Gente Independiente (5 page)

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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Poco después, la novia, cabizbaja y bizqueando de un ojo, fue conducida a la tienda por la alcaldesa. Las mujeres las siguieron, luego vinieron los hombres y los perros, y el sacerdote, de arrugada sotana y con el café apenas acabado de beber, cerraba la marcha. Rosa de Nióurkot tenía veintiséis años cuando se casó y era carillena, reservada y con una pequeña nube en un ojo, de cachetes rojos, buenas proporciones pero estatura no muy elevada. Durante todo el camino hacia la carpa mantuvo la mirada baja hacia el delantal de su traje nacional. Junto al poste interior de la tienda había una mesita, el altar. El sacerdote se detuvo detrás de ella y comenzó a volver las hojas del misal.

Nadie dijo nada, pero los coristas hablaban entre sí entre susurros; luego unas pocas voces toscas y discordantes comenzaron a entonar el himno nupcial en distintos tonos y tiempos. Las mujeres se enjugaron las lágrimas de los ojos, el sacerdote hundió la mano en el bolsillo y extrajo el reloj bajo las narices de los novios. Luego les casó según lo que decía el misal. No se cantó himno alguno después de la ceremonia, pero el sacerdote deseó felicidad a la pareja, de acuerdo con las exigencias oficiales, y preguntó al novio si tenía listos los jamelgos; no podía perder más tiempo con ceremonias nupciales. Bjartur corrió a preparar los caballos, en tanto que las mujeres rodeaban a la novia y la besaban. Entonces llegó el momento de tomar café.

Colocaron las mesas y los bancos, y los invitados se dignaron tomar asiento. Como el sacerdote se había ido, la esposa del alcalde se sentó junto a la pareja de recién casados. Se trajeron fuentes cargadas de gruesos buñuelos y de pasteles de Navidad llenos de costosas uvas pasas y los hombres continuaron sorbiendo rapé y hablando de ovejas. Pronto llegó el café.

Por unos momentos la fiesta pareció ayuna de ardor, pero cada invitado se bebió, leal y ruidosamente, sus cuatro u ocho tazas de café, mientras aquí y allá podía oírse el crujir de las semillas de las pasas al partirse.

—¡No le tengáis miedo a la comida, muchachos —gritó Bjartur, resplandeciente de hospitalidad—, y nada de timideces con el café!

Finalmente quedaron saciadas las ansias de café de todos. Afuera podía oírse trinar al zarapito, porque también era la luna de miel para él. Entonces la Señora de Myri, la poetisa, se puso en pie, con el rostro brillando magnánimamente en la reunión, en su dignidad papal. Rebuscando en el bolsillo de su falda, extrajo unas hojas de papel cubiertas de una escritura apretada.

Dijo que sentía que debía decir unas pocas palabras en esa solemne ocasión en que presenciaba la unión de dos corazones. Naturalmente, no era su deber, sino el de otros, hacer que la luz refulgiera sobre esa joven pareja que se aprestaba a salir a la vida para cumplir su deber para con la patria, el más bello deber que era posible cumplir para con la patria; y para con Dios. Pero era como en la vieja parábola: muchos son llamados, pero pocos acuden. Y entonces, dadas las circunstancias, ella debía decir algo, porque los recién casados eran, por así decirlo, sus propios hijos; habían servido en su casa tan lealmente -el novio nada menos que durante dieciocho años-, que ella no podía permitir que comenzasen a recorrer el sagrado sendero de su vida sin unas pocas palabras de aliento y exhortación. Lamentaba tener que decir que era en ella una pasión innata la de no perder jamás la oportunidad de alabar la nobleza de la vida del campesino. Es cierto que ella misma había nacido en una ciudad, pero la Providencia quiso que fuese la esposa de un agricultor, y por cierto que jamás lo lamentó, porque la naturaleza era la más elevada creación de Dios y la vida vivida en el seno de la naturaleza era la vida perfecta. En comparación con ella, cualquier otra vida era otro tanto de espuma y humo.

—La gente de las ciudades —dijo— no tiene idea de la paz que concede Madre Natura, y, mientras no se consigue esa paz, el espíritu debe tratar de aplacar su sed con novedades efímeras. ¿Y qué es más natural que el que la afiebrada búsqueda de placeres de los ciudadanos dé forma a un tipo de personas de carácter inestable, atolondrado, que piensan solamente en su aspecto personal y en su vestimenta y encuentran consuelo momentáneo en modas tontas y en otras tantas indignas innovaciones? El campesino, en cambio, se encamina a los verdes prados, rodeado de una atmósfera clara y pura, y, mientras la inspira, una energía desconocida le fluye por los miembros, vigorizándole cuerpo y alma. Esa calma que reina en la naturaleza le llena la mente de paz y sosiego; el brillante césped verde que pisan sus pies despierta en él un sentimiento de belleza, casi de reverencia. En la fragancia que llega tan dulcemente a su nariz, en la quietud que se esparce tan bienaventuradamente en su derredor, hay consuelo y descanso. Las laderas de las colinas, las cañadas, los saltos de agua y las montañas son todos amigos de su niñez y jamás son olvidados. Constituyen un espectáculo grandioso e inspirador, en verdad, algunas de nuestras montañas. Pocas cosas pueden haber tenido una influencia tan honda y perdurable en nuestros corazones como sus contornos puros y dignos. Ellas dan abrigo a los que no tienen nuestra estatura ni nuestra fuerza. ¿Dónde —preguntó la poetisa— puede encontrarse un deleite tan generoso como en estos tranquilos y floridos claros montañeses, donde las flores, esos ojos de los ángeles, si puedo así decirlo, señalan hacia el cielo y nos piden que nos hinquemos en reverencia al Todopoderoso, a la belleza, a la sabiduría y al amor? Sí, ciertamente todas estas influencias son enormes en su potencia, y de largo alcance en su extensión. —La Señora consideraba que no era cosa insignificante vivir la vida sometido a esas fuerzas.

—En la Edad Media se creía caballeresco proteger a los desvalidos —continuó—. ¿Por qué no habría de seguir pensándose así? —Definía como desvalidos a los que son más débiles que nosotros, que necesitan cobijarse bajo nuestras alas protectoras.— Y cuando digo estas palabras, las acompañan, con muchos y sinceros agradecimientos a ti, Bjartur, nuestras ovejas de Útirauðsmyri. Fue un grande y elevado papel el que tú desempeñaste en la finca como pastor. «Ama al pastor como a tu propia sangre», dice el antiguo verso.

«El pastor se levanta temprano y sale al frío para visitar a los torpes animalitos en sus establos. Pero no retrocede —dijo—. La ráfaga helada le endurece y le templa los nervios. Siente en su interior una fuerza que no conocía anteriormente. El talante heroico se despierta en él en su lucha contra la tormenta, en tanto que las raíces de su corazón se caldean con el pensamiento de que sus esfuerzos se hacen para ayudar a los indefensos. Tal es la belleza de la vida del campesino. Y es la más grande institución educacional de nuestra nación. Y nuestra cultura rural es transportada sobre los hombros de nuestros campesinos. Una sabia prudencia está entronizada junto a ellos en su asiento de honor, perpetua fuente de bendiciones para la tierra y su gente.

La poetisa leyó su discurso con convicción y ardor, a lo que se agregaba el calor que reinaba en la tienda; el sudor abandonó la amplia frente y descendió en chorros por las lozanas mejillas. Extrayendo un pañuelo se secó el rostro. Luego continuó:

—No sé si conocéis las creencias religiosas de los persas.

«Esta raza creía que el dios de la luz y el dios de la oscuridad libraban eterna lucha y que el papel del hombre era ayudar al dios de la luz en su combate, arando los campos y mejorando las tierras. Esto es precisamente lo que hacen los campesinos. Ayudan a Dios, si se me permite decirlo; trabajan con Dios en el cultivo de las plantas, el cuidado del ganado y de sus propios congéneres. No existe aquí, en la tierra, actividad alguna de más alta nobleza. Por ello dirijo estas palabras a todos los agricultores, pero primero y principalmente a nuestro novio de hoy: Vosotros, hijos de la tierra, cuyos afanes son interminables y vuestros descansos pocos, sabed, os lo ruego, de lo excelso de vuestra vocación. La agricultura es trabajo en cooperación con el propio Creador y en vosotros Él se place grandemente.

«Y no olvidéis que es Él quien da los frutos.

«Y ahora —dijo la Señora— me agradaría dirigir unas palabras especialmente a Rosa, esa muchacha bien educada y sobria de Nióurkot, aquí presente, a quien todos hemos aprendido a querer tanto y estimar tan profundamente durante los dos años en que nos ayudó en Útirauðsmyri… nuestra novia de hoy, la futura ama de la Casa Estival.

«No es cosa fácil ser ama de una casa, no es fácil saber que el destino de una es llevar a cabo la función más encumbrada que existe.

«No dudo de que muchas mujeres pensarán que es una tarea imposible la de hacer de su hogar algo que, adondequiera que se dirija la mirada, sea como una radiante sonrisa; de investigar todo lo que hay dentro de él con tal tranquilidad y felicidad que desaparezcan el odio y la amargura y que todos se sientan en condiciones de superar el más grande de los obstáculos; de hacer que todos tengan la sensación de ser libres, puros y valientes, y tornarles conscientes de su afinidad con Dios y el Amor. La verdad es que esto resulta ciertamente difícil y desconcertante. Pero ésa es tu tarea, ama de casa; la tarea que el propio Dios te ha designado para desempeñar. Y tú tienes la fuerza necesaria para ello, aunque no lo sepas. Eres capaz de cumplirla, con sólo que no pierdas la fe en el amor que tienes en tu interior. No sólo la mujer cuya buena suerte le permite hollar los senderos más soleados de la vida y que ha recibido los beneficios de una buena educación, sino también la que ha tenido poca instrucción y vive en la parte más umbrosa de la vida, en una casita pequeña y con muy poco que elegir; también en ésta reside esa potencia, porque todas tenéis la misma alta cuna: todas vosotras sois hijas de Dios. La fuerza de una mujer cuyo hogar resplandece con el fulgor de la dicha terrenal es tal que torna iguales a la cabaña de techo bajo y la mansión de alta estructura. Iguales en luminosidad. Iguales en calor. Esa fuerza es el verdadero igualitarismo.

«Recuerda, Rosa, que cada día haces más veloces las olas que ondulan hasta llegar a los mismos confines de la existencia; tú agitas esas ondas que se quiebran en las playas de la eternidad. Y es sumamente importante saber si serán olas de luminosidad, portadoras de luz y fragancia a todos los ámbitos, o si serán olas de melancolía, si llevarán infortunio y desgracia para liberar glaciares aprisionados que crearían una Era Glacial en el corazón nacional.

«Considera el amor en su forma perfecta, en su sacrificio incondicional, en su afinidad hacia todo lo que es elevado y magnánimo en el alma del hombre. Considera la fuerza que opone a todo lo malo e impuro. Ten en cuenta la potencia del amor, y cómo la choza se transforma por él en palacio, cómo el gélido invierno se torna radiante estío, cómo la pobreza misma se convierte en un verdadero lecho de rosas.»

La pareja nupcial y los invitados escucharon esta oración en silencio perfecto, sólo interrumpido por el gorjeo, afuera, de los pájaros del verano, el zumbido de dos moscardones que bordoneaban en torno a la parte superior del poste de la tienda y los ronquidos de las narices obstruidas por el rapé. Y nadie se atrevió a sonarse la nariz antes de que la poetisa se sentara. Algunas de las mujeres comentaron el discurso en murmullos admirativos. Luego reinó nuevamente el silencio. Los invitados permanecían sentados, mirando con expresión vacua hacia delante, pesados por el calor y torpes de tanto café ingerido, hipnotizados por el rebrillo de las paredes de lona que relucían al sol y por el zumbido de los moscardones.

Por fin el silencio fue roto una vez más. Hrollaugur de Keldur, un anciano granjero de enorme nariz y barba gris, dijo, sin motivo aparente, volviéndose hacia Bjartur:

—Los animales de Myri, ¿han mostrado señales de modorra esta primavera, Bjartur?

Esta pregunta oportuna despertó a los concurrentes del letargo y la apatía, devolviéndoles nuevamente un interés por la vida. Los hombres detallaron concienzudamente todos los casos de modorra que ocurrieron en la región durante la primavera y expresaron algunas observaciones algo menos que corteses en punto a las lombrices solitarias. Todos quedaron de acuerdo en que la purga de los perros había sido una lamentable chapuza durante los últimos dos años, estado de cosas por el que algunos se sentían con inclinación a culpar al rey del rodeo  y escribiente de la parroquia, un hombre que había conseguido introducirse en el puesto de sanador de perros por recomendación del cura.

—Yo, por mi parte, he decidido que limpiaré a mi perro, este otoño, por mi propia cuenta —declaró el novio.

Se opinó únicamente que un perro sano era una de las cosas esenciales de la vida y que resultaba escandalosa la forma en que algunas personas se mostraban descuidadas con los quistes, incluso en buenas granjas.

—Si la gente supiese cómo cuidar correctamente un quiste —dijo Pórður de Gilteig, a quien la experiencia había proporcionado sabiduría—, entonces no habría nada que temer. Pero, se trate de un quiste o de un ser humano (lo mismo da), el descuido es la raíz de la mayor parte de las desdichas. Y si la gente supiese que cuando cuida un quiste lo principal es saber hacerlo correctamente, entonces los perros estarían bien y no habría nada que temer. Un individuo no tiene que culpar a nadie más que a sí mismo.

El tema fue discutido desde todos los ángulos posibles y varias personas aportaron sus opiniones. Einar de Undirhlíó expresó su falta de fe en las preocupaciones humanas, en primer lugar porque el mundo corría hacia la calamidad y la destrucción y, como nuestros propios tiempos lo demostraban claramente, ni las medicinas ni los médicos ni ciencia alguna podía apartarlo ni un centímetro de su curso; en segundo lugar, porque los perros eran siempre perros, los quistes eran siempre quistes y las ovejas, ovejas. Ólafur de Ystadalur se negó a aceptar esta afirmación, sosteniendo que las lombrices solitarias de los perros y la modorra de las ovejas y la enfermedad hidatídica de los seres humanos no hacían más que demostrar que la medicina para perros no partía de principios científicos.

—Porque —dijo— cualquiera puede ver que, si la medicina fuese científica, los perros jamás se constiparían.

4. Nubes que pasan

Al día siguiente la novia fue llevada a su hogar en ancas de Blesi. La potranca, no acostumbrada al peso de un jinete, se mostraba inquieta y de tanto en tanto lanzaba patadas, de modo que Bjartur tuvo que conducirla durante todo el trayecto. En un costal echado al hombro llevaba las ropas de cama de su esposa, en tanto que otros dos costales atados al pomo del arzón contenían unos pocos regalos de bodas, entre ellos una sartén y un cazo que repiqueteaban continuamente, asustando de tal modo a la potranca que se espantaba incesantemente, y se habría desbocado si Bjartur no se hubiese prendido de las riendas como un ancla. Titla caminaba silenciosamente en la retaguardia, husmeando con descuido esto y aquello, como suelen hacerlo los perros en la fragancia de la primavera, pero lo bastante vigilante, cada vez que la potranca se espantaba, para lanzarse locamente sobre sus patas y asustarla más, a ella y a su jinete. Y entre las maldiciones lanzadas a la perra y a la cabalgadura, el hombre quedaba con poco aliento para nada más, de modo que no se mantuvo conversación alguna camino de la montaña.

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