Durante unos momentos guardó silencio; luego agregó:
—El de hoy ha sido un día un tanto duro.
—Ayer por la noche no fue mucho más tierno —dijeron ellos—; un verdadero huracán.
—Sí —convino Bjartur—, también ayer por la noche fue un poco duro.
Los hombres quisieron saber dónde pasó la noche, y él respondió:
—En la nieve.
Se mostraron especialmente curiosos en punto a cómo se las arregló para cruzar el Río del Glaciar, pero él no quiso proporcionar detalles.
—No es nada bueno tener los corderos al raso con un tiempo como éste —dijo quejumbroso.
Padre e hijo dijeron que, en su lugar, no se habrían preocupado esa noche por los corderos y se habrían considerado afortunados de encontrarse donde estaban.
—Es fácil advertir —replicó él— que habéis encontrado un punto donde plantaros. Pero yo estoy luchando por mi independencia. He trabajado durante dieciocho años para conseguir el poco ganado que tengo, y, si los animales están bajo la nieve, tanto daría que yo mismo estuviese bajo ella.
Pero cuando la mujer le llevó comida a la cama, y él comió hasta hartarse, se acostó sin decir más y se durmió roncando estrepitosamente.
En la tarde del quinto día Bjartur caminaba trabajosamente hacia su casa, cruzando páramos, hundido hasta las rodillas en la nieve. No se sentía nada complacido consigo mismo; estaba avergonzado por lo que le parecía un viaje sumamente ignominioso y pasaba de la esperanza al temor en cuanto a la suerte que habrían corrido los corderos en sus pastizales. Y ahora, para coronarlo todo, no había siquiera un chispazo de luz en la ventana para darle la bienvenida cuando finalmente regresaba al hogar, porque el pegujal estaba sepulto en la nieve y no se había hecho intento alguno para limpiar la ventana o la puerta. En ninguna parte se había abierto un camino en la nieve, ni un poco de humo se elevaba de la chimenea. Se arrastró hasta subir al techo y gritó:
—¡Rosa, a ver si puedes alcanzarme una pala a través de la puerta!
La perra lanzó un lastimero aullido en la habitación, única respuesta. Y cuando el agricultor volvió a llamar a su esposa a gritos, la perra saltó a la ventana desde el interior y la rascó con sus patas. El comenzó a preguntarse entonces si su esposa no estaría enferma. Y, sintiendo cierta aprensión, atacó la nieve como enloquecido. Tuvo que apartarla con las manos, tarea lenta, pero finalmente consiguió limpiar un espacio suficiente alrededor de la puerta como para introducirse.
Cuando llegó a la parte superior de la escalera, la perra saltó sobre él frenéticamente, aullando con amargos acentos, como si alguien le pisara sin cesar la cola. La oscuridad del invierno había caído temprano y en el interior había una negrura de pez; las ventanas se encontraban cubiertas de nieve. Pero no había dado siquiera un paso cuando su pie tropezó contra algún obstáculo inusitado. Maldijo, como era su hábito cada vez que perdía el pie… ¿Contra qué demonios había tropezado?
Necesitó un rato largo para encontrar los fósforos, y cuando los encontró, descubrió que la lámpara estaba vacía, la mecha consumida, el globo negro de humo. Pero, cuando llenó la lámpara y la mecha volvió a arder, le fue posible, incluso con tan débil luz, entrever ciertos indicios de lo que había ocurrido en Casa Estival durante su ausencia. Era su esposa. Yacía allí, muerta, en medio de su sangre congelada. Parecía como que se hubiese bajado de la cama para buscar algo y, demasiado débil para volver a meterse en ella, se hubiera desmayado. Tenía en la mano una toalla húmeda, empapada en sangre. El estado del cuerpo demostraba claramente lo que había sucedido. Y cuando Bjartur miró la cama, hacia la cual saltó repentinamente la perra, vio, asomando por debajo del vientre del animal, una carita amarillo-pardusca, arrugada, con los ojos cerrados, como la de un viejo recién nacido, y sobre esa cara pasaban leves estremecimientos, débiles y espasmódicos, y de ese ser desdichado surgían, si Bjartur no escuchó mal, uno que otro gemido tenue.
La perra trataba de tenderse lo más completamente que le era posible sobre el cucrpecito que había tomado bajo su guarda y darle lo único que tenía: la tibieza de su cuerpo piojoso, hambriento y extenuado. Cuando Bjartur se aproximó para mirar más de cerca, el animal desnudó los dientes, como para hacerle entender que no era él el dueño del niño. La madre había envuelto a la desdichada criatura en un trapo de lana, en cuanto hubo cortado el cordón, y probablemente se levantó de la cama para calentar un poco de agua con que bañarla, porque en la cocina había una olla llena de agua, hacía mucho tiempo congelada sobre el fuego muerto. Pero el niño se aferraba aún a la vida en el calor del cuerpo del animal.
Bjartur levantó del suelo el cadáver de su esposa y, luego de depositarlo en la cama vacía que estaba frente a la suya propia, le limpió la sangre como pudo. Le costó muchos esfuerzos enderezar el cuerpo de Rosa, porque los miembros se habían endurecido en la posición en que murió. Los brazos se negaban obstinadamente a cruzarse sobre el pecho; los ojos turbios no querían cerrarse, especialmente el derecho, el que tenía la catarata -nuevamente su obstinación-. Pero Bjartur se tenía menos confianza aún para lo que era ahora de mayor importancia: avivar la chispa de vida que todavía quedaba en el recién nacido. Esto le puso a él, el hombre independiente, en un aprieto nada despreciable, porque se necesitaban manos expertas, probablemente manos femeninas; él no se atrevía a tener nada que ver con ello. ¿Debería pedir ayuda a otras personas? Lo último que trató de grabar en la mente de su esposa fue la necesidad de no pedir colaboración ajena… un hombre independiente que recurre a otras personas en busca de ayuda, se entrega en manos del archienemigo. Y ahora esa misma humillación recaería sobre él, Bjartur de la Casa Estival. Pero en ese momento no dudó más: estaba decidido a pagar lo que se le pidiese.
«Bueno Bjarti, por fin te paseas un poco estos días», se dijo Bjartur de la Casa Estival cuando, la noche del mismo día, golpeó en la puerta de la cocina de Utirauósmyri.
—Poco te dejas ver, ¿eh? —dijo el peón que abrió. Estaba en calcetines y tenía en la mano unas abatanaduras humeantes… Las tareas domésticas se hallaban en su apogeo—. Creímos que estabas muerto.
—Lejos de ello —respondió Bjartur—. Estuve en la montaña, buscando ovejas.
—¿Estás seguro de que te encuentras bien de la cabeza? —preguntó el otro.
—Perdí una corderita.
—Es muy tuyo eso de dejar a todas tus ovejas en peligro para irte a recorrer las montañas en busca de una corderita.
—Bien, puede que me equivoque, compañero, pero, por lo que yo sé, en la Biblia dice que una oveja en la montaña vale más que ciento en casa —dijo Bjartur, que tenía especial cariño hacia esos pasajes de las Escrituras que mencionan a las ovejas—. Y, además, no para nada es uno vecino del potentado local, para el caso de que el tiempo se ponga malo.
Tal era, por cierto, la verdad. Los pastores de Rauósmyri arrearon las ovejas de Bjartur juntamente con las demás, la noche que estalló la tormenta, pero ahora habían recibido del alcalde la orden de llevarlas a su dueño mañana por la mañana y averiguar al mismo tiempo si éste estaba muerto o no.
—¿Encontraste el cordero?
—No, no pude ver nada, aparte de un pájaro de manantiales calientes, en las fuentes que están al sur de las Montañas Azules —contestó Bjartur—. De paso, los corderos, ¿han comido ya heno?
—Oh, sí, han husmeado un poco —dijo el peón, y dio a entender a Bjartur que esos valientes corderos suyos pronto aprenderían el arte de comer. Pero, mientras debatían la cuestión, el ama de casa, Hundí, apareció en la puerta, porque había reconocido la voz de Bjartur. Le rogó que entrase en la cocina, y, ¿no le agradaría un cuenco de gachas y una costilla de caballo? Él se quitó la nieve de las ropas con el cuchillo y desempolvó el sombrero contra la jamba de la puerta.
Era una cocina grande, utilizada en parte como sala. Los mozos abatanaban o se encontraban atareados trabajando con crin, las criadas con su lana y los perros yacían largo a largo en el suelo; todos ellos eran viejos amigos de Bjartur, perros inclusive. Todos discutían la inesperada tormenta de nieve y sus efectos sobre el ganado. Podemos esperar un enero asqueroso, cuando la nieve ya ha empezado a caer, y eso que todavía no estamos en adviento.
—Hmm —dijo Bjartur con la boca llena—, el tiempo estaba un poco rudo al otro lado del Río del Glaciar, pero los he conocido peores muchas veces.
—¿Al otro lado del Río del Glaciar? —preguntaron los peones, sorprendidos—. Estás tratando de hacernos creer que cruzaste el Río del Glaciar, ¿eh?
—¿Por qué no? Muchos arroyos pueden ser vadeados, incluso aunque estén en los páramos —replicó el pegujalero—, y puede que no todos seamos perros tan caseros como vosotros.
—¿Quieres decirnos qué has estado tanteando allá arriba, en los páramos, con la pobre Rosa en el estado en que se encuentra? —preguntó el ama de casa con voz compadecida.
—Hago lo que me place, Gunsa, muchacha —replicó Bjartur con una sonrisa despectiva—. Ahora soy mi propio amo, ¿entiendes?, y no necesito rendir cuentas a nadie, y menos a ti. —Y agregó, arrojando a los perros la carne que se le había dado: —De paso, ¿les parece que nuestra buena Señora habrá ido ya a acostarse?
La esposa del alcalde entró majestuosamente, con la cabeza en alto y el pecho erguido, miró inquisitivamente a Bjartur a través de gafas que cavaban surcos en sus rojas y opulentas mejillas y compuso la sonrisa fría, culta, aristocrática, que, a pesar de sus ideales y su talento poético, erigía un muro tan alto y ancho entre ella y aquellos cuyo bienestar dependía menos del romanticismo. Bjartur le agradeció cordialmente por la carne de caballo y las gachas.
—Seguramente no me habrás hecho venir para agradecerme por un cazo de gachas —dijo ella, sin referirse a la carne de caballo.
—¡No, oh, no, no exactamente eso! —replicó Bjartur—. En realidad era otra cosa lo que quería. —Por supuesto, sentía vergüenza de pedirlo, pero se preguntó si no podría ayudarle en algo si podía conversar con ella en privado—. …Y, además, debo agradecerles a usted y a su esposo, por mis ovejas, que sus hombres pusieron al abrigo cuando yo estaba ocupado con el rodeo.
La poetisa insinuó que Bjartur debería conocer lo bastante la casa como para saber que ella jamás se preocupaba por el ganado, pues lo dejaba a cargo de gente más apropiada para ello.
—Bien que lo sé —contestó Bjartur—, y en rigor estoy completamente decidido a venir a buscarlo mañana… Espero, eso sí, que mis corderos no dejen al pobre alcalde en la calle de tanto comer. Pero si su esposo se encuentra necesitado en la primavera, bendito sea, siempre podrá venir a pedirme una carga de heno para cordero, más tarde.
—Preferiría que me dijeses cómo sigue Rosa —dijo la poetisa.
—Sí, ya iba a llegar a ello —repuso Bjartur—. En realidad pedí verla solamente porque tenía algo que decirle. Nada importante, es claro.
La esposa del alcalde le miró como si sospechase en cierto modo que estaba a punto de pedirle algo, con lo cual su alma se encogió como una estrella, se retiró a las heladas extensiones del infinito, y sólo la gélida sonrisa se quedó en la tierra.
—Espero, por ti, que no sea nada que no pueda saber mi esposo —dijo ella con intensa decisión.
—¡Oh, no! —contestó Bjartur—. Se necesita algo más que una minucia para inquietar al alcalde, bendito sea.
La Señora hizo pasar a Bjartur al santuario del alcalde Jón de Myri, uno de los cuartos más pequeños de la casona. Hacía tiempo que la pareja había abandonado la costumbre de dormir juntos. La Señora dormía en una habitación separada, con su hijita Auóur. El cuartito del alcalde se habría parecido muchísimo al mísero desván en que son abandonados los pobres que viven de la ayuda de la parroquia, con menguada honra, si no fuera por una de las paredes, completamente cubierta por anaqueles con volúmenes de trámites parlamentarios, encuadernados en negro y con el año en un marbete blanco. La cama estaba clavada a la pared, construida como la de un campesino, de tablas no cepilladas, y cubierta con una raída manta de un solo color. En el suelo se veía una escupidera azul, esmaltada, en forma de reloj de arena. Sobre la cama había un estante toscamente construido, sobre el cual reposaba un cuenco floreado, para gachas, una pesada taza de porcelana y una botella de embrocación para el reumatismo. Junto a uno de los muros, una tosca mesa con recado de escribir de calidad indiferente y, debajo de la ventana, un enorme arcón. Frente a la mesa un viejo y destartalado sillón, sin funda, atado con cuerdas allí donde los muelles habían saltado. De ese lado, en la pared, pendía una imagen, de colores vivos, del Redentor en la Cruz y otra, igualmente colorista, del zar Nicolás, y un calendario que llevaba el nombre del comerciante de Vík.
El alcalde Jón estaba acostado en la cama, con las manos bajo la cabeza y las gafas en la punta de la nariz. Acababa de dejar a un lado la última tanda de periódicos. Saludó a su visitante con un vago bufido, cuidando de no perder nada del precioso jugo de tabaco que había estado acumulándose en su boca desde hacía un rato. Su costumbre era no escupir demasiado rápidamente, sino, por el contrario, extraer todos los beneficios posibles del jugo que conseguía arrancar a cada mordisco de tabaco. Iba vestido casi como un mendigo, con una vieja chaqueta informe, remendada hasta resultar casi irreconocible y cerrada al cuello con un imperdible. Aparte de las distintas formas de suciedad que la habían emporcado, había en ella muchas nuevas de tierra y algunas pelusas de lana que indicaban que acababa de volver de sus rediles. Sus pantalones estaban tan gastados que la tela original no lograba sostener ya los remiendos y comenzaba a ceder en las puntadas. Cubriendo los bajos de los pantalones llevaba un par de calcetines mugrientos, de color crudo, y los maltrechos zapatos de cuero de caballo prestaban apoyo a la teoría de que acababa de regresar de una minuciosa inspección de sus establos, pero el testimonio más indudable lo proporcionaba el olor.
En vestimenta y aspecto general, Bjartur de la Casa Estival resultaba sumamente superior a aquel truhanesco alcalde.
¿No había entonces nada individual en el hombre, nada que le distinguiese del aspecto a medias moldeado del pegujalero? Sí que lo había. A pesar de su atavío de vagabundo, nadie podría dudar, ni siquiera a primera vista, de que ése debía de ser un hombre que regía a otros y tenía en sus manos el destino de esos otros. Sus labios se fruncían sobre el tabaco que mascaba, como símbolo inconsciente de que no soltaba nada antes de haberle succionado todo lo que tuviese de valor. Los ojos particularmente claros, duros y grises; las facciones regulares; la anchura de la frente, bajo el cabello fuerte, negro, hasta entonces solamente agrisado en las sienes; el delicado alineamiento de mandíbula y barbilla; la tez pálida que decía de una vida sedentaria; pero también, por fin, las manos pequeñas, bellamente conformadas, extrañamente blancas y suaves a pesar de la evidente falta de cuidados… Todas éstas eran manifestaciones externas de una personalidad definida, de una naturaleza más vigorosa y más compleja de las que se encuentran habitualmente entre los que dependen de sus propios afanes para ganar su magra subsistencia.