La anciana seguía viviendo a su modo, como una vela que el Señor se ha olvidado de apagar, musitando sus salmos y tejiendo, sin advertir la existencia de una nueva era, y negándose a admitir que una carretera había sido tendida a través del valle, o que los automóviles podían llegar al fiordo en cuarenta y cinco minutos, y a Útirauðsmyri en quince, pues en realidad no creía que hubiese camino alguno, salvo, cuando mucho, el camino del Señor. Y hay una guerra mundial, gritaba alborozada la gente. Pero ella decía que no había guerra mundial. Decía que lo más que podía haber era la misma vieja guerra que continuaba en el extranjero desde que tenía memoria; guerra mundial, ¡qué tontería! Eso lo decía porque no creía que existiese el mundo. Pero insistía en afirmar que el pegujal estaba maldito. Más tarde o más temprano la maldición se cumpliría, y los que viviesen para verlo se enterarían de ella a su costa. Kólumkilli había permitido muy pocas veces a los que se aferraban a esa choza que salieran con bien de ella. Pero las puestas de sol eran encantadoras en Uróarsel, he vivido allí cuarenta años y nunca sucedió nada. Seguía queriendo regresar a su hogar.
Y ahora la historia pasa a hablar de la cooperativa, esa floreciente empresa comercial, propiedad de los agricultores, en una palabra, que torna superfluos a los intermediarios y garantiza al productor rural buenos precios por sus productos, y que crea las condiciones adecuadas para el comercio, la construcción, la producción y los asuntos financieros. Estas sociedades salvarán al campesinado del país y convertirán a todos los agricultores pobres en gente adinerada, como sucedió, precisamente, en Dinamarca. La cooperativa de Fjóróur ha florecido, las cooperativas han florecido en todas partes. Los parásitos de la nación, los compradores, estaban completamente vencidos o luchaban sacando apenas la cabeza del agua, los agricultores tenían un dominio cada vez más firme sobre sus propios asuntos: comercio, agricultura, edificación, incluso electricidad, y los periódicos de los agricultores del sur, decían que se estaban echando en Islandia los cimientos para una agricultura a gran escala, una agricultura de un tipo absolutamente capaz de mantenerse al nivel de los tiempos, una agricultura que sería la principal ocupación del pueblo y la piedra angular de la libertad comunal. Los que se oponen a los intereses de los campesinos son los más acérrimos enemigos de la nación. Abajo los intermediarios. Usted ahorrará un veinticinco por ciento tratando con las Sociedades Cooperativas, las Sociedades Cooperativas han sido fundadas para resistir la tiranía del capitalismo y salvaguardar los intereses del pequeño productor y del hombre corriente. Pero todavía queda por mencionar el punto más importante. Las Sociedades Cooperativas tienen una meta mucho más elevada que la de los simples beneficios financieros. Tratan de mejorar a la humanidad, de ampliar los horizontes del ser humano, de hacerle más bondadoso en sus tratos con los de posición inferior.
En relación con todo ello, la cultura campesina se había convertido de pronto en el gran evangelio predicado por los periódicos de la capital. Todo para los campesinos. El campesino es la sangre y el espinazo de la nación. Los valles montañeses constituyen la cuna de lo más admirable de la raza. Los hombres de campo salen a sus verdes prados bañados en una atmósfera clara y pura y, cuando la inspiran, una energía desconocida les corre por los miembros, vigorizándoles cuerpo y alma. Los ciudadanos no tienen noción de la paz que concede Madre Natura y, en tanto esa paz no ha sido conseguida aún, el espíritu aplaca su sed con novedades efímeras. Por otra parte, el pastor está henchido del espíritu heroico, porque el viento helado le endurece y le galvaniza. Tal es la belleza de la vida rústica. Es la más bella institución educacional de la nación. Y los campesinos llevan la cultura rural sobre sus hombros. Una sabia prudencia está entronizada entre ellos, una perpetua fuente de bendiciones para la tierra y sus moradores. Y la Naturaleza, sí, el paisaje islandés es maravilloso con sus colinas, sus cañadas, sus saltos de agua y sus montañas. No es extraño que los que habitan en los valles montañeses sean las personas auténticas, la gente de la naturaleza, la única gente verdadera. Su vida transcurre al servicio de Dios.
La dignidad de la vida del campesino y de las virtudes de su cultura había sido hasta entonces no más que una clase especial de evangelio que la Señora de Rauósmyri predicaba en las reuniones sociales, especialmente en las fiestas de bodas, quizá porque lamentaba haberse ido de la ciudad; nadie se había molestado nunca en prestarle atención alguna. Pero ahora aparecía en periódicos elegantes impresos en el sur y enviados a todas las casas del país; todas las semanas reaparecía el tema en una u otra forma. Era como si se encontrara uno con la Señora de Myri en cada página que se publicaba, con un rostro maternal como el del Papa. Y la gente en general comenzó a creer en ese evangelio y muy pronto la cultura rural tuvo una gran demanda en los distritos rurales. Basta de cicatería tradicional, basta de la herencia de espectros… Kólumkilli, ¿quién se molestaría ahora en escuchar tales tonterías? No, el pegujalero islandés había despertado de un sueño de siglos. Era mucho más dudoso aún que alguna vez hubiese estado dormido. En muy poco tiempo había formado su propio partido político, un partido cuyos esfuerzos se dirigían contra los conservadores, los egoístas, los intermediarios y los ladrones; el partido de los cooperativistas, de los pequeños productores, de la gente común y de los reformadores progresistas, el partido de la justicia y los ideales. Uno de los primeros que llegó al parlamento con el expreso fin de borrar la injusticia y luchar por los ideales de la nueva edad de oro que alboreaba fue Ingólfur Arnarsonjónsson. Uno de los que votaron por él fue Bjartur de la Casa Estival. El crédito que este último tenía a su nombre en los libros de la cooperativa crecía de año en año. Y entonces, ¿es que había comenzado a creer en Ingólfur Arnarson y en los demás de Rauósmyri? Ignoro si realmente comenzaba a tener verdadera fe en ellos, pero lo cierto es que cuando los peones camineros del Estado estaban construyendo un puente sobre el barranco que hiende la montaña, en primavera, después que Ingólfur Arnarson hubiera convencido al gobierno de trazar una carretera a través del valle y de poner puentes sobre todos los ríos, llegó una tarde, caminando hasta la montaña, y trabó conversación con los obreros. Esa conversación reflejaba en cierto modo el estado de su fe en esos tiempos.
Los hombres clavaban cuñas en las rocas y las cortaban en pequeños bloques, que luego desbastaban con los cinceles. El puente se tendía sobre el río, muy por encima del vado, en un lugar en que la corriente caía en una estrecha garganta, de modo que se necesitaban altos malecones y mucha piedra para levantarlos.
—Estáis quitando las aristas a las piedras, muchachos —dijo Bjartur, orgulloso de las ventajas que el Estado obtenía de las rocas de su propiedad.
—Sí, pero preferiríamos estar quitándoles el vestido a las mujeres —le replicaron.
—¡Escuchad, estúpidos! —exclamó él—. No he venido hasta aquí para intercambiar chistes obscenos con vosotros.
—No, claro que no. ¿De qué te servirían los chistes obscenos a ti, un alfeñique que no ha tenido fuerzas para engendrar una o dos hijas que nos alegren el paisaje?
—¿Un alfeñique? —bufó Bjartur—. Si queréis probar fuerzas, será mejor que practiquéis con algo más resistente que ese material. Es más blando que el requesón.
—¿Querías algo? —le preguntaron.
—No es cosa vuestra averiguarlo… al menos dentro de esta propiedad —replicó él. Yo soy quien debe preguntar y vosotros los que debéis responder.
—Vaya, todo un rey, ¿eh?
—El que no tiene deudas es como si fuese un rey —contestó Bjartur—. Y si tomo un hombre a mi servicio, le pago salarios tan buenos como los del gobierno. Pero ahora que me acuerdo, ¿alguno de vosotros, muchachos, podría cincelarme una lápida?
—¿Una lápida? —preguntaron los hombres con gravedad, porque sentían un inmenso respeto hacia la pena—. Ese es en realidad un tipo de trabajo más delicado del que estamos acostumbrados a hacer.
—Oh, no es necesario que sea nada delicado. Lo que quiero es algo que tenga aproximadamente la forma de una lápida, para guardar las apariencias, algo más angosto en la parte superior que en la inferior.
—Eso ni hay que decirlo —afirmaron los hombres—; pero, naturalmente, nadie se encarga de un trabajo así si no se le paga jornal de horas extraordinarias.
Bjartur repuso que nunca había gozado de fama de cicatero, y menos en cosas como ésta. Eso lo entendieron ellos perfectamente, porque las tumbas de los seres queridos son suelo santo; un hombre no mira el céntimo en esas circunstancias. Dejaron de decir obscenidades.
Y entonces comenzó el regateo. Ninguna de las dos partes tenía mucha experiencia en esas transacciones, de modo que el proceso fue lento y discutieron durante un tiempo considerable. Se exhibía cautela por ambas partes, incluso cortesía, sobre todo por parte de los picapedreros. Pero finalmente se llegó a un acuerdo. Bjartur subrayó repetidas veces que no era necesario un trabajo demasiado fino. ¿Quería una inscripción? Sí, una inscripción. Ah, eso complicaba las cosas; no eran en modo alguno expertos en el arte de grabar letras.
—Oh, no es preciso que sea nada ornamental —dijo Bjartur—. Bastarán las iniciales, o el nombre de pila, junto con el nombre de la persona que le erigió a ella la lápida.
—¿Es para tu esposa? —le preguntaron.
—Oh, no —repuso Bjartur—. No exactamente. Pero es para una mujer. Una mujer a quien yo y otros ofendimos durante muchos años… quizá. Un hombre es a menudo injusto en su forma de juzgar, y, en consecuencia (probablemente), en sus actos. Uno teme el pan ajeno.
—¿Está enterrada en Rauósmyri? —preguntaron.
—¿En Rauósmyri? ¿Ella? —repitió él, intensamente ofendido. Y agregó, orgulloso de la mujer—: No, oh, no; nunca les tuvo mucho cariño a los de Rauósmyri ni a su cementerio. Yace en mis tierras; está, permitidme que os lo diga, a menos de un tiro de piedra, en la montaña, al borde del barranco.
Durante unos momentos le miraron atónitos, sin saber cómo tomar la información, hasta que al cabo uno de ellos dijo:
—Seguramente no te referirás a la vieja fantasma, ¿eh?
Y otro:
—¿Estás tratando de burlarte de nosotros, maldito seas?
Pero Bjartur no se burlaba de nadie, nunca le había gustado burlarse, hablaba en serio, y en rigor había pasado cierto tiempo hasta que concibió la idea de dar una piedra a la pobre y vieja Gunnvór, que yacía en sus tierras desde hacía siglos, en una tumba deshonrada, y que había sido blanco de las calumnias y las injurias que unían su nombre al de un demonio; pero ahora era el momento de ofrecer una reparación y limpiar su nombre de todas esas supersticiones papistas. Naturalmente, no negó el hecho de que había sido una mujer sumamente infortunada, pero dudaba de que hubiese sido acosada por peor suerte que la nación en conjunto, él mismo había conocido tiempos difíciles, pero, ¿qué eran ellos en comparación con los tiempos difíciles que padeció la nación en el pasado, durante la Gran Hambruna, por ejemplo, o en la época del Monopolio, cuando el demonio Kólumkilli parecía estar asfixiando a toda la nación?, y algunos afirmaban que ella había matado a muchos, pero, ¿quién no ha matado a alguien, si vamos a eso? ¿Qué es la gente? Cuando los tiempos son malos, la gente es menos que el polvo que se pisa. Dijo que la consideraba como su vecina del brezal, y aunque hasta entonces no había abrazado jamás su causa, había ahora un auge en la agricultura y en la pesca y por cierto que era llegado el momento de ofrecer alguna compensación a una mujer durante tanto tiempo despreciada. Por lo tanto, había decidido regalarle una piedra y olvidar lo pasado. Y, lo que era más, estaba dispuesto a concederle su propio nombre, para que le hiciese compañía a través de los siglos, en lugar de la monstruosidad papista que se le había endosado hasta entonces. Y les dio instrucciones para que pusiesen la siguiente inscripción en la piedra: «A Günnvór, de Bjartur.»
Y ahora el pequeño Gvendur ya es grande.
Era un joven prometedor, bastante parecido a su padre en cuerpo y porte, pero de talante más afable, y, sin embargo, cosa extraña, carente de grandes inclinaciones hacia la poesía o de habilidad para componerla. Ello, sin embargo, no era considerado un defecto serio, porque para entonces ya se habían escrito poesías acerca de casi todos los temas dignos de poetización, algunas de ellas razonablemente buenas. Y además, los años de su adolescencia se distinguieron menos por la poesía que por la prosperidad general que reinaba en la tierra y en el mar y por las múltiples bendiciones de una guerra mundial enviada por el cielo. Era corpulento, incluso un poco torpe; tenía cabello rubio pocas veces cortado o peinado y rostro rubicundo, con ojos que, aunque bonachones y no muy penetrantes, no carecían en modo alguno de resolución. Pero ¿qué es la resolución? Era muy fuerte. Se le conocía como único hijo del campesino de la Casa Estival, y ese título tenía no poca dignidad en esos días en que el precio de las ovejas había llegado a treinta o cuarenta coronas, y más aún; en que había una vaca en la granja, y luego otra, y su presencia no provocaba exteriorizaciones de mal humor, no significaba afilar cuchillos, sino que, aparentemente, era aceptada casi como un fenómeno natural; en que, además, el antiguo trabajador solitario se había convertido en patrono, en un empleador de desconocidos que llegaban durante el otoño y la primavera, de cerca y de lejos, y que, aunque exigían altos jornales y trabajaban solamente catorce horas diarias, eran clasificados, pese a todo, mucho más bajos en la escala social que el hijo del agricultor. Un hermoso día heredaría ese pequeño reino del valle. Desde la niñez en adelante sus intereses, ya estuviese dormido o despierto, habían girado en torno a la prosperidad de la granja. Amaba la tierra, como suele decirse, aunque generalmente sin tener conciencia de ello. Y no estaba dispuesto a luchar contra la penuria y la adversidad, sin querer vencerlas por medio de ideales, y deseoso de emprender la lucha. Nunca había pedido otra alegría que la de saber que las ovejas se criaban con buen resultado en la época regular, y la de verlas pasar el invierno con fuerzas suficientes como para salir a los pantanos en primavera. Posiblemente sea ésa la verdadera alegría. Aunque el altillo estuviese ya un poco torcido y el piso se combase pronunciadamente bajo el pie, jamás lo consideró un problema especial. Nada le parecía más natural a Bjartur que tener un hijo así. Lo que le intrigaba era por qué no tenía media docena de esa clase. Pero, ¿a qué quejarse? El muchacho tenía ahora diecisiete años. En su caso, la riqueza era el resultado de seguir haciendo algo, en lugar de sentarse afuera, en el empedrado, a barbotar tonterías sin sentido, o de dejarse llevar por la fuerza de sueños tontos, o incluso por los fantasmas, como hicieron sus hermanos. Y ahora, ciertamente, ellos estaban muertos, cada uno a su modo, en tanto que él vivía y era dueño de seis ovejas.