—¡A por los buñuelos, muchachos! —exclamó Bjartur—. ¡Y no mezquinéis esa asquerosa azúcar! Rosa, sírvele otra taza al rey del rodeo.
—Bien, muchachos —dijo el rey del rodeo cuando el aguardiente ocupó su lugar—, seguramente alguien habrá compuesto algunos versos mientras recogía el heno, este verano, a pesar de que la cosa fue incierta.
—Sí, éste es el momento de escuchar algo bueno y bien construido —dijeron los otros.
—Bien, pues no lo esperéis de mí —dijo Einar—. Mis puntos de vista en cuanto a la poesía, como todos sabéis, son tales que no me tomo trabajo con esos versos bien construidos, como se los llama. En las pocas cosas que compongo cuando se presenta la ocasión trato de prestar más atención a la verdad del sentido que al metro.
No era un secreto el que Bjartur sustentaba una pobre opinión de la poesía de Einar, porque Bjartur había sido educado en las viejas medidas de las baladas del siglo dieciocho y siempre despreció la composición de himnos y poesías de nuevo cuño tanto como despreciaba cualquier otra cosa de fantasía huera.
—Mi padre —dijo— fue un gran hombre para la poesía y con grandes dones para la oratoria. Y a él debo el haber aprendido las reglas de la métrica cuando todavía era un jovenzuelo; y las he conservado desde entonces, a pesar de todas las nuevas modernas teorías de los grandes poetas, por ejemplo, la Señora de Myri. Heredé de mi padre mis ejemplares de las Rimas, tengo los siete volúmenes, de los días en que en Islandia había hombres de genio, hombres que sabían demasiado bien qué querían hacer como para tropezar, hombres que sólo necesitaban cuatro versos para hacer una poesía que podía leerse de cuarenta y ocho formas distintas y encontrarle siempre sentido. No era para ellos este estilo poético que está lleno de pena y nerviosismo y aguado sentimentalismo; y tampoco eran para ellos los himnos: éstos los dejaban a los sacerdotes. Eran hombres que no creían en la necesidad de mesarse los cabellos y golpearse el pecho. Ahí tienen las Rimas de Úlfar, por ejemplo, con sus gigantescas batallas, cada una de ellas más valientemente disputada que la anterior; ésos eran héroes que no se arrastraban ni lamían los pies a las mujeres, como lo hacen ahora esos poetas eróticos. Pero, eso sí, si oían hablar de alguna mujer famosa, no se detenían a calcular los riesgos, aunque la mujer viviese en otro hemisferio, no, salían en su busca, con la luz del combate en los ojos, a derrotar reyes y conquistar reinos y amontonar cadáveres hasta más altura que la de las colinas.
Discutieron sin llegar a ningún acuerdo, el uno jurando por la forma clásica y el espíritu heroico de las antiguas baladas, el otro inconmovible en su fe en lo humano y lo divino. Como resultado de esta diferencia de orientación, no se pudo convencer a ninguno de que recitase sus poesías mientras el otro estuviese presente.
—La gente que se complace en exhibir una técnica complicada en su poesía se muestra más dispuesta a enorgullecerse de su obra que los que escriben para su propio solaz —alegó Einar de Undirhlíó, pero Bjartur replicó que jamás se había considerado un gran poeta, pero verse obligado a escuchar algo menos feliz que cuartetos con rima interna era más de lo que podía aguantar: «y si yo fuera un poeta —dijo— cuidaría de que nada de lo mío se publicase, a menos de que se tratase de un palíndromo bien construido».
Ólafur de Ystadalur, que tenía una mente de tendencias científicas y se interesaba especialmente por las oscuridades de la ciencia, se encontraba siempre fuera de su elemento cuando la discusión se limitaba a la poesía.
Hasta ese momento le había sido imposible intercalar una palabra, pero ahora ya no pudo contenerse de proponer algún tema, por pequeño que fuese, que le concediese su participación en la notoriedad de esa asamblea celebrada al romper el día, a él, cuya mente inquisitiva estaba constantemente atareada luchando con intrigantes problemas.
—Sí, el mundo es un lugar curioso, en efecto —dijo, escurriéndose en la conversación como un ladrón en la noche—. Dicen que Pascua cae en sábado el año que viene.
Los concurrentes permanecieron durante un momento mudos ante estas noticias sorprendentes.
—¿Sábado? —repitió al fin, pensativamente, el rey del rodeo—. No puede ser cierto, Ólafur. Pascua siempre cae en domingo.
—Sí, eso es lo que siempre pensé yo —gritó Ólafur triunfalmente—. Pero lo leí dos veces en el almanaque de la Sociedad de Amigos del País. Y allí dice que Pascua cae en sábado.
—Podría ser un error de imprenta —sugirió el rey del rodeo.
—¿Un error de imprenta en el almanaque? No, ni pensarlo; no se atreverían a cometerlo. Pero creo que conozco la explicación adecuada. Me parece que la leí en un viejo libro del Reverendo Guómundur, cuando pasé la noche allí, hace unos años. Decía que el sol se atrasaba durante un período en su marcha, de tanto en tanto. Si eso es correcto, entonces, naturalmente, es imposible que el tiempo haga otra cosa que retroceder un poco entretanto. Por lo menos un poquito.
—Mi querido Ólafur —dijo Bjartur con indulgencia—, por lo que más quieras, no dejes que nadie piense que te tomas en serio todas esas cosas. Deberías tener cuidado con esto de creer en todo lo que ves en los libros. Nunca he considerado a los libros como la verdad, y menos que ninguno a la Biblia, porque no es posible verificar todo lo que se les ocurra escribir en ellos. Pueden inventar mentiras tan grandes como les plazca y tú nunca te enterarás, si no has estado en el lugar de los hechos, entonces, al final resultaría que Pascua caería en Navidad.
—Bueno —dijo el rey del rodeo—, lo único que yo puedo decir es que la historia afirma que Jesús volvió a levantarse el domingo por la mañana, y a eso me atengo. Por lo tanto, Pascua debe caer siempre en un domingo, retroceda el tiempo o no.
—Por mi parte la historia puede decir lo que quiera —dijo Bjartur con escepticismo—, pero lo que me gustaría saber es esto: ¿Quién vio que Jesús se levantaba el domingo? Un puñado de mujeres, supongo. ¿Y hasta qué punto puede confiarse en las mujeres y en sus nervios? En Útirauðsmyri, por ejemplo, había, hace uno o dos años, una mujer del sur, de la capital, y un día entró gritando que en los derrumbes de terreno de los alrededores se había tropezado con un niño abandonado (era un anochecer de verano), y juró que el chiquillo lanzó un gemido. ¿Pero qué les parece que era en realidad? Nada más que un bendito gato salvaje en celo, por supuesto.
—Ya que estamos en eso —dijo el rey del rodeo, que prefería no estimular los enredos de una discusión tan fuera de propósito—, me preguntaba, viendo que Bjartur había mencionado los gatos salvajes, qué planes teníais este otoño para nuestro amigo el zorro.
—Los planes son una cosa —le replicaron— y las cosas, otra. ¿Qué os parecería consultar al alcalde al respecto?
—Oh, es difícil que el alcalde se encuentre en dificultades por culpa del animal —aseguró Bjartur—. El año pasado vendió pieles en el sur. Y a magníficos precios.
Los demás opinaron que las ovejas de los pequeños propietarios sufrirían igualmente y maldijeron al zorro con acentos rotundos durante cierto tiempo en distintos tonos… Había matado el otoño anterior y volvería a matar este otoño. El rey del rodeo declaró con tono de maestro que los zorros se contaban, sin duda alguna, entre los peores enemigos de la nación. Y el viejo de Nióurkot terminó así esta parte de la conversación:
—Mató el año pasado. Mató en primavera. Y volverá a matar este otoño.
Cuando todos hubieron bebido su café, el rey del rodeo tapó y se guardó la botellita en el bolsillo. Había suficiente luz como para partir.
—Bien, hombres —dijo, mientras se ponía de pie—, he viajado por estos pantanales con mucha frecuencia, pero nunca de este modo. ¡Qué diferencia! Una de la que muchos, en un borrascoso día de invierno, se alegrarán. Hemos sido agasajados como si perteneciésemos a la realeza. Si ahora no os sentís en condiciones de caminar en busca de las ovejas, no os sentiréis nunca.
Pero Bjartur quería que se pensase que su hospitalidad era una cosa de poca monta.
—Lo principal —dijo—, y aquello hacia lo cual siempre dirigí mi vida, es la independencia. Y un hombre siempre es independiente si la choza en la que vive es suya. Que muera o viva es cosa suya, y suya solamente. De otro modo, así lo mantengo, nadie puede ser independiente. Este deseo de libertad fluye por las venas de un hombre, como puede comprenderlo cualquiera que haya sido sirviente de otro.
—Sí —convino el rey del rodeo—. Yo lo entiendo. El amor de libertad e independencia ha sido siempre una característica del pueblo islandés. Islandia fue originariamente colonizada por caudillos libres, que prefirieron vivir y morir en el aislamiento antes que servir a un rey extranjero. Eran hombres como Bjartur. Bjartur y los hombres como él son los islandeses libres sobre quienes la nacionalidad islandesa y la independencia islandesa descansaron antes, descansan ahora y descansarán siempre. Y Rosa también vive opulentamente aquí, en el valle. Jamás la he visto tan rechoncha. ¿Qué tal te parece la vida en las ciénagas, Rosa?
—Oh, es muy libre, por supuesto —replicó la mujer, y sorbió por la nariz.
—Sí —dijo el rey del rodeo, que ahora, después de haber bebido su trago de aguardiente, se había convertido, en sus puntos de vista, en un gran propietario—. Si el espíritu que anima a esta joven pareja se difundiese en toda la joven generación, hombres y mujeres por igual, el país tampoco debería tener miedo de su futuro.
—Bien —dijo el viejo Pórður de Nióurkot—, creo que lo mejor que puedo hacer es arrastrarme un poco por el camino con ese pobre jamelgo que tengo.
Permaneció allí, junto a la trampilla, tan gastado y decrépito después de una larga vida y pocas ideas, que resultaba difícil no decirle algo a él también. Y el rey del rodeo le palmeó consoladoramente en el hombro y dijo:
—Sí, mi querido Pórður, la vida es para todos nosotros una especie de lotería.
—¿Eh? —preguntó el anciano inexpresivamente, no logrando entender la comparación, ya que sólo tomó parte en una lotería en su vida, hacía unos años, cuando la Señora de Myri donó una potranca para que fuese rifada para el Fondo del Cementerio. Y como resultado de la lotería fue el propio alcalde el que ganó la potranca.
—Padre —dijo Rosa, cuando le acompañó hasta su caballo—, trata de abrigarte bien esta noche en la cabaña.
—Por qué yo, a mi edad, debo estar persiguiendo ovejas —dijo él, poniendo las riendas sobre el cuello del caballo— es algo más de lo que puedo entender. Un hombre de casi ochenta años y prácticamente incapaz de sacar mis viejos huesos de la cama todas las mañanas…
Los hombres separaron a sus perros, que rondaban por todas partes, riñendo en la ladera de frente a la casa, y la corderita, todavía amarrada en los límites del campo, balaba mientras los contemplaba. El anciano abrazó a su hija y luego comenzó a montar, dificultosamente, mientras ella le sostenía el estribo. Tenía sobre la montura una piel negra de oveja, para comodidad y protección. Rosa acarició la nariz del caballo; la vieja Glaesir, adorada criatura que recordaba de cuando era una pequeña potranca. ¡Y cuan glorioso era todo en su casa en esos días, hacía dieciocho años, cuanto todos los hermanos y hermanas estaban en Nióurkot, los hermanos y hermanas que ahora se encontraban dispersos por el mundo! Y de pronto se presentó Sámur, con la lengua colgándole fuera de la boca después de la pelea; pero el perro la conocía, olvidó inmediatamente la reciente disputa y saltó sobre ella, ladrando con tal alegría por la reunión que Rosa no pudo contenerse y corrió a la casa para buscar un trozo de pescado y regalarlo al perro de su padre.
—Te pediría que me prestaras a Sámur para que me hiciese compañía esta noche, padre, si no supiese que las ovejas están antes. Tengo la impresión de sentir muy poca confianza en ese cordero que me piensa dejar él.
En ese momento apareció Bjartur en escena, conduciendo a Blesi de las bridas. Besó apresuradamente a su esposa y le dijo que tenía que recuperarse durante su ausencia. Luego trepó a la silla y llamó a Titla. Y los hombres del rodeo salieron del campo. Ella les vio cruzar los páramos, su padre detrás de todos, flojamente sentado sobre la montura y balanceando las piernas para golpear los flancos del caballo -la vieja Glaesir era tan torpe en el barro-.
Poco después comenzó a llover, muy inocentemente al principio, pero el cielo estaba atestado de nubes y gradualmente las gotas se hicieron más grandes y más pesadas, hasta que lo que caía era una melancólica lluvia otoñal… una lluvia que parecía llenar el mundo entero con su plúmbeo golpeteo, una lluvia que sugería -en su tristeza- interminables precipitaciones pluviales entre los planetas, lluvia que techaba el cielo de lobreguez y pesaba opresivamente sobre toda la campiña como una enfermedad, fuerte en la potencia de su chata e invariable monotonía, su asfixiante pesadez, su fría e implacable crueldad. Suave, suave, caía sobre toda la región, sobre las aplastadas hierbas de los pantanos, sobre el torturado lago, sobre los llanos color gris-acero, cubiertos de cascajo, sobre la sombría montaña que dominaba el pegujal, borroneando todo el paisaje. Y los golpes pesados, desesperantes, interminables, se insinuaban en cada una de las grietas de la casa, se pegaban a los oídos como algodón y lo abrazaban todo, como una historia carente de romanticismo, sacada de la vida misma, que no tuviese ritmo ni crescendo, ni climax, pero que, aun así, resultase abrumadora en su alcance, terrorífica en su significado. Y en el fondo de ese no sondeado océano de hirviente lluvia estaba la casita, y su solitaria mujer neurótica.
Había tomado su costura, pero, demasiado indiferente como para comenzarla, permanecía sentada ante la ventana, inmóvil, hipnotizada por el repiqueteante siseo de la lluvia. En abstraído letargo contemplaba la oscuridad gris de afuera o miraba, con ojos infantiles, los charquitos que se formaban en el alféizar de la ventana cuando el agua se filtraba. Pero, a medida que avanzaba el día, comenzó a alzarse un vendaval que perseguía a la lluvia en aullantes turbonadas blancas, castigándolas como si fuesen otras tantas majadas de ovejas. Estas majadas de lluvia corrían, espumajeando, por los marjales y, asumiendo la forma de olas a punto de quebrarse, se elevaban aun más y luego descendían o se rompían.
El cordero había dejado de balar en el campo y estaba ahora tan alejado de la estaca como se lo permitía la correa, con la cabeza caída y los cuernos al aire. Al principio la mujer se apiadó de su desdicha -la única oveja de todos los páramos que había sido atrapada y puesta en cautiverio-, de modo que decidió llevarla a la casa. Trató de huir cuando la vio acercarse, pero la correa limitó su huida. Rosa tomó la atadura y, siguiéndola con la mano hasta que pudo sujetar al animal de los cuernos, apretó a éste entre las piernas, se tambaleó con él rumbo a la casa, lo soltó en los oscuros establos de abajo y cerró la puerta. Muy pronto la cordera demostró su desagrado hacia la casa; cuando se sacudió la mayor parte de la lluvia de los vellones, comenzó a recorrer de arriba abajo los establos y, al descubrir que no había forma de salir, rompió a balar con tanta fuerza que la casa retumbaba con el eco. La mujer trató de mostrarle alguna hospitalidad y le llevó un poco de agua, pero el cordero la rechazó. Luego Rosa le ofreció heno, pero el animal tampoco quiso tocarlo y se escapaba de ella, presa de pánico, y se refugiaba en un rincón, mirándola con ojos suspicaces, verdes en la oscuridad. Golpeaba el suelo con sus partes delanteras, como amenazando. Finalmente la mujer le ofreció pan y pescado, pero, cuando también lo rechazó, se rindió y el animal continuó con sus agudos y aprensivos balidos.