Gente Independiente (35 page)

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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

«¿Unión?» pensó la muchacha temblando de pavor, como si creyese que su padre la abofetearía… ¿Cómo puede haber unión de muchachos y muchachas? Oró mentalmente para que su padre no advirtiese el libro. Pocas veces un libro despertó de tal modo la curiosidad de una joven, y pocas veces una muchacha sintió tanta timidez ante un libro. Incluso aunque no hubiese habido nadie con ella, no se habría atrevido a pedir aquel volumen. Pero aunque miró apresuradamente a un costado y fingió que no había advertido nada, el título continuaba fascinándola con tal fuerza que no le era posible ver ningún otro libro en toda la notable habitación. Su padre, por supuesto, escogió precisamente ese momento para advertirlo a su vez y, naturalmente, se salió de sus casillas, como le sucedía siempre que se presentaba ese tema.

—¡Éste parece ser un ejemplo de esa condenable inmundicia fabricada por esos cerdos de la capital para corromper los corazones de las mujeres! —gruñó.

—Sea como fuere, es lo que las mujeres piden —replicó el librero—. Los últimos cinco años vendí treinta ejemplares de él, y todavía siguen pidiéndolo. El crimen y la ciencia no bastan. También es necesario que haya un poco de amor en nuestra literatura. Órvar-Oddur fue un gran hombre en su tiempo, pero, ¿quién querría medir las dimensiones del amor?

El resultado era inevitable. Bjartur y el librero comenzaron a disputar acerca del espíritu de la literatura moderna y de la superior destreza de los clásicos, en tanto que Asta Sóllilja les contemplaba, completamente estupefacta, hasta que la olla del librero se desbordó en un hervor. La visita terminó con la compra, de Bjartur a su hija, del cuento de Blancanieves y los siete enanitos,

—Tiene siete u ocho hijos ilegítimos, como cualquiera supondría después de ver la clase de libros que vende —dijo Bjartur, cuando se encontraron sanos y salvos al pie de la oscura y crujiente escalera que conducía a los Secretos del Amor.

Caminó trabajosamente, con hombros caídos y largas zancadas torpes que demostraban cuan poco acostumbrado estaba a caminar sobre terreno llano. Delgada y vacilante dentro de su hinchado vestido, el collar de cuentas en torno al cuello, el pañuelo apretado en la sudorosa palma, Asta corría tras él, tratando de imitar su porte porque, bajo su propia responsabilidad, no sabía cómo caminar. Todos les miraban cuando pasaban.

Al atardecer se dirigieron a una pensión para pasar la noche. Era un enorme edificio, un piso sobre otro, cubierto de hierro acanalado, sin pintar, y con unos escalones que ascendían hasta la puerta. ¡Y qué casa! Asta Sóllilja jamás imaginó que pudiese existir tal estrépito, tales gritos, aullidos, canciones, riñas, portazos, repiqueteo de platos, chillidos de niñas y ladridos de perros y maldiciones. Ésa debía ser la famosa orgía del mundo. ¡Cielos, cuántas cosas sucederían en una casa así, incluso en un solo día! La variada vida que estaba implícita en todo ese ruido sobrecogió a la joven con la triste sensación de su propio aislamiento, su propia insignificancia. Ella se encontraba más allá de los límites de la vida. Esta gran casa era, para ella, comparable a su manera con el libro de los secretos del amor, llena de seductores encantos pero cerrada. Dichosos eran los que vivían allí, en el arrebatador tumulto de la vida, compartiendo el estrepitoso alborozo de la cocina. Se sentó en un banco del rincón del comedor, como un objeto toscamente terminado, sin emitir una sola queja, en tanto que su padre alternaba con otros hombres, en su mayoría moradores del valle como él, hablando del comercio, de las lombrices y de la hierba de ese año. Sólo una cosa la consolaba: los campesinos no le lanzaban miradas tan extrañas como la bella gente de la ciudad. Muy pocos la miraron.

Se sentía cansada y hambrienta y su mente se movía con lentitud después de la multitud de impresiones que chocaron contra su conciencia durante todo ese largo día. Ni siquiera le quedaba la energía suficiente para arreglar la plantilla de uno de sus zapatos, que se le había subido casi hasta el empeine. Permanecía sentada, mirando al frente, con el pañuelo en la mano, y el pañuelo estaba ya sucio y arrugado. Y entonces entró una joven de resplandeciente tez, ojos azules y opulento pecho, tres veces más ancha y más rellena que Asta Sóllilja. Una muchacha como ésta podría llenar perfectamente su vestido. Entró caminando envidiablemente, saliendo del alboroto de la cocina, con pescado humeante sobre una fuente colosal, y pidiendo a todos que se sentaran a la mesa… Asta Sóllilja era tan delgada que no se atrevió a mirarla más que con un solo ojo. Con un vigor que estaba de acuerdo con su belleza, preguntó con quién estaba Asta Sóllilja y luego la puso junto a su padre y cuidó de que a nadie le faltase su porción. Y la valiente pendencia de los discutidores huéspedes se acalló ante las gruesas tajadas de pescado.

Sólo cuando se preparaban para acostarse volvió a soltárseles la lengua. El comercio y las lombrices reaparecieron. Para empeorar las cosas entró en el dormitorio un grupo de hombres de aspecto extraño, que cantaban sin motivo alguno y parecían tener grandes dificultades para mantener los pies sobre el pulido suelo. Tenían los ojos enrojecidos y estaban embarrados; olían a algo fermentado. Asta Sóllilja se asustó inmediatamente, porque advirtió que la miraban de un modo tan singular y, además, comenzaron a manosearla. Pero su padre le dijo que no debía asustarse; estaban borrachos. Mas, a pesar de ello, los hombres insistieron, y llegaron incluso a preguntar quién era el que tenía una esposa tan joven y bonita, y Bjartur les dijo coléricamente que dejaran a la niña en paz, que tenía solamente trece años y que todavía no había sido confirmada. Los hombres respondieron que habrían jurado que tenía suficiente edad para un hombre y uno de ellos vomitó en el suelo. Nadie mostró el más mínimo resentimiento contra los recién venidos, y la controversia en torno a cuestiones comerciales continuó como si nada hubiese sucedido. Las opiniones separaron a los discutidores en los dos grupos habituales, uno acalorado en sus alabanzas de los que estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para ayudar a los agricultores, el otro poniéndose de parte de los que hacían lo posible para hundirles. Se discutió que todo el país debería formar cooperativas de consumo como las que treinta años antes formaron los granjeros de Inngey. Empero, Asta Sóllilja pensaba que decir que los compradores eran chupasangres y ladrones era ir demasiado lejos, puesto que su padre defendía al comprador. Pero una cosa que jamás podría comprender era por qué su padre decía tantas cosas desagradables de Ingólfur Arnarson, ese hombre hermoso y bondadoso que una vez, en la primavera, la saludó tan calurosamente. Por otra parte, el padre del gerente le había dado monedas dos veces, sin obligarla a hacer nada. Y aunque el comprador le dio una reluciente moneda por recitar baladas, no podía dejar de desear que su padre no hablase tan amargamente del noble hijo del alcalde, que quería hacer cualquier cosa para ayudar a los agricultores. La disputa se enconó más y más, y finalmente la joven no supo ya a quién tenía que amar menos, si al comprador o al gerente de la cooperativa. Pero trató de mantenerse tan próxima a su padre como le era posible. Uno de los pegujaleros dijo que los compradores eran, no sólo ladrones, sino también asesinos. Conocía a muchas personas que habían tenido que pasar hambre sencillamente porque Bruni se negó a concederles crédito. Y podía presentar una lista de personas, de su propia localidad, que habían muerto de hambre por el mismo motivo, en los últimos años. Las cooperativas, por otra parte, pertenecían a los propios agricultores. En ellas hasta el más insignificante campesino podía sentirse seguro de no ser timado y matado de hambre. Otro dijo que no eran los pequeños agricultores los que mandaban en las cooperativas en la actualidad, como hacían originariamente en Pingey. Los terratenientes habían tomado ya las cooperativas a su servicio, y si no, ¿por qué el alcalde de Myri combatía por la creación de una cooperativa? ¿Es que había alguien tan tonto que creyese que era por pura preocupación por los pequeños propietarios? No, era porque sus negocios en Vík estaban a punto de quebrar. La cooperativa de Vík le había arruinado, y ahora quería recuperar sus pérdidas en Fjóróur. No, los pequeños propietarios no estarían mejor con la cooperativa que con el comprador. La misma pila de deudas volvería a crecer, sólo que ahora habría, además, un monopolio. ¿Es que no lees los periódicos, maldito seas?

—Yo no estoy endeudado con nadie —replicó Bjartur.

Pero los protagonistas estaban todos endeudados, porque cada uno de ellos era dueño de una vaca, como era de esperarse, y no tenían tiempo que perder con un hombre independiente y sin cargas como era Bjartur. La cuestión no era si uno debía estar endeudado o no, sino con quién debían contraerse deudas, y en torno a este punto el humor de los que discutían fue enardeciéndose cada vez más hasta que uno de ellos dijo que, de todos modos, no era posible esperar que el otro tuviese buen sentido, ya que era un hombre que ni siquiera podía cumplir con sus deberes para con su mujer. El otro inmediatamente rogó a todos los presentes que fuesen testigos de ese insulto, añadiendo que era de conocimiento público que la esposa de su oponente le había engañado durante doce años con un mozo de labranza, y que no le era posible considerar propios a sus hijos.

—No, ahora estáis yendo un poco demasiado lejos —interrumpió Bjartur—. Recordad que hay una muchacha entre nosotros, cuando habléis de esas porquerías…

Pero Asta Sóllilja no había advertido ninguna porquería en la conversación ni se preocupó en lo más mínimo en punto a de quién eran los hijos. Los otros le preguntaron qué se creía que era aquello, un jardín de infantes o qué, y qué demonios estaba haciendo allí, con una muchacha de esa edad entre hombres maduros, cuando se discutían asuntos serios. Una palabra condujo a otra. Sabían, hasta la hora y el minuto, cuándo habían estado juntos, y, lo que es más, aquel día ella usaba bragas rojas, y luego las palabras ya no fueron suficientes y la única solución era chasquear los labios… ¿bragas rojas, dijiste? Bueno, y yo digo una nariz roja. Sí, y un ojo negro. Asta Sóllilja comenzó entonces a darse cuenta de que se estaban discutiendo asuntos serios. Los guerreros muertos en las baladas y apilados hasta alcanzar casi las cimas de la colina no eran nada en comparación con el espectáculo de un hombre golpeado en una casa de pensión, y todo por culpa de unas bragas rojas. De modo que, en fin de cuentas, existían hombres malos. Los otros trataron de separarles, y hasta Bjartur colaboró, pero todos cayeron al suelo en una masa móvil. Asta pensó que todos luchaban contra todos los demás y que matarían a su padre. Gritó y rompió a llorar como si se le partiese el corazón. El apiñamiento de cuerpos se movió lentamente hacia la puerta y cada vez más hombres se arrojaban sobre el grupo, y finalmente los enemigos fueron arrojados al aire libre, donde uno de los componentes del gentío se impuso el deber de reconciliarles y darles rapé. Bjartur y varios otros volvieron a entrar, y la joven continuó llorando y temblando a despecho de los esfuerzos que su padre hacía para consolarla.

—Padre —sollozó—, quiero ir a casa. ¡Padre, padre, déjame ir a casa!

Pero él le dijo a su queridita que dejase de gimotear.

—Esos muchachos tontos no hacían más que divertirse; bebieron una gota de más. Y dentro de uno o dos minutos estarán llorando uno en brazos del otro. Así que quítate la ropa… Ahorraremos unas monedas compartiendo el mismo camastro.

Las camas estaban alineadas contra las paredes del cuarto y tenían, cada una, una tarima superior y una inferior. La niña se introdujo en una de las tarimas inferiores y se quitó el vestido floreado, pero no se atrevió a sacarse las enaguas.

Los pacificadores siguieron conversando, hablando de la riña y de sus causas, una y otra vez en distintas formas y desde distintos puntos de vista. Finalmente se pusieron a susurrar en secreto, en el centro de la habitación; la cantidad de casos de adulterio que se conocía era terrible. Y aunque oyó poco de los murmullos de los hombres, Asta Sóllilja no pudo dormir ni descansar, y todavía tiritaba bajo el edredón, tan fuerte era su emoción después de haber vivido las rimas de aquel modo vulgar, carente de rima.

Se sintió agradecida cuando los hombres, mostrando al cabo señales de tener sueño, se sonaron la nariz, se desataron los zapatos y se quitaron los pantalones. También su padre se sentó en el borde de la cama, se sonó la nariz, se quitó los zapatos y los pantalones. Ella escuchó todos sus movimientos con expectativa, con la sensación de que le era necesario todo un siglo para desnudarse. Sólo se sintió a salvo cuando él estuvo acostado junto a ella. Nunca había sentido un deseo tan impaciente o tan irresistible de acurrucarse junto a su padre como después de la pendencia. Todavía no podía dominar los temblores del cuerpo. Los dientes le castañeteaban aún. Los hombres se desearon las buenas noches cristianamente y sus camas crujieron cuando se acostaron.

—Apártate un poco, muchacha —le dijo su padre—, no hay nada de lugar en estas malditas cosas. —Y ella trató de pegarse a la pared tanto como le fue posible.— Ya está pues, pollita, vuélvete de cara a la pared y duérmete.

Pero Asta no podía dormirse. Aparentemente el tabique estaba demasiado frío; quizá fuese por eso por lo que temblaba tanto. El edredon era demasiado delgado y su padre se lo había arreglado casi todo: el calor del cuerpo de él sólo le calentaba la espalda. Continuó tiritando casi sin pausa. Los otros hombres se habían dormido casi de inmediato y roncaban ahora sonoramente, pero ella no podía dormirse por el frío de la pared.

Pasaron las horas y aún seguía despierta. Finalmente abrió los ojos. Las cortinas habían sido corridas sobre las ventanas y el cuarto estaba en penumbra; debía de ser bien pasada la medianoche. Las rodillas le asomaban por debajo del edredón y aparentemente una corriente de aire pasaba por la pared. Su padre no le había dado siquiera las buenas noches, aunque sabía cuan asustada estaba. En torno los desconocidos dormían en esa grande y misteriosa casa del mundo, el mundo que con tantas ansias ella anheló conocer, al punto que dormir le parecía una pérdida de tiempo. Y ahora, cuando finalmente penetraba en ese mundo suyo, se encontraba de pronto tan aterrorizada por él, que, por más que lo intentara, no podía dormir de pavor. Por todas partes se encontraba rodeada de hombres malvados cuyas esposas usaban bragas rojas. ¿Cómo podría dormir allí, en un mundo ominoso, irreconocible? ¿Sola? No, no, no, no estaba sola. Mientras su padre estuviese con ella no estaría nunca, nunca sola, aunque él se olvidase de saludarla por la noche. El solo hecho de tenerle acostado junto a sí era suficiente, querido padre, queridísimo padre, tu pequeña Asta Sóllilja está junto a ti. Y luego, antes de que se diera cuenta de ello, se encontraba pensando en el lugar tierno y blanco de junto al cuello, el lugar que la aliviaría de todas sus aprensiones con sólo apoyar la boca en él. Y porque todos roncaban, y porque no podía dormirse, y porque tenía tanto frío, y porque se sentía tan sola, tan triste y temerosa en el mundo… y al mismo tiempo tan dichosa de tenerle a su lado, a él que era la seguridad en persona, a él que podía hacer lo que quisiese y que no estaba en deuda con nadie, a él que no se sorprendía de nada, que tenía una respuesta para todo, el rey de la Casa Estival, el poeta… por todo eso comenzó a moverse lentamente, tan lentamente que no provocó un solo crujido, tan lentamente que nadie habría podido decir que se movía; muy poco, muy poquito por vez. Y después un poquito más. Y la casa estaba sumida en el silencio, a no ser por los ronquidos de la noche, como proveniente de otro mundo, y los pájaros gritando por sobre la gran ciudad. Y finalmente se volvió del todo, hacia su padre. No, no estaba sola en el mundo; estaba despierta junto al fuerte pecho de su padre. Acercó su cabeza, sobre la almohada, hasta que sus labios se apoyaron en la garganta de él y sus ojos cerrados en la barba… en la garganta y en la barba del hombre que luchó a mano limpia con los espectros del país el mismo día que ella nacía.

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