—¿Para qué? —preguntó el hombre.
No lo sabían.
—Es muy divertido jugar juegos —dijo él, pero ellos no sabían a quién se refería; si se refería a ellos, a sí mismo o a la gente de la región. Las mejillas de la joven ardían de temor de que la mirase o le dirigiese alguna observación a ella en especial.
—¿Por qué no cazáis pájaros? —preguntó él.
—Papá no quiere —respondió el chiquillo, sin recordar que su padre había divulgado su meditada opinión al respecto.
—¿Qué hicisteis con los patos que os di el otro día?
—Los cocimos.
—¿Los cocisteis? Deberíais haberlos frito en manteca.
—No tenemos manteca.
—¿Por qué no?
—Papá no quiere comprar una desnatadora.
—¿Es que vuestro padre quiere algo? —averiguó el hombre.
—Ovejas —repuso el niño.
Entonces, por fin, el hombre miró a la pareja, y fue como si se diese cuenta por primera vez de que aquello era una conversación y de que, lo que era aún más, había verdadera sustancia en esa conversación. Se mostró más bien sorprendido.
—De modo que quiere ovejas —dijo, acentuando fuertemente la palabra ovejas, como si le fuese imposible comprender la relación del vocablo con el contexto. Luego, mientras daba vuelta a las aves en la sartén (y se pudo ver que la parte de abajo estaba tostada), la manteca escupió y restalló y una densa humareda llenó la tienda—. De modo que quiere ovejas —repitió el hombre para sí. Meneó la cabeza, siempre para sí, y, aunque los hermanos no advirtieron su desaprobación, sintieron, ello no obstante, que debía haber algo que no estaba del todo bien en el hecho de querer tener ovejas. Nonni resolvió decirle a su hermano Helgi que parecía dudoso que ese grande hombre estuviese en completo acuerdo con todas las opiniones de su padre.
Ella le estudió de arriba abajo, le observó el cinturón, y los dedos del pie, y la camisa, que estaba hecha de tela parda y abierta en el cuello, y nunca conoció a nadie parecido. Indudablemente hacía todo lo que quería. Su casa… con el ojo de la mente vio la casa, encantadora como un sueño, como la de la fuente de su madre. Pero eso era imposible ¿Y por qué era imposible? Porque había una muchacha de pie ante la puerta de la casa de la fuente. La casa de este hombre estaba aislada en el bosque, como la de un calendario que las ovejas pisotearon en el barro cuando se cayó escaleras abajo, hacía dos años… sola en un bosque. Y él vivía solo en ella. En su casa los cuartos eran más numerosos y más hermosos aún que los de la mansión de Rauósmyri y tenía un sofá que era más maravilloso que el sofá de Rauósmyri. De él se hablaba en Blancanieves.
—¿Cómo te llaman? —preguntó él, y el corazón se le detuvo a la joven.
—Asta Sóllilja —barbotó con voz angustiada.
—¿Asta qué? —preguntó él, pero ella no se atrevió a repetirlo.
—Sóllilja —dijo el pequeño Nonni.
—Sorprendente —comentó él, contemplándola como para asegurarse de que era verdad, en tanto que ella pensaba cuan espantoso era verse abrumada con tal absurdo. Pero él le sonrió y la perdonó y la consoló, y había algo tan bondadoso en su mirada, tan tierno… En eso le place al alma descansar de eternidad en eternidad. Y ella lo vio por primera vez en sus ojos, y quizá nunca más, y lo encaró y lo entendió. Y eso fue todo.
—Ahora sé por qué el valle es tan hermoso —dijo el visitante.
Asta no tenía la más mínima idea de qué podía contestar… ¿hermoso, el valle? Después, durante semanas enteras, se devanó los sesos. ¿Qué quiso decir? A menudo había oído hablar de la hermosa lana y el hermoso hilo, y, más que nada, de las hermosas ovejas… ¿Pero del valle? Pero si el valle no era otra cosa que un marjal, un marjal empapado donde uno se hundía hasta los tobillos en los charcos, en las lomas, y más profundamente aún en los pantanos, un lago estancado donde algunos decían que vivía un nykur, una granja situada en un otero, bajo una montaña con cinturones de picos encima y, muy pocas veces, sol. Miró en torno, el valle, el aguazal, el maligno aguazal donde durante todo el verano había levantado el heno mojado, empapada y desdichada. Los días parecían no haber tenido mañanas ni noches que aguardar… y ahora el valle era hermoso. Ahora sé por qué el valle es tan hermoso. ¿Por qué, pues? No, no era porque ella se llamase Asta Sóllilja. Si era hermoso sería porque un hombre maravilloso había llegado a él.
La fritada seguía siseando.
—Salgamos —sugirió él. Se sentaron a la orilla del lado. Eran casi las tres y había en el valle una tibia brisa estival. Él se acostó sobre la hierba, de cara al cielo, y ellos le contemplaron y miraron los dedos de los pies.
—¿Sabéis una cosa? —preguntó él al cielo.
—No —fue la respuesta de ellos.
—¿Habéis visto alguna vez un fantasma?
—No.
—¿Sabéis hacer algo? —preguntó el hombre.
En ese punto los niños sintieron que quizá era poco cortés contestar a todas sus preguntas negativamente, de modo que no negaron rotundamente que supiesen hacer algo. ¿Qué sabía hacer Asta Sóllilja? Pensó intensamente durante unos momentos, pero descubrió que se había olvidado de todo lo que sabía hacer.
—Nonni sabe cantar —dijo.
—Veamos cómo cantas, pues —dijo el hombre.
Pero aparentemente el chiquillo se había olvidado de golpe cómo se hacía para comenzar a cantar.
—¿Cuántos dedos tengo en el pie? —preguntó el hombre.
—Diez —respondió sin titubear el pequeño Nonni, e inmediatamente lamentó la precipitada respuesta, porque no se había molestado en contarlos, ¿y quién podía afirmar que un gran hombre como ése no tuviese once? Asta Sóllilja volvió la cabeza; en toda su vida no había oído a nadie formular una pregunta tan curiosa, y, por más que lo intentaba, no podía contener la risa. Y cuando volvió a mirar, el hombre la contemplaba de un modo tan gracioso que rompió a reír. Se avergonzó mucho. Pero no pudo evitarlo.
—Lo sabía —dijo el hombre triunfalmente, levantándose de la hierba para verla reír. Ella surgía a la vida con la risa, picardía en los ojos. Se rindió, y fue un rostro de muchacha.
Luego él tuvo que entrar a echar una nueva ojeada a los patos. El olor de la fritura se extendía en torno a la tienda y los hermanos sintieron la boca hecha agua mientras pensaban con deleite en comer una comida de tan sabroso aroma. El hombre trajo algunas latas llenas de frutas en conserva y las volcó en una fuente, y estaba tan ocupado con sus fragantes golosinas que tenía poco tiempo para dedicar a los niños, y Asta Sóllilja se mostró repentinamente colérica con su hermano Nonni por ser tan estúpido y fastidioso.
—¿Por qué no podías cantar para el hombre, tonto, ya que te dejé venir conmigo? —dijo. Pero esa noche, cuando se encontraba sentada en el empedrado, se reprochó amargamente por no haber demostrado lo que ella misma sabía hacer… ¿Por qué, por ejemplo, no le contó la historia de Blancanieves, que se sabía de memoria? Una vez en medio del invierno, cuando los copos de nieve caían como plumas… estuvo a punto de comenzar. Pero la verdad es que pensó que posiblemente él le diese un sentido equivocado al relato. Empero, fuere cual fuese el resultado, le era imposible no pensar en lo que había dejado sin hacer y le dolía el cuento que no contó. No se lo dijo a nadie; estaba sentada, mirando hacia la tienda que brillaba en el ocaso, en la orilla del lago. Y luego vio lo que, por todo lo que le decía su visión, era un hombre que cruzaba el marjal hacia el oeste, como si se dirigiese a Rauósmyri. Era él.
Cuando se acerca la hora de acostarse en Casa Estival, se encamina hacia el oeste, cruzando la montaña. ¿Adonde podía ir a tan alta hora de la noche? Nunca lo había advertido ella anteriormente, pero quizás iba todas las noches allí sin que ella lo supiera. Pero, ¿no había dicho él que el valle era encantador? ¿Qué quiso decir con eso? ¿Lo había dicho en broma, cuando ella estaba tan segura de que lo dijo en serio? Porque… si el valle era tan hermoso, ¿por qué cruzaba la montaña, y de noche cerrada? Hacía frío.
No le vieron durante dos días, pero ella le oyó cazar. Luego vino. Fue otra vez al caer la noche y ellos estaban preparándose para acostarse. Afortunadamente no se había quitado aún la bata. Había una lumbre en su pipa cuando asomó la cabeza por la trampilla, en la oscuridad, y dijo buenas noches. De su bolsillo extrajo una caja que arrojaba luz, y las mujeres estaban en enaguas. Chupaba vigorosamente la pipa y las nubes de fragante humo llenaron inmediatamente la habitación.
—Me voy —dijo.
—¿Qué prisa tiene? —preguntó Bjartur—. Siempre pensé que una o dos semanas de más no significaban nada para ustedes, los del sur. Y el marjal es un lugar tan bueno para usted como para cualquiera, compañero.
—Sí, así es.
—El otro día les dio usted un poco de pato a los chicos —dijo Bjartur.
—¡Oh, no fue nada! —respondió el invitado.
—De acuerdo —convino Bjartur—. Es comida para época de hambre, carece de meollo. Es lo que comieron después de la Gran Erupción. Supongo que habrá estado casi muerto de hambre, pobre, ahí, en los pantanos, como era de esperar.
—No, he aumentado de peso.
—Bien, pues nosotros preferimos que nuestros alimentos tengan un poco de energía —dijo Bjartur—; nos gustan agrios y salados. De paso, apuesto a que sabe usted algo de construcciones. Estaba pensando en comenzar a construirme una casa, ¿sabe?
Aquí la vieja Fríóa no pudo ya contenerse.
—¿Tú, construyendo? —interpuso—. ¡Ja, es tiempo ya de que pienses en construirte un poco de buen sentido en el interior de ese macizo cráneo! Y de pintarlo también. Por dentro y por fuera.
Sí, había resuelto construir, pero quizá sería más prudente no hablar mucho de ello, por si esos imbéciles escuchaban, pobretones, rencorosos, parásitos que engordaban a expensas de la comunidad, pero, suceda lo que sucediere, será usted bienvenido aquí, en mi propiedad, en cualquier momento, sea durante el día o durante la noche.
El visitante agradeció a Bjartur por su regia hospitalidad y dijo que, ciertamente, regresaría a ese hermoso valle. Y Bjartur respondió, como en la primera conversación, que, hermoso, bueno, eso depende del heno.
Luego el visitante comenzó a repartir apretones de manos de despedida.
La anciana pareció tener dificultad en retirar su débil mano del vigoroso apretón. Ella, que tan pocas veces tenía algo que decir a nadie, parecía, cosa extraña, tratar de extraer algo de algún escondrijo de su cerebro. No cabía duda de que quería hacerle una pregunta. ¿De qué se trataba?
—¿Escuché bien el otro día? ¿Es originario del sur el caballero?
—Sí —respondió Bjartur en voz alta, relevando al visitante de la molestia—. Por supuesto que el hombre es del sur. Ya lo hemos oído cien veces.
Pero la anciana dijo que pensaba que quizás había oído mal, estaba hecha un guiñapo en esos días.
—Quería preguntarle al caballero, antes de que se fuese, teniendo en cuenta que fue criado en el sur, si no sabría por casualidad algo acerca de mi hermana, o si no la vio quizá por allí, últimamente.
—¡No, no —exclamó Bjartur—, no seas tonta, no la ha visto!
—¿Cómo demonios lo sabes tú? —preguntó la vieja Fríóa.
Pero el visitante quiso investigar un poco más la cuestión y dijo que siempre había una posibilidad de que hubiese visto a la hermana de la anciana; ¿cómo se llamaba?
Enfocó su linterna de bolsillo sobre ella y Hallbera trató de mirarle con sus ojos opacos, parpadeantes. Su hermana se llamaba Oddrún.
—¿Oddrún? ¿Vive en Reykjavik?
No, no vivía en Reykjavik. No tenía un hogar en parte alguna, nunca lo tuvo.
—Fue doncella en Meóalland durante mucho tiempo… De ahí provenimos nosotros.
—¡Bah! —interrumpió Bjartur—. ¿Cómo quieres que conozca a gente como ésa, a gente vulgar?
—La última noticia que tuve de ella es que estaba sirviendo en casa de una gente, cerca de Vík, en Myrdal, y guardaba cama, por una cadera fracturada. Pidió a alguien que me escribiera una carta. Me la entregó el cartero. Más de treinta años han pasado desde entonces. Éramos dos hermanas.
—¡Bah, debe de estar muerta desde hace tiempo! —prorrumpió Bjartur.
—¡Vergüenza! —exclamó la vieja Fríóa, airada—. No eres tú el que le dice a Dios y a los hombres lo que tienen que hacer, gracias al cielo.
El visitante se excusó por su ignorancia acerca del paradero de Oddrún, informándoles que jamás había estado en Meóalland.
—Oh, pero es que ella se fue de Meóalland hace muchos años —dijo la anciana—. Pero, de todos modos, está en el sur.
—¡Bueno, bueno! —dijo el visitante—. ¿De veras?
—Las noticias necesitan mucho tiempo para llegar —observó la anciana.
—Sí —convino el visitante.
—De modo que quería pedirle que le diese mis saludos, si alguna vez la encuentra, y que por favor le diga que estoy bien, alabado sea el Señor, pero muy decaída y no muy bien de cuerpo y alma, como usted mismo puede verlo. Y dígale que perdí a mi Kórarinn hace trece años, y que los muchachos están todos en América, desde hace muchos años ya. Yo estoy viviendo ahora con mi hija. Ella está casada.
—Lo sabe —dijo Bjartur.
El visitante apretó una vez más la mano de la anciana y prometió comunicar las noticias a Oddrún en el sur. Luego dijo adiós a los demás. Y dijo adiós a Asta Sóllilja.
—Asta Sóllilja —dijo. Y le pasó la mano por la mejilla como si fuese una chiquilla—. Hermoso nombre en un hermoso valle. Nunca lo olvidaré.
Ella permaneció despierta, rezando a Dios sin conocer a Dios, dando interminables vueltas a la promesa en su mente, nunca lo olvidaré. Nunca. Ansiaba que llegase el próximo verano, para que él volviese. Luego se presentó la duda. Si no la olvidaría jamás, ¿por qué cruzó la montaña la noche de la antevíspera?
Cuando se levantaron, a la mañana siguiente, él había desmontado su tienda y había desaparecido del valle. La lluvia era inclemente, el verano ya no estaba y en la lluvia había ese monótono golpeteo que le recuerda a uno esa enorme catarata donde se acaba el mundo. Cubría opresivamente toda la campiña, suave, suave, toda la región, sin ritmo ni crescendo, abrumadora en su alcance, aterradora. Mas la fragancia del tabaco del hombre quedó durante un tiempo en la casa, y ella lo olía cuando entraba para cocinar. Pero se esfumó con el transcurso de los días. Y finalmente, no quedó fragancia alguna.
El alcalde pedáneo, Jón de Útirauðsmyri, era una persona que gozaba, desde antiguo, de renombre por su habilidad para vender ovejas dondequiera le pluguiese, a cualquier precio que le viniese en gana, en tanto que los agricultores más pequeños tenían que contentarse con girar en torno a Bruni a causa de las deudas contraídas con él. Era el único hombre de la región que podía permitirse odiar en público a Túliníus Jensen. Compraba las ovejas de la gente y las llevaba al norte, cruzando los altos brezales, y las vendía en Vík por enormes sumas de dinero, porque tenía allí una participación en los negocios. Pero, a medida que pasaba el tiempo, esa epidemia de la sociedad cooperativa comenzó a extenderse más y más por el campo, hasta que finalmente una sociedad se estableció en Vík, y esa sociedad creció con tanta rapidez que los negocios de Vík murieron de agotamiento, y ello a pesar de la ayuda del alcalde, cosa que demuestra cuan peligrosas pueden ser las sociedades para el individuo en estos difíciles tiempos, por fuerte que sea el individuo. Naturalmente, uno creería que Jón de Myri se lanzaría ahora con uñas y dientes contra la unión de pegujaleros como la que acababa de destruir el comercio en Vík. Pero, ¿qué sucedió? Mandó llamar a su hijo, el gerente, a la región del sur. Fundó en Fjóróur una cooperativa, junto con Ingólfur Arnarsonjónsson. Y no sólo arrastró a dicha cooperativa a todos los agricultores solventes de los distritos del contorno, sino que comenzó además a prestar dinero a la gente con cualquier estipulación que se quisiese presentar, para que pudiera librarse del yugo de Bruni y unirse a su sociedad cooperativa.