—Caramba, caramba —dijo Rosa con indiferencia.
—Hay muchos a quienes a una le agradaría ayudar —dijo la Señora—, pero es preciso contenerse más de una vez en estos tiempos críticos.
—Aquí tenemos suficiente de todo —respondió Rosa.
La esposa del alcalde encontró placentera esa respuesta; en esa forma de tomar las cosas descansaba la independencia de la nación.
—No estoy segura, querida —dijo confidencialmente—, de si sabes que durante muchos años hubo mucha oposición en el concejo parroquial a que mi esposo vendiese estas tierras a tu Bjartur. Como sabrás, Bjartur anduvo detrás de ellas año tras año. Pero el concejo parroquial sostenía que él nunca sería capaz de mantener a una esposa e hijos y que probablemente pronto tendrían que cuidar a una majada de niños de un pegujal abandonado, pues en esta época se han acostumbrado mucho a que familias enteras vivan de la ayuda parroquial. Y, además, la capacidad de pago de los pocos que tienen algo es menor que nada; los impuestos que pesan sobre nosotros, los así llamados prósperos, se hacen más intolerables año tras año. Luego, a fines del último invierno, comenzaron a susurrar acerca de ti y Bjartur en casa, en Myri, y poco después se celebró allí una reunión del concejo. Y entonces yo tomé el toro por los cuernos y dije: «No teman por Bjartur. Si la hija del querido anciano Pórður de Nióurkot no es lo suficientemente mujer como para encontrarse a sí misma en los marjales, entonces hay una sola cosa que yo sé de cierto, y es que es tiempo de que yo misma pida ayuda a la parroquia, inmediatamente, ahora mismo. Porque si hay un hombre industrioso y digno de la mayor confianza en la parroquia, ése es el bueno de nuestro Pórdur de Nióurkot, ese digno anciano que siempre corre para ser el primero en pagar sus impuestos… Me parecer verle ahora ante mí, como ha estado todos estos años cuando viene a buscar a mi esposo, con su dinero en el bolsillo. Pone su sombrero bajo la silla, quita los alfileres de gancho del bolsillo del pecho y extrae su bolso, envuelto en dos pañuelos, uno rojo y uno blanco… Gente así no busca la ayuda de otro. Y Bjartur… le conozco como a mí misma. Puede que no sea un avaro, ansioso de ganancias, un parásito, pero la verdad es que es una persona íntegra, digna de confianza, que nunca podría soportar el pensamiento de quedar en deuda con nadie. Personas así no se encuentran muchas en la parroquia. Son ellas las que constituyen la médula de la vida nacional.»
Rosa no respondió. Todo esto ocurrió poco después de que la poetisa encontró a esa antigua criada suya en una parte de la casa en que menos esperaba encontrarla y a una hora que debía provocar muchos comentarios. Pero, de todos modos, Rosa se dio cuenta de que la alcaldesa estaba un tanto desilusionada ante la indiferencia que demostraba hacia las noticias del papel, del importantísimo papel que ella representó en convencer al concejo de que permitiera que Bjartur comprase las tierras. Poco después la visitante se puso de pie y, después de besar a su querida para agradecerle el café, se bajó el velo hasta la barbilla y montó a Scoti.
Después del segundo rodeo, Bjartur mató una vieja oveja para la casa y la saló en un barrilito. Resolvió que esa carne sería reservada para cambiar la dieta y celebrar los domingos y otros días fastos durante el invierno. Pero uno que otro domingo se le sirvió una porción sorprendentemente tierna, y en esas ocasiones se le oía comentar cuan extraordinariamente sabrosa era para ser una oveja vieja. Cuando la corderita Gullbrá no apareció en el segundo rodeo, comenzó a sentirse un tanto preocupado por el animal y aventuró varias conjeturas, basadas en distintas hipótesis, en cuanto a la suerte que habría corrido. Le pareció sumamente probable que se hubiese asustado debido a su cautiverio y se hubiera alejado hacia las Montañas Azules, más allá de los límites de cualquier búsqueda. A menudo preguntó a su esposa cuándo la había visto por última vez, pero la única respuesta era que se había escapado a los pantanos.
Luego vino el tercer rodeo y Bjartur de la Casa Estival recobró todas sus ovejas, menos ese cordero. Comenzó a sentir que había algo extraño en todo eso y caviló profundamente acerca de ello. Era la antigua historia de la oveja descarriada.
—La más excelente de las criaturas —dijo—, la perla de los animales. Piensa en esa raza digna, de cuernos en espiral, de lomo ancho, en esa raza prudente, la raza reverendoguflmundur; piensa en su mirada dura, suspicaz, completamente independiente del hombre. Esas ovejas son, en la montaña, como las hijas de los reyes, tan distinguido es su aspecto. Y, sin embargo, no tienen el orgullo ni la cautela que podría llevarlas a extraviarse por sendas desconocidas, sino el firme orgullo que les hace buscar la mejor y encontrarla.
Y por la noche, cuando se desnudaba, decía:
—¡Ah, ojalá pudiese soñar esta noche con mi pequeña Gullbrá!
—Pero si tú no crees en sueños, Bjartur —observaba su mujer.
—Creo en lo que me place —replicaba él bruscamente, encabritándose—. Creo en todo lo que tenga en sí un significado sensato. Pero no creo en los sueños que te traicionan y te ponen nervioso y te llenan de tonterías histéricas… —y, sin más, se volvió malhumoradamente de espaldas a su esposa.
Una mañana, cuando despertó, su deseo se había cumplido.
—Tengo la sensación de que todavía vive y goza de la mejor salud —dijo—. Me pareció que la veía en un hermoso y pequeño barranco, donde la hierba es todavía verde. ¡Maldición, si sólo pudiese recordar dónde era!… Porque, en el sueño, estaba seguro de que lo conocía y que había estado allí anteriormente. Pero, por más que lo intentaba, no podía subir a la colina para orientarme, aunque estoy perfectamente seguro de que se trataba de un punto situado cerca de los manantiales calientes del sur de las Montañas Azules. Eso sí: reconocí el cordero. Era mi Gullbrá y ningún otro.
—¡Caramba! —exclamó su esposa. Y le sirvió, con el pan de él, una costilla que había quedado de la cena del domingo, del cordero con que Bjartur había soñado.
El otoño estaba avanzando y la cellisca había ocupado el lugar de las primeras lluvias. Las colinas se hallaban casi cubiertas de nieve, los páramos moteados de ella, la montaña blanqueada hasta el centro de los derrumbamientos. Pero el tiempo era todavía bastante bueno. Había pastos cerca y los corderos todavía estaban al aire libre. La majada de Bjartur y las ovejas de Rauósmyri comían juntas a tres o cuatro kilómetros hacia el oeste. Algunos días el sol brillaba y disolvía la nieve de la montaña, pero la escarcha persistía en las laderas septentrionales de las hondonadas.
—Hoy se está aclarando magníficamente el tiempo para mi pequeña Gullbrá —observaba el agricultor.
Luego comenzó a helar intensamente. Una mañana los terrenos llanos de los pantanos aparecieron blancos, cubiertos de una delgada película de escarcha; la escarcha estaba también sobre la hierba caída. También en el arroyo aparecieron agujitas de hielo y debajo de ellas jugueteaban incansablemente las pequeñas burbujas. ¡Oh, cuan claro era el arroyuelo mientras avanzaba burbujeando entre las obleas de cristal! Rosa permanecía de pie en la orilla, contemplando su frío arroyito y escuchando su fluir. Su niño crecería junto a ese arroyo, como ella junto al arroyo de la casa paterna.
—Vaya, muchacha —dijo Bjartur—, envuélveme algo para comer, para tres días. Estoy pensando en hacer una caminata hasta los marjales del sur.
Era una quincena después del Día del Invierno.
—No seas tonto —dijo Rosa—. Estoy segura de que el cordero se ha caído en alguna parte.
—¿Caído? —repitió Bjartur, profundamente ofendido—. ¿Mi pequeña Gullbrá? ¿De raza reverendogudmundur? ¡Como si fuera una ovejita desnutrida de un año! Debes estar demente, mujer.
—Pues entonces es posible que haya enfermado de la peste —sugirió Rosa.
—No, no ha enfermado de la peste. Basta de tus bobadas.
—Pero mira qué mes es, hombre. Ahora ya no se sabe qué tiempo esperar.
—Oh, no será la primera vez que hago un paseo a los páramos en esta época del año, o más tarde aún, y eso para ovejas de otra gente. Nadie sentía lástima de mí entonces, ni había motivos para que la sintiera.
—No me tienes en cuenta a mí, por supuesto —se quejó su esposa.
—Oh, el tiempo es siempre hermoso en la cama.
—Tendrías que avergonzarte de decir esas cosas.
—No, es inútil que hables —dijo él, inflexible—. Como dice la Biblia, hay menos gozo en el cielo por cien ovejas que mejoran su suerte que por una oveja perdida que es encontrada.
—Pero, ¿y si está muerta de la peste?
—Mi conciencia no quedará más limpia por ello —respondió él—, a menos que haga todo lo posible para averiguar previamente si está muerta o viva. Pero quizá tú prefieras que mi conciencia muera de la peste…
—Pero, ¿y si yo llego a enfermarme mientras tú estás ausente?
—Oh, es difícil que te enfermes de tanta gravedad. Por lo menos por ahora.
—¿Y si te pierdes en una tormenta de nieve?
—Basta ya —dijo él—. Estoy cansado de escuchar este parloteo histérico. Suceda lo que sucediere, siempre podrás consolarte con el pensamiento de que las ovejas están en los prados de la casa. Vaya, rellena a la perra con todo lo que pueda comer. Y envuélveme un par de morcillas y una salchicha de entrañas. Un poco de café frío en una botella no sería mala idea tampoco, y puedes hacerlo tan fuerte como quieras.
La mujer permaneció sentada, pensativa, por un rato, y, aunque estaba en sus manos la posibilidad de terminar el asunto con una palabra, era demasiado orgullosa para usar ese poder. En cambio empleó amenazas, que difícilmente podrían hacer que Bjartur se quedara en casa.
—Si me dejas aquí a solas, Bjartur, me iré a casa de alguna otra persona.
—¿Alguna otra persona? ¡No irás a rebajarte a eso, tú, una mujer independiente!
—Iré, de todos modos.
—No lo dudo; una vez que te viene el talante de terquedad… El empecinamiento de una oveja no es nada en comparación con el de una mujer.
—Tú sabes en qué condición me encuentro y que estoy esperando a un hijo.
—Yo sé solamente una cosa: que mi hijo no debe llegar hasta después de Año Nuevo. Los hijos de otras personas no me preocupan.
—Hace mucho que lo siento moverse.
—Quizá, pero eso no me interesa.
Por más que ella discutía, nada podía hacer que Bjartur cediera ni un palmo de terreno. El se puso dos pares de calcetines y sus dos tricotas de lana, y, cuando su esposa no dio señales de querer envolver los alimentos, lo hizo él mismo, mientras ella permanecía sentada junto a la cocina, de espaldas a él. Pero nunca se le ocurrió confesarle que se había comido el cordero. Él se demoró unos momentos, como si esperara que ella recobrara la sensatez, pero Rosa no recobró la sensatez y se quedó sentada, inmóvil.
—Bueno —dijo él finalmente—, no puedo quedarme más tiempo. Me voy.
Ella permaneció con la cabeza gacha, todavía sin moverse. Una vez más probó él los cordones de los zapatos, maldijo un poco, empujó el techo y las vigas, como si hubiese algún peligro de que la casa se derrumbara, citó otra vez uno o dos versos.
—Bien —dijo—, esto no puede ser.
Ninguna respuesta, ningún movimiento.
—Quizá sea mejor, entonces, que deje la perra contigo. De todos modos no creo que haya muchos rebaños que reunir.
Silencio.
—Así que te dejaré a la perra y tú no pensarás siquiera en salir de aquí y convertirte en una carga para otras personas. No te olvides de que eres la esposa de un dueño de tierras.
Silencio continuado.
—¡Dios Todopoderoso! ¿Por qué, en nombre del infierno, tienes que comportarte como un trozo de carnero muerto? —gritó él, perdiendo la paciencia—. ¡Como si no tuvieses tiempo de sobra para tener la boca cerrada en la tumba!
De humor incierto, bajó la escalera y llamó a la perra, pero ésta advirtió inmediatamente que su amo iba a alguna parte y sintió un inmenso júbilo ante la perspectiva de acompañarle. Pero cuando él la hizo entrar, comenzó a sentir sospechas y no quiso obedecer, como si nada la atrajese menos que ser encerrada en la casa cuando su amo salía de viaje.
—¡Vamos, entra! —dijo él—. Es mejor que las mujeres os hagáis compañía.
Pero, cuando avanzaba, la perra seguía esquivándole con una variedad de piruetas tímidas; dejaba caer la cola a medias, pero seguía meneándola; aplastaba las orejas, gañía. Finalmente se sentó en la hierba helada y gimoteó como un niño. Luego, rindiéndose, se acostó de panza, con el hocico pegado al suelo, parpadeando mientras le miraba acercarse. Cuando Bjartur estuvo casi junto a ella, la perra se puso de espaldas y estiró las patas, temblando. La agarró de la piel del cuello y la arrojó hacia arriba, por la escotilla. La perra se quedó en el suelo, no mostrando ya obstinación alguna, pero temblando aún.
—Ahí tienes, Rosa —dijo él—; ahí está tu perra. Será mejor que la encierres, o lo más probable es que encuentre mis rastros. Adiós, pues, querida. Y prométeme que no me deshonrarás ante el maldito concejo parroquial con eso de ir a pedir asilo a otras personas.
Tomó su paquete de comida y su bastón y besó a su esposa antes de salir.
—Adiós… —dijo— mi Rosa.
Cuando ella sintió el calor de su despedida, el corazón se le ablandó con tanta rapidez que las lágrimas le brotaron de los ojos antes de que hubiese tenido tiempo de ponerse de pie para besarle.
—Adiós —susurró, llevándose la mano a los ojos y secándoselos en la manga. Titla estaba todavía acostada junto a la trampilla, con las patas estiradas.
Él bajó la escalera -que crujió-, cerró la trampilla tras sí, cerró la puerta de afuera. Se dirigió al trote hacia los marjales blancos de escarcha; hacia el sur, hacia los páramos.
Bjartur de la Casa Estival conocía mejor que muchas personas todos los rincones y escondrijos de los lejanos prados de la montaña, donde todavía pueden encontrarse ovejas después de los últimos rodeos. En las vertientes orientales de esa extensa meseta de páramos había pasado su niñez; en su frontera occidental trabajó como pastor todos los años de su juventud y en uno de sus valles vivía ahora como agricultor propietario, de modo que conocía la región desde la primavera hasta fines del invierno, en fragancia y canciones de pájaros, en heladas y silencio, por innumerables viajes en busca de ovejas, que le unían más estrictamente a ella. Pero los elevados brezales tenían también para ese hombre otro valor, aparte del práctico y económico. Eran su madre espiritual, su iglesia, su mundo mejor, como el océano debía serlo inevitablemente para el marino. Cuando caminaba a solas por los páramos, en los claros días fríos de fines de otoño; cuando recorría con la mirada la extensión del desierto, sin caminos que la surcaran, y sentía la helada y limpia brisa montañesa en la cara, entonces también él comprobaba la materia constituyente de la canción patriótica. Se sentía elevado por encima de la existencia trivial, vulgar, de los caseríos y vivía en esa maravillosa conciencia de la libertad que no puede ser comparada con nada, salvo, quizá, con el amor a la tierra natal demostrado por las propias ovejas, porque éstas se quedaban a morir en sus montañas si no eran arreadas a las granjas por los perros. En esos viajes de otoño, cuando caminaba de corriente de agua en corriente de agua, de cima en cima de la ondulada meseta, como si su senda cruzase el infinito mismo, no había nada que perturbase la orgullosa mirada del poeta. Nada alimenta tanto los dones del poeta como la soledad en las largas caminatas por la montaña. Podía mascullar las mismas palabras hora tras hora, hasta que conseguía reducirlas a poesía. Allí no había nada que apartase la mente de la poesía. Ese día, cuando saludó una vez más a su vieja amiga, la brisa del marjal, no permitió que ningún remordimiento sentimental relacionado con su despedida de Rosa le apartara por más tiempo del gozo de la verdadera libertad de las extensiones desérticas. Nada es tan tentador en el otoño como internarse en los eriales, lejos, más lejos, porque entonces las Montañas Azules relumbran con mayor fascinación que en cualquier otra oportunidad. Los alados visitantes estivales de los marjales han huido casi todos, pero la perdiz nival no ha partido aún hacia las granjas y se queda para rozar la helada turba en vuelos bajos, gorgoteando, parpadeando unos ojos inquisitivos. La mayor parte de los patos han volado hacia la costa, o hacia los lagos más tibios junto a la costa, porque los lagos de las montañas están cubiertos de hielo y los ríos bordeados de él. De tanto en tanto puede verse uno que otro cuervo volando en torno, graznando espantosamente, y esto puede ser a menudo señal de que una oveja, agonizante o muerta, está en algún punto de la vecindad. En esa oportunidad había muy poca nieve, pero, donde el suelo estaba desnudo de hierba, se encontraba cubierta de pequeñas tortas chatas de hielo. En un lugar un zorro corrió a ocultarse detrás de un montecillo y una o dos horas más tarde Bjartur cruzó la pista de cierto número de renos, impresa en la nieve.