—¡Oh, puede alcanzar el siguiente!
—Pero si pierdo ese barco…
—Reykjavik no se moverá de su lugar, aunque pierda un barco y tenga que tomar el otro.
—Sí, pero tengo que ir en ese barco —insistió ella—. Aunque muera en la montaña… Tengo que llegar a Reykjavik el sábado.
—¿A qué tanta prisa?
Ninguna respuesta. Desesperación. Se quejó de que estaba a punto de ahogarse, se negó a comer o a beber. Pero se quedó toda la noche, a pesar del mal olor. No tenía otro lugar adonde ir. No se desnudó, sino que se acostó sobre un par de cajones. No quería oír hablar de acostarse en la cama. Durante toda la noche se la oyó suspirar y gemir. Una y otra vez se escurría escalera abajo, en la oscuridad, y salía. ¿Quería un orinal?, preguntó Bjartur. No, había salido a mirar el tiempo. Y a vomitar. Tenía que estar en Reykjavik el sábado.
Esa noche se durmió muy poco en la casa. ¿Qué se le había perdido en Reykjavik? ¿A quién tenía que ver allí? ¿Acaso Asta Sóllilja no tenía una frente alta y cejas tan curvas como ella? Y Asta Sóllilja ya no era delgada; era también una jovencita llena de anhelos y desesperación. La casa de él se erguía solitaria, en un bosque, no con una muchacha ante ella, como en la fuente de la madre, sino sola, en un bosque, como en el calendario que se cayó el año pasado y fue pisoteado y arrastrado a la porquería por las patas de las ovejas. Ella había sido la primera en tenerle; fue huésped en tierras de ellos, no de Auóur. ¡Buen Dios, qué sueños había soñado durante todo el invierno, hasta la muerte roja de la primavera! También ella permanecía despierta por la noche, con deseos tan apasionados como nunca sintiera anteriormente, más apasionados que antes. Algunas se quedan atrás, sentadas, en la muerte de la primavera, mientras otras se dirigen hacia el sur.
Asta Sóllilja fue despertada a la mañana siguiente, después de una corta modorra, por el sonido de las claras carcajadas alegres. La tormenta había cesado y la hija del alcalde, feliz, engullía sus emparedados con tiempo de sobra para alcanzar el barco. Su escolta, es verdad, afirmó que las perspectivas no eran buenas, pero la hija del alcalde rió y preguntó qué demonios importaba eso. Y habiendo recobrado su facultad de maldecir, salió a buscar sus caballos, mientras gritaba a su acompañante, a frecuentes intervalos:
—¡Oh, vamos! ¿No es hora ya de que partamos?
Pero el hombre estaba ocupado arriba, bebiendo café con la familia.
—¡Qué condenado barullo hace! —dijo.
—No es muy estable de humor, bendita sea.
—Es cierto —convino el guía, sorbiendo ruidosamente su café—. Estas mujeres están siempre nerviosas cuando se encuentran a punto de casarse.
—¿Me equivoco, o está engordando ella en ese sentido? —preguntó Bjartur.
—No se necesita una vista de lince para verlo.
—¿Supongo que alguien habrá pasado por allí? —continuó averiguando Bjartur.
—Ali, ¿crees que prueban sus anzuelos y sus lincas solamente en tus tierras estos héroes cooperativos del sur?
—iOh! ¡De modo que también él era de la cooperativa, el muy cochino! —exclamó el pegujalero—. Debí habérmelo imaginado.
Pero, a pesar de ello, acompañó a sus visitantes hasta el camino.
El viento era cortante; probablemente más nieve en ciernes. Al infierno con todo eso.
—¿No es tiempo ya de que esos diablillos perezosos se levanten?
Sacó dos cuchillos de carnicero envueltos en arpillera, los desenvolvió y los colocó en la cama, a su lado. Tomó una piedra de amolar del estante, escupió. El ruido que hacía al afilar el acero hería las carnes de muertos y vivos.
—Helgi, ¡arriba chico! Te necesito.
El niño se levantó enfurruñado de la cama, se puso los pantalones, comenzó a buscar el resto de sus ropas. Bjartur siguió afilando. Los otros chiquillos espiaban por debajo de las mantas. Él siguió amolando durante unos instantes más. Luego, arrancándose un pelo de la cabeza, probó el filo. Después tomó un mohoso escoplo del cajón de los trastos viejos, se lo limpió en la pernera del pantalón y lo afiló.
—¿No te has vestido aún, chico?
—¿Qué tengo que hacer?
—¿Qué tienes que hacer? Tienes que hacer todo lo que a mí se me ocurra decirte. Vamos, bajando…
Hizo bajar al chico mientras Finna contemplaba con ojos enloquecidos a su esposo, que estaba de pie ante la trampilla, con un cuchillo en cada mano. ¿Es que había pensado -esa gastada mujer que creía en la victoria final del bien y que había construido un batidor según las enseñanzas de Jesucristo- que podía hacer algo para desviar la implacable voluntad de conquista, sobre la cual se asentaron la libertad y la independencia de la nación durante un milenio? El milenio de Islandia. Echó los brazos al cuello de su esposo, mientras éste permanecía ante el escotillón con un cuchillo en cada mano.
—Es igual que matarme a mí, GuSbjartur —gimió—. Ya no puedo seguir viendo cómo los chicos se mueren de hambre… —y se sacudió de pies a cabeza con el llanto. Una flor eterna con temblorosas lágrimas. Pero, con un movimiento de los hombros, él se la quitó de encima. Y Finna le miró con ojos frenéticos mientras Bjartur desaparecía abajo.
Durante un rato no se oyó otra cosa que movimientos mudos. Él desató un cabo de cuerda e improvisó un cabestro. Luego pinchó a la vaca, más muerta que viva, para obligarla a ponerse de pie, gruñendo por el esfuerzo. Bjartur le soltó la cuerda que la ataba al establo; el animal mugió lastimosamente a través de la puerta abierta.
Para Finna de la Casa Estival, esa mujer silenciosa, amante de las canciones, que había dado a luz muchos hijos para la independencia del país y para la muerte, ese momento señalaba el fin de todas las cosas. Era buena. Tenía amigos entre los elfos. Pero su corazón había palpitado mucho tiempo presa del terror. ¿La vida? Era como si la vida en ese momento buscase una vez más sus fuentes. Le cedieron las rodillas y, en perfecto silencio, cayó en los brazos de la anciana Hallbera. Como insignificante polvo, se desplomó en el seco pecho de su madre.
Aquí concluye la primera parte.
Barcelona - Copenhague, invierno de 1933-1934.
(Sobre un borrador de 1932)
Cuando hay muerte en primavera, el verano pasa con un funeral, y el alma… ¿el alma? ¿Qué pensamientos cobija el alma en un nuevo otoño… y al principio del invierno?
—Y si fuese un invierno largo —dice el hijo mayor, sentado en el empedrado, frente a la casa, al atardecer—, si por casualidad viniese uno de esos inviernos que duran y duran, y que giran y giran en círculo, de ahí en adelante, sin sentido, como un perro que corriese en círculo porque alguien lo ha tomado por la cola… Y luego continúa girando, en círculo, más y más, siempre en el mismo círculo, hasta que finalmente no puede detenerse, hágase lo que se haga para impedirlo… entonces, ¿qué? —Y responde a su propia pregunta—: Nada podría suceder ya.
El hermano menor:
—No podría existir un invierno tan largo. Por que, si hubiese un invierno tan largo, de cien años, por ejemplo, yo subiría a la montaña.
—¿Para qué?
—Para ver si podía divisar los países.
—¿Qué países?
—Los países de que me habló mamá antes de morir.
—No hay países.
—Te digo que sí. En primavera he visto a menudo la corriente fluyendo hacia atrás.
Naturalmente, el hermano mayor no se dignó rebatir argumentos tan hostiles a todo buen sentido, nacidos del mundo de los deseos, sino que se contentó, luego de una pausa, con continuar desde donde se había interrumpido.
—Pero supongamos que hubiese un largo funeral —dijo—. Supongamos que hubiese un funeral tan largo que el sermón del sacerdote siguiese y siguiese, como una gotera, por ejemplo, gota tras gota, ¿me entiendes?, y supongamos que no acabe jamás. Supongamos que dijese ciento cincuenta amenes, uno detrás del otro. Supongamos que dijese amén continuamente durante ciento cincuenta años. Y entonces, ¿qué?
—No podría haber un funeral tan largo. La gente se pondría de pie y se iría.
—Pero el ataúd, tonto… ¿Se pondría de pie y se iría él también?
—La gente se lo lleva consigo —contestó el hermano menor.
—¿Estás loco, hombre? ¿Crees que alguien tendría la audacia de tomar el ataúd y llevárselo consigo antes de que el sacerdote hubiese dicho el último amén?
—Cuando mi madre fue sepultada, el sacerdote siguió hablando y hablando, lo sé. Pero al cabo se detuvo. Cuando el sacerdote comienza a sentir ganas de beber un poco de café, se calla por su propia voluntad. Siempre supe que alguna vez tendría que callarse.
El hermano mayor se acercó más al menor, en el empedrado, donde estaban sentados, y le posó una mano sobre el hombro como un protector.
—Eres tan pequeño aún, Nonni, chico… No hay que esperar que entiendas.
—Pero es que entiendo —protestó Nonni, y no quiso soportar la mano protectora de su hermano sobre el hombro—. Entiendo todo lo que entiendes tú, y más.
—Muy bien —dijo el otro—, ya que eres tan inteligente, ¿qué es un funeral?
El hermano menor caviló durante un rato, porque estaba decidido a presentar la respuesta correcta. Luego pensó un rato más, sin encontrar una contestación completamente satisfactoria. Y por fin había pensado durante tanto tiempo que, aunque le fuese en ello la vida, no le habría sido posible descubrir una respuesta sensata a una pregunta tan sencilla, visto lo cual el hermano mayor tuvo que contestarla él mismo:
—¡Un funeral es un funeral, idiota! —dijo.
Y el joven Nonni se sorprendió de que no se le hubiese ocurrido, tan evidente como era.
Luego el hermano mayor continuó:
—Y, desde entonces, nunca termina. Aunque la gente se vaya, aunque el sacerdote pronuncie el último amén; aunque la cascada fluya hacia atrás, sobre la cima de la montaña, como dices que sucedió la primavera pasada, que en realidad no es cierto, porque ninguna cascada podría fluir hacia atrás sobre la cresta de una montaña… Nunca, nunca termina desde entonces. ¿Y sabes por qué?
—No seas tan tonto, grandísimo estúpido.
—Porque el cadáver jamás vuelve a la vida.
—¡Oh! ¿Por qué tienes que estar siempre encima de mí? ¿No puedes dejarme tranquilo? —Y el hermano menor se apartó un poco.
—¿Tienes miedo?
—No.
La oscuridad, sobre el empedrado, se espesa más y más. Helaba. Negros bancos de nubes en el horizonte. Quizá pronto ocurrirá algo. La abuela espera una luna nueva.
—Escucha, Nonni, chico, ¿te gustaría que te dijera algo?
—No —repuso el chiquillo—, no quiero oírlo.
—Si nos quedáramos sentados en este empedrado durante cien años, o, mejor, durante ciento cincuenta años, y comenzara a oscurecer como ahora, y papá estuviese siempre alimentando a la misma oveja con el mismo heno de la misma gavilla, y…
—Si papá estuviese en casa, os daría una magnífica zurra por quedaros aquí sentados, parloteando como idiotas, cuando sabéis que es preciso seguir haciendo algo… —Es el hermano intermedio, Gvendur, que se ha introducido sigilosamente en la mística conversación, como un ladrón en la noche.
Pero, por increíble que parezca, fue el hermano que menos había entendido quien tomó la defensa del que más había hablado, y preguntó secamente al tercer hermano:
—¿Te hablaba alguien a ti?
Y el mayor agregó:
—Nadie es tan tonto como para hablar contigo.
Su hermano Gvendur nunca había entendido las cosas del alma, en tanto que ellos, en privado, discutían interminablemente acerca de las esperanzas y las desesperaciones de ésta. Esta diferencia de perspectivas les unía contra el otro, que sólo pensaba en seguir haciendo algo.
—¿No? —repuso Gvendur—. Ve y pregúntale a papá y él dirá que yo soy más hombre que vosotros dos juntos.
—¿Y a quién le importa? Mamá nos quería más a nosotros.
—Me gusta eso… ¡Si no había siquiera rastros de lágrimas en vuestros ojos cuando la enterraron! Ninguno de los dos lloró. Y la vieja Gunna de Myri dijo que era una deshonra veros, vuestra madre enterrada y vosotros ahí, boquiabiertos, mirando al sacerdote como un par de terneros, eso dijo.
—¿Así que piensas que debíamos hacerle a papá el favor de moquear y llorar? No. Nada de eso. Tampoco nosotros nos rendimos. Nosotros también somos vikingos de Jóm. Tú eres quien moquea. Nosotros maldecimos.
Precisamente cuando la riña se está enconando hermosamente, Asta Sóllilja asoma la cabeza por la puerta y atisba en la oscuridad hacia la carretera, limpiándose las manos de dedos largos, agrietadas por el agua, en sus harapientas faldas.
—Chicos, ¿no le habéis visto aún?
—¿A quién?
—¿Quién creéis que puede ser el que digo? Demostrad un poco de juicio por una vez en la vida.
—¿Piensas que estará muerto, o algo así?
—¡Vergüenza! No sé en qué terminaréis, con la forma en que habláis y pensáis de vuestro padre.
—Oh, nos iremos y viajaremos por todo el mundo cuando nos venga en gana, y os dejaremos a todos vosotros aquí —dijo el joven Nonni.
Asta Sóllilja:
—¡Oh, por lo que más quieras, vete a tu mundo, pues, y cuanto antes, mejor! Nadie te envidiará… —Esto lo dijo porque conocía el mundo por experiencia personal. Se volvió y entró nuevamente en la casa.
De modo que se quedan solos, como antes, sentados sobre las losas.
—También ella parloteó —dijo Helgi al fin, cuando el silencio se tornó demasiado prolongado.
Nonni:
—Sí, y sigue parloteando. Parloteaba anteayer por la noche. Y continuaba parloteando ayer por la noche. A nadie se le ocurriría charlar siquiera la mitad de lo que lo hace nuestra Asta Sóllilja.
—¿Sabes una cosa, Nonni? No tiene derecho a llorar.
—Sí, no es parienta de nadie.
—Eso se ve claramente mirándole los ojos. Tiene un ojo bizco.
—Y aunque cree que es grande y puede mandar a todos porque el pecho comienza a hinchársele a ambos lados, como el de una mujer, en realidad no es grande y no puede mandar a nadie, como volví a verlo ayer, cuando se acostaba. Pero ten cuidado de que no te oiga; tiene la maldita costumbre de fisgonear y de darte un golpe cuando menos lo esperas.
—No me importa. Ella tiene la culpa de que mamá haya muerto. Ella era quien tenía una chaqueta cuando mamá no poseía ninguna, y a ella se le permitía entrar en casa dos veces por día, en tanto que mamá debía continuar trabajando en el campo, aunque estaba enferma.