Gente Independiente (49 page)

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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

—¡Vaya, Ólafur, vaya! —exclamó el rey del rodeo—. Ésa es una afirmación que yo ni soñaría en hacer, por lo menos en las circunstancias actuales. Por mi parte siempre he creído que tanto el bien como el mal existen y, como la señora de Myri, una mujer sumamente educada, como todos saben, ha subrayado constantemente en discursos pronunciados en privado y en público, se dice que la creencia en el bien y el mal forma parte de la religión persa. Por otro lado, considero que las potencias invisibles del mundo no son ni siquiera aproximadamente tan buenas en sus muchos aspectos como generalmente se cree, y probablemente tampoco tan malas. ¿No te parece, Ólafur, que lo más lógico es que se encuentren más o menos a mitad de camino entre ambos puntos?

El sacerdote, que para entonces había tenido tiempo de meditar las cosas, sugirió que estaría más conforme con el pensamiento moderno suponer, como él había señalado ya durante la procesión, que se encontraban tratando con almas desdichadas, expulsadas de uno a otro mundo como si fuesen proscritos.

Pero entonces fue Einar de Undirhlíó quien ya no pudo aguantar más.

—No, reverendo Teodor, —exclamó—, en este momento no temo decirle, con el apoyo de mi conciencia y bajo mi responsabilidad, que ha ido usted demasiado lejos. Puede ser cierto que el difunto Reverendo Guómundur no me mostrase nunca demasiada amistad ni prestase atención alguna a los pobres versos religiosos que escribí, no para ganar alabanzas ni fama, sino para mi propio solaz espiritual. Pero, aunque era muy severo con los hombres incultos, nadie debe abrigar duda alguna en cuanto a su credo: no era hombre de prestar oídos a ninguna jerigonza por el solo motivo de que se la supusiese moderna, y por cierto que habría sido la última persona en la tierra en manchar alguna vez sus labios con la afirmación de que Satán y sus misioneros no eran más que almas desdichadas. Aunque tenía buenos moruecos y ovejas gordas, nunca se había embrollado con objetos que no guardaban relación alguna entre sí. Él sabía en quién creía, que quizás es más de lo que puede decirse de muchos de nuestros jóvenes sacerdotes, que creen en cualquier cosa siempre que sea de la nueva hornada.

El Reverendo Teodor tuvo entonces que tratar de convencer a Einar de que los modernos teólogos también sabían en quién creían, aunque quizá habían formulado sus ideas en forma distinta a la empleada por los antiguos teólogos.

—¿Puedo, entonces formular una pregunta al reverendo Teodor? —inquirió Einar, tornándose gradualmente más audaz—. ¿Cree usted en todo lo que se dice en la Biblia, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento por igual?

El cura:

—Puedes estar seguro, Einar, de que creo en todo lo que contienen ambos Testamentos. Creo en el Nuevo Testamento. También creo en el Antiguo Testamento.

Einar de Undirhlíó:

—¿Me permite entonces que le haga otra pregunta? ¿Cree, por ejemplo, que Jesús, el Hijo de Dios, levantó a Lázaro de entre los muertos después que había comenzado a pudrirse en la tumba?

El Reverendo Teodor pensó durante unos instantes, se enjugó el sudor de la frente y finalmente dijo, con gran convicción:

—Sí, creo que Jesús, el Hijo de Dios, levantó a Lázaro de entre los muertos después que estuvo tres días en su tumba. Pero, naturalmente, opino que en ese tiempo no se había podrido realmente mucho.

—Oh, ¿qué importa si el pobre diablo había comenzado a pudrirse o no? —exclamó Ólafur con su vocecilla chillona—. Se me ocurre que lo principal es que hubiera vuelto a la vida. De todos modos, puesto que el cura es de los presentes, y que estamos esperando una gota de café, y que, sea como fuere, no creo que pueda yo dormir mucho antes de que amanezca, me agradaría aprovechar la oportunidad, lo mismo que Einar, y formular al cura una preguntita. ¿Cuáles, exactamente, son sus puntos de vista en cuanto al alma, Reverendo Teodor?

El cura sacudió la cabeza con una sonrisa torturada, luego dijo que, en general, no tenía puntos de vista especiales en cuanto al alma, sólo los puntos de vista antiguos; el alma, sí, el alma, el alma, naturalmente, era, en cierto modo, inmortal; y si no fuera inmortal, pues, no sería alma.

—¡Oh, eso ya lo sé! —exclamó Ólafur, nada impresionado por la respuesta—. Esto es exactamente lo que le dijeron a Jón Arason antes de cortarle la cabeza. Pero ahora le diré algo de lo que me he enterado por un periódico de la capital, muy digno de confianza, que un amigo mío me prestó el año pasado. Y es que ellos suponen que en la actualidad no es nada fuera de lo común que las almas muertas penetren en los muebles de las casas de hombres de alta posición, en Reykjavik.

El bueno y viejo de Ólafur, siempre el mismo, no había fin para las paparruchas en que podía creer, siempre que las viese en letras de molde. Algunos de los granjeros menearon la cabeza y rieron.

—¡Sí, reíd! —exclamó él—. ¡Reíd, si queréis! Pero, ¿podéis señalarme un solo ejemplo en que haya hecho afirmación alguna sin tener el respaldo de la mejor autoridad para el caso? Está claro que penetran en los muebles de la gente famosa de Reykjavik, y eso es tan cierto como que estoy sentado aquí. Lo más gracioso de vosotros es que os negáis a creer en nada que suceda a más de cien metros de las puertas de vuestros corrales. No dais crédito a una cosa, física o espiritual, aparte de las que podáis ver o no ver en vuestros desdichados establos.

El cura sentía inclinación a apoyar a Olafur. Con tono de disculpa, dijo que, aunque era de lamentar, muchos hombres eminentes de la capital habían, sin duda alguna, advertido últimamente cosas más bien extrañas en sus muebles. Pero si era correcto decir que las almas eran la causa de esas cosas, era ésa una cuestión completamente distinta. Algunas autoridades sugerían que acaso se tratara de espíritus vagabundos a quienes no se había permitido ver la luz del cielo.

Ólafur, apasionadamente:

—¡Pues, me agradaría hacerle otra pregunta al sacerdote! ¿Qué es un alma? Si se le corta la cabeza a un animal, ¿le corre acaso el alma hasta el extremo de la columna vertebral y asciende al cielo volando, como una mosca? ¿O es el alma como una torta de sartén, que se puede enrollar y tragar como se cree que hizo Bjarni el Embustero? ¿Cuántas almas tiene un hombre? ¿Murió Lázaro por segunda vez? ¿Y cómo es que las almas, o como quiera que haya que llamarlas, se portan cortésmente con los funcionarios de Reykjavik, mientras no hacen más que molestar a los campesinos pobres de los valles?

Pero en ese preciso momento, cuando el alma comenzaba a arraigarse firmemente en la conversación, el dueño de casa asomó la cabeza por la trampilla y miró el cuarto atestado. Era una escena de la que, aparentemente, obtenía muy poco placer. De un golpe cortó el nudo científico que su viejo amigo Ólafur de Ystadalur acababa de colocar ante los concurrentes.

—Ahora me voy a acostar —dijo—, y lo mismo hará mi familia. No tenemos paciencia suficiente para escuchar más bobadas acerca del alma, esta Navidad. Y en el futuro, si necesitáis vociferar más himnos, entonces, permitidme que os pida que os vayáis a vociferarlos a alguna otra parte. He enviado a buscar a las autoridades. Son ellas quienes encontrarán al culpable y le castigarán. Y cuando vosotros os hayáis ido de aquí esta noche, espero que consideraréis esta visita como si nunca hubiese existido. Saca de ahí esa marmita, Sola, muchacha. No conozco a esta gente, ni me han venido a ver a mí.

Esa noche no hizo caso alguno de sus mejores amigos; les empujó hacia la puerta. Y ellos tampoco reconocieron a su viejo amigo, o, más bien, no reconocieron el odio letal, helado, que había en los ojos del hombre que entró en el momento en que perdían de vista al raciocinio natural. Y era él, ese hombre, quien parecía de pronto haberlo comprendido todo, y que ahora no pedía otra cosa que la presencia de las autoridades. Avergonzados, torpes, como rateros de alacena sorprendidos con las manos en la masa, mascullando, olvidándose incluso de despedirse, viejos y nuevos amigos por igual descendieron uno detrás del otro y, desbandándose en el desprendimiento de nieve de afuera, tomaron sus distintos caminos. La luna había desaparecido. No quedaba nada del encantamiento, del café; nada de nada.

Y, por extraño que pueda parecer, en adelante no se mencionó mucho lo sucedido esa noche. Desapareció completamente de la historia, del mismo modo que desapareciera el reno macho sobre el cual Gudbjartur Jónsson cabalgó una vez y cruzó el Río del Glaciar, en los Páramos. En los días que siguieron, cuando hombres barbudos, cubiertos de musgo, se encontraban por casualidad en las casas o al raso, cruzaban una mirada rápida, turbada, como un joven y una muchacha que hubiesen ido demasiado lejos la noche anterior pero que estuvieran resueltos a que tal cosa no volviese a ocurrir. Muchos años después, esa noche pesaba aún sobre la parroquia como una desdichada mancha. Siguió viviendo en el fondo de la conciencia de todos como una fantasía morbosa, cargada de vergüenza y culpabilidad… las lívidas sombras parpadeantes, los ojos de la leyenda, la blasfema entonación de himnos, el café que nunca llegó, el alma. Y Bjartur de la Casa Estival, que negó a sus amigos cuando éstos se habían reunido para atacar a su enemigo, Kólumkilli.

46. Justicia

Con esa victoria de Guóbjartur Jónsson se puso fin, al menos por el momento, a todas las actividades espectrales en los páramos. Así como un hombre corta de un tajo, en primavera, a una oveja enferma de lombriz, así cortó él la religión y la filosofía la noche en que expulsó a la parroquia de su casa y ordenó a sus hijos que se acostaran. Algunas personas dicen que también ahorcó al gato. Si el fantasma pensó que Bjartur se amilanaría, vendería sus tierras y buscaría una nueva casa debido a ese segundo desastre ocurrido a sus ovejas, le esperaba una desilusión. El diablo se había tomado todo el trabajo para nada; Bjartur estaba tan firme como una roca. Y aunque sufrió grandes pérdidas en la refriega, el pegujalero aprendió a no ceder siquiera un centímetro de terreno. Lo que siguió después no fue otra cosa que las consecuencias de los sucesos ya ocurridos.

Era el día más corto del año, cuando desaparece el sol. El cielo se nubló durante la mañana, con nubes bajas, cargadas de nieve y amenazadoras, que pendían a mitad de camino de las laderas de las montañas. Ningún resplandor portentoso iluminaba las almas o el paisaje. Hubo apenas un pequeño mediodía, esfumado en cuanto llegó, y sin embargo, ¡cuánta oscuridad se necesitó para envolverlo! Y el alcalde debía llegar de un momento a otro. El pegujalero no dio a nadie las órdenes para ese día de trabajo; era como si quisiese esperar la decisión de las autoridades para saber quién era el amo allí, si él o Kólumkilli. Pero, de todos modos, el pequeño Gvendur le siguió afuera, con la perra, cuando salió para dar de comer a las pocas ovejas que le quedaban. El hijo mayor estaba sentado ante la ventana, golpeándose las rodillas una con otra y contemplando en silencio un viejo dibujo grabado sobre la mesa. No hablaba ni cuando se le dirigía la palabra, no pensaba ni siquiera en trabajar un poco con el hilo del huso, y el pequeño Nonni, que estaba sentado junto a su abuela, tejiendo, le miró y, entendiéndole en la forma sutil, inexplicable que llega más lejos que las palabras o las imágenes, se le acercó consoladoramente:

—Helgi —dijo—. No te preocupes por eso. El alcalde no puede hacerle nada a un fantasma.

Y como el hermano mayor no contestó, el pequeño Nonni volvió a sentarse junto a su abuela. Nada de cuentos, de himnos; apenas unos murmullos triviales que nadie entendía.

De pronto el alcalde llegó desde el interior para encontrarse con el gobernador de la provincia, porque se iba a llevar a cabo una investigación judicial. Por el momento no se veía rastro de gobernador alguno. Había comenzado a nevar y el alcalde se mostraba hosco e insultante y no tenía tiempo que perder en esa clase de tonterías, y era dudoso que el maldito y viejo gobernador arriesgase su precioso esqueleto en los páramos, con ese tiempo; los universitarios se meten en la cama en cuanto ven unos copos de nieve. El alcalde se acostó en la cama de los padres; llevaba largas polainas para la nieve y llamó a Asta Sóllilja para que se las quitase. Ninguno de los dos estaba de buen talante: ni el visitante ni el pegujalero… Siempre estás metido en algún maldito embrollo, dijo aquél a su anfitrión mientras buscaba su tabaquera. Si no son esposas moribundas y ovejas agonizantes, son demonios desenfrenados y diablos furibundos. Y el pegujalero replicó que, por lo que concierne a la muerte y los demonios, compañero, nunca he pedido a nadie que viniese aquí y se reventara las tripas de tanto vociferar himnos y bobadas espirituales en medio de la noche, para risa de Dios y los hombres y eterna deshonra de toda la parroquia. Lo único que pido es la justicia a que tienen derecho todos los hombres libres en un país libre. Todos los años las autoridades me visitan para pedirme impuestos y contribuciones, pero ésta es la primera vez que yo solicito algo a las autoridades, de modo que opino que no les debo nada y no tengo que aguantar su insolencia.

—¡Mira! —dijo el alcalde, moviendo con la lengua el tabaco que tenía en la boca—. ¡Deberías venderme este apestoso agujero negro y estafarme por segunda vez!

Pero, después de la turbulencia emocional de los últimos días, Bjartur estaba decidido a recibirlo todo con la mayor ecuanimidad. No permitiría que el alcalde le irritase.

—Sí, viejo —replicó compasivamente—, siempre le ha agradado hacer su bromita, éeh?.

El alcalde:

—No veo por qué te molestas en seguir por más tiempo con esta empresa arriesgada e insignificante. Tus dos esposas están muertas; tus ovejas, muertas; tus hijos, muertos y peor que muertos. ¿Qué demonio de sentido tiene todo esto? Y ahí está la pobre Sólbjórt, o como quiera que se llame, casi una mujer crecida, pagana, analfabeta, y no se ha hecho esfuerzo para confirmarla.

—Es algo nuevo —comentó Bjartur—, su deseo de cristianizar a todos. Quizá siente que ha llegado a una edad en que será mejor estar preparado para cualquier cosa.

—No necesitas preocuparte por eso —repuso el alcalde—. Siempre he puesto mi cristianismo ante mí, y exijo de los demás el cristianismo necesario para ponerles dentro de las reglas de la ley. Siempre he tenido una imagen de Cristo en la pared de mi cuarto, una imagen que me dejó mi madre («Sí, y también otra del zar ruso», interpuso Bjartur)… sí, y otra del zar ruso, y quiero que sepas que siempre ha gobernado correctamente a sus súbditos, y que éstos no son, por lo menos, una pandilla de paganos testarudos que atraen sobre sus cabezas a los fantasmas y a los monstruos por la forma en que se comportan.

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