El joven responde despacio, deliberadamente:
—Tengo diecisiete años. Y me asiste el derecho a decidir mis propios asuntos. Y aunque siempre he querido a las ovejas, tú no sabes nada de lo que en ocasiones puedo haber pensado para mis adentros, aunque no lo haya expresado en voz alta. Muchas veces he pensado que, si alguna vez se me presenta la oportunidad, la aprovecharé, y lo mismo, estoy seguro, les sucede a todos, ya tengan mi edad o sean mayores. Uno no se atreve a pensar en nada en voz alta, ni a esperarlo, de modo que continúa haciendo algo, y algunos continúan haciendo algo hasta que se mueren. Yo casi no podía creer a mis ojos cuando abrí la carta, en la montaña, porque nunca me había atrevido a pensar nada en voz alta, o a esperar algo, aunque es posible que haya pensado y esperado inconscientemente. Quizá ésta sea la única oportunidad que se cruce jamás por toda mi vida. No soy un tonto, pero por cierto que lo sería si no aprovechara esta oportunidad de salir al mundo y ser algo en él, igual que los que se atrevieron a pensar en voz alta.
—No digas tantos disparates —repuso el padre—. ¿Qué demonios te crees que sabes en punto a cualquier condenado mundo? ¿Qué es el mundo? Este es el mundo, el mundo está aquí, en Casa Estival; mis tierras, mi casa es el mundo. Y aunque quieras comerte el sol en un acceso momentáneo de locura, porque has visto un par de billetes de banco azules de América, que son evidentemente tan falsos como cualquier otra suma importante de dinero que cae en manos de un individuo, a menos que haya trabajado para ganarla, más tarde o más temprano descubrirás que la Casa Estival es el mundo, y entonces tendrás motivos para recordar lo que te he dicho.
Interrumpieron su conversación con sentimientos poco cálidos.
No hizo nuevas tentativas de convencer a su hijo, tratar de convencer a alguien es un signo de debilidad, un hombre independiente piensa solamente en sí mismo y deja que los demás hagan lo que les plazca, y él nunca había permitido que nadie le convenciese. Pero, a partir de ese día, su hijo ya se había ido, por lo que a él concernía, ya no le hablaba, ni siquiera para darle sus órdenes para el día, trabajando con el peón en una honda zanja que se proponía cavar en los marjales, trajinaba como un poseído desde el alba hasta el oscurecer. El joven tampoco decía nada, pero la inminente separación le pesaba en la mente con una pena mezclada con aprensión, porque la tierra le corría por la venas, sin palabras, sin ideas, y ahora sentía como si estuviese a punto de abandonar el suelo y elevarse en la atmósfera, hacia el cielo. Pero no podía evitarlo. Nadie puede evitarlo. Uno es realista. Uno lo ha soportado todo desde la niñez; uno ha tenido la valentía de mirarlo todo directamente a la cara, y quizá la suficiente como para mirarlo a la cara durante toda la vida. Y luego, un día, las distancias llaman con sus flotantes posibilidades, y en las manos de uno se encuentran los billetes de entrada, dos trocitos de papel azul. Y uno no es ya realista. Ha terminado de soportarlo todo, ya no tiene valor de mirarlo a la cara, se encuentra en poder de acogedoras distancias hospitalarias, de flotantes posibilidades, quizá por siempre jamás. Quizá ha terminado la vida de uno.
—Me voy mañana —dijo.
Ninguna respuesta.
—¿Querrías comprarme las ovejas?
—No, pero si quieres te las ahogaré en el pantano.
—Muy bien. En ese caso se las regalaré a Asta Sóllilja, cuando pase por Fjóróur.
—¡Ja! —exclamó el padre—. Debes de estar loco. Te matarán.
—Ya no hay guerra; la guerra ha terminado.
Y ahí finalizó la conversación.
—Abuela —dijo el mozo—, mañana me voy.
—Oh, espero que no muy lejos —dijo ella.
—Me voy a América.
Ella dejó las agujas en el regazo y le miró durante un rato con la cabeza inclinada. Luego, introduciendo una de las agujas bajo su cofia, se rascó por unos instantes con la punta.
—Bien, eso me ha espantado los piojos de la cabeza —dijo, y continuó tejiendo.
La mañana siguiente él se despertó con todas las facultades embotadas y torpes, como si estuviese a punto de elevarse en la atmósfera. Se despidió de su abuela con un adiós exento de elementos poéticos. Ella no le pidió que enviase recuerdos a sus parientes de América. Como su padre no le había ofrecido un caballo, partió a pie, con su traje azul de los domingos, con su reloj y su cadena, con los zapatos de charol envueltos en un pañuelo, bajo el brazo, porque su equipaje le había precedido. Se puso los calcetines sobre los bajos de los pantalones, para protegerlos. Las aves cantaban. Había blancos cinturones de bruma en las montañas, aquí y allá. Rocío en el campo, los marjales amarillentos, parduzcos, verdes en los retazos más secos. Su padre estaba ya trabajando en el zanjón y él se acercó para despedirse. Bjartur no se molestó siquiera en salir de la excavación; dijo adiós desde abajo, desde el barro.
—Padre —dijo tímidamente, al borde de la zanja—, no pienses mal de mí.
—Tengo miedo de que te traten mal, hijito —replicó él—. Matan a todos los que tienen un poco de decencia. Pero si te hubieras quedado, te habrías convertido en un hombre independiente como yo. Abandonas tu propio reino para ser sirviente de otros hombres. Pero es inútil quejarse. Me quedaré solo aquí, eso es todo. Y me quedaré tanto tiempo como me quede. Puedes decírselo al pequeño Nonni. Y que tengas buena suerte.
Y así perdió a su último hijo, mientras estaba profundamente hundido en un zanjón, en esta etapa de su carrera en que la prosperidad y la soberanía total se encontraban ya a la vista, después de la larga lucha por la independencia, que le costó sus demás hijos. Que se vayan los que quieran irse; probablemente sea mejor. El hombre más fuerte es el que está solo. El hombre nace solo. El hombre muere solo. Y entonces, ¿por qué no ha de vivir solo? ¿Acaso la perfección de la vida, la meta, no es la habilidad para estar solo? Continuó cavando. Y luego, de súbito, se le ocurrió un nuevo pensamiento. Arrojando la pala, salió del pozo. El joven había recorrido un corto trecho del aguazal.
—¡Eh! —gritó su padre, y corrió hacia él hasta que le alcanzó—. ¿No dijiste anoche algo acerca de Asta Sóllilja?
—Dije que le daría mis ovejas, si tú no querías comprarlas.
—Ah, ya veo —repuso su padre, como si no hubiera recordado la relación—. Oh, bueno. Adiós, entonces. Pero acuérdate de esto: el que la guerra haya terminado no significa que no sean capaces de matarte por pura imbecilidad. ¿Crees que los hombres que son capaces de combatir durante cuatro años se convertirán de pronto en modelos de virtud e inteligencia, sólo porque han firmado la paz? No, todos están locos.
A su hijo no se le ocurrió nada adecuado para responder a tan profundo pensamiento.
—De paso —dijo entonces su padre, todavía junto él—, si llegases a ver a Asta Sóllilja, podrías contarle que hice un viaje a las montañas del sur, un día, a comienzos de la primavera, y que, cuando me encontraba contemplando cierta roca se me ocurrieron dos estrofas. Dicen así:
Hosca guardiana, donde yerguen montes sus pálidos sudarios de neblina, se levanta una roca de tristeza, negra y feroz, colérica y altiva.
Ningún capullo a su costado trata de disipar sus signos agresivos. Ha muerto ya su última flor. Malditas las brujas que presiden su destino.
—¿Crees que podrás recordarlos?
—Puedo recordar cualquier cosa que entienda —replicó el joven—. ¿Pero qué quiere decir eso? Por ejemplo, ese verso acerca de las brujas…
—No es cosa tuya. Son un par de estrofas acerca de una roca. No creo en bruja alguna y nunca he creído. Y como prueba de ello puedes decirle que he erigido en mi nombre una lápida para la vieja Gunnvor. Pero eso, está claro, no me impide decir en poesía lo que me venga en gana.
El joven se aprendió los versos de memoria y no formuló más preguntas.
—En cuanto al resto —dijo Bjartur finalmente—, puedes decirle que aquí todo está más o menos como siempre, salvo que la casa se inclinó un poco más, hace uno o dos años, en ese invierno de mucho frío que tuvimos. Pero cuando construya mi casa, la haré de modo que no se incline. Y dile que la construiré más temprano que tarde. Pero no digas que yo te lo encargué.
Y con esas palabras volvió al trabajo.
En esa época ir a América ya no se consideraba un acto de ignominia y vergüenza, comparable a pedir la ayuda de la parroquia o ser encerrado en la cárcel, ni era tenido como una cosa digna únicamente de la morralla. La acción estaba rodeada casi de la misma dignidad que la de emprender un viaje de placer. Los emigrantes no eran ya denominados vagabundos y ociosos crónicos, ni vistos como malas mercancías exportadas con alegría por los concejos parroquiales. No, eran hombres con dinero en el bolsillo que iban a visitar a sus parientes y amigos, gente magnánima. Los islandeses de América se habían convertido de pronto en gente magnánima, ya que se informaba, por fuentes dignas de crédito, que tenían cantidades de dinero. Y era considerado digno de encomio el partir en busca de aquellos magníficos plutócratas. Gvendur de la Casa Estival, un joven que nunca suscitó grandes emociones en Fjórdur en sus visitas anteriores, Gvendur de la Casa Estival se encontraba en el pueblo, con dinero en el bolsillo, cien coronas, mil, quizá más, y a punto de subir a un barco que le transportaría al otro lado del Atlántico, para visitar a sus parientes, gente próspera y encumbrada. Se convirtió de inmediato en una figura altamente respetada en Fjóróur, mientras esperaba el vapor costero, y el gobernador provincial le sirvió café cuando fue a visitarle para recoger su pasaporte, y la gobernadora fue a echarle una mirada porque se iba a América. Una persona de gran inteligencia, a la que jamás había visto anteriormente, le saludó en la calle, le invitó a pasar, le convidó a más café y le enseñó a decir yes, moni, olraii, para que pudiese hacer un triunfo de su vida en America. En las oficinas de la compañía naviera se le proporcionó una arenga de media hora acerca de cómo debía comportarse en Reykjavik, a quién debía ver, qué tenía que decir, dónde había de abonar el dinero de su pasaje, y alguien le dio un cigarro para que lo fumara, y se sintió enfermo. Infinidad de personas le detenían en la calle y le preguntaban si era él el hombre. Sí, era él. Las mujeres se asomaban a la ventana, levantaban las cortinillas y le medían de pies a cabeza con romántica curiosidad, porque sabían quién era. Los niños, ocultos tras las esquinas de las casas, le gritaban: «¡América, América, eh!» En esa atmósfera de fama transcurrieron dos días. Se compró un cuchillo y un poco de cuerda para llevar a América, porque nada es tan esencial en un viaje tan largo. El barco debía arribar el día siguiente, por la mañana temprano, y cuando hubo terminado todos sus preparativos, todavía le quedaba por delante la tarde y la noche. Será mejor que vaya ahora a ver a Asta Sóllilja, se dijo. Finalmente la encontró en la casa de un armador y su esposa, de sirvienta; con ella estaba su hija de cinco inviernos y un verano menos.
—La bauticé Bjórt —dijo Asta Sóllilja—. Yo misma era tan niña cuando la tuve… Fue lo único que se me ocurrió. No se lo puse para complacer a nadie en particular. Es grande para su edad y ahora tiene bastante que comer, pobrecita, y es bisoja como su mamá.
Le dio un beso. Ahora era una mujer alta, de piernas largas. Tenía las caderas anchas, posiblemente demasiado anchas, hombros estrechos en comparación, una espalda demasiado redonda y un pecho no tan alto como cuando tenía quince años. Sus ojos eran gris plata bajo las pestañas oscuras; su tez, pálida. Y las antiguas líneas de gracia habían sido reemplazadas por dureza. Uno de sus dientes delanteros estaba negro, podrido; su bizqueo era más pronunciado que antes, posiblemente por efecto de la fatiga; sus manos eran largas y huesudas, pero de formas agradables, su cuello todavía blanco y joven, sus brazos demasiado delgados, su voz fría y áspera, no animada. Llevaba el cabello corto y el flequillo le llegaba casi hasta los ojos. Había algo, en su aspecto y sus modales, que resultaba a la vez fuerte y débil, atractivo y repelente. Era imposible no darse cuenta de su existencia. No tenía en el rostro una sola facción chata, no había un solo instante de mudez en la mirada de sus ojos, ni un solo movimiento de sus miembros carecía de personal expresión vital, de expresión de contradictorios sostenidos y bemoles, una humillación y una rehabilitación, todo al mismo tiempo. Su vida era un único tormento apasionado y continuo, de modo que era imposible no ser bueno con ella y después apartarla y después volver nuevamente a ella porque no se había entendido… o no se había entendido uno mismo, quizá. Gvendur advirtió inmediatamente que era de raza superior, aunque estaba encorvada, apretada sobre la colada húmeda, vestida con harapos, vestida quizá con la vergüenza de toda una nación, de una nación inocente durante un milenio, con un diente podrido y una hija ilegítima… y se sintió maravillado ante ella del mismo modo que él y sus hermanos se maravillaban siempre en otros tiempos, cuando ella era la hermana mayor de la casa. No, no tenían parentesco alguno.
—Me voy a América —dijo.
—Pobrecito —respondió ella, pero sin piedad, sin sentimiento de ninguna especie.
—Estoy seguro de que allá me irá mejor, aun cuando en Islandia las perspectivas sean buenas.
Ella sonrió fríamente,
—¿Quién te envió a verme? —preguntó.
—Nadie —contestó él—. Sencillamente me pareció que debía venir y decirte adiós.
—Habría creído que tú serías el último de la familia en sentir tales impulsos —dijo—. Me parecía que eras un hombre libre, como Bjartur de la Casa Estival.
Dijo «Bjartur de la Casa Estival» con una sonrisa fría, sin vacilaciones. Lo que había ganado en fuerza lo había perdido en sensibilidad.
Él reflexionó profundamente, con los ojos fijos en el suelo para mejor concentrarse.
—Siempre hay en el valle alguien que te gobierna y te tiene en el puño —dijo a la postre—. No sé quién es. Y aunque papá sea duro, no es libre. Hay alguien más duro que él, alguien que está sobre él y le tiene en su poder.
Ella le miró escrutadora durante unos instantes, como si tratara de leer en sus pensamientos hasta qué punto era capaz de entender.
—¿Te refieres a Kólumkilli? —preguntó, con un tono fríamente bromista. Quizá se encontraba tan desconcertada con él como él con ella.