La cena en el prado, como todas las verdaderas alegrías, era más dulce en la expectativa que en la realidad. El bacalao salado y el pan de centeno, las gachas aguadas y la morcilla agria, la lluvia interminable que caía en los platos mientras comían… una lista de platos más rígida no se había encontrado en ninguna parte. El pescado emitía un potente olor en la lluvia y el olor se pegaba durante varias horas a la nariz, a las ropas, a las manos. Los chicos nunca ansiaban tanto la comida como cuando se levantaban de comer bajo la hacina del heno.
Hiciese el tiempo que hiciese, Bjartur siempre se apartaba de los otros cuando terminaba de comer. Se acostaba sobre un brazado de heno, con el sombrero en la cara, y se quedaba dormido instantáneamente. En cuanto se movía durante el sueño, se salía del heno, cayendo a menudo en un charco, y despertaba de inmediato, cosa que le complacía enormemente. Consideraba correcto que un hombre durmiese cuatro minutos durante el día, y siempre se mostraba malhumorado si se excedía en su sueño. Las mujeres se introducían en la hacina cuando habían terminado de comer. Y entonces comenzaban los tiritones, porque se encontraban sobre la hierba mojada, y se levantaban con las manos entumecidas, con pinchazos en las piernas, e iban a buscar sus rastrillos. Y si Bjartur las oía quejarse de la humedad les replicaba que sólo los miserables desdichados podían molestarse porque el tiempo estuviese demasiado seco o demasiado húmedo. No podía entender por qué había nacido gente así.
—Querer estar seco no es más que una maldita excentricidad —decía—. Yo he estado mojado durante más de la mitad de mi vida y nunca me resentí una pizca por ello.
Una tarde, cuando la siega del prado estaba ya casi terminada, cuando ya caía la noche, porque los días se acortaban rápidamente, ¿a quién vieron sino a un hombre con un caballo de carga bajando de la parte superior del brezal y atravesando la tierra sin caminos para bajar a los llanos del otro lado del lago? Era una expedición peculiar. Evidentemente el hombre era un extranjero en la región y tal vez no estuviese del todo bien de la cabeza. ¿O sería un proscrito? ¿Qué creía el individuo que estaba haciendo, vagando por tierras ajenas? Quizás era un elfo. Al menos no se trataba de una persona normal. Hasta Bjartur dejó de trabajar y se inclinó sobre el mango de la guadaña para contemplar a aquella persona que despreciaba de tal modo los campos trillados. ¿Qué estaría buscando el sujeto? ¿O un especulador de tierras, del sur? ¿Estaría especulando? ¿Con tierras ajenas? Finalmente el hombre tomó el equipaje del lomo del caballo y dejó al animal suelto en los marjales, al otro lado del lago, qué demonios. Luego dio la vuelta, y se dirigió hacia ellos. Todos le contemplaban, olvidando el trabajo. Enigma. Misterio. ¿Hay algo más atrayente que un desconocido en la tierra? Los niños se olvidaron hasta de la cruel fatiga de la decimoquinta hora.
El hombre no parecía tener mucha semejanza con otras personas. Llevaba la cabeza descubierta y tenía una camisa parda y un jersey sin mangas. Estaba atezado y recién afeitado; era delgado, levemente cargado de espaldas y tenía facciones delicadas y mirada circunspecta como un extranjero.
—Buenas noches.
—Buenas noches —replicaron los otros cautelosamente.
—¿Gente de la Casa Estival? —preguntó el visitante mientras se acercaba.
—Depende de cómo se mire —replicó Bjartur, más bien enojado, avanzando uno o dos pasos hacia el visitante, con la guadaña preparada—. Es decir, siempre creía que eran mis tierras, sea usted quien fuere. Y no puedo decir que entienda qué quiere decir eso de estudiar tierras ajenas.
No le ofreció la mano en el saludo acostumbrado; se detuvo a unos pasos de distancia y miró en su derredor, en la penumbra del ocaso. Luego, pensativamente, extrajo una pipa y tabaco.
—Hermoso valle —observó—. Tan hermoso como cualquiera que haya visto.
—¿Hermoso? —repitió Bjartur—. Hmm, eso depende de si el heno sale bien o se convierte en una bazofia. ¿Ha sido usted enviado por alguien?
¿Enviado? No, el visitante no había sido enviado por nadie; simplemente se le ocurrió que, puesto que el lugar era tan hermoso, podía pedir permiso para levantar allí una tienda, al otro lado del lago.
—Esta tierra —dijo Bjartur—, esta tierra llega por el sur hasta el brezal, allá, y por el norte hasta los picos montañosos, por el este hasta el centro de la cordillera, y por el oeste hasta Moldbrekkur. Todos los terrenos bajos me pertenecen.
El visitante hizo alguna observación incomprensible acerca de que todas esas tierras eran un auténtico parque.
—Que sean un parque o no —repuso Bjartur—, son propiedad mía, y no puedo decir que me agrade ver a desconocidos fisgoneando en ellas.
Hace ya trece años, y más, que levanté esta granja de las ruinas, y en cuanto a la gente de Rauó\smyri, no les debo un centavo. Cuando comencé se me dijo que había aquí un fantasma, pero yo no temo a los fantasmas ni a los hombres. Tengo buenas ovejas.
El visitante entendió y sacudió afirmativamente la cabeza.
—Empresa privada.
—No lo sé —dijo Bjartur—, ni me alabo de ello. Lo único que sé es que no estoy en peor situación que la mayoría de los individuos de por aquí que trabajan solos, y sí, en todo caso, un poco mejor por no haberme acostumbrado jamás a endeudarme, cosa que conseguí siempre fácilmente con sólo no dejar que hubiese parásitos con pretensiones a mi heno: hasta el invierno pasado, en que cierta gente me endosó una vaca. Pero, naturalmente, nunca me he considerado un igual de los grandes hombres y, en consecuencia, me niego a permitir que nadie se entremeta en mis asuntos y no tengo deseo alguno de establecer sociedad con nadie.
Pero el visitante explicó rápidamente que cuando habló de empresa privada, naturalmente, no quiso decir que todos se convirtiesen en hacendados o en hombres acaudalados. Y, de todos modos, no le gustaba mucho tratar con los agricultores importantes; prefería que su calderilla pasase a manos de los pequeños propietarios…
Bjartur, sacando inmediatamente en conclusión que debía tratarse de alguien que tenía en la cabeza nuevos métodos comerciales, declaró que había decidido no tratar con nadie que no fuese su propio comprador, el viejo les ha mantenido unidos el cuerpo y el alma a muchos en esta época, y aunque Jón de Myri funda sus cooperativas y promete entregar dividendos para cuando los tiempos sean buenos, supongo que los dividendos de que habla serán mayores en la parte que él arranque de un mordisco, y más menguados para nosotros, los que tenemos más de treinta o cuarenta para vender. ¿Y qué pasará en los años malos? Si toda la estructura se derrumba, seremos nosotros los que pagaremos las pérdidas, creo. Y no sólo las nuestras, sino también las de ellos, malditos sean. De modo que, por lo que respecta a transacciones comerciales, amigo mío…
El visitante se apresuró a asegurar a Bjartur que jamás soñó siquiera en tratar de minar las buenas relaciones que existían entre el pegujalero y su comprador. No era más que un individuo a quien le gustaba probar una escopeta, o un anzuelo y un sedal, cuando estaba en el campo en verano, «y me pregunto si no me permitirá usted probar una línea… previa compensación, claro».
—No hay pesca que valga la pena —contestó Bjartur—. La gente sensata no tiene tiempo para malgastarlo en la basura que encontrará usted en el lago, y, en cualquier caso, lo que se atrapase aquí, en los pantanos, pez o ave, no serviría de gran cosa para mis ovejas. Puede que sirva de algo para los grandes propietarios de ovejas, e incluso para los hijos de los grandes propietarios. Ahí está, por ejemplo, el hijo del alcalde de Útirauðsmyri, ése a quien ahora llaman gerente, que fue educado en la religión persa y se ha hecho administrador de la cooperativa que su padre fundó… Pues bien, ése jamás pudo ver una cosa que respirase el aire de la vida sin sentir deseos de volarle los sesos, condenado sea.
La vieja Fríóa, imprudente y rencorosa como siempre, gritó desde el prado:
—¡Escuchad como denigra a sus superiores ese destripapantanos que esclaviza a todos, parientes y extraños, muertos y vivos… a todos, menos a los piojos que se arrastran por su podrida piel!
El visitante exhaló humo en su dirección, sin saber a ciencia cierta qué actitud adoptar en la cuestión.
—Oh, no se preocupe por lo que vomita esa cosa. No es más que uno de esos malditos pobres que viven del socorro de la parroquia, y no es la primera vez que se le va la lengua —dijo Bjartur a fin de impedir cualquier malentendido, y en tal forma que el visitante se consideró ahora en libertad de renovar su petición.
—Bien —repuso el granjero al cabo—, si no es usted un especulador y si no ha sido enviado por ninguna compañía, no veo por qué no habría de levantar una tienda por una o dos noches, siempre que no me pise mucho la hierba. Pero no toleraré a ningún especulador en mi tierra. Y tampoco a miembro alguno de compañías o sociedades, porque considero a las sociedades la ruina del individuo. Y mis tierras no están en venta, de todos modos, y menos aún por dinero. Y yo y mi gente vivimos aquí en paz, tranquilos, y tenemos todo lo que necesitamos. Si solamente esta maldita lluvia dejara de mear alguna vez…
El terreno quedó allanado para la negociación cuando el desconocido consiguió por fin convencer a Bjartur de que no era un especulador ni miembro de sociedad alguna. Era un hombre corriente de la capital, la clase de individuo que se ve a menudo durante el verano, un excursionista, un inocente exiliado. Alguien le había dicho que allí podría encontrar solaz; había olvidado el nombre del informante. Le agradaría permanecer por allí unos días, no le faltaba nada, estaba provisto de todo. Como prueba de ello extrajo una cartera abultada con billetes de banco, verdadero dinero en un montón; ellos, estos capitalinos, y los bancos están en perfecto acuerdo; algunos dicen que usan esos billetes en el excusado. A despecho del desdén que Bjartur sentía hacia el dinero, la vista del mismo no dejó en ese momento, de producirle alguna impresión. Incluso se ofreció a ayudar al hombre con su tienda, pero el visitante declinó el ofrecimiento, agradeciéndolo, podía arreglárselas solo. Se despidió de ellos con un saludo tan superficial como el de su llegada, dejando tras de sí una nube de humo azul que se disolvía sobre el prado, en la calma de la noche, y un aroma fabuloso. Había dicho tan poco, se mostró tan poco ceremonioso en sus saludos y exhibió tanto dinero, que no había límite para lo que la imaginación podía fabricar en torno a un hombre así, un gran hombre, un hombre elegante, la distinción misma hecha hombre, el príncipe de un cuento de hadas. Y ahora era vecino de los habitantes de la Casa Estival. Su proximidad era como el regusto del domingo a mitad de la semana, con un intervalo en el aguacero, material para el pensamiento en la apatía, estímulo en medio de la tristeza de la vida. Esa noche Asta Sóllilja soñó muchas veces que la manzana le saltaba de la garganta.
Luego, al día siguiente, la vaca parió, y así, en veinticuatro horas, ocurrieron dos grandes acontecimientos en los páramos.
Esas últimas semanas, pobrecita, había estado terriblemente pesada, y Finna, que sabía cómo era eso, no dejaba que nadie la sacara por la mañana o la trajera por la noche; lo hacía ella misma. Ningún otro era suficientemente pausado con ella, nadie tenía la paciencia de esperar mientras la vaca se convencía a sí misma para salir por la estrecha puerta del establo, con los flancos rozando las jambas. A Finna jamás se le habría ocurrido castigar a la criatura mientras chapaleaba trabajosamente con el barro hasta las corvas, frente a la casa. Búkolla se detenía luego de cada paso, bufando y gruñendo, pero mirando de tanto en tanto a la mujer, meneando las orejas y mugiendo. Generalmente se separaban en el hendón de junto al arroyo, y la mujer le acariciaba la papada, y «pronto tendremos un ternerito de frente redonda y patas débiles, largo y torpe, y espero que todo nos vaya bien, y tú me verás esta noche. Y tomaremos las cosas con calma y nos recordaremos mutuamente en el pensamiento». Después Finna se iba a la casa y la vaca comenzaba a mordisquear ruidosamente el pasto, las fosas nasales frunciéndosele con el placer del exquisito bocado, porque el pasto de las orillas de los arroyos era fuerte y jugoso.
Pero esa noche Finna no encontró a la vaca en sus pastizales habituales, y lo consideró extraño, porque últimamente el animal mostraba pocos deseos de vagabundear, ahora que esperaba, y hacía tiempo había dejado de lado sus tentativas de fuga. Vagó de loma en loma, alejándose más y más, a lo largo de la ladera de la montaña, llamando «¡Búkolla, Búkolla querida!» Finalmente la vaca le respondió desde un pequeño hendón herboso, junto a un barranco. Bramó una sola vez en respuesta y fue encontrada. Había parido. La mujer comprendió inmediatamente.
Finna la encontró extraordinariamente difícil de tratar; no quería portarse bien y debía ser empujada. Continuamente describía círculos en torno al ternero, husmeándolo, lamiéndolo y mugiendo suavemente a cada paso; no podía dedicar un solo pensamiento a nadie más. Pero Finna comprendía. Cuando una tiene un ternero, éste se interpone entre la madre y el objeto que hasta entonces era el más querido. La atareada agresividad de la maternidad feliz domina su comportamiento y borra sus rasgos más civilizados. Era como si los sueños de esa criatura se hubiesen tornado realidad en un solo día, como si ya no necesitase nada más. La simpatía de los demás se había convertido en una superstición. Pasó mucho, mucho tiempo, antes de que la mujer consiguiese, mediante halagos, llevarla al establo.
Todos menos Bjartur se encontraban esperando fuera para dar la bienvenida a la vaca y su ternero recién nacido. Los chicos salieron del campo para irles al encuentro y examinar al ternero de manchas grises. Era evidente la raza de la vaca de la costa. Se trataba de un torito, y Asta Sóllilja lo saludó con un beso. Y la vaca contempló el beso, mugiendo broncamente. Esa noche la perra no intentó morder las patas de la vaca; ni siquiera le ladró, a pesar de que era una tonta. Con la cola entre las patas, se retiraba cortésmente a una distancia prudente cada vez que la vaca daba señales de querer atacarla, y, desde unos metros de distancia, observaba con gran respeto las nuevas relaciones que se establecían. La anciana abuela se arrastró a lo largo de la pared, con la ayuda de un viejo mango de rastrillo, para acariciar al ternero y a la vaca. Hasta la vieja Fríóa se mostró más cordial que de costumbre.