—¿Qué demonios me importa a mí si destruyen esa catedral de Francia? —exclamó Bjartur, escupiendo desdeñosamente—. Pueden destruir todas las que quieran. Podrían bombardear la propia iglesia de Rauósmyri y me importaría un rábano.
—Desdichadamente no se trata sólo de la catedral —dijo el rey del rodeo—. Dicen que ni siquiera lo piensan dos veces cuando se les ocurre hacer saltar en pedazos a ciudades enteras. Piensa, por ejemplo, en la cantidad de oro y piedras preciosas que quedarían destruidos en una gran ciudad, Londres o París, digamos, que sea arrasada por completo. Piensa en todos esos maravillosos palacios que tienen. Y en las bibliotecas.
—Bueno, pues no destruyen ni mi oro y ni mis piedras preciosas. No hacen volar mis palacios. Y en cuanto a las bibliotecas, tengo entendido que los ratones y los gusanos están atareados desde hace años comiéndose la biblioteca de nuestra parroquia. No se necesitó una guerra para ello.
—Y entonces, ¿qué me dices de todas las valiosas esculturas que quedarían destruidas en el bombardeo de una ciudad?
—Esculturas, ¿qué cuernos son las esculturas? ¿Cuándo diablos has visto tú una escultura?
El rey del rodeo tardó un poco en responder, porque la verdad es que nunca había visto una auténtica escultura. Ninguno de ellos sabía exactamente qué era una escultura, aparte de que una vez se escuchó a la Señora de Myri hablando de una escultura, y la hija mayor de Pórir de Gilteig había comprado un perrito de porcelana muchos años atrás.
—Sí, ahora que me acuerdo, porcelana…
—Oh, tanto mejor si empiezan a destrozar una basura como esa porcelana, que no es otra cosa que un maldito timo y una estafa —dio Bjartur, que ya no lamentaba nada—. No veo por qué habría de preocuparme si una pandilla de extranjeros tiene que beber de cuencos comunes o de jarras esmaltadas. Yo lo he hecho durante toda mi vida y no me ha ido tan mal.
—Pues, si yo tuviese que dar mi opinión —dijo Pórir de Gilteig—, diría que esta guerra se libra principalmente para dar a un populacho disoluto una oportunidad de invadir los países de otra gente y de violar a todas las mujeres extranjeras. Un hombre que estuvo durante algún tiempo en el extranjero me contó que esos cerdos de soldados y generales son los animales más rijosos que jamás se arrastraron sobre la faz de la tierra. Y algunos de los relatos que escuché acerca de esos militares putañeros son de tal categoría que resultaría inútil repetirlos; ningún islandés los creería. Yo tengo tres hijas, no digo una palabra más, no es culpa mía que las cosas hayan resultado como resultaron, pero a menudo he agradecido últimamente a mi buena estrella porque ningún general francogermano se introdujo hasta ahora en nuestro país para poner en práctica sus abominables maniobras con nuestras inocentes hijas.
—Oh, nuestras hijas siempre pueden meterse en berenjenales sin necesidad de militares —replicó Bjartur—. Puedo decir, basado en mi experiencia con las mujeres, que la mayoría de ellas, en términos generales, quieren ser violadas. Quizá no les agrade que les digan la verdad, pero creo que estoy muy cerca de lo cierto, aunque sea una lástima.
Pero Pórir de Gilteig sintió que eso era hablar demasiado rigurosamente de las pobres chicas, y pensó, no sin cierta emoción, en el destino de sus tres hijas.
—Si solamente pudieran resistir tan bien la astucia como resisten la fuerza —argumentó—, muchas muchachas estarían en mejor situación.
—Personalmente yo no reconozco mucha diferencia entre la astucia y la fuerza, siempre que el objetivo sea el mismo —dijo Bjartur.
Einar no hizo contribución alguna a esa parte de la conversación. Su esposa y su única hija habían muerto de consunción, de modo que en su casa no hubo nunca cuestión de astucia o fuerza.
—Pero —dijo retomando nuevamente su hilo— estoy de acuerdo con nuestro digno rey del rodeo en que, si se contempla la guerra con un ojo puesto en los ideales que hay detrás de ella y el otro en esos miles de hombres y mujeres a quienes despoja de vida y salud, entonces no se puede dejar de preguntarse si no sería mejor asignar mayor importancia a la conservación de la vida de la gente que al logro de una serie de ideales. Porque si los ideales no tienden a mejorar la suerte del género humano en la tierra, sino a matar a los hombres por millones, uno está en el caso de preguntarse si no sería más digno de mención carecer por completo de ideales, aunque, naturalmente, una vida así sería vacía. Porque, si los ideales no son vida y la vida no es ideales, ¿qué son los ideales? ¿Y qué es la vida?
—Bueno, pero si no pueden vivir de otro modo —declaró Bjartur—, no tienen que culpar a nadie más que a sí mismos. Por cierto que cualquiera que desee la guerra desea al mismo tiempo que le maten. ¿Por qué no habrían de tener derecho a comportarse tan idiotamente como les plazca? Y ya que los cerdos quieren tomarse la molestia de matarse unos a otros, por imbecilidad o ideales, me da lo mismo, bien, yo seré el último hombre en la tierra que se apene por ello. Al demonio con todos. Esto es lo que digo: que continúen hasta el día del Juicio Final, en tanto que la carne y la lana sigan cotizándose a precios elevados.
—Pero, ¿y qué ocurrirá si a la postre no queda nadie vivo? —preguntó Krúsi de Gil.
—En ese caso no tenemos más que armar un barco, muchachos, y zarpar rumbo al sur, hacia el continente, para ver qué tal están en materia de pastizales. Sí, sería una oportunidad de primera para descubrir si existen perspectivas de buena agricultura por allí. No sería mala broma que los nietos de Pórir de Gilteig terminaran tejiendo guirnaldas de amargón en las ruinas de la ciudad de Londres, después de que toda la basura de porcelana hubiera quedado reducida a añicos. Sí, y las esculturas. Y yo podría incluso ir y hacerme un huerto en la llanura de París después de ser destruida hasta los cimientos, ja, ja, ja.
El rey del rodeo:
—Quizá tengas razón cuando sostienes que la guerra se produjo solamente por estupidez, Bjartur, pero, personalmente, me inclino a estar de acuerdo con Einar, cuando sostiene que eso es una exageración de la verdad. Por lo menos dudo de que ambos, tú y yo, que gozamos de todas las bendiciones de una creciente prosperidad por efecto de la guerra, tengamos derecho a motejarla de ese modo. Pero, por otra parte, estoy convencido, del mismo modo, de que Einar va demasiado lejos cuando declara que la guerra surgió de algún ideal definido. Me agradaría señalar que no hablo en esta cuestión como concejal pedáneo, porque la guerra no le atañe al concejo pedáneo como tal. Pero si tuviese que darles mi opinión personal en punto a esta guerra, que para mí es solamente una especie de discordia, diría que esta discordia nació, como muchas otras, primero y principalmente de un malentendido. Esta guerra, por lo que he podido enterarme, se libra principalmente entre dos países, Francia y Alemania, como se los llama, aunque, está claro, Inglaterra también desempeña un papel importante, especialmente en el mar, donde tiene una cantidad de elegantes naves de guerra que constituirían un mérito para cualquier país aunque se las empleara para fines útiles. Pues bien: un día, en verano, poco después de estallar la guerra, ocurrió que tuve ocasión de visitar al Funcionario Médico del Distrito por alguna fruslería relacionada con la medicina para los perros, y mientras estábamos sentados, bebiendo una taza de café, me trajo un interesantísimo libro extranjero y me mostró algunas fotografías de esos dos países, Francia y Alemania. Querría dejar aclarado que examiné las fotografías con tanta atención como lo permitían las circunstancias. Y llegué a la conclusión, después de un examen minucioso y de una concienzuda comparación de las fotografías, de que no existe ninguna diferencia fundamental entre Francia y Alemania y de que, en realidad, son ambos el mismo país; no hay siquiera un estrecho entre ellos, ni un fiordo. Los dos tienen trigales, los dos tienen bosques, los dos tienen montañas, los dos tienen ciudades. Al menos resulta imposible descubrir diferencia alguna en los paisajes. Y en cuanto a los habitantes de esos países, no temo afirmar que no tienen un aspecto más estúpido ni más malvado que los de cualquier otro, y por cierto no más estúpido en un país que en el otro, a juzgar por las fotografías, parecen ser personas normales y corrientes, salvo que, en lo que respecta a los alemanes, se dice que tienen el pelo cortado al rape, en tanto que muchos franceses se atienen a la antigua costumbre de dejarse la barba, tal como en nuestra parroquia, por ejemplo, donde algunos llevan el pelo corto y otros se dejan crecer la barba. Supongo que la verdad es que tanto los franceses como los alemanes son gente corriente, individuos de natural honrado, inofensivo, tales como podemos encontrarlos por aquí, por ejemplo. Por eso he llegado a la conclusión personal (que estoy perfectamente dispuesto a sostener en público, necesario fuera) que la antedicha discordia existente entre esos hombres surgió de un malentendido. Y que la causa de ello es que cada uno piensa que es mejor que el otro, cuando, en rigor de verdad, no existe una real diferencia entre ambos, salvo quizá en una pequeña variación en la forma de llevar el cabello. Cada uno sostiene que su país es en cierto modo más sagrado que el otro, aunque en realidad Francia y Alemania son el mismo país y nadie que estuviese en plena posesión de sus facultades podría ver diferencia alguna entre ellos. Pero, a pesar de eso, es siempre una cosa grave ponerse de parte de uno de los dos combatientes, y la actitud más sensata, claro está, es estar en buenas relaciones con ambas partes y no hablar mal de ninguna. Por mi parte afirmo que esperaré pacientemente hasta que gane uno o el otro; me importa poco cuál, siempre que gane alguien, porque entonces habrá mayores probabilidades de que los dos países se combinen y se conviertan en uno, de modo que en el futuro no se produzcan nuevos malentendidos en punto a que son dos países distintos.
Y así, para la siempre creciente prosperidad de la tierra y sus habitantes, la Gran Guerra continúa, continuó durante más de cuatro lucrativos años, y cuanto más se prolonga tanto mayor es la alegría que despertaba en los corazones de la comunidad, pues todos los hombres buenos esperaban que prosiguiese hasta el día del Juicio Final, y rezaban para que así fuese, y muchos, especialmente los de natural ingenioso, no la denominaban jamás con otro nombre que el de Bendita Guerra, porque las mercancías islandesas continuaban cotizándose a precios cada vez más elevados en el extranjero, y en el continente luchaban naciones enteras, entre otras cosas, por el honor de importarlas. Esos talentosos pero singulares beligerantes que hasta entonces se habían contentado con dirigir una mirada ciega hacia una Islandia azotada por el hambre, la esclavitud, los comerciantes y todas las demás plagas concebibles, se empujaban de pronto unos a otros en la precipitación por comprar nuestros productos y ayudarnos a avanzar y a ascender en nuestro camino hacia la riqueza y la felicidad, así que muchos agricultores hacendados se dedicaron a la tarea de comprar las tierras que trabajaban, y los que, antes del estallido de la contienda, habían pasado un infierno para adquirir las suyas, comenzaron a pensar en renovar sus casas, mientras los que se hallaban endeudados encontraron nuevas oportunidades para incurrir en nuevas deudas, en tanto que los que no debían nada, pero podían necesitar préstamos para ampliar sus actividades, obtenían de los bancos sonrisas de dulzura increíblemente seductora. La gente comenzó a trabajar la tierra en mayor escala, la gente aumentó su ganado, la gente incluso enviaba a sus hijos a educarse, y en algunas casas se veían, no uno, sino hasta cuatro perros de porcelana de mayor tamaño que antes, e incluso instrumentos musicales, las mujeres se paseaban llevando todo tipo de sortijas de tumbaga, y muchas personas habían adquirido sobretodos y botas de montar, artículos que antes habían estado fuera del alcance de la gente que vivía de su trabajo. El gobierno de la nación se embarcó en un gigantesco programa de obras públicas, y los que tenían la fortuna de contar con un diputado, un idealista tan enérgico como Ingólfur Arnarson, consiguieron que en su distrito se construyeran caminos y puentes. Se construyó un camino de carruajes desde Fjóróur, pasando por el valle de Bjartur de la Casa Estival, hasta llegar a la casa consistorial, y pronto los primeros vehículos automóviles rugían a lo largo de esa carretera a increíbles velocidades, asustando a los caballos de todos y encabritándolos. Pero, en ese oleaje de dinero y de gozosa prosperidad que se derramaba sobre las dispersas casas solariegas del país como una avenida, algunos, es de lamentarlo, parecían haber perdido su facultad de razonar sensatamente, porque resultaba imposible disimular el hecho de que las propiedades se compraban a precios ridículamente altos, de que la pasión por construir excedía los límites de lo razonable y de que muchos niños regresaban a sus hogares, desde la escuela, apresuradamente educados y demasiado educados. Había, empero, los que conservaban su sano juicio, hombres que lo tomaban todo con la mayor calma, que no introducían cambios en su modo de vida, ni compraban perros de porcelana, ni gastaban ningún dinero en la educación de sus hijos; antes bien aumentaban su ganado gradualmente, ejercían moderación en la mejora de su propiedades y continuaban trotando tranquilamente hacia las metas que se habían fijado. Uno de éstos era Bjartur de la Casa Estival. No se mostraba ahora más encariñado con los lujos inútiles de lo que lo estuviera anteriormente, pero cada año que pasaba gastaba más y más dinero en contratar hombres que le ayudaran y en la compra de más ovejas. Hubo una época en que basó su calendario en la llegada de una vieja asquerosa llamada Fríóa, desgracia tan torva como cualquiera que tuviese relación con una vaca; pero esos días habían pasado. En muy poco tiempo había llegado a tener doscientas cincuenta ovejas, dos vacas y tres caballos, y empleaba mozos de labranza, hombres y mujeres, en el verano, y un ama de llaves y un pastor durante el invierno, y más aún: para alojar a toda esa gente había adaptado el viejo establo de abajo, y, donde otrora hubo un agujero en la pared para sacar el estiércol, había ahora una ventana con cuatro pequeños vidrios. Un grano no hace granero pero ayuda al compañero, dice el refrán, y ése era el crecimiento seguro y sólido que avanza sin revolución, sin ruido y como por propia iniciativa, el desarrollo saludable. El hombre mismo no había cambiado, nunca se permitía mayores lujos en su forma de vida que el de tenderse sobre una hacina, cuatro minutos apenas, durante el día, en la esperanza de caerse muy pronto de ella, preferentemente en un charco, y a sus ayudantes les exigía esfuerzos adecuados en su trabajo, invierno y verano, y todavía poseía la habilidad de mascullar bien construidos versos para sí, cuando estaba solo.