—No —fue la respuesta de Gvendur—. Hay algo que nunca te deja en paz, algo que te obliga a seguir haciendo algo.
—Nunca te habría reconocido como al viejo Gvendur —dijo ella.
—Es que ahora tengo dinero —replicó él—. Se ven las cosas en distinta forma.
—Nunca estarás libre de él —afirmó ella.
—¿Libre de quién?
—De Bjartur de la Casa Estival. Puedes odiarle. Pero él está en ti. No haces más que odiarte a ti mismo. El que le insulta se insulta a sí mismo.
El joven no la entendió.
—Si uno se va al extranjero —dijo—, y comienza una nueva vida en países distantes, ¿no tendrá una buena oportunidad de verse libre?
Ella lanzó una carcajada carente de alegría.
—Yo también lo creí —dijo—. Fue una noche; le abandoné; él me echó a puntapiés. Caminé toda la noche por el brezal alto, y por la mañana me encontraba descalza. Yo también me fui al extranjero, a un país distante.
—¿Tú?…
—Sí —respondió ella—. Fui a mi América. Y tú te vas a la tuya. Que tengas buen viaje.
—¿Entonces crees, como papá, que nunca progresaré allí?
—No digo nada en ese sentido, Gvendur, chico. Lo único que sé es que Bjartur de la Casa Estival está en ti. Como está en mí, aunque no tengamos ninguna relación de parentesco.
—Oh, bueno, es posible que sea una ventaja, ¿sabes? —dijo el joven—. Papá es uno de esos hombres que jamás ceden. El otro día oí que alguien le ofrecía quince mil por la granja, y él rechazó la oferta. Cualquiera que tuviese la dureza de él podría llegar a ser un gran hombre en el mundo… por ejemplo en América, donde el ganado de un hombre se mide en reses de vacuno.
—¿No dijiste que había alguien más duro aun que papá, alguien que le regía y le tenía en un puño?
—Bueno, en cierto modo lo dije, pero no fue porque creyese en Kólumkilli.
—No, no es Kólumkilli —dijo ella—. Es el poder que gobierna el mundo, y puedes llamarlo como te parezca, Gvendur, muchacho.
—¿Es Dios?
—Sí, si es Dios quien gana algo con que las personas trabajen como animales durante toda su vida, sin una oportunidad de gozar de lo que la vida ofrece… Si es así, entonces es Dios, efectivamente. Y ahora me temo que tendré que dejarte, Gvendur; la colada me está esperando.
—No, escucha —dijo él sin haber entendido esa sabiduría más profunda—, tengo que decirte algo antes de despedirme, Sola: estaba pensando en regalarte mis ovejas.
Ella se detuvo en mitad de su primer paso, y le miró. Había quizás en sus ojos un dejo de piedad no fingida, como cuando la gente contempla a una persona increíblemente estúpida que se ha traicionado durante una conversación. Luego volvió a sonreír.
—Gracias, Gvendur —dijo—, pero no acepto regalos, ni siquiera del hijo de Bjartur de la Casa Estival. No debes tomarlo a mal, pero no es la primera vez que rechazo un regalo. El año pasado, cuando me estaba muriendo de hambre junto con mi hijita, en un sótano frío, cerca del fiordo, el hombre más influyente de la región vino a verme una noche, en secreto, y me dijo que yo era su hija y me ofreció una gran cantidad de dinero. Sí, se ofreció a mantenernos, a mí y a Bjort, mientras viviéramos. «Antes preferiría que se muriera mi hija», le dije —Una vez más lanzó su fría carcajada, y agregó—: Mi hijita y yo somos también personas independientes, ¿sabes? También nosotras constituimos un estado soberano. Bjórt y yo amamos la libertad tanto como tu padre. Preferimos tener la libertad de morirnos a aceptar los regalos de nadie.
Ella fue la que descendió una mañana del brezal alto, a principios de la primavera. Caminó toda la noche, alma joven, pictórica de sueños, de sueños santos, de los más sagrados sueños. Estaba descalza. También ella tuvo sus esperanzas de América. Dejar atrás la niñez y alcanzar la madurez y la discreción es haber descubierto América. Se jactó de ello ante su hermano, que todavía no había llegado a esa mundialmente famosa tierra de los sueños impotentes. Sí, fue una mañana, una mañana de domingo de Pentecostés. Nuevas tierras surgen del océano, pensó, y bañan sus preciosas conchas y sus corales de mil colores en la primera luz del estío. Y tierras antiguas, con bosques fragantes y hojas que susurran pacíficamente… Y en un prado, junto al mar, está su luminosa casa. Era una choza negra, cubierta de papel embreado que se había desprendido en varios lugares. En una ventanita, que daba al mar, dos oxidados jarros de lata, llenos de tierra. Del techo sobresalía una rota chimenea inclinada. Dos escalones rotos subían hasta la puerta. ¿Y los bosques? Marchitas algas que las olas habían lanzado a la playa. Un arroyuelo, de menos de un metro de ancho, corría a hundirse en la arena, y arrodillados en la orilla se encontraban dos chiquillos crecidos, revolviendo el barro del fondo. Ella cruzó el hilo de agua. Una muchacha que tendría su edad, pero más delgada, estaba atareada, junto a la puerta, con dos niños que aullaban; tenían sarpullido; tenían el rostro azul. Y en el umbral estaba la madre, embarazada como la joven, con un chiquillo en brazos, maldiciendo. Es para Asta Sóllilja y su amado para quienes los poetas de pacotilla y los misántropos y los embusteros escriben libros llenos de sol y sueños y hermosos palmares dorados por el sol, para engañarles y ridiculizarles e insultarles. Esos sueños eran lo único que su amado poseía. Y la habilidad para emborracharse hasta la estupidez.
Y entonces, de repente, Gvendur recordó que no había terminado aún con su misión, y otra vez le pidió que esperara un momento más.
—… Papá me pidió que te dijera que las cosas siguen más o menos como siempre en casa, salvo que pronto comenzará a construir una casa nueva.
Ella giró sobre sus talones y exclamó, asombrada:
—¿Papá te lo pidió? ¿Que me lo dijeras?
En cuanto oyó la pregunta, el joven comprendió que había dicho demasiado y se apresuró a corregirse, diciendo:
—No, no me pidió que te lo dijera. Pero, de cualquier modo, lo dijo. Y me pidió que te recitase estos versos —y recitó las dos estrofas.
Ella rió.
—Dile —dijo, olvidando que Gvendur partía para América—, dile de mi parte, que conozco los establos que construye. Y dile también que conozco las huecas y babeantes coplas de ciego que construye a machamartillo, con las manos y los pies. Pero estoy prometida a un joven que me ama. Ha ido al colegio, es un poeta moderno, y él y su madre son dueños de una casita encantadora en Sandeyri. Han pasado dos años desde que me pidió que me casara con él, y nunca me echará de su lado, porque me ama. Dile eso a Bjartur de la Casa Estival.
Ésas fueron sus últimas palabras. Así era ahora la chiquilla de la Noche de Verano de otros tiempos. La mejilla izquierda de su vida había resultado vencedora. O, mucho más probablemente, había salvado a la indefensa mejilla derecha que mostró a Bjartur de la Casa Estival muchos años antes, una víspera de Navidad.
—¿Eres tú? —preguntó ella.
—Sí —respondió él—, soy yo.
Y así comenzaron sus relaciones.
En un lozano prado verde, al atardecer, se yergue una casa alta y distinguida, con una torre rectangular, bañada por el sol. El prado reluce casi como una mancha de rojo fugaz del sol de la tarde, tan luminoso y encantador está.
—¿No tienes unas ganas tremendas de estar en América? —preguntó ella—.
Lleva botas altas y pantalones de montar que le ajustan en las rodillas pero que le quedan holgados arriba, y conduce a dos jóvenes y briosos caballos de raza, con el pelo reluciente de tan bien alimentados, suave como la seda; el sol y la brisa juguetean en el cabello dorado de la muchacha, en sus ondas y en sus rizos: sus juveniles rizos se yerguen, rotundos, sobre la esbelta cintura, sus brazos están desnudos hasta el hombro, tiene cejas curvadas en un alto arco negligente, ojos penetrantes que le recordaron a él el cielo y sus milanos, su piel, radiante con los frescos colores de la juventud, colores incomparables, le hicieron pensar en la saludable leche nueva de mayo. Era completamente libre. Era la belleza en persona. El jamás había visto nada, nunca había visto a nadie que se le pareciese siquiera remotamente. Tenía un leve rastro nasal en la pronunciación; al final de cada frase la voz se le hacía grave, llena de notas cantarínas, y reía, divertida y sería. Él se sintió completamente perdido.
—Puedes entrar en el prado, si quieres —dijo ella.
Él le abrió la puerta.
—Puedes sujetarme los caballos un momento, mientras entro —dijo y desapareció. Él se quedó allí, con las riendas en la mano, mientras los caballos mordían el freno y se frotaban impacientemente contra él. Esperó durante un largo, largo rato y ella no volvía. Y, justamente cuando comenzaba a pensar que no volvería, apareció.
—¿Te apetecería un poco de chocolate? —preguntó ella, y le dio un poco de chocolate.
—¿Más? —preguntó, y le dio más.
—Ojalá pudiera ir contigo —dijo después—. ¡Señor cómo me gustaría ir a América! Y digo yo, ¿qué tal te parecería que fuese contigo?
El se ruborizó furiosamente ante el pensamiento de fugarse con una muchacha como aquélla. La idea le pareció, en cierto modo, un tanto incorrecta. A pesar de lo cual le concedió permiso para acompañarle a América.
—El barco llegará esta noche y saldrá temprano por la mañana —le dijo. Ella estalló en francas carcajadas. Le divertía enormemente que él quisiera llevarla consigo a América.
—Eres muy bondadoso, te lo aseguro —dijo, riendo en broma y en serio—. Me parece que, en cambio, tendré que ofrecerte un paseo en el alazán, aunque en este momento no tiene más que una brida de cuerda. En realidad estaba pensando en ir a Myri a visitar a mis abuelos y, si no tienes inconveniente en cabalgar a pelo un poco, puedes acompañarme hasta la cima del brezal.
No, no, él no tenía inconveniente alguno en cabalgar a pelo, aunque el camino fuese largo, e inmediatamente estuvo a caballo. En cuanto hubieron montado, los vivaces animales partieron a gran velocidad, el blanco al galope con la joven, en la delantera, el alazán persiguiéndolo furiosamente, sacudiendo la cabeza y tirando con violencia de las riendas, haciendo caso omiso de los esfuerzos de su jinete para guiarlo. Ella lanzó al blanco a todo galope por el camino que conducía al brezal, en tanto que el alazán la seguía con un galope errático, bufando, haciendo cabriolas y corvetas como si nunca hubiera tenido un freno. Una o dos veces ella miró atrás y rió, con el cabello flotando en la brisa, dorado por el sol. A despecho de su montura, Guómundur Guóbjartsson no había conocido jamás nada tan glorioso, tan romántico. Se precipitaron pendiente arriba como si hubiese sido allanada y convertida en una pista de carreras, con los caballos tomando los recodos del camino en zigzag a tanta velocidad que el joven se veía obligado a agarrarse de las crines para no ser arrojado a un costado.
Apenas unos momentos habían pasado y ya se encontraban a la vista de la cima. En un punto, cerca de la parte superior del paso, el camino contorneaba el fondo de un hondón herboso. Y precisamente cuando pasaban junto al hondón el blanco se encabritó, se lanzó al costado del camino, saltó sobre la cuneta, aterrizó en el hoyo y, ¡zas!… La joven quedó tendida en el borde, con las piernas agitándose en el aire. El alazán, siguiendo las huellas del otro, levantó las patas traseras con tanto vigor que su jinete se precipitó hacia delante, cayó de cabeza e hizo un salto mortal antes de detenerse. Los caballos, sacudiendo la cabeza y bufando, se alejaron un poco más allá, en el hondón, y comenzaron a pastar. La muchacha quedó tendida en el pasto, riendo.
—Espero que no te habrás lastimado —preguntó él mientras se levantaba.
Pero ella no podía hacer otra cosa que reír.
—¡Dios, qué broma! —exclamó retorciéndose de risa. Él fue a buscar los caballos y les pasó las riendas por la cabeza para trabarles los movimientos. Los animales comían vorazmente, bufando en el pasto y haciendo tintinear los bocados del freno. Cuando Gvendur regresó, ella estaba sentada, arreglándose el cabello. El pueblo se extendía debajo de ellos como una vista a vuelo de pájaro, con huertos color café y tejados recientemente pintados, en testimonio de los magnánimos beneficios de una guerra próspera. Y podían ver hasta muy lejos, hasta el océano, y el océano se desplegaba ante ellos como la eternidad, terso y brillante como un espejo, hasta el horizonte, de modo que uno sentía que seguramente el mundo debía terminar allí, donde un mundo mejor ocuparía su lugar; quizá sea cierto.
—Temí que te hubieses lastimado —dijo él caballerescamente—. Magníficos caballos, éstos.
—¡Bah, no son más que un par de pencos corrientes! Los cambiaría inmediatamente por la posibilidad de ir a América.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él.
Pero ella lo miró y mostró sus dientes parejos, blancos como la leche, en una carcajada musical.
—¿Por qué te molestas en preguntarlo, si te vas a América?
—Quería saberlo.
—Muy bien, te lo diré. Pero no antes de que regreses de América. Oye ¿qué harás cuando llegues a América?
—Oh, en verdad no lo sé aún —repuso él, ocultándose a su vez, aunque no sin desgana, detrás del mismo manto de picaro misterio que utilizaba ella.
—No quieres decírmelo, eso es lo que pasa.
—En América uno puede ser lo que le plazca —declaró él—. Ahí tienes a mi hermano, por ejemplo. Está en América, pero nadie sabe qué hace. Lo único que sabemos es que tiene una gran cantidad de dinero. Dinero impreso en billetes azules. Acaba de enviarme un puñado de ellos. En América hay países con enormes bosques y animales salvajes.
—Animales salvajes —repitió ella con excitación—. ¿Cazarás animales salvajes?
Sí, por supuesto que los cazaría, ahora que lo pensaba. Cuan afortunado fue al mencionar los animales salvajes, él, que siempre había tenido deseos de cazarlos.
—Escucha —dijo ella—, ¿no tendrás una fotografía de tu hermano en América?
No, no tenía una fotografía.
—¿Cómo es él? ¿No es terriblemente… ya sabes lo que quiero decir… algo así como extranjero de aspecto?
—Es alto —replicó Gvendur—; sí, espantosamente alto. Y es mucho más fuerte que yo. Y sabe cantar. Magníficamente bien. Y siempre está bien vestido. Supongo que debe tener dos o tres trajes de vestir. Y, además, es inteligente. Se le puede ver en los ojos: lo ha aprendido todo; nadie sabe cuándo lo aprendió. Siempre quiso viajar.
—¿También él ha cazado animales salvajes? —preguntó ella.