—Sí, creo que esa última parte la escuché alguna vez —dijo Bjartur, rascándose.
—¡Por el cielo, hombre! ¿Es que no te das cuenta de que te estamos mostrando la forma de ganar dinero?
No, ése era precisamente el punto que Bjartur de la Casa Estival no lograba entender. Por más que lo intentaba, no podía meterse en el cráneo la noción de que los grandes terratenientes y los hijos de los grandes terratenientes quisiesen ayudarle a ganar dinero. «Podían fundar tantas asociaciones femeninas y sociedades cooperativas como se les viniese en gana, pero, hasta que yo pida limosna a los grandes, los grandes tendrán que esperar si quieren que yo les preste servicios. Vosotros, los personajones, generalmente lográis ganar dinero, estéis unidos o no; pero, si por casualidad comenzáis a perderlo, perdéis miles, y jamás me engatusaréis para que ingrese en una sociedad y os pague vuestras pérdidas. Este es el primer año, después de treinta, en que me veo libre de tu viejo. ¿Quién sabe si, con un poco de tiempo, no me será posible construir un magnífico establo para las ovejas y corrales separados para los borregos? Mi ganado ha aumentado, no disminuido. Por lo que sé, tengo sesenta ovejas bien esquiladas, preñadas y veinte corderos, y eso se lo debo a no cargarme jamás con una vaca. Aunque, por supuesto, no existen motivos para que, eventualmente, no sea dueño de tantas vacas como vosotros, los de Rauósmyri. Y hasta es posible que construya una casa para la familia, por pura diversión, aunque no hay verdadera necesidad de ello; la mayoría de las vigas están en perfectas condiciones, aunque admito que hay goteras aquí y allá, debajo de la cumbrera. Pero convertirme en fianza de un grupo de señorones enzarzados en competencia con el comprador, que siempre me ha tratado con justicia desde la primera vez que tuve algo que venderle, hace de esto más de veinte años…»
—Sí, pero… ¡Hombre! ¿No te das cuenta que de este modo terminarás viviendo de la ayuda de la parroquia?
Y entonces Bjartur estalló, rugió incoherentemente, juró que era un islandés libre y… «y… y todo mes es igual… y… y prefiero que me corten en pedazos, vivo, como a la vieja Gunnvór ante los portones de Myri, y ella no se rindió, sino que les maldijo a todos y murió, y todo resultó cierto. Asociación femenina o sociedad cooperativa, jamás me rendiré…»
—¡Por lo que más quieras, Ingi, vamonos a casa! ¿No ves que estás malgastando saliva con este hombre? Me voy ahora mismo si continúas con esa maldita tontería.
La hija del alcalde estaba cansada ya de esta diversión. Carente de la testarudez de su padre y su hermano, no veía motivos para que ellos, esos hombres de posición, llegaran a tales extremos para tratar de convencer a un campesino de los páramos y para salvarle… como si el hombre no tuviese todo el permiso necesario para ser tan loco como quisiese. Nadie sabe cuánto tiempo podrían haber estado allí si ella no les hubiera interrumpido.
—Esta chiquilla se llama Asta Sóllilja —observó el alcalde a su hijo, y señaló a la hija del pegujalero, que se encontraba en los terrenos de la casa, con su rastrillo, contemplándole con ojos maravillados cuando salieron a caballo—. Tiene trece años.
—¡Vaya, claro! —exclamó el gerente, sofrenando el caballo para mirarla—. Me había olvidado. ¿Cómo te va, Asta Sóllilja? Veo que te has hecho toda una moza.
—¿Has comprado ya ese pañuelo con el dinero que te di el invierno pasado? —preguntó el alcalde.
—El dinero a que se refiere —gritó Bjartur desde el empedrado— se cayó por casualidad en un pantano. Por puro accidente, por supuesto. Pero no nos importó. Era de ese tipo de dinero.
—Sí, siempre fuiste un mulo de cabeza dura —replicó el alcalde.
—¡Oh, apresuraos, por favor! —dijo la hija del alcalde desde el camino—. Volvamos a casa.
—Bueno, bueno, Asta Sóllilja —dijo el gerente—. Estás hecha una muchacha realmente espléndida. Adiós. Y adiós a todos vosotros también.
—Adiós.
Gradúa el zarapito su postura, lloroso llama el chorlito a su amor; de otros mares surcando la anchura la gris gaviota nos trae su clamor.
…todos los pájaros cantores del sur volvían a su hogar, al páramo y al brezal; el pasto blanco, níveo, del invierno, era una sola cosa con el verde del césped, verde, completamente verde en las cañadas y en todas partes, a lo largo de los hilos del agua, y, sí, tantos días de primavera habían pasado que ciertamente era tiempo ya de soltar a la vaca. Discutieron la cuestión durante unos días, pero Finna quería elegir para la ceremonia un día que fuese cálido y luminoso. Pronto llegó un día cálido y luminoso. El establo fue abierto y soltada la vaca, insegura en sus pisadas, vacilante, bufando y resoplando a través de las fosas nasales dilatadas, asomó la cabeza por la puerta con un mugido de anticipación: de la oscuridad y el hedor del invierno a la luz y la fragancia de la primavera. El cambio era repentino; necesitaba tiempo para adaptarse. Desde el empedrado lanzó un gran mugido al sol y luego, después de adelantar cuidadosamente uno o dos pasos, se detuvo una vez más para inhalar la fragancia del hermoso tiempo. Trató de mugir otra vez, pero aparentemente estaba tan asombrada que no podía hacer nada más. ¿Soñaba? Tantas veces soñó con el sol y los prados verdes, en la oscuridad y la pestilencia de su corral, que casi no podía creer que finalmente su sueño se convertía en realidad. Descendió la barranca con un trote mesurado, pero al cabo de unos momentos no pudo seguir conteniendo su alborozo; esto era, por fin, la libertad. Se lanzó a un galope, torpe y envarado después del confinamiento del invierno, y, agitando la cola en el aire, se dirigió a toda velocidad hacia los marjales. Insensible a toda dimensión, galopó sin rumbo, en grandes curvas y círculos trazados a la ventura, mugiendo y bramando su canción delicada a la primavera. Y los chiquillos corrían tras ella, riendo y chillando, hasta que finalmente el animal se detuvo en el pantano, enterrada en el barro hasta las corvas y jadeando fuertemente. El día estaba muy avanzado antes de que lograse calmarse lo suficiente como para pensar en pastar.
Durante los primeros días se le permitió graciosamente quedarse en el campo, aunque Bjartur le mezquinaba cada bocado que arrancaba, porque el pasto abonado, aunque en su conjunto no podía hacer más que reforzar un poco el pienso de la vaca, era indispensable para las ovejas hacia fines del invierno. Continuó hablando desdeñosamente del animal que se había introducido en su casa y perturbaba todas las proporciones. Y la perra siguió el ejemplo de su amo. Era ahora una perra vieja y conservadora y, de cualquier modo, nunca había tenido la sagacidad de su madre, que solía aceptar niños recién nacidos, ajenos, y nutrirles para darles vida. A menudo yacía sobre el pavimento, soñolienta y desalentada, pero siempre lo bastante despierta como para seguir con la mirada agria todos los movimientos de la vaca. Cuando menos se esperaba esa actitud, se escurría al campo y, acercándose por detrás, aguardaba la oportunidad de clavar los dientes en las patas de la vaca. Ésta trataba de defenderse y la pateaba con los cascos, o se volvía, con la cabeza gacha, y trataba de espantarla, pero pronto se rendía: la perra era demasiado ágil. Luego se quedaban frente a frente, la perra con salvajes miradas de costado y los dientes desnudos en una mueca, gañeando de tanto en tanto; la vaca agitando la cabeza y barbotando.
—¿Por qué esa maldita vaca no puede dejar tranquila a la perra? —decía Bjartur, que siempre tomaba el partido de la perra contra su rival.
Bjartur estaba un poco preocupado por los niños. Días tras días mostraban éstos menos aprecio hacia el llamado pescado de desecho, pétreos y correosos pedazos de brosmio y bacalao salados y secados al aire, y hacia las salchichas agrias del otoño anterior, de modo que a él le parecía indecoroso que su esposa bendijese a la criatura que le despojaba a los pequeños de su apetito natural por los alimentos que él compraba en Fjóróur a precios tan exorbitantes.
Luego, un día, la vaca fue llevada a Krók, que es un lugar situado junto a la montaña, un brezal con hondonadas herbosas. Los renuevos primaverales habían crecido por entre los pastos marchitos; los marjales estaban verdes, todo el valle estaba verde. Pero la vaca no se sentía feliz, sola en un pastizal, y trató de cruzar la montaña. Al día siguiente los chicos fueron enviados a buscarla, pero esa compañía no la consoló; quería estar junto a sus compañeras de establo, en Útirauðsmyri, y durante horas enteras mugía en el valle en dirección a la finca. Finalmente perdió todo respeto por los niños y se escapó. Fue una gran persecución. La alcanzaron en la zanja, a mitad del camino de la montaña, enredada en su cuerda, y la condujeron a casa. Se quedó en el empedrado, extenuada y desamparada, hinchadas las venas del cuello, torciendo las orejas de desesperación. Y no dejó de quejarse hasta que Finna se le acercó y la acarició y le habló acerca de la vida. Cuando la vida es una fatiga y la fuga resulta imposible, es maravilloso tener un amigo que nos traiga la tranquilidad con el contacto de su mano. Después de eso Finna decidió que ella misma cuidaría a la vaca. Llevó al pequeño Nonni consigo. Ésos eran bellos días. Eran días serenos y poco expresivos, como los mejores días de la vida. El chico jamás los olvidó. No ocurre nada; uno no hace más que vivir y respirar y no desear nada más, y nada más.
Ésos eran días en que los vástagos de mielga florecían en el erial, en que el brezo abría sus fragantes flores rojas y blancas y las abejas silvestres volaban bordoneando fuertemente, entrando y saliendo de la broza verde. Los pájaros del marjal habían puesto sus primeros huevos, sin olvidarse por ello del amor de sus canciones. A través del brezal corrían límpidos arroyuelos, en torno de los cuales había grandes barrancos para la vaca. Y además estaban las rocas donde vivían los elfos, y la montaña, con el verde trepando por sus flancos. El sol brillaba durante todo el día. Llegaron las brumas y no hubo sol durante uno o dos días. Los montecillos revestidos de brezos se erguían en la neblina, pero las montañas ya no se veían. El musgo se tornó de colores más vivos, su fragancia más y más intensa. Había rocío en el pasto, preciosas redes de perlas en el brezo y en el suelo, donde la tierra se encontraba libre de hierbas. La bruma era blanca y tenue, y arriba podía verse el cielo, pero el horizonte se encontraba apenas a unos metros de distancia, en la parte superior de una cañada. El brezal ascendía al cielo con su perfume, su verdor y su canción. Era como vivir entre nubes. La vaca curvaba la lengua en torno a las hierbas y las mordisqueaba sin descanso. Incluso estiraba el cuello para alcanzar los mimbres que pendían sobre el arroyo. Y el chiquillo estaba sentado junto a la madre, en el borde del hoyo, tejiendo, y escuchaban a la vaca y al pasto y al arroyo y a todo.
—Hubo una vez un hombre que se había perdido en la niebla, en el largo camino hacia su granja, hasta que le pareció que los arroyos corrían hacia atrás. Por fin llegó a un roquedal que parecía no concluir jamás, y las piedras eran altas como montañas. Al fin perdió toda esperanza de salvación. Llega entonces hacia él una mujer vestida de azul, saliendo de entre la niebla con un blanco halo. «Sigúeme», dice la mujer, mas aparte de eso no se intercambiaron otras palabras, ella lo conduce a una pequeña granja donde todo es bello y limpio, y le da un plato de sopa de carne con cebolla, toda cuanto quiso, aquello revivía a cualquier enfermo, y luego le dio café. Después le hizo salir al empedrado y le indicó el camino que le llevaría a su casa. Y entonces se levantó la niebla, y él reconoció el lugar donde estaba, y cuando va a dar las gracias, la mujer ha desaparecido, y la granja ha desaparecido también, detrás de él no hay nada más que las rocas de todo el camino. Tomó entonces rumbo a su casa. Y ya no estaba el roquedal. Y los arroyos corrían ahora, de nuevo, hacia abajo, como de costumbre.
«Y había otro hombre. Iba camino de su casa. Era una oscura noche de otoño. Estaba muy cansado. Había estado en dificultades con el alcalde y el mercader y probablemente no le esperaba otra cosa que vivir de la ayuda de la parroquia. No consiguió pagar sus deudas, el comprador no quería darle más crédito y el alcalde amenazaba con subastar sus cosas. Quizás el concejo le expulsaría, y entonces sus hijos serían diseminados por todas partes, para morirse de hambre los días de semana y ser castigados los domingos. Le esperaban en su casa, y él volvía del pueblo con las manos vacías. Era tan orgulloso que no se atrevió a pedir a otros que le compraran algo. Sí, sus pasos eran pesados. Muchos pasos pesados ha sentido este campo sobre sus lomos, y nadie lo supo nunca. ¿Qué podía hacer él?
«Y entonces, de pronto, ve una luz entre las rocas.
«Ha pasado por ese camino infinidad de veces, de día y de noche, y no sabe qué puede ser esa luz que brilla entre los peñascos. De modo que se dirige hacia la luz y encuentra una casita. Un hombre está a la puerta, un joven de facciones agradables. Era el duende campesino. No dijo gran cosa, pero todas sus palabras fueron bondadosas. Tenía el aspecto agradable, pensativo, de los elfos -los elfos no tienen preocupaciones, buscan lo bueno y lo encuentran-. Le dio café con mucha azúcar y crema y, antes de que se diera cuenta de lo que hacía, estaba contando toda sus penas al bondadoso joven. Cuando se separaron, el elfo agricultor le dijo: “Mañana, cuando despiertes, debes buscar en el corredor de tu casa.”»
«De modo que el pegujalero se dirigió a su casa y él y toda su familia se acostaron. No se atrevió a contarles sus cuitas. Por la mañana, cuando pasaba por el corredor, ¿qué te parece que vio? Todo el lugar estaba lleno de provisiones apiladas. Había sacos llenos de harina, cajones llenos de azúcar y unos hermosos pescados en un costal. La gente del pegujal jamás había probado un pescado tan exquisito. Había incluso una jarra de jarabe.
«Y hubo una vez un chiquillo. Era un huérfano acogido por unas personas que vivían en un valle, muy arriba, en los páramos, y por eso no le dejaban acudir a la iglesia, cuando todos los demás iban a la iglesia. Tampoco tenía hermanos o hermanas, porque todos le habían sido arrebatados. Era un domingo, en verano. Todos se habían ido a la iglesia, con sus mejores ropas dominicales, cada uno de ellos sobre su caballo, y él se encontraba de pie en el empedrado, viéndoles alejarse, viendo cómo surgían nubéculas de polvo levantadas por los cascos de los caballos en los senderos de junto al río. ¿No crees que se lo tomó a pecho?