado viendo a un cuervo aleteando sobre la hondonada.
Bjartur se pasea por el fondo para ver si el ave está en busca de alguna presa. El río está crecido, pero ya no tan alto como los días pasados, y de pronto la perra se detiene y le ladra a algo que el río ha arrojado sobre los guijarros. El cuervo se cierne, graznando, sobre el barranco. Lo último que Bjartur esperaba era encontrar allí algo muerto, porque esa primavera no había perdido ninguna oveja, y, de todos modos, como lo quiso la buena suerte, no era un animal muerto, sino un cadáver humano. Era el esbelto cadáver de un niño que había caído desde las rocas en invierno y, después de yacer en un montículo de nieve hasta que ésta se fundió, fue descubierto por el río en creciente y abandonado allí, sobre los guijarros, cuando su nivel descendió. No, no tenía semejanza alguna con un ser humano. El hueso de la nariz estaba al descubierto y la boca reía al cielo, sin labios, los ojos arrancados, los harapos se pegaban al cuerpo tan podridos que la podre le había carcomido los huesos. Y además, claro está, las aves de rapiña habían efectuado su trabajo, era un espectáculo horrendo. El hombre lo tocó una o dos veces con su bastón, ordenó a la perra que se callase y masculló:
—Lo que siembres, eso cosecharás. —Tomó una buena pulgarada de rapé. La perra continuó ladrando.
—Sí, puedes seguir ladrando todo lo que quieras, para lo que servirá… —dijo—. Tú no entiendes estas cosas. Algunos culpan a Kólumkilli, pero es más probable que cada uno de nosotros lleve grabado su destino en su propio corazón.
Aun así le resultó difícil absolver a Kólumkilli de toda intervención en el destino humano, porque a menudo ocurre que, aunque uno esté completamente seguro de que la historia de Kólumkilli no es cierta, o incluso de que es una pura y simple patraña, hay momentos en que esa misma historia parece ser más verdadera que cualquier verdad. Hay uno que otro diablo en los páramos que se come a la gente. Ah, bueno, tendría que hacer algo en cuanto al cadáver, puesto que él lo había encontrado, y lo que hiciera debería hacerlo lo antes posible, porque las ovejas habían huido y ya estaban fuera del barranco. Llevaba un par de gruesos guantes, prácticamente nuevos, y se quitó el de la mano derecha y se lo arrojó al cadáver porque se considera una descortesía abandonar un cadáver que se ha encontrado sin hacerle antes algún pequeño servicio. Unos segundos más tarde se encontraba en el borde de la hondonada. Tal como había pensado, las ovejas huían. Los guías del rebaño se destacaban contra el cielo mientras cruzaban la cima de una ondulación distante de los páramos. Se dirigían hacia las Montañas Azules. Rompió a correr, persiguiéndolas, satisfecho de ser dueño de ovejas como ésas, que buscaban, como ascetas, la soledad de los interminables páramos a comienzos de la primavera.
—Hallbera —dijo esa noche, arrojándole un guante—, téjeme un guante que haga juego con ése.
—Vaya, ¿dónde está el otro? —preguntó la anciana, porque nunca se había dado el caso de que el hombre perdiese guante alguno.
—Oh, no nos devanemos los sesos por ello, vieja.
—¿No? —preguntó ella, inclinando su bamboleante cabeza y dirigiendo la mirada hacia otro lado, como acostumbraba hacer cuando miraba a alguien. Y no tuvo necesidad de seguir preguntando. No tuvo necesidad de preguntar.
Luego vinieron grandes tormentas de lluvia que parecían llenar el mundo entero, y cien arroyuelos de temporada, precipitándose por las laderas de las montañas, barrieron hasta el mar la nieve invernal, y cuando apareció el sol, ya no quedaba nieve en el valle, las colinas estaban verdes, había ranúnculos en el campo, brisas retozonas. El arroyo familiar había crecido al máximo y menguado nuevamente sin que el hijo menor del agricultor lo advirtiera. Apenas había transcurrido un año y ya no está junto al arroyo que corre frente a la casa. Está en el cercado, con su rastrillo, extendiendo estiércol con perfecta indiferencia, como un idiota, él, a quien los elfos habían prometido, en su sueño, tierras mejores. Las tierras que sus libros invernales le acercaron tanto, se han alejado con la llegada de la primavera y han desaparecido más allá de horizontes más remotos que antes. No tenía más que mirar a Asta Sóllilja para darse cuenta de cuan inaccesibles eran los países que otrora se reflejaron en el cielo debido a la blanca desaparición de la tierra en el invierno. Pero el alma se niega a rendirse en la pelea. La primavera, sus pájaros llegados de lejos, sus brisas, su cielo… la primavera llama y llama. Cada vez que pasa por la baja puerta y se detiene en el empedrado, le llama. Y continúa llamándole. Él escucha. Las melancólicas ansias, la triste simpatía con la vida, despiertan su corazón. Había estado escuchándola en silencio durante toda la primavera, desde que el maestro se fue, en Pascua. Pero no supo que lloraba, hasta un día. Era un domingo. Ya atardecía. Desde donde se encontraba, en el campo, la vio acostada en un hondón verde. Se acercó a ella. Ella no se movió porque no escuchó sus pasos. Pero cuando se aproximó, vio que se le movían los hombros. Estaba llorando, con el rostro apretado contra la hierba. Se dio cuenta de que, aunque era su hermana mayor, era en realidad un ser más insignificante que él y su hermano, e inmediatamente se sintió invadido por la piedad. Él mismo lloraba ahora con menos frecuencia; casi no había llorado desde el verano pasado; pronto sería grande. Finalmente pronunció su nombre. Ella se sobresaltó y, sentándose, se secó las lágrimas con el orillo del vestido. Pero lo único que consiguió con eso fue que las lágrimas corrieran más velozmente.
—¿Por qué lloras? —pregunta.
—Por nada —responde ella sorbiéndose la nariz.
—¿Has perdido algo? —pregunta él.
—Sí —responde ella.
—¿Qué?
—Nada.
—No debes llorar —dice él.
—No lloro —responde ella, y sigue llorando.
—¿Se ha portado mal papá contigo?
—Sí.
—¿Qué te dijo?
—Nada.
—¿Te pegó?
—Sí, una vez. Pero hace tiempo. No tuvo importancia. Ya me he olvidado de eso. No, no me golpeó para nada.
—¿Es algo que quieres tener? —pregunta él.
Y ella contesta vorazmente, jadeando: —Sí.
Y estalla en un torrente de lágrimas. —¿Qué? —inquiere él,
—No lo sé —y llora de desesperación.
—No tengas miedo en decírmelo, Sola, querida. Quizá pueda conseguírtelo cuando sea grande.
—No lo entenderías. Eres tan pequeño… Ni yo misma lo entiendo… día y noche.
—¿Es porque estás hecha como estás hecha? —preguntó él, lleno de simpatía y consciente de que la discusión bordeaba ahora los secretos más íntimos del cuerpo humano, que, por lo general, es costumbre no mencionar… Posiblemente fuese un error de su parte, pero las palabras se le escurrieron de los labios antes de que se diese cuenta.
—Sí —suspiró ella después de reflexionar, desconsolada.
—No importa, Sola, cariñito —susurró él entonces, y le palmeó la mejilla, decidido a consolarla—. Nadie lo sabrá. No se lo diré a nadie. Y le diré a Gvendur que no se lo cuente a nadie.
—¿Es que lo sabes? preguntó ella, apartándose la tela de los ojos y mirándole rectamente a la cara—. ¿Lo sabéis?
—No, Sola, cariñito; no sé nada. No miré. No tiene importancia. Y de todos modos, nadie puede remediarlo. Y cuando yo sea un hombre grande, quizá construiré una casa en otro país y entonces podrás venir y vivir conmigo y comer patatas.
—¿Patatas? ¿Para qué quiero patatas?
—Como dice en la historia sagrada —explicó él.
—En la historia sagrada no hay patatas
—Digo eso que se comió la mujer de la historia sagrada.
—Yo no sé nada de la historia sagrada —dijo ella, contemplando el espacio con ojos hinchados por las lágrimas—. Dios es un enemigo del alma.
Y de súbito él inquirió:
—¿Qué deseaste en el invierno, Sola, cuando el maestro nos concedió a todos un deseo?
Al principio ella le observó inquisitivamente, y el bizqueo de sus ojos pareció más pronunciado que nunca a causa del llanto; luego bajó los párpados y comenzó a arrancar hierbas del suelo.
—No debes decírselo a nadie —dijo.
—No, nunca se lo diré a nadie. ¿Qué fue?
—Amor —repuso ella, y entonces, una vez, su llanto rompió todas las cadenas y una y otra vez repitió entre sollozos—: Amor, amor, amor.
—¿Qué quieres decir? —inquirió él.
Ella volvió a arrojarse al suelo, con los hombros sacudidos por los sollozos, como cuando él se le acercara hacía unos momentos, y gimió:
—¡Ojalá me muriese! ¡Morir, morir!
Él no supo qué decir ante tanta pena. Se sentó en silencio junto a su hermana, sobre el verde de la primavera, que también era joven, y las cuerdas ocultas en su corazón comenzaron a estremecerse, y a sonar.
Era la primera vez que atisbaba en el laberinto del alma humana. Estaba muy lejos de comprender lo que veía. Pero, lo que era más valioso aún, sentía y sufría con ella. En los años que vendrían después revivió ese recuerdo en canciones, en la más hermosa canción que el mundo ha conocido. Porque la comprensión de lo indefensa que es el alma, del conflicto entre los dos polos, no es la fuente de las más grandes canciones. La fuente de las más grandes canciones es la simpatía. Simpatía con Asta Sóllilja, caída en tierra.
Lo más notable de los sueños del hombre es que todos se tornan realidad. Siempre ha sido así, aunque nadie lo admita. Y una peculiaridad del comportamiento del hombre es que no se muestra sorprendido en lo más mínimo cuando sus sueños se cumplen; parece como si nunca hubiera esperado otra cosa. La meta que debe alcanzarse y la decisión de llegar a ella son hermanas y dormitan ambas en el mismo corazón.
Sucedió la víspera del Día de la Ascensión. En esa parte del año una buena cantidad de personas serpentea por los caminos del valle, aunque muy pocas se apartan de la carretera principal para visitar el pegujal. Pero ese día un hombre se apartó de la carretera principal y visitó el pegujal. No era una persona especial en sentido alguno, en su aspecto no había nada peculiar, y probablemente nada sumamente indispensable en las funciones que llevaba a cabo en la vida. Al menos no existía nada que se pudiera señalar para decir: ésta es su función. Como no fuese la de entregar precisamente esa carta. Años más tarde, Cuandojón Guóbjartsson trató de recordarle, el hombre siempre se rehusó a aparecer. Era, en otras palabras, como otros cien objetos naturales que no se advierten por lo naturales que son. No hizo más que entregar a Bjartur de la Casa Estival esa cartita, dijo adiós y se fue.
Y bien; era algo raro y casi único que Bjartur de la Casa Estival recibiera una carta, con la excepción de las cuentas de contribuciones, porque los hombres independientes no reciben cartas. Esas cosas son sólo para los que confían en los demás más que en sí mismos. Leyó la dirección dos veces en voz alta, volvió la carta en varios sentidos, la estudió por detrás y por delante. Los chicos se acercaron a su padre mientras éste la abría. Bjartur la mantuvo a cierta distancia de sí, un poco hacia un costado, frunció el entrecejo, echó la cabeza hacia atrás. Era imposible descubrir en su rostro cuál fuese el contenido de la carta. Luego volvió a leerla. Se rascó cuidadosamente la cabeza y se hizo más difícil aún adivinar de qué trataba la carta. Finalmente la leyó por tercera vez, se la metió en el bolsillo y siguió su camino. Nadie supo qué noticias podía contener.
Una noche luminosa, con emplumadas nubes sobre los verdes marjales; y los pájaros cantores de la vida tan dichosos que no hay pausa en sus canciones, después de la puesta del sol. Sí, la primavera crece en todas las cosas e inunda cada vez más el campo, todos los días, todas las noches. Y una vez más Bjartur desciende al valle, para ir a buscar un cordero que ha de llegar hoy y, aunque ya es la hora de acostarse, llama a su hijo menor.
Gvendur: —Yo iré contigo, padre, para que Nonni pueda acostarse.
El padre: —He dicho que el pequeño Jón debe venir conmigo. Tú ve a acostarte. Me acordaré de despertarte más temprano por la mañana.
El padre se dirige hacia los aguazales a grandes zancadas, el chiquillo saltando detrás de él de mata en mata. Descienden a los llanos, junto al río. La esbelta arvejilla había alcanzado considerable altura, y también había hierbas del ermitaño. La grasilla se abría paso hacia arriba con sus campanillas azules. Los patos que descansaban pacíficamente en los grises remansos inmóviles habían terminado de construir sus nidos. El gárrulo archibebe seguía al agricultor, barbotando alegremente su maravilloso relato. Aunque, cuando se lo escucha, se siente a veces que hay poco contenido en un relato tan largo, sólo ji, ji, ji, durante mil años. Pero un hermoso día, quizá en un continente remoto, el relato le vuelve a uno a la mente y se descubre que era más hermoso y encantador que muchos otros, y posiblemente el más interesante de todo el mundo. Y uno desea que se le permita escucharlo también después de muerto, que se le permita vagar por los marjales, de noche, la víspera del Día de la Ascensión, ya muerto, y escuchar la increíble historia. Sí, esa misma y no otra. Encontraron la oveja en los llanos y había parido. Espléndido. Bjartur tomó el cordero y lo marcó. La oveja se acercó y él la agarró y le palpó las ubres para ver si daba leche. Sí, daba leche. Sí, mañana es el Día de la Ascensión y la pequeña Sola irá al ayuntamiento para estudiar con el sacerdote durante una semana. Será confirmada el domingo de Pentecostés. Probablemente caerá un chaparrón al alba; le hará bien a la hierba. Sentándose sobre una mata de brezo, cerca del río, contempló la tersura de su corriente; miró a dos patos que estaban cerca de la orilla opuesta, a dos falaropos que nadaban aquí y allá, haciendo bamboleantes reverencias. El chico también se sentó y los contempló. Todo era tan tierno, tan modesto. Era como si los marjales quisiesen presentar disculpas por todo. Y así se despedían los páramos de su amado, que era más grande que todos los demás islandeses; se despedían de él por última vez.