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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Gente Independiente (27 page)

La abuela tomó su rueca y comenzó a hilar.

Y el chirrido de la rueca de los largos días llenó la casa. Y esa rueda que giraba era como la rueda del tiempo, que se lleva nuestras almas, cada una a su propia tierra.

El pequeño Nonni puede ahora jugar durante un rato. De modo que arrea sus cuernos de ovejas a los pastizales, por todas las camas, metiendo algunos de ellos bajo las vigas, son picachos de montañas, aunque en realidad las ovejas trepan por la parte interna de los picos, y amarra las mandíbulas de sus vacas, a los pies del fogón, porque en eso se diferencian Bjartur de la Casa Estival y él: el pequeño Nonni tiene diez vacas. Luego parte en largos viajes sobre los huesos de las patas de los animales, orientándose en los lugares desconocidos de atrás de los páramos y las montañas y cabalgando en sus caballos hasta los fiordos, en largos y duros viajes, porque en ese cuarto hay distancias incalculables, si es que un viaje se hace de acuerdo con leyes que sólo él puede comprender. Incluso las cabeceras de las camas son peligrosas veredas montañesas, completas, con sus cañadones, sus aludes de nieve y sus fantasmas. Se ve obligado a pasar la noche en un lugar del camino (bajo la mesa, junto a la ventana). Sólo en primavera reaparecen las distancias de la realidad con el deshielo y la mejoría de la salud de su madre, y entonces empiezan a disolverse las extensiones de la habitación. Y tan oscuras son esas distancias que, a pesar del largo viaje, el lugar de destino, junto a la trampilla, no está a más de un palmo de distancia de su camastro.

Al llegar al pueblo echa un parrafito con el médico y el comprador. Compra una enorme carga de uvas pasas, porque en su casa se vive exclusivamente de esas cosas, ciruelas pasas en cajones, uvas pasas por costales, azúcar en pilón. En su dispensario el médico tiene tantas botellas de medicina como ovejas el alcalde, unas quinientas, más o menos. Pero, por extraño que parezca, el niño no compra ni una gota. Por lo tanto, se niega a prometerle al médico su voto en compensación por las medicinas, como lo hacía su padre. Jamás ha conocido nada de olor tan fétido, nada de sabor tan amargo como esas medicinas del médico. En el fondo sospecha que son ellas las que impiden que su madre sane, e incluso que su padre las compra para estar seguro de que su esposa no se levantará, y que el médico es cómplice de la conspiración. Por ese motivo no le agrada el médico y se niega a hacer llegar al Parlamento a un hombre así, con su voto. Vota, en cambio, por el comprador, por simple respeto a sus uvas pasas. Y entonces el médico se enfurece y amenaza con llamar al alcalde. Pero el niño no teme; promete saldar su deuda dándole al médico un perro viejo, un hueso de la pata de una oveja, y esto provoca una violenta riña en FjórÓur.

—¡En nombre del cielo! ¿Qué es todo ese barullo? —exclama su abuela. Pero el pequeño no responde por el momento porque su abuela pertenece a otro plano, a otras dimensiones. Si la anciana continúa hablando sería, cuando mucho, como una leve nevada del norte.

—Si no puedes vivir en paz contigo mismo, tendré que hacerte probar la correa.

—Abuela —dice entonces el chiquillo—. Tú no existes. No eres más que una tormenta en el aire. Estoy viajando al pueblo.

—¡No seas tan tonto! —responde la abuela—. ¡Tendrías que avergonzarte de ti, un chico tan grande con fantasías tan enormes en mitad del día! ¡Y todavía no sabes tejer siquiera!

El niño interrumpe la discusión con la burguesía de Fjóróur y dice:

—¡Vaya! ¿Qué les dije? ¡Está por levantarse una tormenta! —Y, esparciendo apresuradas despedidas, se vuelve a casa a toda velocidad, corriendo por los serpenteantes caminos que pasan por encima y por debajo del piso. Pero a mitad de camino su abuela le alcanza como una borrasca, surgiendo sin previo aviso en el páramo, de modo que él muere en el páramo y es puesto en la cama de la abuela, donde se le entregan las agujas.

Enlazando lánguidamente el hilo en torno del dedo, comienza a tejer. Es el mismo pie de calcetín con el cual viene luchando desde hace una semana y, sin embargo, está lejos de terminarlo. Parece que nada quiere avanzar en esos días, que todo está dispuesto a arrastrarse tan lentamente como le sea posible. No se ve el fin de nada, ni el fin del calcetín, ni el fin del día, ni el fin de la vida en el hogar. El análisis de esa interminable demora le da mucho sueño. Luego, repentinamente, recordó que había muerto en una tormenta, en el brezal.

—Abuela, soy un fantasma —dijo bostezando.

—Pobre desdichado, todavía no has oído nada bueno hoy, ¿eh?

No, era cierto, ahora que lo pensaba, aún no había oído nada bueno, y peores cosas podían sucederle que escuchar algo bueno. Su abuela se quedaba tan absorta con frecuencia en el algo bueno que le recitaba, que se olvidaba de reñirle por su tejido, en especial si era realmente bueno:

In dulce júbilo

está el deseo del alma;

in prencipio

el coro celestial,

alfahesido,

alfahesido.

Oh Jesú parvuli

mi alma descanse en ti,

oh pura optimi,

en tu reino libre,

oh príncipe de gloríi,

adelante, apostea;

adelante, apostea.

Oh de Pedro Caritas,

oh santa Penitas,

de su costado desgarrado

por nostra crimina

y todo pecado perdonado

cielorum gaudia,

¡Oh, estar allí!

¡Oh, estar allí!

Ahora llega gaudia donde se puede oír Que los ángeles del cielo Cantan los cánticos Y suenan los trombones Entra la curia. ¡Oh, estar allí! ¡Oh, estar allí!

Y así sigue y sigue. Los himnos nunca parecen tan largos como en la niñez y nunca es su mundo y su lenguaje tan ajeno al alma. Lo contrarío ocurre en la vejez: las horas son entonces demasiado cortas para los himnos. En esos piadosos versos antiguos, añejos, sagrados y salpicados de latines, que la vieja había aprendido de su abuela, en ellos estaba oculto su otro mundo. Su ritmo, acompasado con la presión regular de la cacerola, era su música, a la que ella se entregaba hasta que las paredes del estrecho cuarto se alejaban flotando hacia los horizontes de la eternidad y la anciana se encontraba sentada, con las manos cruzadas sobre el regazo, el hilo roto, la rueca silenciosa. Con el eco del verso que resonaba en su alma y en sus labios, comenzaba a buscar el hilo del huso, y, cuando por fin lo encontraba, pasaba el extremo del tubo y despertaba al niño.

—¡Cielos, qué visión lamentable! —dice—. Hoy se asemeja a una red de pescar salmón, ayer no se podía pasar un clavo por la malla. Dos lazadas en torno al dedo, tonto, o te lo desharé todo.

Ahora hay que encontrar algún método de escapar a esas invariables críticas cotidianas, aunque sin poner abiertamente en tela de juicio los propósitos que las animan. Ello puede conseguirse de varias formas. A veces se puede engatusar a la anciana para que recite otro himno, otras para que le cuente un cuento, pero lo más seguro es desviarle la atención hacia algún escándalo más flagrante que un par de puntos sueltos. Hoy tiene suerte. Asta Sóllilja se encuentra recostada contra la caída del techo, con la cabeza bamboleándose hacia delante, las agujas inmóviles en sus faldas, profundamente dormida.

—¡Abuela! —exclamó el chiquillo, grandemente ofendido—. ¡Asta está dormida; mira!

Y así consiguió el pequeño apartar la atención de la abuela de su persona y dirigirla hacia Asta Sóllilja, ese ser soñoliento que tenía extrañas formas y que era, si debe decirse la verdad, sólo una mitad de ser humano. ¡Piadosos cielos, qué visión lamentable! Pero cuando Asta Sóllilja fue despertada con todo el adecuado ritual, todo volvió a comenzar y el día parecía no haber avanzado ni un centímetro y su madre se quejaba tan penosamente como siempre y oh pura optimiy adelante, apostea.

Adelante, apostea.

La rueda había comenzado a girar nuevamente antes de que el chico recordara que hacía cierto tiempo que era un fantasma.

—Fantasmas… —observó—. ¿No consiguen ellos lo que quieren?

—¡Oh, bobadas!

—Pueden hacer lo que les plazca, ¿no es cierto?

—Continúa con tu tejido, tonto.

—Abuela, ¿quieres contarme un cuento de fantasmas?

—¿De dónde tengo tiempo para cuentos?

—Un solo fantasma.

—¿Qué cuentos puedo saber de fantasmas yo, una vieja que siempre está en cama y no puede recordar nada?

Pero, al cabo de unos momentos, podía escuchársela mascullar para sí. Era como el primer susurro de un ventarrón que pronto soplaría con todas sus fuerzas. Sus cuentos estaban todos cortados con el mismo molde. En la hambruna que vino después de la Gran Erupción, la gente comía trozos de cuero y estaba tan delgada que los piojos la perforaban; su abuela podía recordar esa época. Hubo una vez un cincelador francés -esto ocurrió cuando yo me encontraba en el sur-, y el barco fue lanzado a las arenas de la playa por una espantosa borrasca. La tripulación pereció en un banco de arena, un rico granjero se robó todo lo que llegaba flotando a la costa, incluso una barrica llena de dinero y un barril repleto de clarete. El capitán volvió a la vida, lo mismo que el cocinero, y persiguieron al ladrón hasta la novena generación; todavía no se ha librado de ellos; hay muchos relatos al respecto. Dos hermanos fueron al mercado, uno volvió a su casa por la mañana, el otro quiso quedarse un día más. Era un largo camino, cruzando las montañas. Se desató una atroz tormenta, pero el hermano logró llegar a su choza. La choza era muy frecuentada por los fantasmas. Afuera los fantasmas aullaban horriblemente. El hermano apiló más piedras contra la puerta y rogó para que el espectro jamás medrase. Por la mañana hubo una intensa helada, pero la nieve había dejado de caer. El hermano quita las piedras y abre la puerta. Pero, al abrirla, cae hacia adentro su hermano, muerto de frío. Éste volvió a la vida y se apareció a su hermano en forma de fantasma. Ilimitados espacios con insondables derrumbes de nieve, precipicios sobre los cuales los hombres caían ciegamente y morían, ríos helados en cuyos pozos la gente caía y era arrastrada bajo el hielo hasta el mar y cobraba vida, golpeaba ventanas y recitaba poesías. Monstruos marinos que atacaban a las personas al pie de los riscos y destruían las casas cuando las mujeres estaban solas. El espectro Kólumkilli, dicen, es inmortal y la bruja Gunnvór vivió en ese pegujal e hizo un convenio con él y asesinaba a la gente, hay muchas historias en cuanto a eso, historias interminables, y finalmente fue desmembrada ante la puerta de la iglesia de Myri, el día de Trinidad, y le cortaron los miembros; ningún hombre de Dios o de bienquerencia fue huésped de Gunnvór, me rompió la costilla, la pierna, la cadera. Y si Kólumkilli me llamara, esto es lo que me diría: tuétano y sangre, tuétano y sangre, y trololó…

De pronto Bjartur asomó la cabeza por la trampilla y gritó:

—¡Pon la marmita en el fuego, Hallbera! ¡Tenemos visita!

Apartando la rueca en mitad del cuento, la anciana respondió, gruñona:

—iOh, no hay necesidad de decírmelo! Algunos de ellos no salen jamás del camino. Y esta mañana una turba de duendes les anunció.

—Sola te ayudará a hacer unas tortas de sartén, y puedes hacer el café tan cargado como quieras, en honor de un hombre que nunca vino aquí hasta ahora; estaba buscando algo, no sé qué. Y nada de vaguear.

Unos momentos después surgieron en la trampilla las facciones netamente cinceladas del alcalde, en su marco de cabellos fuertes, surcados de hilos grises. Llevaba una gruesa chaqueta de montar y una bufanda, botas de piel de foca y largas medias para andar por la nieve; le llegaban hasta el muslo, con los pantalones embutidos en ellas. Su fusta estaba adornada con tres resplandecientes anillos de plata. Iba camino del pueblo y le acompañaba uno de sus mozos de labranza. Tendió dos o tres dedos para saludar y masculló algo que se perdió en su barba. Asta Sóllilja le dejó espacio para sentarse en la cama de los niños, en tanto que Bjartur se sentaba junto a su esposa. El aroma de la primera fritura llegó hasta ellos.

—Bueno, bueno, viejo —dijo Bjartur, como si sintiera más bien lástima por el alcalde—, de modo que está viendo qué piensan sus caballos de los caminos con este tiempo, ¿eh?

—Oh, los caminos están perfectamente bien —respondió el alcalde con tono soñoliento, acariciándose la barbilla y bostezando mientras su mirada vagaba por el cuarto.

—¿Sí? Es curioso. Me parece recordar un tiempo en que usted habría dicho que los páramos eran demasiado peligrosos para los caballos con este espesor de nieve —dijo Bjartur, que siempre se mostraba equitativo en sus tratos con el alcalde—… especialmente si era yo quien quería usar los caballos. Pero, por supuesto, un hombre sabe bien hasta qué punto debe exigir a sus caballos.

—Bah, no me encontrarás muy a menudo en los páramos sin que tenga motivos para ello —respondió significativamente el alcalde—. Y los caballos son míos.

Bjartur replicó a esa insinuación observando que tanto los ricos como los pobres tenían siempre en la mente algún motivo, ya se encontrasen en su casa o en el desierto, y el alcalde podía decir lo que quisiese pero últimamente había habido mucha falta de nieve por los alrededores, estuviera como estuviese en Myri.

El alcalde respondió que en Myri no estaba peor de lo que podía esperarse a esa altura del invierno. Extrayendo su tabaquera de plata, midió con el dedo una buena porción para mascar, cortó el trozo con los dientes y, luego de reponer cuidadosamente el resto en la tabaquera, cerró ésta con gran precaución. Luego se recostó en la cama, sin mostrarse atemorizado por los piojos.

—Bien, bien, gallo viejo —dio Bjartur afablemente—. Eso es, sí. ¿Y qué novedades hay por ahí en estos días?

El alcalde dijo que, por lo que a él concernía, todo estaba como de costumbre. No sabía cómo le iba a otras personas.

—¿No hay señales de lombrices o diarrea?

—¿Te refieres a mí?

—Oh, usted siempre habla en primer lugar de sí mismo, si le conozco bien.

—Me importa muy poco que tengan lombrices o no, por el precio que se consigue en la actualidad por ellas —contestó el alcalde—. Los condenados animales resultan sencillamente una carga en estos días.

Bjartur se mostró dudoso de que la gente hablase en serio cuando se refería desdeñosamente a las ovejas.

—Lo que es por mí, puedes dudar todo lo que quieras —repuso el alcalde.

—¿Ha limpiado la nieve del campo?

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