Gente Independiente (13 page)

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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Llegó el anochecer y continuaba balando. La mujer calentó un poco de gachas y las comió y ya entonces reinaba la oscuridad, pero no se animó a dejar que el fuego se extinguiera. El aire estaba demasiado cortante y el agua goteaba de dos de las vigas, y además no había fósforos en la casa; y la seguridad del hombre reside en el fuego… y después, en las brasas, que deben ser conservadas encendidas. Permaneció sentada junto a la cocina durante un buen rato, con la puerta de ésta entreabierta para poder ver el fuego. Pensando consolarse con un lujo, se hizo un poco de café con el regalo de su madre. Comió azúcar con él, también regalo de su madre -cinco terrones en lugar de uno, porque era su propia azúcar-. Bebió poco a poco el café, taza tras taza, mirando con fijeza las ascuas para alejar el temor de la noche que aguardaba su oportunidad de arrastrarse por su carne y estremecerle la columna vertebral. Se dedicó deliberadamente a pensar en cosas agradables y, evocando viejos recuerdos, consiguió en ciertos momentos sentirse casi cómoda. El cordero se había callado por fin, se había acostado. Pero el viento estaba más enloquecido aún; los golpes de la lluvia adquirieron gradualmente la nota ascendente de un ventarrón que asestaba mazazos a los vidrios de la ventana y sacudía la casa en sus torbellinos. Era tan tarde ya que la mujer no se atrevía a apartarse de la cocina, tan cargada de maldad presentía la oscuridad que la rodeaba. Permaneció sentada, con los pies recogidos bajo el cuerpo y los brazos cruzados fuertemente sobre el pecho, con la fantástica sensación de que alguien podía tratar de tomarlos si los estiraba.

Trató de mantener la mente ocupada en sus recuerdos. Había estado sentada de ese modo un cierto tiempo, e incluso conseguido olvidar sus temores, cuando la oveja, cansada de estar acostada, lanzó un balido más fuerte, agudo y penetrante, desde la oscuridad de abajo. Era como si de pronto se hubiese asustado, como si alguien la hubiese obligado a levantarse de un puntapié. Durante unos momentos, como perseguida, corrió de uno a otro rincón. En dos ocasiones se detuvo y golpeó el suelo con la pata, resopló en la cara de alguien. ¿De quién? Quizá de nadie.

Finalmente Rosa se escurrió hasta la trampilla y gritó hacia abajo:

—¡Corderita, no temas!

Pero el corazón le dio un brinco cuando escuchó su voz en el vacío de la casa oscura. No reconoció su propia voz; no conocía ninguna voz tan fantástica. Y se quedó inmóvil junto a la trampilla y en un instante todos sus presentimientos de la negra e inevitable calamidad que la aguardaba en la noche se convirtieron en espantosa certidumbre. A lo largo de la espalda le corrió un temblor paralizante como un dolor furioso, agudísimo. Había alguien abajo, alguien que estaba atacando al cordero, tomándolo malignamente de la garganta, alguien que ahogaba su balido y lo lanzaba contra la pared… alguien, algo… hasta hacerle lanzar otro balido, más aterrorizado, más desesperado que antes.

No, no se desmayó; buscó instintivamente más broza para agregarla al fuego. La leña era su única esperanza, la broza y su restallante llama azul, sus relucientes ascuas. El fuego de la cocina no debía extinguirse. No, quizá no sería nada, se dijo, metiendo las ramitas con dedos envarados.

Alguien, algo; quizá nada. Se encontraba resuelta a calmarse contemplando el pequeño fuego, el fuego de su propio hogar, el fuego que arde por la idea de la independencia, la idea de la libertad. Nadie caminaba después de la muerte, y Kólumkilli menos que nadie; en los marjales no había más que el buen Dios de la libertad, el Dios que exalta (quizás) al hombre por encima del perro. ¿Quién sabe si ella misma no sería la esposa del alcalde, como la Señora de Myri, dentro de veintitrés años? La vida es una especie de lotería, como dijo el rey del rodeo a su padre… pobre anciano. ¿Y si pescaba una pulmonía en esta lotería, durmiendo esa noche en una cabaña de la montaña, con setenta años de edad? No, no pensaría en ello, no debía pensar en nada malo, sólo en lo bueno y lo hermoso.

—Be e e.

En los balidos del cordero se deslizó una nota como de demencia, un cascabeleo ronco, casi agonizante. Rosa comenzó incluso a preguntarse si sería en verdad la oveja. Ya no era un balido sino un gemido atormentado. ¿No sería que la presencia maligna estaba ahogándola, arrancándole la vida? Los golpes y correteos continuaron con pausas ocasionales; algo chocó contra la escalera y se estrelló contra la puerta; la casa se sacudió hasta en la última de sus maderas. Luego hubo una tregua y reinó el silencio, aparte de los chubascos que golpeaban contra la ventana y los latidos de su propio corazón… Tenía la esperanza de que el alboroto hubiese terminado, de que el cordero se quedara quieto… Pero en cuanto se calmaron las palpitaciones de su pecho un golpe repentino sacudió la puerta, retumbando en toda la casa, y el ataque comenzó con carreras y pateos, repiqueteos y chasquidos, como si todo se derrumbara. Al principio la mujer pensó que los tamborileos y los truenos provenían de la montaña, o que el frente de la casa se había hundido. Luego resonó un grito aullante y supo que el animal estaba siendo estrangulado. Estremecida de terror, se aferró a los postes de la cama y llamó a Dios y a Jesús, repitiendo los nombres involuntariamente, como quien rezara en su lecho de muerte. Finalmente, con infinita cautela, comenzó a quitarse las prendas exteriores hasta quedarse en las interiores; pero éstas no se atrevió a quitárselas porque cualquier movimiento comprendía el riesgo de llamar a las furtivas potencias de la oscuridad. Centímetro a centímetro se deslizó bajo los cobertores y, cubriéndose con ellos la cabeza, sintió cierto alivio sólo cuando se envolvió tan estrechamente en ellos que no podía filtrarse el aire al interior. Yació así durante largo rato, todavía temblando y todavía con un dolor en el corazón; ningún recuerdo podía reconfortarla ya; el terror es más fuerte que la suma total de la felicidad de cualquiera. Trató de pensar esperanzadamente en el alba lejana, porque los seres humanos siempre buscan alguna fuente de consuelo; es esta búsqueda de consuelo, incluso cuando todas las retiradas están evidentemente cortadas, la que demuestra que aún se está vivo.

Mucho, mucho tiempo siguió estremeciéndose de miedo antes de caer en una confusión anonadada, en un tenso estupor que no era sueño ni descansada vigilia, sino un viaje difícil, hecho a regañadientes, por un mundo sin tierra y sin tiempo, donde volvió a vivir los más increíbles acontecimientos del pasado y se encontró con personas que conociera otrora, en visiones espantosamente artificiales en su claridad, horripilantes en su minuciosidad de detalle. Volvió a escuchar el arrastrarse de una voz olvidada hacía mucho tiempo, una voz que nunca tuvo importancia para ella; vio otra vez la arruga, olvidada tiempo ha, de una cara que nunca le interesó. Todos los rostros que se materializaban ante su trastornada fantasía trataban de abrirse paso hasta su cerebro, como un cáncer. Vio, por ejemplo, los rostros de los visitantes de la mañana, con detalles casi nauseabundos. Estas visiones, que la aterrorizaron en proporción a su claridad y detalle, intentaban empecinadamente imprimirse a fuego en su cerebro para no ser borradas jamás de él. Estaban allí sentados, en el gris adormilado del alba, con sus rostros rígidos, como los hombres muertos que vemos en sueños… vienen a nosotros y fingen que están vivos, y sin embargo sabemos, en el sueño, que están muertos porque una vez asistimos a sus funerales. Su melancólica sonrisa era la de hombres muertos. Su conversación, fantásticamente monótona, la de los hombres muertos. Los rostros que se mostraban unos a otros eran máscaras, películas semicongeladas sobre el horror de la ruina que los había tragado… nadie que estuviese en sus cabales podría creer que serían alguna vez agricultores terratenientes. En una ocasión Bjartur calculó que sería alcalde dentro de veintitrés años, pero, ¿dónde estaré yo entonces?, se preguntó Rosa. También su padre soñó con ser dueño de tierras y quizás alcalde. Construyó un molino junto al arroyo, pero, ¿dónde dormía esa noche? Esa noche estaba en el desierto, a los setenta años de edad, reumático y de pecho débil, y el molino estaba junto al arroyo, cubierto por el musgo. ¿Dónde estaban las tibias y las mandíbulas, juguetes de los chiquillos de Nióurkot? Durante la niñez sus esperanzas eran majadas imaginarias, vacas lamidas por el rocío, de pesadas ubres; yeguas juguetonas, preñadas por potentes sementales, todos en sus prados de la montaña. Y también soñó con ser tan inteligente y poética como la esposa del alcalde y con vivir en una famosa mansión. ¿Dónde vivía ahora? ¿Dónde estaban sus majadas, dónde su genio? Era dueña de una oveja y casi no podía escribir. De niña, junto a la cabaña del molino de su padre, era rica; en esos días sus esperanzas eran vacas, sus sueños los caballos de la poesía. El arroyo de su casa tenía su propia canción. El molino que nunca fue molino poseía su alma propia, un alma con la cual nada en la vida pudo compararse desde entonces. Todavía veía las mandíbulas y las tibias yaciendo a la orilla del arroyo, junto a la cabaña; veía la concha de mejillón que su padre encontró junto al mar. Ella se sentía tan orgullosa de su concha de mejillón, era un tesoro tan fuera del alcance de los precios terrenales, que ninguno de sus hermanos o hermanas recibió permiso para jugar con su concha de mejillón… ¿Qué habría sido de mi mejillón?

—¡Be… e… eee…!

El agudo grito la arrancó inmediatamente de su coma. En sus oídos adormecidos se transformó en una nota casi increíble: el cordero había sido muerto, pero había resucitado ahora, con la ayuda del Diablo, después de tres horas. Ese grito bronco, subterráneo, no podía provenir de ningún animal nacido. Era el aullido de las almas torturadas de que hablan las Escrituras. Todos los demonios y los espíritus del páramo se habían congregado para balar en una sola oveja; todos: los espectros de los que no pueden descansar en sus tumbas, de los niños abandonados bajo un peñasco, en los roquedales, para que mueran; de los campesinos a quienes se cortó la garganta para sorberles el tuétano de los huesos; de los papistas que odian a Dios y a Jesús y cuyo único deseo es llevarse a cualquiera a su eterno infierno. De ese modo se arrastró la noche.

Finalmente reunió suficiente intrepidez como para atisbar por debajo de las mantas, y he ahí que un leve resplandor iluminaba el cuarto. Para su inexpresable alivio descubrió que la noche casi había terminado. Por larga, por penosa que sea la noche, el alba llega finalmente. El viento había amainado, pero la lluvia continuaba, abarcándolo todo, lo cercano y lo remoto, en su pesado e interminable repiqueteo. Y el cordero seguía balando. La luz del cuarto aumentó lentamente y lentamente cambió el talante de la mujer. El desordenado agotamiento de la noche fue vencido poco a poco por el valor del día que nacía. Por fin hubo tanta claridad que ya no sintió miedo del animal. Lo odió. Era un enemigo. Cada nuevo balido era como aceite que se echase sobre las llamas. Costara lo que costase, le cerraría el hocico… Sólo esperaba un poco más de luz, un poco más de valentía; y entonces nada le impediría atacar al animal y destruirlo de algún modo, de cualquier modo. Por fin ya no pudo aguantar más y saltó de la cama. No se molestó siquiera en vestirse y recorrió el cuarto con los brazos descubiertos y los pechos casi desnudos, el rostro pálido y agotado por la falta de sueño, los ojos ardientes. Buscó bajo la cumbrera, a la luz gris de la madrugada, y encontró la hoja de la guadaña de Bjartur. La extrajo de su envoltura de arpillera, contempló el filo y se lo probó en el cabello. Luego bajó la escalera. La cordera comenzó a correr de muro a muro, aterrorizada, y ella la persiguió, tambaleándose sobre los rastrillos para heno y las revueltas cuerdas que habían caído en el alboroto de la noche. Pero ya no tenía miedo; ningún temor imaginario podía impedirle llevar a cabo su intención. Y al cabo de algunas corridas consiguió atrapar al animal. Luego desenrolló un cabo de cuerda y arrastró al cordero hasta el umbral de la puerta. El animal se resistió empecinadamente, resoplando con las fosas nasales dilatadas. Rosa lo arrastró hasta el campo, hasta donde el arroyo se internaba en el marjal. Allí lo puso de espaldas en el suelo, con la cabeza dirigida hacia la corriente. Le ató las patas con una cuerda. Había ahora suficiente luz para ver lo que se hacía.

Se dedicó a la tarea con suma deliberación. Como un matarife de gran experiencia, apartó la lana del cuello del cordero, pero ahora la criatura presentía ya su muerte y se estremeció convulsivamente bajo la mano de la mujer, jadeando con la boca y las fosas nasales abiertas y retorciéndose frenéticamente en sus ataduras. Mas en ese momento cualquier acceso de compasión estaba lejos de Rosa. Sentándose a horcajadas sobre el animal, apretó entre las piernas el cuerpo inmóvil hasta que lo calmó lo bastante como para ponerle la hoja en la garganta. La hoja de la guadaña no era gran cosa como cuchilla de matarife, porque, si bien estaba razonablemente filosa, era tan poco manejable que se necesitaba un gran cuidado para no cortarse uno mismo. Tuvo que tomarla con ambas manos y de ese modo perdió todo dominio sobre el cuerpo del cordero, que ahora se retorcía en las convulsiones de la muerte. Pero no permitió que esta dificultad la contuviera y tajó y cortó la garganta mientras calientes chorros de sangre jugueteaban en sus manos y le salpicaban el rostro. Gradualmente, a medida que la pérdida de sangre lo afectaba, los forcejeos del animal se debilitaron y finalmente cesó incluso de levantar la cabeza y se quedó inmóvil, con la boca babeante. Al cabo Rosa encontró las vértebras del cuello. Hundió cada vez más honda la hoja; un espasmo voluptuoso sacudió al animal, oprimido entre sus piernas, y nada se movió ahora, aparte de la cola. Las vértebras bostezaban, abiertas, mostrando la blancura de la médula espinal. La tajó; hubo un leve temblor y el cordero estaba muerto. Le cortó la cabeza y dejó que el cuerpo se desangrara en el arroyo; en la hierba había muy poca sangre. Se sentó junto a la corriente y, luego de lavarse la cara y las manos, limpió cuidadosamente con musgo la hoja de guadaña. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo y se sintió extenuada, casi comatosa. Y ya no volvió a pensar en lo que había hecho. Volvió trastabillando a la casa y se vistió. Se sentó en la cama. Su pasión estaba agotada, su impulso saciado, y, con la fruición, un agradable adormilamiento le corría por los miembros en la grisácea luz del alba. Dejándose caer hacia atrás, se cubrió los hombros desnudos con el cobertor y se quedó dormida.

El día estaba avanzando cuando volvió a despertar. ¿Con qué había soñado? Se pasó una mano por los ojos y la frente, para cortar los hilos que unían el sueño con el despertar, para separar el sueño de la realidad. Había estado soñando con la Señora de Myri; parece que hizo algo que afectaría a toda la parroquia: le cortó la garganta a la Señora. Pero cuando miró por la ventana recordó que había dado muerte a un cordero, culpable de nada más que de haberse sentido tan asustado por lo menos como ella de la soledad de la noche. Y, sin embargo, no sintió remordimiento alguno de conciencia por lo que había hecho. Lo único que experimentaba era sorpresa. No podía entender a la mujer que se levantó esa mañana de la cama, desvelada, armada de la guadaña, como la Muerte. Se vistió, se puso un chal sobre la cabeza y fue la misma mujer de la víspera. Pero el cordero había dejado de balar. Se dio cuenta inmediatamente de que todo dependía de que ocultara a Bjartur las huellas de su acción. Bajó al arroyo, hasta donde el cordero estaba, decapitado, en la orilla, y lo pateó con el pie; cordero sacrificado. ¿Cordero sacrificado? Todas las fibras de su cuerpo despertaron, tensas de expectación, de ávido júbilo… No era solamente un cadáver de cordero; también era carne. Carne fresca. Ahora, por fin, entendió lo que había hecho: había matado un cordero para obtener carne fresca. El sueño de todo un verano, el más alto y más reverenciado sueño del estío, se cumpliría por fin.

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