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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Gente Independiente (43 page)

Ella seguía bajando a visitar a la vaca para acariciarla y consolarla.

—Ya no falta mucho tiempo para que todo haya pasado —le decía—. Pronto saldrá el sol para las dos, y la nieve se derretirá, y entonces las ovejas bajarán a las ciénagas y volveremos a tener heno en abundancia. El pasto verde crecerá otra vez y el pequeño Nonni vendrá con su madre para sentarse junto a Búkolla en la ladera de la montaña. Y las aves…

¿Las aves? No. En esos momentos le faltaban las palabras y entonces continuaba acariciando a la vaca en silencio, porque, aunque las aves podían cantar en verano, la vaca continuaba mugiendo ante el heno podrido y el heno permanecía intacto en el pesebre. Música, no hay consuelo en la música para el que se enfrenta a la muerte en primavera. Ella acariciaba a la vaca, aterrorizada. Finalmente el animal comenzó a mugir.

Gradualmente la tormenta de Pascua amainó como cualquier otra. Salió el sol. La nieve desapareció rápidamente en la luz del astro. Pero el crudo frío permanecía en el aire y las heladas eran intensas durante la noche. Bjartur empezó a llevar una vez más sus majadas a la ciénaga, pero el pasto joven estaba, o bien marchito en las puntas o bien muerto del todo. Los hondones del pantano aparecían negros cuando emergían de la nieve congelada. Muchas de las ovejas madres se encontraban ya tan débiles que el pegujalero tenía grandes dificultades para arrearlas. Algunas de ellas no querían moverse para nada. Cuando cruzaban el arroyo necesitaban mucho tiempo para trepar a la orilla opuesta, aunque ésta, en altura, les llegaba apenas a la rodilla. En un momento dado conseguían subir la parte anterior del cuerpo, pero la parte trasera se quedaba colgando. Cuando Bjartur las levantaba, se dejaban caer en la orilla, en tierra, y una vez caídas era difícil hacerles mostrar deseos de seguir moviéndose. Las tomaba de los cuernos y trataba de ponerlas de pie, y ellas se incorporaban, cuando mucho hasta ponerse de rodillas, y se arrastraban de ese modo, forma de avance que siempre, desde los días de la primera colonización, se conoció con el nombre de renqueo. Después de renquear durante unos minutos, volvían a derrumbarse. En los pantanos se quedaban en los zanjones. Si se hundían hasta las corvas, no seguían esforzándose más. Los cuervos habían retornado a los aguazales, y aguardaban la oportunidad de hacerles un agujero en el lomo, de arrancarles las entrañas, de sacarles los ojos. Un día tres de ellas se quedaron inertes en la parte inferior del campo; aunque se envió a la perra para que ladrase y chasquease las mandíbulas en torno de ellas, no hicieron movimiento alguno; apenas parpadearon un poco. Bjartur tomó su navaja. Les abrió la lana del cuello, les seccionó la garganta y las enterró.

La mayoría de las ovejas tenían el gusano de la modorra. Bjartur separó a varias y las alimentó en la casa, pero los animales no miraban siquiera el heno. Por las mañanas una o dos de ellas estaban acostadas, imposibilitadas de todo movimiento, o ya muertas. Ordenó a su esposa que amasase un poco de harina de centeno. Algunas la comieron, otras la rechazaron. La harina de centeno escaseaba y, al paso que iban las cosas, no duraría mucho, aunque la familia economizase el pan. Por la noche trataba de atraer a las ovejas a la casa caminando hacia atrás, delante de ellas, con un trozo de masa extendida y permitiéndoles mordisquearlo de tanto en tanto, pero era una tarea sumamente lenta pues, por ese medio, solamente resultaba posible atraerlas de una en una. Y, antes de que se diera cuenta de ello, caían en tierra. Los niños hacían todo lo que podían para ayudarle en ese novedoso método de arreo. Sí, existe una gran diferencia entre una oveja en el verano, esa criatura altanera, orgullo de los pastizales montañeses, reina de los marjales, mientras se pasea altivamente por las laderas, husmea con cautela desde una loma o atisba socarronamente desde los saucillos, y esa trágica caricatura que se ve en los aguazales en primavera. Les cortó el cuello a muchas más.

Pero un buen número de ovejas conservaban todavía, notablemente bien, sus fuerzas y comían con buen apetito. Por éstas le correspondía hacer todo lo posible y no escatimar el heno abonado mientras quedase una sola brizna. Y la hacina disminuía día a día, y la vaca enflaquecía día a día y su leche era cada vez menos.

Su suministro era ya escasamente suficiente para la familia, aunque ésta había tomado por costumbre -en modo alguno extraordinaria en primavera- hacer una sola comida al día. Los hombres y los animales pasaban hambre. Al cabo Finna puso manos a la obra y talló un trozo de madera y le dio cierta forma, con contornos de pera en una punta, y lo guarneció de tosca hilaza. Los niños contemplaron el artefacto con ojos maravillados.

—¿Qué es eso? —preguntaron.

—Es un batidor —explicó Finna—. Una vez había una mujer que era muy pobre. Y entonces se le apareció Jesús y le enseño a fabricar un batidor para batir la leche y hacer que ésta durase más tiempo.

Finna puso un poco de cuajo en las gotas que todavía podía arrancarle a la vaca, batió la mezcla en una marmita y al cabo de unos momentos la leche había aumentado de tal modo de volumen que llenaba la marmita hasta el borde. Nadie sabe hasta dónde podría haber alcanzado si continuaba batiendo. Los niños tuvieren leche batida para beber y se sintieron todos muy impresionados con Jesús. Luego, una noche, Finna dijo:

—Bjartur, tendrás que ir a ver si puedes conseguir un poco de heno de alguien.

El agricultor abría muy rara vez la boca en la casa en esos días y, cuando hablaba, lo hacía generalmente para dar las órdenes más bruscas, como un capitán en alta mar durante una tormenta. Pero el ruego le hizo dar un brinco como si hubiese sido punzado por la punta de un cuchillo.

—¿Yo? ¿A pedir heno? No tengo ninguna deuda que cobrar a nadie.

—Pero, Bjartur, querido, la vaca está casi seca y es terrible ver el hambre que sufre. La pobre criatura se está consumiendo ante mis propios ojos.

—Eso no es cosa mía —replicó él—. No tengo intención de endeudarme con nadie. Somos gente independiente. No estoy atado a nadie. Soy un hombre libre que vive en sus propias tierras.

—¡Es que tenemos tanto que agradecerle a la pobre Búkolla! —protestó su esposa.

—Sí, lo sé —dijo él—. Y quizá tendremos que agradecerle mucho más antes de que se haya muerto. Especialmente si logra matar a todas las ovejas que me quedan.

—Aunque sólo sea una o dos gavillas de buen heno abonado —rogó Finna.

—Ningún poder que exista entre el cielo y la tierra podrá hacer que traicione a mis ovejas por una vaca. Me fueron necesarios dieciocho años de trabajo para reunir mi majada. Trabajé doce años más para pagar la tierra. Mis ovejas han hecho de mí un hombre independiente y jamás me inclinaré ante nadie. Permitir que la gente diga de mí que me vi precisado a mendigar un poco de heno en primavera es una deshonra que nunca toleraré. Y en cuanto a la vaca, me fue endosada por el alcalde y el Instituto Femenino para privar a los chicos de su apetito y hurtar el mejor heno a mis ovejas, y por ella haré solamente una cosa. Y esa cosa se hará.

—Bjartur —dijo Finna con una voz carente de tonalidades, mirándole fijamente, turbada por la infranqueable distancia que separa a dos seres humanos—, si piensas matar a Búkolla, mátame a mí primero.

39. Muerte en primavera

El mismo tiempo, ninguna señal de mejoría, cielos horribles, frecuentes granizadas. Todo el pegujal apestaba con el olor pútrido del estiércol plagado de gusanos, que se tornaban más virulentos. La hueca tos de las ovejas se mezclaba a los gemidos de la vaca. Los gusanos les salían retorciéndose de las fosas nasales y pendían, como hilos, del pus que les rodeaba la nariz. Todas las mañanas una o más de ellas eran encontradas tiradas en el fango, a veces respirando aún levemente, y él las mataba, las arrastraba hasta una tumba de turba, limpiaba su cuchillo con el musgo, maldecía. Veinticinco muertas, todas ellas criadas por él. Conocía la genealogía de cada una de ellas, había podido reconocerlas desde que nacieron. Una imagen de cada uno de los animales estaba grabada en su cerebro tan nítidamente como las facciones de cualquier amigo íntimo, tanto en aspecto como en personalidad. Detrás de sus recuerdos de los animales veía el paso de muchas estaciones. Los recordaba sanos y cubiertos de espesos vellones, bajando de la montaña en el otoño, orgullosos de sus hijos retozones. Los recordaba en primavera, cuando lamían a sus borregos, recién nacidos e indefensos, en alguna verde cañada. Cada una de las ovejas tenía sus propias características, su propio temperamento. Recordaba en detalle la forma de cada uno de los cuernos, empenachado uno, moteado de gris otro, estriado de amarillo un tercero. Una era tímida y tan medrosa como la más ruborosa de las doncellas; otra saltaba descaradamente a lo alto de los muros o cruzaba a nado ríos imposibles de cruzar; a una tercera le gustaba deslizarse al fondo de los barrancos… y él había tenido que cortarles la garganta. Los gusanos habían salido retorciéndose del cuerpo sangrante, los pulmones estaban taladrados como carroña podrida: Hringja, Skella, Skessa, Kempa, Gala, Dúfa, Drófn, Hálfhyrna, Styggahvít, Spakagul, Kría, Dúóa, Brúska, Gulsokka, Drotning, Rák, Gryta, Fála, Gaef, Breióhyrna, Fjóla, Morkola, Bjartleit, Kríka, Arnhófóa, aquellas criaturas habían sido el eje motor de su existencia y su más fuerte apoyo. Veinticinco. ¿Cuál será la próxima?

Nieve espesa; ni posibilidades, hoy, de dejar que las ovejas salgan a pastar, tres ovejas madres condenadas a muerte esta mañana: Kúpa, Laufa, Snúra. Ni una palabra pronunciada en la casa; los últimos restos del heno, repartidos; la vaca se ha negado a mantenerse en pie. A medida que el día avanza, los intervalos entre nevada y nevada se hacen menores, hasta que, una vez más, ruge la tormenta, hay oscuridad en el ventanuco y el humo sopla chimenea abajo, para añadir su incomodidad al hedor del maloliente estiércol de abajo, resulta casi imposible respirar.

Y en alguna otra parte del mundo hay un huerto y un palacio.

Y entonces, ¿es que el mundo se había olvidado por completo de ese pequeño pegujal del valle? ¿Había sido abandonado ya con sus ansiosos corazones, su heroísmo no registrado por cronista alguno, no recogido por ningún libro? ¡No, oh, no! había visitantes ante la puerta, los bufidos de caballos en la tormenta, el tintinear del bocado del freno, voces extrañas… repentina expansión de la mente desde su mudo terror congestionado, inesperado placer de hombre y perra.

Y por el escotillón apareció una nevada muchacha, cuyas generosas curvas eran acentuadas por sus ceñidos pantalones de montar, cuyos ojos azules eran complacientes y sus mejillas estaban enrojecidas por el viento. Se quitó la nieve de las ropas, haciéndola caer por la abertura, mostró sus saludables dientes en una carcajada y maldijo aquí y allá, jajajá. Su fusta de montar relucía lujosamente en ese lugar en que ni un solo artículo habría podido venderse por más de veinticinco céntimos… Auóur Jónsdóttir de Myri. Su escolta, uno de los hombres del alcalde, la siguió al desván. La llevaba a Fjóróur, para que pudiese embarcar mañana en el vapor correo del sur, rumbo a Reykjavik y a un clima más suave.

—¡Mi querida señorita, cómo se extiende usted por las dos bandas! —exclamó Bjartur, palmeándole cortésmente las nalgas—. Se alimenta todavía con lo mejor que se produce, según veo. No se la crió con lavazas, bendita sea la cabecita que apenas me llegaba a la cintura cuando me casé por primera vez.

Alineándose hombro a hombro, los niños la contemplaron admirados, profundamente impresionados por su tamaño, por su confianza en sí misma, por lo largo del viaje que iba a hacer y por lo experto de sus juramentos. Y pronto terminó ella de quitarse la nieve y se estaba allí, de pie, como una planta fértil y madura que se encorva bajo el peso de sus flores recientemente abiertas y que pronto dará sus frutos.

No, ni hablar de cruzar el brezal con ese tiempo; una tormenta como ésa sería el fin de cualquier mujer. Se quedaría allí hasta que aclarara. Ella miró en derredor buscando un asiento, pero las colchas de todas las camas eran igualmente poco incitantes. Por fin se la convenció de que se encaramase en la parte de delante de la cama de los padres. No quería molestarles, esperaba que el tiempo mejorara antes de la noche, preguntó cortésmente por las ovejas.

—Hubo alguien aquí, no sé quién, que tramaba algo a fines de febrero, y que me contramarcó una oveja. Pero supongo que eso no será nada comparado con lo que ustedes tendrán que informarme.

Sí, había lúgubres noticias provenientes de tierra adentro, confirmadas por la escolta, lúgubres noticias. Ólafur de Ystadalur había perdido aproximadamente cuarenta animales, a pesar de toda su ciencia, y Einar de Undirhlíó más de treinta, aunque posiblemente encontrarían pastizales más verdes en el otro mundo. Pórir de Gilteig no quería siquiera decir cuántas había perdido, ahora que su hija menor se había fugado y dado a luz un hijo ilegítimo (la hija del alcalde: «¿Por qué no se casan decentemente con los individuos?»), pero Bjartur dijo que lo que siembres eso recogerás, y rió.

—Es culpa de las vacas —declaró—. Terminan comiéndole el alma a uno, los malditos parásitos. Sus vientres son tan insondables como el Mediterráneo.

Empero, las cosas no le iban tan mal al rey del rodeo, continuó diciendo el hombre del alcalde, y en Myri les daban masa de pan, aunque algunas de ellas se mostraban desganadas, como sucedía tan a menudo en primavera, y tuvieron que cortar una que otra garganta.

En efecto, Bjartur lo sabía. Era una vieja costumbre de Myri. Una morcilla de más o de menos en la época de la matanza no significa gran cosa para el alcalde, siempre que sus caballos de silla estuviesen bien alimentados.

La tormenta se negó a amainar y la muchacha comenzó a inquietarse. Una y otra vez bajaba para mirar afuera. La nieve entraba directamente por la puerta, le golpeaba en el rostro; las tormentas no son nunca tan punzantes como en primavera. Ella maldecía durante unos momentos; luego se callaba y se ponía pensativa. Después tenía un acceso de histeria que culminaba en la pérdida de todo dominio de sí.

—¡Mi hermano Ingólfur me espera esta noche! —gritaba—. ¡Seguramente pensará que me he perdido en la montaña, cielos, si pierdo ese barco!

—Oh, esta noche aclarará, con seguridad.

—¡Que el cielo me ampare si pierdo ese barco!

—Ya está cediendo un poco.

—¡Que Dios Todopoderoso me ayude si pierdo ese barco!

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