—Sí, sí, en un bosque —repuso él—. Ciervos y panteras. Es un bosque terriblemente grande. Vive en un bosque. Yo estaré con él dentro de un mes.
—¡Qué te parece! —exclamó ella—. ¡Señor, cómo me gustaría ir a América!
La velocidad y la facilidad con que había respondido a las preguntas de la muchacha le asombraron grandemente. ¡Pero es que resultaba tan agradable conversar con ella!… Nunca había visto a nadie tan desenvuelto e inspirador para la lengua. Era casi como si una flor surgiera de cada palabra -por insignificante que fuese- que se le dirigía. Pero, ahora que tenía tiempo para reflexionar, se le ocurrió que había algo extraño en ella.
—No entiendo bien por qué quieres ir a América, cuando vives en una gran casa con torre —dijo—. Y cuando puedes tener todo lo que se te ocurra, tomándolo de los almacenes de la cooperativa. Y cuando tienes caballos tan hermosos.
Al cabo de unos momentos de pensarlo, ella se sintió inclinada a concordar con él.
—Sí, supongo que tienes razón. Sí, me parece que es una tontería —dijo—. En verdad no tengo el más mínimo deseo de ir a América; no iría aunque me pagasen. Aunque creo que lo pensaría un poco si papá me acompañara. Es que me emociono cuando alguien va a América, porque es un viaje tan, tan largo y porque es tan romántico y porque creo que el mar es maravilloso, tan grande, y cuando regresan son tan grandes hombres, tan viriles. Cuando yo era pequeña pensaba que todos los que viajaban al extranjero debían ser grandes hombres, como mi padre, por ejemplo. Quizá no sean más que tonterías. Pero no hay motivos, a pesar de todo, para que sea verdad, ¿no es cierto? Escucha, no debes olvidarte de mí cuando estés en América.
—No —contestó él, ruborizándose y sin atreverse a levantar la mirada, porque sabía que ella le observaba.
—¿Sabes una cosa? —preguntó ella—. Me he prendado de ese hermano tuyo del que me hablabas hace unos momentos. Habíame un poco más de él. ¿No volverá nunca?
—No —dijo Gvendur—. No creo que vuelva jamás. Pero puede que yo regrese algún día. —Y luego, reuniendo valor, agregó:— Es decir, si tú quieres que vuelva.
Ella le miró durante unos instantes, sopesándole en el presente y en el futuro, en la realidad y la imaginación, y mezclando ambas personalidades, con un ojo fijo sobre el gran océano que él estaba a punto de atravesar. Y por lo gran hombre que era su hermano al otro lado del océano, y porque había animales salvajes en América y, sí, porque sería tan viril cuando regresase, le contestó:
—Me alegraré muchísimo de que vuelvas.
Sí, era joven, muy joven, puede que tuviese quince años, puede que no más de catorce. Y posiblemente no fuese más que una pura pedantería mencionar alguna edad concreta en relación con ella, porque era la juventud en persona, la juventud que los niños de la Casa Estival no conocieron nunca. No, jamás había visto a nadie parecido a ella, ni tampoco ella a nadie parecido a él, puestos a ello.
—Cuando regreses, serás más alto que ahora, y mucho más ancho de aquí —y le pasó la mano por el pecho y los hombros—, mucho más, y llevarás un traje de verano, liviano, gris, y zapatos color castaño. Sí, y sombrero. Y una camisa a rayas. Y muchas otras cosas. Y cuando llueva te pasearás con impermeable. Y habrás cazado animales salvajes. —Echó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo en una soñadora visión, y él le vio la parte inferior de la barbilla. Luego se inclinó hacia delante, riendo, cayendo casi en brazos del joven, y él le miraba la raya, blanca, del espeso cabello rubio, del cabello dorado amado del sol. Sí, rió casi en sus brazos, y los pensamientos de él fueron un desordenado torbellino y no pudo creer que fuese cierto. ¿Por qué había de ocurrirle eso precisamente cuando partía? Ya se encontraba firmemente resuelto a regresar algún día.
De pronto ella comenzó a prepararse para el resto del viaje. Se sentó en el césped y se arregló el cabello e inclinó la cabeza a un costado. El joven la observó y también inclinó la cabeza a un costado, un poquito inconscientemente, y al fin terminaron de inclinar la cabeza.
—Ahora tendremos que ir a buscar los caballos —dijo ella. Fueron a buscar los caballos. Éstos siguieron bufando y tratando de sacarse el bocado del freno. Tomaron una rienda cada uno, ella contemplando una vez más, con admiración, el océano que él estaba a punto de cruzar; él, sin poder dejar ya de mirarla.
—Supongo que tendré que decirte adiós —dijo ella con tono apenado.
Le ofreció la mano, tan cálida, tan joven, extendiendo el brazo -tan suave y brillante-sobre el cuello del caballo. Él lo tomó en silencio y vio que ella quería que siguiera acompañándola y que, aunque en cierto sentido se sentía muy, muy complacida, en otros se mostraba medio inclinada a sentirse apenada.
—Cuando vuelvas, ven a visitarme —dijo la joven, para consolarle y consolarse.
Él no respondió. Ella se demoraba y continuaba mirándole. Apoyó los codos sobre la cruz del caballo y siguió observándole desde el otro lado del cuello del animal.
—Un magnífico par de caballos dijo él, acariciando al blanco. Ella rió, porque los hombres son todos iguales, siempre buscan algún pretexto para alargar el momento.
—¿No querrías vendérmelos? —le preguntó Gvendur.
—¿Vendértelos? ¿Cuando partes hacia América? ¿Qué harías con ellos?
—Oh, los quiero, esto es todo —replicó él—. Tengo mucho dinero, ¿sabes?
—No, no te los venderé. Te los regalaré cuando regreses —dijo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él.
—Te lo diré cuando vuelvas.
—Quiero saber tu nombre mientras esté ausente —dijo él.
—¿Por qué, me piensas escribir?
—Sí.
—Acompáñame un poco más, entonces —repuso ella—, y lo discutiremos.
Montaron y partieron a la misma furiosa velocidad de antes, el blanco en la delantera, el alazán detrás, hacia el este, por sobre los páramos. El suelo estaba seco y el polvo se elevaba detrás de ellos en nubes hinchadas. El viento les daba contra el rostro riente, mientras volaban rectamente hacia el ojo del sol poniente, como seres sobrenaturales cabalgando sobre nubes hacia un fuego ardiente. Era la cabalgata más encantadora del mundo. Seguían y seguían, sin disminuir la velocidad, sin discutir. Muy lejos, en el brezal, distinguieron el brillo de una lagunilla blanca; el musgo era gris, blancas las hierbas marchitas, negras las rocas, rojos los retazos de tierra desnuda. Las montañas lejanas del sur estaban bañadas en violeta; los glaciares, detrás de ellas, en un blanco niveo. El océano se había perdido a sus espaldas hacía rato. A lo largo del costado del camino se escurrían los aterrados pájaros del brezal, graznando antes de elevarse en el aire. Las ovejas y sus corderos volvían grupas y se perdían de vista.
Cuando finalmente llegaron al lago, ella sacó el caballo, sin prevención alguna, del camino, y el alazán lo siguió, primeramente sobre un trecho de piedras cubiertas de musgo, luego sobre un retazo pantanoso, y finalmente por las orillas del lago, cubiertas de secas hierbas de pradera, verdes como si hubieran sido cultivadas. Había dos cisnes en el lago. Ella saltó del caballo y él también saltó. Se encontraban ahora en la parte más alta de los páramos. Las sombras eran largas, el sol tocaba el filo occidental del brezal, el aire se tornaba rápidamente frío. Amarrado en la parte trasera de la silla, ella llevaba un grueso abrigo. Cuando lo sacó y se lo echó sobre los hombros, extrajo golosinas de todos los bolsillos y le ofreció algunas. Luego se sentó en la orilla.
—Siéntate —dijo, y él se sentó.
—Mira los cisnes —dijo, y él miró los cisnes.
—¿No tienes frío? —preguntó.
—No —repuso él.
—Veo, por tu cara, que tienes frío. Acércate un poco más y te daré un extremo del abrigo para que te tapes.
—No es necesario —dijo él, acercándose para que le cubriese con un extremo del abrigo.
—Tus ropas huelen a humo —dijo ella con una carcajada—. Y a plumas, también.
—¿Eh? —exclamó él—. ¿Humo? ¿Plumas?
—Sí, pero tu cabello es hermosísimo —dijo acariciándoselo con las luminosas manos—. Y eres tan ancho de aquí. Y de aquí. Y tienes ojos tan viriles…
Los cisnes se acercaron a la orilla, atisbando a la joven y al mozo con curiosidad, emitiendo de tanto en tanto un ruido con la garganta.
—Mira qué noblemente nada él, qué graciosamente le sigue ella.
—Sí —repuso él, mirando los cisnes y viendo todo lo que ella veía. Al principio le habían parecido aves corrientes, pero ahora se dio cuenta de que formaban una pareja, un él y una ella, no simplemente dos aves cualesquiera, sino dos aves con significado.
—Están enamorados, ¿entiendes? —dijo ella, todavía mirándolos.
El le tomó la mano en silenciosa respuesta, involuntariamente. ¿Qué otra respuesta podía ofrecer? Presintió el calor de su joven pecho. Era la vida misma. Y se quedó sentado, teniéndola de la mano, y ella no se opuso y continuó mirando a los cisnes, que seguían nadando de un lado a otro, en cautelosa patrulla, a un par de metros de la orilla, contemplando inquisitivamente a los jóvenes.
—¿Cómo harás ahora para volver a Fjóróur? —preguntó ella, con una picaresca mirada de costado.
—No hay prisa alguna —contestó él—. Tengo toda la noche por delante. —Y agregó, en un susurro:— ¡Te quiero tanto…! ¿No me prometerás esperarme?
—iChss, no hables así! —dijo ella, y le besó en la boca, primero una vez, con una carcajada; luego dos veces, con un pequeño sollozo; luego repetida y apasionadamente, como si fuera su dueña. Y cerró los ojos.
Cuando al cabo él apartó el abrigo bajo el cual habían estado acostados se puso en pie, el sol estaba muy por debajo de las montañas, el aire era helado y los cisnes… los cisnes habían desaparecido. Quizá nunca los hubo y todo fue una pura ilusión y no era más que una noche corriente, una noche de primavera en el brezal. Ella le dijo que fuese a buscar los caballos. Luego le volvió la espalda y, ocultándose bajo el abrigo, se arregló las ropas y el cabello bajo la protección de la prenda. El se encontraba completamente vacío de pensamientos, un hombre que había perdido completamente sus propósitos en tiempo y lugar, el punto y la línea. Los caballos estaban al otro lado del lago, muy lejos. El alazán había conseguido quitarse las bridas de cuerda. Sin ellas se mostraba sumamente indócil y el joven tuvo grandes dificultades en atraparlo. Se vio obligado a meterse en el fango hasta las rodillas, en el pantano. Cuando consiguió agarrar al animal, quedaba muy poca gloria en sus zapatos de charol. Finalmente logró hacerlo seguir al blanco y, atrapándolo, le ató en la mandíbula inferior la cuerda que había comprado. Para cuando regresó con los caballos, la joven estaba impaciente y le preguntó por qué había tardado tanto. Sin pérdida de tiempo pasó las riendas sobre el cuello del blanco, montó, le dio una palmada en los ijares y partió a toda velocidad hacia todo lo que tenía delante.
El alazán mostró ser más intratable, ahora que sólo tenía un freno improvisado y una sola rienda. Durante un rato corrió en curvas y círculos erráticos, luego continuó con una variedad de otras corvetas, de modo que Gvendur se dio cuenta muy pronto de que se encontraba montado sobre un potro sin domar, cuyas triquiñuelas y caprichos lo convertían en una montura imposible. Cuando finalmente logró llevarlo otra vez al camino, la joven se encontraba lejos, en la cresta de una colina, y mantenía aún la velocidad con que recorrió el ondulante brezal. El alazán la vio y, lanzando un estridente relincho, partió en alocada persecución. Pero Gvendur fue advirtiendo gradualmente que era menos resistente que veloz. Ya se encontraba cubierto de sudor, y al descender una colina perdió pie y rodó con el resultado de que Gvendur se raspó los pómulos y las rodillas. Sacó el reloj para ver si la caída lo había roto, pero estaba intacto. Y eran las dos. La joven aumentaba su delantera. Las dos… había llegado demasiado lejos; en verdad tendría mucha suerte si lograba regresar a Fjóróur a tiempo… ¿y qué podía hacer con el caballo? Por supuesto, debería devolverle el caballo a la muchacha antes de su caminata de regreso a Fjóróur.
—iEh! —gritó—. ¡Eh!
Pero ella estaba ya tan lejos que no había esperanza alguna de que le oyese. Y, además, se encontraba fuera de la vista, detrás de una ondulación de los páramos. No hay más opciones: tendré que alcanzarla y devolverle el caballo, pensó. Trató de convertir la cuerda en una doble brida, para ver si el alazán se dejaba manejar mejor. Luego montó y trató de acicatearlo.
—¡Eh! —gritó—.¡Eh! ¡Tu caballo, tu caballo!
Pero cuando llegó al borde occidental del páramo, desde donde se podría ver la Casa Estival, eran ya las tres pasadas, el alba se asomaba a sus espaldas y lejos, muy lejos, las nubéculas de polvo del valle, detrás de los cascos del caballo de la joven, le dijeron que ésta no había aminorado su velocidad. Ya no quedaba ni la más remota posibilidad de que la alcanzara, especialmente ahora que el alazán mostraba señales inconfundibles de fatiga. Desmontó y los zarapitos, completamente despiertos, le gritaron desde cada una de las rocas, desde cada montículo de las lomas. ¿Qué demonios podía hacer ahora? Si dejaba el caballo allí y volvía caminando a Fjóróur, había pocas posibilidades de que alcanzara el barco, tal como las cosas estaban ahora. A menos, por supuesto, que la partida del vapor hubiera sido considerablemente demorada. Eran las tres. Se sentía cansado, agotado por la larga cabalgata a pelo y las caídas sufridas. Y no sólo cansado, sino también hambriento. Recordó de pronto que no había comido nada, aparte de los dulces que ella le había dado, desde que salió de la casa de pensión la víspera, por la mañana temprano. ¿Y si tomaba prestado el caballo, sin el consentimiento de la dueña, pero anticipándose a él, lo que se consideraba justificable en casos de extrema necesidad? ¿Y si volvía en él directamente a Fjóróur? ¿Serviría de algo, llegaría a tiempo para alcanzar el barco? Después de devanarse los sesos durante unos momentos, resolvió que al menos debía intentarlo. Era evidentemente un caso de extrema necesidad, no una ocasión para poner en práctica un sentido de la honestidad excesivamente escrupuloso… Y habiendo decidido regresar a Fjóróur a caballo, volvió a montar. Pero el potro se negó a moverse y, aunque el joven lo golpeó repetidas veces con los puños y los talones, ninguna cantidad de golpes parecía producir efecto alguno, aparte de un esfuerzo desganado de desmontarle. El animal sabía que su blanco compañero de caballeriza se dirigía hacia el oeste, y ningún poder humano podría convencerlo de que tomara la dirección opuesta. Al cabo el jinete se rindió y lo dejó que caminase hacia donde quisiera. Y el potro descendió la colina a paso de ambladura, buscando cautelosamente el camino que bajaba al valle, con uno que otro bostezo a causa de la cuerda y un ocasional meneo de la cabeza, un bufido de tanto en tanto o un relincho.