Estos hombres no eran de índole servil ni se creían parte del rebaño común. Se plantaban sobre sus propios pies; la independencia era su gran capital. Creían en la actividad privada y, si hubieran bebido un trago de aguardiente, habrían hecho citas de las Sagas y las Rimas. Eran hombres encallecidos por la torva, continua batalla por la existencia, hombres a quienes no desalentaba ningún esfuerzo físico, ni siquiera el de morir de hambre con sus familias hacia fines del invierno. Y sin embargo, no eran en modo alguno espiritualmente pobres, groseros materialistas que hicieran un dios de su vientre. Conocían muchas poesías, algunas de ellas escritas en la ingeniosa forma tradicional con rima en el medio y al final, además de aliteración, y uno o dos de ellos podían improvisar una cuarteta acerca de su vecino, de su pobreza, del peligro o de la naturaleza, o de esas esperanzas de días tolerables que sólo se cumplirán en el cielo. Oh, sí, incluso acerca del amor (versos obscenos). Bjartur era uno de esos poetas. Poseían también un inagotable venero de cuentos relacionados con viejos y viejas extraordinarios, generalmente idiotas, y, además, relatos de clérigos excéntricos. Su propio sacerdote, aunque no era un tonto ni un pillastre, tenía ciertas peculiaridades por las cuales ellos habían expresado su gratitud en muchas narraciones agradables acerca del digno reverendo Guómundur. Este sentido de la obligación se veía grandemente acentuado por el hecho de que él había llevado consigo a la parroquia una admirable raza de ovejas, que ellos bautizaron con el nombre de raza reverendoguómundur. Y aunque el sacerdote jamás se cansaba de acusar a las ovejas y de denigrar a esa especie animal -porque opinaba que apartaban de Dios los corazones de los hombres-, sin embargo, con sus carneros, fue una fuente de mayor ayuda para los campesinos que hombre alguno antes o hasta entonces. Porque los animales tenían carnadura buena y firme, si bien eran quizás un tanto pequeños. Por lo tanto los pequeños arrendatarios sentían un gran respeto hacia su párroco y la inclinación de perdonarle más que a otros.
Empero, en opinión del sacerdote, no eran solamente las ovejas las que perturbaban el correcto pensamiento de su grey, apartando sus corazones de Dios y de la Redención que únicamente puede conseguirse por gracia de Él. Dentro de la misma acusación incluía a la famosa poetisa, esposa del alcalde de Myri, a quien muchos consideraban más correcto llamar Señora. Ahora el relato se ocupa de ella.
Esta dama, hija de un armador pesquero de Vík, se educó en la Escuela de Mujeres. Se casó con el alcalde Jón -decía- pura y simplemente porque era un granjero y ella adoraba las alegrías de la vida campesina. Su conocimiento de dichas alegrías comenzó en su hogar paterno, con la lectura de literatura extranjera, especialmente de Bjórnsterne Bjórnson, y continuó en la Escuela. Cuando quedó encinta por primera vez, el primer colono de Islandia, Ingólfur Arnarson, se le apareció en sueños y, después de entonarle las alabanzas de la agricultura, le pidió que pusiera su nombre a su primer hijo.
La mujer agregó cien centenas de terreno a la finca, como dote, y más tarde, cuando obtuvo su herencia, compró ganado para las tierras. Amaba a los campesinos más que a cualquier otra cosa en su vida y jamás despreciaba una oportunidad de convencerles del valor del idilio bucólico o del deleite que emanaba de vivir y morir en una granja. Un resplandor de sol espiritual irradiaba de ella hacia toda la región; era la fundadora y presidenta de la Asociación Femenina de la pedanía; publicaba artículos y poemas en los periódicos de la capital, ensalzando las églogas campestres y la salud física y espiritual que podía extraerse de la posesión de una granja. Consideraba las tareas domésticas como la única forma de industria legítima en Islandia, por lo cual gastaba mucho tiempo y trabajo en tejer. En consecuencia fue enviada como delegada a la conferencia de la Federación de Asociaciones Femeninas, que se celebraba en la capital, para discutir acerca de las artes domésticas y de esas cualidades morales que únicamente pueden ser alimentadas por la vida rústica, cualidades que tienen el poder -sólo ellas- de salvar a nuestro país de la calamidad que lo amenaza en estos tiempos difíciles. Una mujer como ella sabía apreciar la belleza del rostro cambiante de las estaciones y de las Montañas Azules mientras permanecía sentada ante su ventana, en Myri. Oh, sí. También sabía hablar en una reunión de esa belleza; hablaba de ella con tanto sentimiento como un excursionista en una merienda campestre. El trabajo al aire libre, en el seno de la naturaleza, era -sostenía ella- una forma de saludable ejercicio físico practicado en el centro mismo de la indescriptible belleza del campo. Y además, envidiaba a los pegujaleros porque tenían tan pocos motivos de preocupación. Y porque sus gastos eran tan ínfimos. En tanto que su esposo se había abrumado de deudas debido a la nueva construcción de edificios, a la compra de equipo agrícola y a las mejoras introducidas en la tierra, esto sin hablar del costo de la manutención de los braceros en estos tiempos tan duros, lo único que los habitantes de los valles debían hacer para vivir perfectamente felices era levantarse una hora más temprano por la mañana y trabajar hasta una hora más tarde por la noche. Los ricos jamás son dichosos, decía, pero los pobres son felices casi sin excepción.
Cuando un hombre pobre se casaba y se establecía como granjero, también ella se casaba en espíritu y besaba las huellas de sus pisadas. Por ello prestó una gran tienda para la boda de Bjartur, de modo que se pudiera beber café bajo techo y fuera posible hacer discursos.
Los campesinos se encontraban de pie en el empedrado, frente a la puerta, o recostados contra la pared, haciendo muecas mientras sorbían rapé o hablando del novio. La conversación era la de la primavera; los temas, fijos e inmutables, con el énfasis intensamente puesto en las distintas enfermedades de las ovejas. Durante muchos años la lombriz solitaria fue una maldición nacional, pero, con los sucesivos progresos en la higiene canina, se conquistó un cierto ascendente sobre el malhadado huésped. Empero, en los últimos años había comenzado a hacer notar su presencia en las ovejas un nuevo gusano de menos espíritu patriótico que el antiguo. Se trataba de la lombriz de los pulmones y, aunque la solitaria jamás perdió su absorbente interés estacional, la de los pulmones demostraba, en cada primavera, que estaba desalojando rápidamente a aquélla de su lugar de preeminencia como tópico de conversación.
—Bien —dijo Pórir de Gilteig—, si se me pidiera una opinión, diría que no hay nada que temer mientras consigamos mantenerlas libres de diarrea durante el invierno. Aunque los gusanos les salgan por la nariz, no entiendo por qué habríamos de preocuparnos mientras tengan el estómago limpio. Y si tienen el estómago limpio, estoy seguro de que cualquiera esperará que soporten las hierbas tempranas de la primavera. Sin embargo, es posible que me equivoque, en esto como en tantas otras cosas.
—No —dijo el novio—, tienes razón, tórarinn de Uróarsel, de quien se dice que está acostado en su lecho de muerte, tenía la misma opinión, y puedo asegurarte que era un genio en cuestiones de diarrea. Pero cuando las afectadas eran las ovejas, tenía mucha fe en el tabaco de mascar. Recuerdo que me dijo una vez, cuando estuve con él hace uno o dos años, que en ciertos inviernos daba a sus ovejas hasta cuatro onzas del mejor tabaco; y dijo que prefería mezquinar el café a su familia, por no hablar del azúcar, antes que ver que sus ovejas careciesen de tabaco de mascar.
—Bueno, a decir verdad yo nunca me he considerado experto por mis métodos agrícolas —observó Einar de Undirhlíó, el salmista y poeta conmemorativo de la región— y no puedo decir que ello me preocupe en lo más mínimo, porque he notado que los que más se afanan por lograr algún provecho son los que más lentamente prosperan en este mundo. En cierto modo parece que la fortuna les convierte en sus juguetes predilectos. Pero si tengo que darles mi opinión según mi saber, entonces diré que si el forraje tiene muy poco poder para mantener a las ovejas libres de gusanos, el tabaco lo tiene menor aún. Mascar un poco de tabaco puede estar bien cuando la situación es desesperada, pero, al fin y a la postre, el tabaco es tabaco y el forraje es forraje.
—¡Muy cierto, hasta la última de las palabras! —exclamó Ólafur de Ystadalur, de habla rápida y voz un tanto chillona—. El forraje es siempre forraje. Pero hay forraje y forrajes, como supongo que cualquiera puede entenderlo, teniendo en cuenta las veces que los veterinarios así lo han dicho en los diarios. Y una cosa es completamente segura: que las malditas bacterias que producen los gusanos están ocultas en algunos tipos de forraje. Las bacterias son siempre bacterias, es verdad, y jamás se produjo un solo gusano sin bacterias. Me parece que cualquiera puede entenderlo. Y permítaseme la pregunta, ¿dónde están originariamente las bacterias, si no en el forraje?
—No sé; en la actualidad no discuto acerca de nada —replicó Pórir de Gilteig—. Tratamos de cuidar que los animales tengan una aumentación decente. Y tratamos de que los niños tengan una buena crianza cristiana. Es imposible decir dónde comienzan los gusanos: si en el reino animal o en la sociedad humana.
Entretanto las mujeres, sentadas en el interior, mantenían una discusión susurrada en punto a Steinka de Gilteig, que, según se suponía, debía cuidar a su padre Póúr. Y es que había tenido un niño la semana anterior, y varias de las mujeres acudieron a ofrecer sus servicios para la ocasión, porque todas están ansiosas de ayudar cuando alguna ha tenido un hijo ilegítimo, o al menos durante la primera semana, mientras no se sabe todavía quién es el padre. Ella pasó un mal rato con todo eso, pobre chica, y el niño no lo pasó mejor; se dudaba de que sobreviviera. Pero, poco a poco, la conversación de las mujeres fue girando en torno a sus propias preñeces y enfermedades, así como a las enfermedades de los niños. En estos días el país no parece tener una gran salud, a pesar de lo cual no se ven señales de una gran epidemia como la viruela y la peste negra de tiempos antiguos; sólo aparecen esas dolencias eternas, como dolores de muelas, sarpullido, inflamación de las articulaciones, magulladuras; toses enconadas, a menudo acompañadas de expectoraciones de flema, continuos dolores agudos en el pecho e irritación de la garganta, eso por no mencionar los peculiares retumbos en el vientre que provienen del aire que hay dentro; aunque quizá ninguna enfermedad es más mortífera para la mente y el cuerpo que la de los nervios.
La esposa del alcalde salió corriendo de la casa y se dirigió hacia los hombres. Pero cuando escuchó el tema de la conversación, les pidió, en palabras que tenían peso -porque era la suya una presencia vigorosa con su rostro ancho, sus gafas y su porte imponente, no muy distinto de las fotografías del Papa-, que cesasen en su cháchara. Les rogó que escogieran algún tema que estuviese más de acuerdo con la belleza de un día primaveral, e indicó las queridas Montañas Azules y el luminoso cielo sin nubes que tenían sobre sus cabezas y los prados que pronto estarían frescos y verdes.
—He aquí, por lo menos, a dos poetas de reputación local —dijo—. En primer lugar el propio novio, y luego Einar de Undirhlíó. Y además está nuestro Ólafur de Ystadalur, encariñado con las doctrinas científicas y miembro de la Asociación de Patriotas. Si duda se os habrán ocurrido, esta primavera, algunos hermosos versos en el dulce seno de la naturaleza…
Pero los poetas jamás se mostraban tan reacios a recitar sus composiciones como en presencia de la alcaldesa, porque, a pesar del calor de sus protestas de respeto hacia ellos y de la franqueza con que admitía su envidia por las habilidades que poseían, la sonrisa era tan fría que los hombres sentían que nada podría franquear el océano que les separaba. Los dos hombres estaban muy lejos de la forma de pensar de la Señora de Myri. Esta señora era una ardiente admiradora de los grandes poetas del mundo y no se cansaba de alabar la belleza de nuestra vida en la tierra. Tenía una gran fe en el Dios que la dirige; creía que Él existía en todas las cosas y que el papel del hombre era permanecer a Su lado y ayudarle en todas las circunstancias, buenas y malas; no le interesaba ningún otro género de vida. Esa forma de pensar era condenada por el sacerdote como el paganismo más franco. Einar de Undirhlíó, por otra parte, despreciaba al mundo y generalmente escribía acerca de personas que ya estaban muertas. Buscaba consuelo en la religión cristiana, de la que creía que para los campesinos sería de mayor provecho en la vida futura que en ésta. Pero el sacerdote había prohibido que se cantaran sus elegías en los funerales, sosteniendo que era indecoroso que simples campesinos, sin conocimiento de la teología, compitiesen con los salmistas que la nación honraba desde la antigüedad. En cuanto a Bjartur, era un devoto del antiguo espíritu de la nación, tal como éste se revela en las Rimas y los clásicos, y admiraba sólo a aquellas personas que confiaban en sus propias fuerzas, a personas como Bernótus Borneyarkappi, los vikingos de Jóm y otros héroes del pasado. De los clásicos extraía, además, su técnica versificadora, negándose a admitir que algo menos complicado que cuartetas hábilmente construidas pudiese ser buena poesía. En este momento apareció el sacerdote, a caballo. Lanzó un hondo gruñido cuando desmontó, y luego permaneció allí, hombre de heroicas proporciones, de rostro azulado, pelo gris, irritable y hosco en sus respuestas, y jamás de acuerdo con nadie. En esta ocasión arregló muy poco las cosas el hecho de que la primera persona en quien posase la mirada fuese la poetisa.
—No veo ningún motivo para que me arrastren hasta aquí —gruñó—. Probablemente hay aquí personas que saben mucho más de predicar que yo.
—Quizá —respondió Bjartur con una sonrisa, mientras tomaba los caballos—, pero nos gusta más poner algún tipo de rótulo a nuestro amor.
—¡Amor! ¡Bah! —bufó el párroco mientras cruzaba apresuradamente el terreno en dirección a la casa. El buen hombre quería beber su café antes de que comenzase la ceremonia, porque debía viajar con rapidez. Era sábado y tenía que bautizar a un niño antes del anochecer y visitar una capilla auxiliar de la parroquia al norte de Sandgilsheiói—. Ni una palabra más de las que prescriba el ritual —continuó—. Creo que ya me he quemado los dedos suficientes veces con estos sermones matrimoniales. La gente que se precipita arriesgadamente hacia estas improvidencias sin un átomo de la preparación espiritual que exige la boda cristiana, y, ¿dónde termina todo? De las que he casado, no menos de doce parejas han terminado viviendo de la parroquia… ¡y es para estas personas para quienes uno tiene que hacer un discurso! —Y agachando la cabeza para no golpearla contra el dintel, desapareció en el interior.