Gente Independiente (17 page)

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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Se hallaba bastante extenuado, aunque se negaba a admitirlo, y sus ropas mojadas serían una pobre protección si decidía enterrarse en la nieve con esa escarcha endurecedora. Los copos de nieve se hacía cada vez más leves y pequeños; en cuanto caían, el viento los levantaba nuevamente y los empujaba a ras del suelo en polvareda espumeante que llegaba hasta la rodilla. Su ropa interior parecía no estar afectada por la helada mientras caminaba, pero la vestimenta exterior estaba endurecida por el frío y la barba y las pestañas se encontraban rígidas de hielo. En el morral tenía todavía una morcilla, congelada como una piedra, y media más. Había perdido el bastón. La noche era negra como la pez y la oscuridad parecía lo bastante sólida como para ser atravesada con un cuchillo. El viento soplaba del este, lanzando la nieve directamente al rostro del hombre; una y otra vez se tambaleó y cayó de un borde en un pozo, donde la nieve polvorienta le cubría hasta la ingle y volaba en su derredor como ceniza. Un consuelo solamente le quedaba: sucediera lo que sucediese, no podía perderse porque a la derecha tenía el Río del Glaciar con su pesado y hosco rugido.

Maldijo varias veces, más violentamente cuanto más inseguras se le tornaban las piernas, pero, para fortalecer los sentidos mantuvo los pensamientos fijos con insistencia en las mundialmente famosas batallas de las Rimas y las Baladas. Recitó uno tras otros los más potentes pasajes, y volvió a recitarlos, en especial la descripción de los diabólicos héroes, Grímur

iEgir y Andri. Pensó que ahora él combatía contra Grímur; Grímur, el menos atractivo de todos los demonios, ese diablo de boca obscena, en formas de ramera, que siempre fue su rival. Pero ahora pondría fin a la mortífera pendencia, porque estaba ya preparado el escenario para el combate definitivo. En visión mental persiguió a Grímur a todo lo largo de su monstruosa carrera, desde el momento en que Groa la Adivina le encontró en la costa, amarillo y henchido de perfidia. Y repetidamente describió al monstruo con las palabras del poeta, aullando, chapaleando en la tierra hasta los muslos, lleno de diabólico odio y brujería, lanzando fuego por la boca riente, más que invencible por la fuerza humana:

Moraba el monstruo dentro del pantano, Estaba entero, en su poder, el mar. Bebíales la sangre a los humanos y era la carne humeante su manjar.

Con su presencia hendía la montaña y desbordaba el cauce de los ríos, quebrando el risco en mágicas hazañas; tan grande era su astuto poderío.

Para ese espíritu no había ni un poco de piedad en Bjartur. No importa cuan frecuentemente cayera de cabeza en los hondones, se levantaba enseguida, impávido y llevando con redoblada furia otro ataque, apretando los dientes y lanzando maldiciones a las aceradas fauces del demonio, decidido a no detenerse antes de que el maldito espíritu de Grímur hubiese sido perseguido hasta los más remotos rincones del infierno, hasta que la espada desnuda le hubiese traspasado y sus convulsiones de muerte comenzaran en una ronda de tierra y mar.

Una y otra vez se imaginó que había ultimado a Grímur y que lo había enviado aullando al infierno con las inmortales palabras del poeta, pero la tormenta de nieve seguía acometiéndole con furor no disminuido cuando llegó a la cima de la montaña siguiente, le arañó los ojos y trató de voltearle; gimió vengativamente en sus oídos, le tiró de los pelos de la barba… La lucha no había terminado en modo alguno; todavía combatía a brazo partido con los señores del infierno, vomitadores de veneno, que arrasaban la tierra en furibunda malicia hasta que la bóveda del cielo retumbaba con el eco de su carrera.

En alto levantaba su odiosa cabeza, rugiendo diabólicamente. Sus labios cubiertos de babas espesas escupen insultos dementes.

Esta vez es Andri quien combate contra Hárekur.

De la boca del monstruo cae la baba

y, violáceo su rostro por la ira,

su filoso diente rechinaba,

de los muertos se abalanza hacia la pira.

Con la espuma gris de ira vertida, la bestia feroz, aún más se irrita, mas detiene Hárek la embestida y al monstruo con un golpe decapita.

El valiente guerrero ha derribado a la vil criatura belicosa, un río de acero en el prado ha brotado, sin cabeza fenece allí el malvado.

Y así sucesivamente, otra vez y otra y otra más.

Nunca, jamás estos señores del infierno dejaron de recibir su merecido. Nadie se enteró nunca de que Hárekur o Gongu-Hrólfur hubiesen sido derrotados en la lucha final. Del mismo modo, nadie podrá decir que Bjartur de la Casa Estival llevó la peor parte en su guerra mundial contra los espectros de su patria, por frecuentemente que trastabillara sobre un precipicio o rodara a un barranco cabeza abajo… Mientras quede un aliento en mi nariz, jamás me vencerá, por fuerte que golpee. Finalmente se quedó inmóvil, apoyándose contra la tormenta de nieve como contra una pared. Y ninguno de los dos pudo hacer retroceder al otro. Luego decidió refugiarse en la nieve y comenzó a buscar un lugar abrigado en una hondonada. Con las manos excavó una cueva en un derrumbamiento de nieve, tratando de hacerla de forma que pudiese sentarse en el interior, en cuclillas, y apilar la nieve en la entrada, pero la nieve, floja y esponjosa, se negaba a apilarse. Y, como el hombre carecía de herramientas, volvía a caer al suelo. No había descansado lo suficiente en la cueva cuando ya el frío comenzó a invadirle; un envaramiento y un sopor le trepaban por los miembros, hasta la ingle, pero lo peor era la soñolencia que le amenazaba, el sueño seductor de la nieve, que hace que resulte tan agradable morir en una tormenta. Nada es tan importante como poder apartar de un golpe esa mano tentadora, que llama tan voluptuosamente hacia los reinos del calor y el descanso. Para mantener a raya el pozo del sueño de la nieve, Bjartur acostumbraba a recitar o, de preferencia, a cantar a voz en cuello todas las estrofas obscenas que había aprendido desde la niñez, pero el ambiente de que se encontraba rodeado era muy poco alentador para el canto y en esa ocasión la voz insistía en quebrársele. Y el adormilamiento continuaba envolviéndole la conciencia con sus brumas, a tal punto que ya flotaban ante su vista interior las imágenes de hombres y acontecimientos de la vida y de las Baladas… carne de caballo, humeando en una enorme fuente; majadas de ovejas balando en el redil; Bernótus Borneyarkappi disfrazado; libertinas hijas de sacerdotes con medias de seda verdadera y, finalmente, por grados casi imperceptibles, él mismo asumió otra personalidad y se encontró en la persona de Grímur el Noble, hermano de Úlfar el Fuerte, cuando se le visitaba en su alcoba. Las cosas estaban en este punto: el rey, padre de los hermanos, se había casado con una joven que, puesto que el rey estaba avanzado en edad, encontraba una triste falta de diversiones en el lecho real y era presa de la melancolía. Pero eventualmente su mirada cayó sobre el hijo del rey, Grímur el Noble, quien superaba en brillo, y con mucho, a todos los otros hombres del reino. Y la joven reina se enamoró tan perdidamente de la figura principesca, que no podía comer ni dormir y finalmente resolvió visitarle por la noche en su cámara. Del provecto rey, el padre de Grímur, hablaba ella en los términos más desdeñosos:

¿Para qué le sirve a la doncella ardiente la savia del árbol marchito y doliente? La que necesita del fuego sagrado, ¿qué hará con un tallo de junco quebrado?

Pero Grímur consideró desagradable esa visita y sintió mucho menos placer en frases tan desvergonzadas, aunque durante unos momentos se replegó en una cortés evasiva del tema. Pero no hubo negativa que allí le valiera, las buenas palabras no escuchó siquiera, atenta al llamado lascivo del gozo, yacía en la cama su cuerpo glorioso.

Y antes de que Grímur el Noble tuviese tiempo de reunir sus defensas, ocurrió lo siguiente:

le estrechó en un abrazo deleitable, encendida en promesas inefables.

Fueron de miel sus besos, como vientos henchidos de placer sus movimiento.

Pero en ese momento vio Grímur el Noble toda la inquinidad de lo que sucedía, y poniéndose de pie de un salto, enfurecido, se volvió hacia la desvergonzada ramera:

El héroe incorporóse prestamente y le golpeó los ojos y la frente. Con asco hacia ella, y desconsuelo, al instante arrojóla por el suelo.

El héroe levantó su voz airada -ella ya de su orgullo despojada-: «¡Gomo el cerdo eres torpe y lujuriosa! ¡Pequeño es el tamaño de tu honra!»

—¡Al demonio conmigo, entonces! —gritó Bjartur, que estaba ahora de pie en la nieve, después de haber rechazado los seductores halagos que le ofrecían el lecho y la libidinosa reina. ¿Acaso los héroes de las Baladas permitieron alguna vez que se les atrajera con engaños a una vida de adulterio y libertinaje, y a esa cobardía en el combate que caracteriza a quienes son los más grandes héroes en los abrazos de una mujer? Nunca se diría de Bjartur de la Casa Estival que en el campo de batalla había vuelto la espalda a sus enemigos para ir a acostarse con una perra putesca de reina. Ahora estaba enardecido. Trastabilló locamente en la nieve, golpeándose a sí mismo con todas sus fuerzas, y no volvió a sentarse hasta que no hubo vencido todas esas sensaciones del cuerpo que piden a gritos comodidad y descanso, todo lo que trata de convencerle a uno de que se rinda y escuche con atención las persuasiones de los dioses de corazón débil. Cuando hubo luchado así durante un cierto tiempo, se metió las salchichas congeladas en los pantalones y las calentó contra su carne. Luego las fue royendo en la oscuridad de la implacable noche invernal y comió la impetuosa nieve, encontrándola sabrosa.

Ésa fue una noche larga. Pocas veces había recitado tanta poesía en una sola. Recitó todas las poesías de su padre, todas las baladas que podía recordar, todos sus propios palíndromos, del derecho y del revés, en cuarenta y ocho formas distintas; recitó procesiones enteras de poemas obscenos, un himno que aprendió de su madre y todas las poesías satíricas que habían sido conocidas en el Distrito desde tiempo inmemorial, acerca de alcaldes, mercaderes y gobernadores. A intervalos se levantaba y salía trabajosamente de la nieve y se golpeaba de pies a cabeza hasta que le faltaba el aliento.

Finalmente sus temores de quedarse helado se hicieron tan fuertes que le pareció que quedarse durante más tiempo en ese lugar sería tentar al destino y, como ya debía faltar poco para la madrugada y no le agradaba la idea de pasarse todo el día sin alimentos, en una nevada, a kilómetros de todo lugar habitado, resolvió abandonar su refugio y dejar que las consecuencias se hicieran cargo de sí mismas. Al principio se abrió paso con la cabeza gacha, contra la tormenta, pero cuando llegó al saliente de la orilla del barranco no pudo ya seguir avanzando de ese modo, de manera que se lanzó hacia delante, se puso en cuatro patas y siguió así caminando a través de la tormenta, arrastrándose sobre taludes pétreos y sobre elevaciones, como un animal, rodando hondonadas abajo como un tarugo, levantándose a puño limpio, sin sensaciones.

La noche siguiente, mucho después de que la gente de Brún, la primera granja del Valle del Glaciar, se hubo retirado a descansar -la tormenta rugía ya, inexorable, desde hacía veinticuatro horas-, sucedió que la mujer de la casa fue despertada del sueño por un alboroto que estalló ante su ventana, unos gruñidos, incluso unos golpes. Despierta a su esposo y llegan ambos a la conclusión de que alguna criatura dotada de poderes de razonamiento debe andar, seguramente, suelta por la casa, aunque en ese solitario pegujal lo último que podía esperarse eran visitantes, y menos en esa tormenta… ¿Sería hombre o demonio? Se ponen las ropas más imprescindibles y se acercan a la puerta con una luz. Y, cuando la abrieron, se derrumbó hacia adentro una criatura parecida sólo en ciertos aspectos a un ser humano, rodó a través de la puerta, acorazada de hielo, de pies a cabeza, con la boca y la nariz cubiertas de costras, y se quedó acurrucada, con la espalda contra la pared y la cabeza hundida sobre el pecho, como si el monstruoso espectro, desesperando de poder seguir maltratándole, le hubiera arrojado finalmente por la puerta y lanzádole contra la pared. La luz de la casa iluminó al visitante. Éste jadeaba pesadamente, el pecho se le movía y gruñía. Hizo un esfuerzo para aclararse la garganta y escupir, y cuando el pegujalero le preguntó quién era y de donde venía, trató de ponerse de pie, como un animal que quisiera incorporarse sobre sus cuartos traseros, y dio su nombre…

—Bjartur de la Casa Estival…

El hijo del agricultor se había levantado también, en ese momento, y él y su padre intentaron hacer entrar al visitante en el cuarto, pero el hombre rechazó la ayuda.

—Caminaré yo solo —dijo—. Seguiré a la mujer de la lámpara.

Se acostó de través en la cama del hijo y durante un rato no respondió a las preguntas. Balbuceaba como un beodo, gorgoteaba como un toro a punto de mugir. Finalmente dijo:

—Tengo sed.

La mujer le trajo una cazuela con tres cuartos de libra de leche, y él se la llevó a la boca y la bebió. Y después dijo, cuando le entregaba la cazuela vacía:

—Gracias por la bebida, madre.

Con sus manos tibias, ella ayudó a derretir los pedazos de hielo que tenía en la barba y en las cejas; luego le quitó las ropas heladas y tanteó con dedos expertos, buscando posibles partes congeladas; los dedos de las manos y de los pies estaban insensibles; la piel del hombre ardía de tan helada, pero, por lo demás, no parecía haber sufrido daño alguno. Cuando la costra de hielo se derritió, se tendió, desnudo, en la tibia cama del hijo y nunca se sintió tan cómodo en su vida. Después de que la mujer se hubo ido a prepararle algún alimento, padre e hijo se sentaron junto a él, con mirada anonadada, como si realmente no creyeran en ese fenómeno y no supieran en verdad qué decir. Al cabo fue él quien habló, y preguntó con voz ronca, por debajo de la manta:

—¿Habéis acabado de entrar los corderos?

Le respondieron que sí y preguntaron a su vez cómo sucedió que había llegado hasta allí, a la orilla oriental del Río del Glaciar, en un tiempo asesino que podía matar a cualquier hombre.

—¿A cualquier hombre? —repitió él quejumbrosamente—. ¿Qué importan los hombres? Siempre creí que eran los animales los que estaban primero.

Ellos continuaron interrogándole.

—Oh, en verdad yo estaba haciendo una pequeña caminata —condescendió él a explicar—. Eché de menos una cordera, ¿saben?, e hice un paseíto por las alturas, para tranquilizarme el espíritu.

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