—Escuche, mi heroína de alta cuna. Siempre creí que era privilegio mío, y no suyo, el ofrecer a la gente un asiento en mi propiedad —dijo él, continuando la tunda. Pero la broma fue recibida tan rígidamente como las anteriores. Se sentaron. Sensible y artísticamente, ella acarició las hierbas del montículo, acariciándolas hacia atrás y hacia delante con su mano elocuente, señorial, pequeña y regordeta, con hoyuelos en los nudillos… ¿pero qué pequeña conjura estaba ahora empollando la gallina vieja? ¿No trataría de quitarle el pegujal? Y por cierto que la cuestión de deshacer el hogar no estaría ya en el orden del día. ¿Quién podía sondear sus pequeñas maniobras? De modo que Bjartur tomó un poco de rapé—. ¿Puedo ofrecer a su señoría una pulgarada de rapé mientras recobra el resuello? —preguntó. Pero a la Señora no le agradaba el rapé. Ni las bromas.
—Bjartur —dijo al cabo—, no sé si has advertido que la expresión de tu hija estaba poco radiante de dicha juvenil cuando llegó a tu casa, hace unos minutos.
—Quizá le pareció gracioso que no le pusiese usted una yegua vieja bajo el trasero, para hacer el viaje —sugirió Bjartur—. Pero es probable que todos los animales estuviesen ocupados acarreando turba, sin contar los caballos de silla. Es claro que no tiene importancia. Yo y los míos siempre hemos viajado a pie.
—Bueno, en rigor de verdad, se le trajo un caballo, pero ella lo rechazó. La pobre niña adopta decisiones propias. Ha heredado de ti su testarudez.
—Quizá no pudieron meterle el cristianismo —dijo Bjartur—. Sería muy de ese cura decirle alguna cosa. No está acostumbrada a que la gente le diga mucho. Aquí, en casa, siempre hay paz y sosiego, ¿entiende? En cuanto a la religión, no puedo decir que yo haya hecho nunca mucho para alentarla a emprender estudios como ésos, ya que, si he de decir la verdad, siempre he sentido que todo ese cristianismo era más bien un engorro para la comunidad, aunque, naturalmente, el difunto Reverendo Guámundur era muy experto en ovejas. Pero me atrevo a apostar que, si bien es posible que no tenga una cabeza especialmente buena en lo que concierne al cristianismo, nuestra Sola es tan rápida de entendederas como cualquier joven que haya sido confirmada a su debido tiempo. Y aun cuando muchas de estas rapazas se deshacen en lágrimas en cuanto se les encuentra algún defecto, no hay motivos para que ello tenga consecuencias serias.
—No —dijo la poetisa—. No es su conocimiento religioso el que está en falta. Tanto peor, como tengo ganas de decir.
Continuó acariciando la hierba del montículo con esos movimientos artísticos, sumida en profundos pensamientos. Luego Bjartur dijo:
—No sé si le dije que se trata de una oveja vieja que me ha acompañado en mis buenos y malos momentos. Fue preñada por uno de los moruecos del extinto Reverendo Guómundur. Parece estar notablemente pesada de grupa esta vez, y sin embargo no tiene nada de grasa en las costillas. Casi temo que, si tiene mellizos, tardará mucho en parirlos, de modo que estaba pensando en hacer una caminata hasta el valle antes de que caiga la noche, porque ya no le falta mucho.
—Sí, Bjartur —dijo la mujer—, ya no te entretendré mucho tiempo.
Y entonces vino el relato.
—Todo comenzó cuando Guóny, que, por motivos que sólo ella conoce, ha considerado siempre que tiene una pequeña participación en Asta Sóllilja, resolvió que le agradaría que la muchacha durmiese con ella las pocas noches que debía pasar con nosotros en Rauósmyri. Bien, pues advirtió, la primera noche, que alguna tristeza empañaba el espíritu de la niña. Algo parecía torturarle los pensamientos. En rigor, se mostraba tan preocupada que necesitaba mucho tiempo para dar una respuesta sensata, cada vez que alguien le hablaba. Y cuando se acostaban, Guóny vio que lloraba, con la cara oculta contra la almohada. A veces lloraba gran parte de la noche.
Aquí la esposa del alcalde hizo una pausa, pero continuó acariciando la hierba con artísticos dedos. Ello no obstante estaba sumamente afectada. Pero tenía que respirar. Tenía ese tipo de respiración que es tan característico en la gente obesa.
—¿Bien? —preguntó Bjartur al cabo, porque no sabía apreciar esos silencios artísticos—. ¿Es algo nuevo que las lágrimas están siempre a flor de párpado en esta gente joven, especialmente si es de género femenino? Es tal como se lo he dicho incontables veces a la perra y a mis esposas: el género femenino es más lamentable aún que el género humano.
—Durante las dos o tres primeras noches la muchacha se negó a decir qué era lo que la abrumaba.
—Sí —dijo Bjartur—, ¿por qué la gente educada en la independencia habría de describir lo que le pasa por la mente? El cerebro es como una veleta. Y, como una veleta, propenso a cambiar de rumbo en cualquier momento.
—Se mostraba tan desolada durante el día que al principio nos pareció que se sentía desdichada en el nuevo ambiente y no podía soportar la compañía de otras personas. No lográbamos convencerla de que jugase con los otros niños (Bjartur: «Sí, acaso tuvo suficientemente buen sentido como para no gastar los zapatos con todos esos tontos brincos y cabriolas.»). Luego, por las mañanas, Guóny comenzó a advertir que la chica no se encontraba nada bien. Parecía desdichada y negligente. Y se descomponía mientras se vestía. (Bjartur: «Puede que la carne de caballo no le haya sentado bien.»). Es la primera vez que oigo decir, Bjartur, que ofrezcamos carne de caballo a nuestros invitados. Los niños comieron un magnífico guisado la noche anterior, y el ama de llaves pensó que quizá había comido demasiado, porque en ciertos momentos se mostró extraordinariamente ávida con la comida. Pero cuando eso se repitió una mañana y otra, Guóny no pudo dejar de considerarlo un tanto sospechoso, y comenzó a prestar más atención a las formas del cuerpo de la chica, cuando se acostaban por la noche. De pronto se le ocurrió que estaba demasiado desarrollada para su edad -su cuerpo es casi el de una mujer-, y, por añadidura, como todos advertimos inmediatamente, aunque sin prestarle demasiada atención, había engordado poco naturalmente en la cintura, teniendo en cuenta que es una chica delgada. De modo que ayer por la noche Guóny le preguntó si le permitía examinarla, diciendo que le parecía que el estómago le andaba mal. Y entonces, claro está, el ama de llaves vio inmediatamente lo que pasaba. Y la acusó de ello. Al principio la muchacha no quiso admitir nada. Y entonces Guóny me llamó. Y naturalmente yo vi en seguida lo que ocurría. Le dije a la chica que era completamente inútil que tratara de ocultárnoslo. Finalmente confesó. Está embarazada. De cuatro meses, aproximadamente.
Bjartur miró a la mujer con ojos como los de un caballo que, oyendo algún estrépito desagradable detrás, levantara la cabeza y estuviese a punto de encabritarse. Luego se puso en pie de un salto y retrocedió un paso, incapaz al principio de encontrar alguna forma adecuada de recibir las noticias. Al cabo lanzó una carcajada tonta al espacio y dijo:
—¿Embarazada? ¿Mi Sola? No, esta vez no conseguirá burlarse de mí, señora.
—Muy bien. En ese caso, Bjartur, será la primera vez que haya ido a mis vecinos con patrañas y chismes —repuso la mujer—. Y creo que merecía algo más que ser acusada de embustera. Siempre he tenido buenas intenciones hacia ti. Hacia todos vosotros. Mi corazón y mi casa han estado siempre abiertos para los campesinos. He sido portavoz de todo lo más noble de la vida rural. He considerado el trabajo del agricultor como un trabajo sagrado. Y al mismo tiempo he considerado las penas del agricultor como mis propias penas, sus derrotas como mis derrotas. Nunca me olvidaré del hecho de que la empecinada perseverancia del agricultor de los valles es la palanca que elevará a la nación hacia los destinos más altos. («Sí, a la nación de Rauósmyri», interrumpió Bjartur, furioso, «pero la nación de Rauósmyri nunca fue la mía, aunque ustedes me aplastaron durante treinta años y me obligaron al fin a unirme a la Sociedad Cooperativa».) Muy bien, Bjartur, tus opiniones son tuyas, pero puedo decirte lo siguiente: que todas las veces que el concejo de la pedanía estuvo a punto de deshacer tu hogar, yo tomé inmediatamente tu defensa y dije: «El campesino islandés ha sido la sangre de la nación durante un milenio; dejad a mi Bjartur en paz.» Pero ahora hemos llegado finalmente a un punto en que debo confesar que estoy derrotada. Durante quince años traté de salir en tu defensa mientras la parroquia entera estaba con el corazón en la boca. Primero la pobre Rosa muere de esa forma tan horrenda, luego tus hijos mueren año tras año, ya sea al nacer o en sus pañales, y año tras año apareces tú con ellos a cuestas, para enterrarlos en nuestro pequeño cementerio. Luego tu segunda esposa muere el año pasado, y todos saben qué fue lo que acabó con ella, y finalmente ocurren esos extraños sucesos, durante el invierno, y la pérdida de tu hijo mayor. Y sin embargo nunca retiré del todo mi mano protectora. Pero ya no puedo hacer más. Alejarse de toda las enormidades del invierno pasado y poner en tu lugar a una infame piltrafa, a un borrachín notorio, carne de presidio, que no sólo vive de la ayuda de la parroquia, padre de una horda de chiquillos, sino que además está podrido de tuberculosis, y ese pillastre tiene que cuidar a tus hijos, cuidar a Asta Sóllilja, una mujercita crecida…
—¡Escuche un poco, maldita sea, ya basta! ¡Sí, váyase al infierno, aquí no está en sus tierras, está en las mías! Y si ha venido hoy aquí por Asta Sóllilja, permítame que le diga que llega con un retraso de quince malditos años. Usted me la endosó cuando estaba en la matriz de la madre, maldita sea, y si es mi hija es solamente porque usted la abandonó para que se muriera y me vendió terrenos para que pudiera morirse en cualquier propiedad que no fuese la suya. ¿Se cree que no supe desde el comienzo que fueron ustedes, los de Raudsmyri, quienes engendraron a esa niña que nació aquí, en la cabaña, en los días en que yo cabalgaba sobre el Diablo en el Río del Glaciar y no moría? Y si piensa quedarse sentada ahí y decirme que nunca ha mentido, yo le afirmaré que mintió en mi boda, cuando se puso en pie en la tienda de Nióurkot y barbotó un montón de fantasías novedosas y religión extranjera, después de echar en mis brazos al bastardo engendrado por su hijo, para salvar la reputación de Rauósmyri. Y si ha venido aquí para reprenderme porque Asta Sóllilja está embarazada, pues le diré que eso no tiene nada que ver conmigo, en primer lugar porque no fui yo quien la embarazó, y en segundo lugar porque no tengo parentesco alguno con ella y, por lo tanto, no soy responsable por ella. Ustedes, los de Rauósmyri, la engendraron y la abandonaron. Ella no tiene nada que ver conmigo. Y ahora permítame que le diga, de una vez por todas, que en el futuro puede irse al demonio con sus bastardos y puede bautizarlos como le plazca. Y que estén embarazados o no es cosa de usted. En adelante ya no existirán para mí.
—Bjartur, amigo mío —dijo la mujer tiernamente, arrancando un puñado de hierba del montículo—. Debemos tratar de dominar nuestro temperamento y de discutir lo ocurrido como seres humanos racionales. En rigor se me ocurrió que, mientras ella espera, sería más que bienvenida en nuestra casa, donde…
—No es asunto mío si usted les da asilo a sus propios familiares, o si les deja morirse. Yo sé perfectamente que cumplí con mi deber cuando usted esquivó el suyo. Cuando su niña estaba inerte bajo el vientre de la perra, y usted la abandonó para que se muriera, yo tomé a su niña y le di albergue, y la convertí en la flor de mi vida durante quince años. Pero ahora digo que ya he tenido bastante. Y si viene y me amenaza con quitarme la casa y echarme de ella, de mi hogar, entonces hágalo, si se atreve y cree que posee la autoridad legal como para hacerlo. Pero yo le ordeno que se vaya al demonio con sus hijos, en el futuro, y que me deje en paz con los míos, y eso es todo lo que tenemos que decirnos, y ahora me voy al valle para ver si mi oveja ha parido o no.
Con esas palabras, el agricultor se echó al hombro las pieles y se alejó, arroyo abajo, hacia el sur, hacia los marjales. Y no pronunció una sola palabra de despedida. La perra le siguió. Bjartur no miró hacia atrás. La poetisa se quedó sentada, desconcertada y atónita, con la tierra del hombre bajo la mano. Le contempló, perpleja. El hombre era como un ejército invencible. Era ella quien había sufrido la derrota.
La tarde estaba avanzada cuando llegó a la casa. El regreso fue penoso, puesto que arreaba a dos ovejas ante sí, una que había parido y otra que todavía estaba preñada. La oveja madre había tenido un borrego y sus ubres estaban henchidas de leche. La otra era la vieja Kápa. Estaba sospechosamente pesada para ser una oveja vieja y huesuda, y como sus ubres se encontraban prácticamente secas no había perspectivas de que pudiese amamantar a dos corderos. El trabajo de arrearlas era complicadísimo, y maldito si se les ocurría avanzar en la dirección requerida. La perra se mostraba impaciente y el hombre tenía que llamarla a cada rato; no hay que lanzar a los perros sobre ovejas que se encuentran en ese estado, en la primavera. La oveja madre huyó con su cordero en dirección opuesta. Cuando finalmente logró encaminarla en la dirección correcta, la vieja Kápa había huido. De modo que tuvo que ir a buscar a Kápa. La otra no tardó en aprovechar la oportunidad y corrió a toda velocidad, con la cabeza en alto, en dirección completamente opuesta. Y esto siguió durante mucho tiempo, y por eso el agricultor tardó tanto en volver a la casa. Pero al final logró imponer sus deseos, porque era más testarudo que las dos ovejas juntas. En su época había aprendido demasiadas cosas de las ovejas como para dejarse dominar por ellas. Al cabo las ovejas se encontraron en los comienzos de los terrenos familiares. Ahora tendría que hacer entrar a la madre para ordeñarla. No se veían señales de vida en la casa; probablemente estaban todos acostados. Pero él no quería despertarles y pedirles que le ayudaran, y continuó corriendo en torno al animal. La oveja corría en círculos interminables; el hombre también corría en círculos interminables. Durante un rato la obstinación de cada una de las partes pareció indomable. Pero finalmente la oveja se sometió y permitió que se la arrease hacia el corral. El cordero brincaba ágilmente en el empedrado y en el huerto. Saltó al techo y baló. Bajó del techo de un brinco y se trepó de un salto a la pared del huerto y baló. Se escapó hacia la montaña y hacia el arroyo. Apretando la cabeza de la madre entre las piernas, Bjartur la ordeñó en un cuenco y, aunque el animal se removía como enloquecido, logró sacarle algo más de tres cuartillos. Cuando la soltó, se dirigió, balando, hacia su borrego. La vieja Kápa pastaba en un rincón del campo, completamente satisfecha. La noche era luminosa, pero nada suave. Chaparrones en los páramos, brumas en las montañas. Los pájaros guardaron silencio durante una hora, no así el colimbo, que se quejaba a largos intervalos desde el lago.