Se le llenó la boca de agua, el cuerpo de bienaventurada hambre, el alma de la arrobadora presencia de la saciedad. Lo único que tenía que hacer era preparar el cordero y poner la olla al fuego. Encontró su cuchilla y la afiló en dos piedras de amolar. Luego comenzó a cortar el cordero. Aunque nunca tomó parte activa en la matanza de otoño, la presenció a menudo y, por lo tanto, conocía el procedimiento en forma esquemática. Sacó las entrañas lo mejor que pudo, arrancó la grasa, cuidando de no perforar la bilis. Luego lavó el estómago en el arroyo. Cuando terminó la mayor parte del trabajo, no perdió tiempo en correr a la casa y poner la olla al fuego. Rellenó el garguero de grasa, convirtió la piel del interior en pellejos para salchichas y lo puso todo en la cacerola, juntamente con el corazón y los riñones. Pronto la casa estuvo llena de la fragancia de las entrañas cocidas. Y mientras esto hervía, ella terminó de cortar el cordero y ocultó los rastros de la matanza, de modo que ni siquiera los cuervos pudiesen encontrar nada. Ató a la puerta la tripa más larga y la raspó; luego cortó el cuerpo con un hacha vieja y lo saló en un cajón, guardándolo.
Pronto estuvo lista la comida.
Quizá no se sirvió jamás en la encumbrada mesa de mansión alguna una comida tan apetitosa como la que la mujer del pegujal tenía ahora ante sí. Por lo menos es seguro que nunca, desde la época de Guómundur el Rico y los antiguos caudillos, manjar alguno ha provocado tan inefable y sincera alegría en el cuerpo y el alma del comensal como la que ahora se producía en esa mujer con el regusto salobre y craso del gaznate relleno de grasa, con el delicioso corazón carnoso del animal, con la carne tierna, delicadamente fibrosa en los riñones y su peculiar sabor y con las gruesas tajadas de salchicha de hígado, rezumando grasa de la cazuela. Rosa bebió el jugo mientras comía, el juego espeso y saludable. Comió y comió como si jamás fuera a saciarse. Ése era el primer día dichoso de su vida de casada. Después hizo un poco de café con el regalo de su madre y comió mucha azúcar. Después de la comida cayó nuevamente en un agradable adormilamiento. Al principio se sentó junto a la cocina, con las manos sobre el regazo y la cabeza balanceándose hacia delante. Pero al cabo, descubriendo que ya no podía mantenerse erguida, se acostó y se durmió. Y durmió durante varias horas.
Bjartur trajo sus ovejas a la casa a hora avanzada del cuarto día y partió otra vez a la mañana siguiente, en compañía de varios granjeros de tierra adentro, para llevar los animales al pueblo. Los resultados del rodeo eran satisfactorios y pudo llevar consigo una majada de veinte ovejas. De éstas, doce iban como pago parcial de la deuda por la tierra que tenía contraída con el alcalde, en tanto que por las restantes el comerciante le concedía un costal de harina de centeno, algunos bacalaos salados, un kilo de azúcar, de trigo, de café y de harina de avena, y también un poco de rapé. Aparte de estas provisiones, trajo a casa las entrañas de los corderos, y después de eso tuvo que hacer tres viajes más al pueblo para buscar el pienso para el caballo. Durmió poco. Viajaba noche y día, prefiriendo hacer tres viajes por cada uno del agricultor próspero, antes que incurrir en deudas por transporte. Cuando llegó a su casa, empapado hasta la piel con el aguacero otoñal, embarrado hasta las rodillas por los resbaladizos caminos, no pudo dejar de admirar el aspecto de su esposa, tan fresca y saludable como estaba; era como el colinabo, que medra en otoño, y seguramente habría olvidado todos sus fantasmas, porque había puesto en libertad al corderito que le dejó para que le hiciera compañía.
Pero Bjartur sabía que «los nervios» son una enfermedad terca que puede surgir en distintas formas, y sabía también que una puntada a tiempo ahorra nueve, de modo que no se había olvidado de hablar de ella con el médico. Extrajo del bolsillo un frasquito de píldoras que le entregara el doctor Finsen y se lo dio a su esposa.
—Se supone que éstas tienen verdadera fuerza —dijo—. Creo que no han mezquinado su ciencia en ellas, como lo hicieron con la medicina para los perros. Se dice que estas píldoras te mantienen en tan buen estado todo lo que tienes en el cuerpo que no necesitas temer a ninguna enfermedad. Hay en ellas una especie de líquido que destruye los humores, que impide que te den dolores punzantes en las entrañas y que proporciona una tremenda energía a tu sangre.
Su esposa tomó su regalo y lo sopesó en la mano.
—¿Y cuánto te parece que pagué por ellas? —preguntó él.
Eso no lo sabía su esposa.
—¿Qué te parece que dijo el viejo Finsen cuando yo iba a pagarle? «No nos molestaremos por una pequeñez como ésta, mi querido Bjartur. Uno no se fija en moneda más o menos con los miembros del partido de uno», dijo el anciano. «Pues -digo yo-jamás se me ha puesto tan alto anteriormente como para contarme entre los miembros del mismo partido del médico, a mí, un pegujalero en su primer año!», le digo. «Y de paso, Bjartur —me dice—, ¿cuál fue nuestra posición en la última elección?» «¿Cuál fue nuestra posición? —pregunto yo—. ¿No debería el diputado del Alpingi saber cuál fue su posición? Y en cuanto a mí, mi posición fue entonces la que es ahora, a saber, que considero el colmo de la vanidad que mozos de labranza y pequeños agricultores se preocupen por cuestiones de gobierno, cuando cualquiera que tenga un poco de caletre se dará cuenta de que el gobierno está y estará siempre de parte de los grandes y no de los pequeños, y que éstos no se harán ni una pizca más grandes entremetiéndose en los asuntos de los poderosos.»
«—Pues no lo has entendido muy bien, mi querido amigo —me dice, hablando conmigo de hombre a hombre—. El gobierno —dice— está, primera y principalmente, por el pueblo; y si el pueblo no utiliza sus votos, y no los usa con juicio, resulta que algunas personas irresponsables son elegidas para el gobierno. Y eso es algo que todos debemos tener en cuenta, todos nosotros, los que no tenemos nada en que caernos muertos incluidos. “—Sí —dije yo, porque no quería discutir con el viejo—, debe de ser magnífico tener la cultura que usted tiene, doctor, y por eso siempre he sostenido que nosotros, los de esta parte del país, tenemos tanta suerte, con un hombre de ciencia como usted, que nos represente en el parlamento… —Hay que decir la verdad, es bastante culto, el viejo gallo, a pesar de esas delicadas manos de médico que tiene y de todo el oro de sus gafas.— Pero ocurre que tengo por costumbre —le digo— pagar por todo lo que compro, como que mi opinión es que la libertad y la independencia dependen de que no se esté endeudado con nadie y de que se sea el propio amo. Y por eso le pido, doctor, que no vacile en decirme el precio de estas malditas píldoras suyas, porque sé que son píldoras buenas y saludables si me las da usted.”»
«Pero no le importaba nada de lo que le dijera, no quería oír hablar de dinero. “Nos tendremos en cuenta el uno al otro durante el otoño —dice— y apareceremos para votar en el momento y lugar oportunos. Porque éstos son tiempos terribles, tiempos espantosamente difíciles, y el parlamento debe resolver muchos problemas graves. Y son necesarios hombres de tino para encontrar la solución a todo esto y proteger a los trabajadores de las intolerables cargas y luchar por la independencia del país.” Luego se pone de pie, un espléndido anciano si alguna vez los hubo, y digno del respeto de cualquiera, y me palmea el hombro y me dice: “Transmite mis más sinceros deseos a tu esposa y dile que le envío estas píldoras para que las pruebe. Dile que son unas de las mejores píldoras que se han hecho hasta ahora, por lo que respecta a los humores y que son especialmente buenas para fortalecer los nervios.”»
Ese otoño la Casa Estival recibió frecuentes visitas, porque el camino de la ciudad al campo pasaba por el valle. Diariamente largas procesiones de caballos de carga pasaban con lentitud ante las orillas del río, dirigiéndose a las tierras altas, camino de Fjóróur, en tanto que los agricultores terratenientes, sus dueños, iban allí y volvían cabalgando, a sus anchas, dejando que sus labriegos se ocuparan de la recua. A veces esos agricultores, que regresaban del pueblo ebrios, despertaban a Bjartur y su esposa en mitad de la noche y, ruidosos y gárrulos, hablaban de poesía y putañeos. Entonaban canciones de bebedores con voz ronca, cantaban canciones patrióticas, letrillas obscenas e himnos cómicos, manteniendo la algazara durante toda la noche, hasta que vomitaban en el suelo y se iban a dormir en la cama de la pareja. Algunas de las esposas de los agricultores se apartaban también del camino principal para hacer una visita, caminando cuidadosamente por los marjales en sus caballos de paso suave, sólo para dar un beso a la querida y pequeña Rosa de la Casa Estival. Una de esas señoras era la propia Señora de Myri. También ella iba camino del pueblo, a caballo de su Scoti y vestida con un traje de faldas tan amplias que podría albergar a toda la parroquia. Llevaba una tela bordada bajo la montura, y un sombrero apropiado para cabalgatas, y un velo. Se levantó el velo hasta la nariz y besó a su pequeña querida. La Señora hizo a Rosa el honor de beberse cuatro tazas de café y, cuando se le permitió examinar las provisiones de la esposa de Bjartur, declaró que el bacalao salado duraría hasta Navidad y la harina de centeno hasta Año Nuevo, si se los usaba económicamente. Dijo que la colonización de las tierras nuevas, un movimiento ya popular en el país, era encantador. Dijo que de ese movimiento dependía la prosperidad del país en el futuro, así como había dependido de él en el pasado. Ese movimiento era denominado iniciativa privada y solo él podía derrotar varias malsanas tendencias políticas que ahora, desdichadamente, se hacían más populares en los pueblos de la costa y que tendían a rebajar a los hombres al nivel de los perros, tanto física como espiritualmente. Dijo que consideraba a los que abandonaban la tierra para dirigirse a las ciudades como almas perdidas; no les aguardaba otra cosa que la corrupción.
—¿Cómo puede nadie de espíritu sano abandonar las queridas flores o las azules montañas que elevan el corazón del hombre al cielo? —preguntó—. Luego, por otra parte, los que arriendan tierras son los verdaderos sacerdotes de Dios; dan vigor a la vida, la hacen avanzar, hacen crecer lo bueno y lo hermoso. Sobre los agricultores de este valle descansa el progreso y el adelanto de la nación islandesa, descansó en el pasado y descansará en el futuro.
—Sí —dijo Rosa—, es bueno ser independiente. La libertad está antes que nada.
La poetisa se sentía complacida, sumamente complacida de escuchar la expresión de tales sentimientos. Ésa era la forma correcta de pensar; ni la pompa de la vida ciudadana ni su exhibición podían compararse con ese modo de pensar. Ahí había una mujer cuya alma levantaba serenamente su mirada hacia las elevadas cimas del idealismo, a quien lo fantasmal no podía arredrar porque bien sabía que esas leyendas de las apariciones espectrales en los marjales no eran más que leyendas populares inventadas por desdichados analfabetos pusilánimes, que vivieron hacía cientos de años. Dijo que el café de la esposa del morador del valle era realmente maravilloso, pero que si había algo que le envidiaba más era ese cuartito, donde todo el trabajo de la casa estaba a la vista. ¡Qué distinto debía ser arrastrarse por esas casas enormes! ¡Nadie sabía cuántas noches insomnes acompañaban a una casa grande! Ella tenía en su propia casa ni más ni menos que veintitrés habitaciones, como Rosa podía atestiguarlo de la época que estuvo a su servicio en la misma, y veinte personas que cuidar, personas de todas las edades y talantes, como suele ocurrir en el mundo, y todos los minutos -dijo la poetisa- debían ser empleados en correr detrás de otras personas, cuidando a criados indignos de confianza, manteniendo relaciones pacíficas y armoniosas y tratando de difundir la luz y la fragancia sobre la vida de su minúscula comunidad.
—La verdadera égloga campestre —dijo— no reside en la posesión de una casona, sino en la de una casita pequeña, poca tierra, un hogar pequeño. ¿Y por qué? Eso, querida, es lo que quiero decirte. Es como lo dice el famoso poeta: «Un puerto de refugio crea el matrimonio, protección a las asechanzas del demonio.» Y entonces comienzan a llegar los adorados niños, no para disminuir, sino para aumentar la alegría. ¿Para cuándo esperas tú al tuyo, querida, si puedo preguntarlo?
La inesperada pregunta aturrulló repentinamente a la mujer de los páramos. Su mirada fugitiva se clavó en todas partes, menos en la poetisa, y no encontró una respuesta. Y cuando la esposa del alcalde estiró la mano para tocarla, se puso de pie de un salto, como si pensara que ese contacto sería algo afín a la obscenidad, y se puso fuera del alcance para mirarla con ojos furiosos, extravagantes, llenos de un salvajismo enteramente inexplicable por la dulzura de la conversación. Resultaba difícil adivinar qué había detrás de ese enigma. ¿Era miedo, odio, confusión desapasionada, o todo ello en uno? Empero, una cosa era inconfundible en su mirada, a saber: No me toques. Y había también en esos extraños ojos una expresión que hablaba de orgullo elevándose, jubiloso, contra la esposa del alcalde, una expresión que podía interpretarse de este modo: No temas, jamás te pediré ayuda.
Cualquiera fuese la interpretación que le dio la madre de Ingólfur Arnarson, era evidente que tuvo un efecto inquietante sobre ella. Dejó la cuestión de lado y se vio en dificultades para encarar un nuevo tema. Tuvo buen cuidado de no volver a mirar a la joven a los ojos. En cambio, miró por la ventana, pero desdichadamente había una bruma sobre las Montañas Azules, de modo que no pudo señalar cómo elevaban sus cimas al cielo. Se sintió desconcertada hasta el punto de olvidarse, por el momento, de ofrecer a la mujer del pegujalero su ayuda en el presente y en el futuro. En consecuencia se vio obligada a declarar que en la vida todo dependía de que uno se encontrase a sí mismo. Un apotegma, y ya se encontró una vez más en terreno desconocido. No le cabía duda de que esposa y esposo se habían encontrado a sí mismos en los páramos…
—He advertido que la gente pobre siempre es más dichosa que los así llamados ricos, que, en realidad ni existen. Porque, ¿qué es una persona rica? Es gente que tiene muchos negocios, dueña, si se tiene todo en cuenta, no más que de ansiedades; que va a la tumba tan desvalida como cualquiera; que ha tenido que preocuparse más por sus medios de subsistencia y gozado menos de una verdadera felicidad. Por mi parte afirmo que cada uno de los céntimos que conseguimos reunir se nos va en salarios para los sirvientes. Hace más de tres años que vengo soñando con un traje nuevo, pero todavía no veo la más mínima posibilidad de comprármelo.