Gente Independiente (6 page)

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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Pero, cuando llegaron al montículo de Gunnvór, Rosa, la novia, quiso apearse. Deseaba agregar una piedra a la tumba de Gunnvór, porque pensaba que ello alejaría la mala suerte. Gunnvór exige una piedra; lleva cuenta de todos los que cruzan la montaña.

—Tonterías —dijo Bjartur—, eso no tiene absolutamente nada de afortunado. No quiero tener relaciones con la superstición. Puede quedarse donde está, la vieja perra.

—Déjame darle una piedra, Bjartur.

—¿Para qué demonios necesita una piedra? No recibirá ninguna de mí o de los míos. Pagamos nuestras deudas a los vivos, que tiene más sentido que hacer de alcahuete con gente que se ha quemado en el infierno durante siglos.

—Bjartur, déjame bajar, por favor.

—Ya basta de tus actitudes de papista.

—Bjartur, quiero darle una piedra.

—Si recuerdo bien, ayer le pagué sus honorarios al sacerdote en el acto, y eso que nos birló el sermón. No le debo ni una moneda a nadie.

—Bjartur, si no me dejas bajar sucederá algo.

—Me parecía que ya era suficiente creer en el viejo reverendo Guómundur, sin tener que creer en el Demonio por añadidura. Soy un hombre libre. Y tú eres una mujer libre.

—Querido Bjartur —suplicó la mujer con un sollozo en la garganta—, tengo tanto miedo de que me ocurra algo si no le doy una piedra… Es una antigua creencia.

—Déjala que se pudra, la vieja ramera. ¡Vamos, Blesi! Cierra el pico, Titla.

Rosa se aferró a las crines de la potranca con ambas manos; agachó la cabeza y le temblaron los labios, como si fuese una chiquilla. No se atrevió a decir nada más. Siguieron marchando.

Pero cuando llegaron a los terrenos llanos de la pradera, al otro lado de la montaña, fue Bjartur quien se detuvo, porque ya se podía ver la Casa Estival en la distancia. Apoyándose contra el cuello de la potranca señaló la nueva casa, indicó cuan próspera parecía en el verde claro de su colina baja, con la montaña sobre ella y los marjales delante; y en el lago; y el río corriendo suavemente a través de los pantanos. La casa todavía era parda y los ladrillos de turba, recientemente cortados, aún estaban pelados de hierbas.

Bjartur anhelaba el momento de enseñarle la casa desde lejos, y precisamente en ese lugar, entre los arroyuelos del brezal, quería escuchar sus exclamaciones de placer. Pero, quién sabe por qué, no se vieron chispas en los ojos indiferentes que miraban hacia el valle; las sombras del dolor que el incomprensible comportamiento del hombre ante el túmulo le provocara todavía le oscurecían las facciones. Bjartur pensó que ella estaba descontenta porque la casa no estaba aún rodeada de verde… «pero no puedes esperar que el césped crezca en cinco minutos —dijo—. Espera hasta el próximo verano y te apuesto a que no habrá mucha diferencia entre el techo y el campo».

Ella no respondió.

—Es una hermosa casa —observó él.

Luego ella preguntó: —¿Por qué no me dejaste descender ante el montículo?

—Supongo que no estarás enfurruñada porque no pudiste tirarle piedras a ese viejo vampiro, ¿no es cierto?

Pero la mujer siguió contemplando con silencio empecinado la melena del animal, y una sombra cayó repentinamente sobre el valle de marjales, porque era uno de esos días de comienzos del verano que tienen rostro animado… blancas manadas de nubes cruzan el cielo como pensamientos y las sombras barren la tierra y arrebatan el sol a todo el valle, aunque las montañas que se yerguen en torno sigan bañadas en la luz del sol. Y como su esposa no respondió, Bjartur soltó el cuello de la potranca, tomó nuevamente las riendas, llamó a la perra, aunque fuese innecesario, y, con los regalos todavía tintineando dentro de los morrales, condujo nuevamente a su esposa.

El sendero había comenzado a descender ladera abajo, al borde del barranco que el río excava a través de la montaña, y unas gotas de lluvia empezaban a caer de la nube que pasaba sobre el valle antes de que la mujer quebrara el silencio llamando a su esposo.

—Bjartur —dijo.

—¿Qué ocurre? —preguntó él, volviéndose.

—Nada —contestó ella—. Bájame aquí, ¿quieres? Me vuelvo a casa.

El contempló a su esposa boquiabierto, pasmado.

—¿Te has vuelto loca, Rosa? —preguntó finalmente.

—Quiero volver a casa.

—¿A qué casa?

—A casa.

—Nunca te vi comportarte de este modo, Rosa —dijo el hombre, y, volviéndose otra vez siguió caminando, conduciendo al animal de la brida. Las lágrimas brotaron de los ojos de Rosa; pocas cosas hay tan consoladoras como poder llorar. De este modo continuaron su viaje de descenso al valle. La perra caminaba silenciosamente por detrás. Y cuando llegaron frente a la granja, Bjartur sacó a la potranca de la senda y la hizo cruzar el marjal, en dirección a la casa. Era preciso esquivar la ciénaga y los profundos estanques. En un lugar la bestia se hundió hasta los ijares; cuando trepó trabajosamente a terreno firme, la mujer fue arrojada al suelo y permaneció allí, en el agua y el barro. Bjartur la levantó y le limpió la mayor parte del cieno con el pañuelo.

—A las mujeres hay que tenerles más lástima que a los mortales ordinarios, supongo —dijo. Esta observación hizo que Rosa dejase de llorar, y caminó a su lado el resto del camino. Se sentó junto al arroyo para retorcerse las faldas, mientras el pegujalero desensillaba a Blesi y la maneaba. Las sombras habían huido del valle y la luz del sol bañaba el prado.

Era casa y establo en uno. Todo lo que se veía de la cáscara de madera del interior era la puerta y su marco, tan pequeña la puerta, tan alto el umbral que era preciso inclinarse para entrar. El establo estaba frío y oscuro, el aire acre con el olor de la tierra, los hongos fláccidos. Pero, cuando abrieron la trampilla, un leve resplandor bajó del desván. Había pesebres a los costados y, en la pared más lejana, un hueco suficientemente ancho como para permitir acceso a un henar que Bjartur se proponía construir detrás de la casa. Una escalera con siete peldaños conducía a la habitación de arriba. Bjartur trepó el primero para mostrarle a su esposa que era segura. Ella le siguió y miró en torno. Le pareció que la ventana era pequeña.

—Cualquiera creería que naciste en un palacio —bufó Bjartur—. Si lo que quieres es sol, lo hay de sobra afuera.

—Me temo que, de todos modos, será para mí un cambio, después de haber vivido en Rauósmyri, con sus grandes ventanas.

—Me pregunto si echarás de menos alguna otra cosa, o a alguien más, de Rauósmyri —dijo él con amargura.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella—. Tendrías que avergonzarte de decir esas cosas.

Era un cuarto de mediano tamaño, y tan bajo que Bjartur apenas podía permanecer completamente erguido bajo la cumbrera. Dos camas, hechas de la misma madera que el techo y el piso, estaban clavadas a la pared, en tanto que la mesa se encontraba clavada al alféizar de la ventana. Había una cocinita a la izquierda de la trampilla y, sobre ella, abierta en el declive del techo, otra ventana, con un vidrio no mayor que la palma de la mano. Unos tallos de hierba que crecían al otro lado de la ventana se balanceaban al viento. Pero el espesor de las paredes de afuera, hechas de ladrillos de turba, era demasiado grande para dejar pasar mucha luz y ni un rayo podía entrar, a menos que el sol brillase directamente ante la ventana.

La cama más cercana a la mesa estaba ya provista de su colchón de hierbas secas, era la cama matrimonial. Al pie de ella se veían cajas de provisiones, porque Bjartur ya había traído sus víveres: harina de centeno y azúcar, la mejor calidad de la tienda de Bruni, y quizás un puñado de harina de trigo para tortas de sartén, si se les ocurría, y quién sabe si no habría ahí un saco o dos de pasas de uva, ocultos en alguna parte. Abajo había un magnífico saco lleno de desechos de pescado. Además, Krúsi de Gil les hizo un regalo de bodas consistente en una carga de excrementos de oveja para encender el fuego, en pago de una potranca joven que Bjartur le salvó de que se ahogara en un pozo, hacía dos años. Pero sería necesario usar ese combustible muy parsimoniosamente y mezclándolo al principio con brezo y musgo, y, por lo demás, hay suficiente turba, a nada más que cuatro paladas de profundidad en las ciénagas al este de la casa.

Rosa, con los ojos enrojecidos y los codos embarrados, estaba sentada en el colchón de hierbas de la cama, mirándose fijamente las grandes manos indecisas que tenía sobre el regazo.

—Bien, ¿no te agrada? —preguntó Bjartur de la Casa Estival.

—No creerás que esperara nada mejor, ¿verdad?

—Bueno, pero hay algo de bueno en esto: nadie que viva aquí tendrá que esclavizarse todo el día con trabajos caseros —dijo—, y yo siempre pensé que tenías suficiente buen sentido como para apreciar tu independencia. La independencia es la más importante de todas las cosas de la vida. Por mi parte afirmo que un hombre vive en vano hasta que es independiente. Las personas que no son independientes no son personas. Un hombre que no es su propio amo está en tan mala situación como un hombre sin un perro.

—¿Un perro? —preguntó ella con indiferencia, y se sorbió los mocos.

Él miró por la ventana durante un momento, sin explicar el hilo de sus pensamientos, mirando en silencio hacia la montaña.

—Esta tierra no traicionará a sus rebaños —dijo al cabo.

Su esposa se limpió con el dorso de la mano una gota que tenía en la punta de la nariz.

—Donde vive la oveja, allí vive el hombre —continuó el novio—. Es como solía decir mi padre: en cierto modo, las ovejas y los hombres son uno.

—He tenido unas pesadillas tan feas… —dijo su esposa.

Volviendo la cabeza para lanzarle una mirada despectiva, él exclamó:

—¿Quién presta atención a estas cosas? Los sueños son provocados por la sangre que fluye hacia arriba; los tienes cuando duermes en una posición incómoda, o si hay alguna cosa dura debajo del cuerpo, eso es todo. Esta primavera, por ejemplo, cuando estaba atareado sacando las piedras de las ruinas, soñé que una mujer salía de la montaña, una mujer hermosísima, permíteme que te lo diga.

—Sí —respondió su esposa—, tenía que ser una mujer, ¿no es cierto?

—Y sin creer realmente en los sueños —continuó Bjartur—, apuesto a que eso significa que en mi primer otoño tendré unos bellísimos corderos para vender.

—Todos dicen que Gunnvór puede apoderarse de esta casa. Han pasado apenas dos años desde que un caballo se encabritó aquí, en pleno día.

—No quiero oír una palabra más acerca de ninguna maldita Gunnvór.

—Como quieras; pero ha expulsado de estas ciénagas a más de uno.

—A uno que otro idiota que no distingue un rastrillo de una pala —se burló Bjartur—. Esa gente siempre encuentra algo a que culpar cuando se ve obligada a vender.

—Pareces creer que no existe nada malo.

—No; no digo tanto —replicó él—. Hay peligro en la tierra y peligro en el mar, pero ¿y qué? Si te ves en peligro, o mueres o sales con vida. Pero decir que los diablos y los espíritus y todas esas cosas existen es decir que tienes la sangre en mal estado, eso es todo.

—Sea como fuere, los perros ven lejos —dijo la esposa.

—Un perro es un perro.

—¡Qué me dices! Siempre me pareció que creías que los perros lo sabían todo.

—No —repuso él—, eso no lo he dicho nunca. Lo único que afirmo es que el perro es el único animal que entiende al hombre, a pesar de todo, como diría Einar de Undirhlíó.

—Todos los que tienen dotes dicen que este lugar está encantado.

—Me importa un rábano de los que tienen dotes de vidente —rezongó él—. Prefiero a los que tienen dominio sobre sus sentidos. Los otros van por todas partes viendo cosas y oyendo el diablo sabe qué, como ese vagabundo imbécil con el que todos hicieron tanta alharaca en Fjóróur, hace uno o dos años. Ahí estaba él (se suponía que caía en éxtasis), farfullando toda clase de estupideces del más allá acerca de Jesucristo, Egill Skallagrímsson y el rey Cristian Noveno. Luego dio con los huesos en la cárcel por falsificar la firma del gobernador.

—Estoy segura de que ni siquiera crees en Dios, Bjartur.

—De eso no diré nada —respondió él—, pero una cosa hay que no negaré jamás: que la reverendoguómundur es una soberbia raza de ovejas, la mejor que se ha conocido por estos contornos.

—No querrás decirme que ni siquiera dices tus oraciones por la noche, Bjartur.

—Oh, no sé. Si tienen rima, a veces digo una o dos oraciones mientras me adormezco, para matar el rato —dijo él—, o al menos solía hacerlo cuando no tenía otra cosa en qué pensar. Pero nunca el padrenuestro, porque no llamo poesía a eso. Y de todos modos, supuesto que no creo en el diablo, no tiene sentido que rece, de modo que no hablaremos más de eso. ¿Qué te parecería una gota de café para refrescarnos?

—¡Qué horrible forma de hablar, Guóbjartur! —exclamó Rosa—. Estoy segura que debe espantar a los ángeles de Dios ese modo que tienes de hablar. Lo niegas todo, excepto lo que quieres creer; un hombre así eres.

—Tengo mis cinco sentidos —dijo él— y no veo qué más se necesita.

—Conozco a personas más encumbradas que tú y que sin embargo creen en el bien y en el mal.

—Es posible —repuso Bjartur—, y creo que puedo adivinar cómo son. No me sorprendería que una de ellas fuese el individuo que os rondaba en Myri esta primavera, ese sujeto que solía asustarte a tal punto con sus historias de fantasmas que te refugiabas en sus brazos.

—¿A nosotras quiénes? —preguntó ella, levantando la mirada, y por primera vez apareció un resplandor en el ojo de la nube.

Pero él estaba atareado canturreando una vieja canción y buscando la olla para ir a buscar agua, porque se hallaba resuelto a beber su café. En la escalera se volvió y dejó tras sí esta observación:

—Oh, puede que alguien se haya acercado a alguien tanto como deseaba. No me sorprendería nada; no me sorprendería lo más mínimo.

5. Secretos

Esta observación final arrojada al aire por Bjartur parecía, en un análisis superficial, ni especialmente definida ni especialmente significativa y, sin embargo, pocas cosas ejercieron tan profunda influencia sobre la primera parte de la vida doméstica de Casa Estival como la acusación que encerraba, o más bien el hecho de que, la primera noche, demostró ser la base de ella.

—No —dijo ella—, es mentira.

Volvió desafiantemente el rostro hacia la pared, desdichada, desilusionada.

—¿Quién fue? —preguntó él.

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