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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Gente Independiente (33 page)

«Se alejó llorando de la granja y subió a las rocas del pie de la montaña, completamente anonadado por la maldad que tan a menudo parece predominar en la vida y hasta regirla. Pero, ¿qué te parece que oyó desde las rocas del pie de la montaña? ¡Pues oyó la más deliciosa canción! No era un solo, ni un dúo, ni siquiera un trío. Era toda una congregación la que cantaba. Se llevaba a cabo un servicio religioso. El chiquillo jamás había escuchado un himno tan encantador. ¿Y de dónde provenía el canto? Y entonces el niño vio que la Roca de los Elfos no era ya una roca, sino una iglesia, y la iglesia estaba abierta al sol y los elfos se encontraban sentados en la iglesia y el sacerdote estaba frente al altar, con vestiduras verdes. Y el niño entró en la iglesia. Jamás había visto gente tan noble y dichosa. Así es la vida cuando se la vive en la paz y la canción. Cuando el himno terminó, el sacerdote subió al pulpito y dijo un sermón… Nunca había oído el chiquillo un sermón tan hermoso o tan conmovedor. Y nunca volvió a oír un sermón semejante. Durante toda su vida lo recordó y meditó sobre él en secreto y trató siempre de vivir de acuerdo con él. Pero no reveló a nadie el tema del sermón. Algunas personas creen que debe haber versado sobre cómo a la postre el bien triunfará en la vida del hombre. Luego el sacerdote fue al altar y cantó con voz cálida y dulce, completamente distinta de la de nuestros sacerdotes de la tierra. Fue como si una mano bondadosa se hubiese posado sobre el corazón del niño. Luego, cuando el último himno hubo sido entonado, toda la gente se puso de pie y salió. Y el niño también se puso de pie y salió. Pero, cuando miró en torno, la gente había desaparecido y la iglesia también. No se veía más que la Roca de los Elfos, tan desnuda y tan pina como siempre, y lo único que podía oír era el gorjeo de algunos pájaros. Nunca volvió a ver abierta la Roca de los Elfos. Pero atesoró el recuerdo de ese domingo para siempre y el recuerdo le consoló cuando le era preciso arreglárselas sin la dicha de que otros gozan en la vida. Y se convirtió en un hombre satisfecho con lo que tenía y con su suerte.»

Del cielo blanco de bruma, donde el sol estaba oculto como una deliciosa promesa, le caían en el cabello, mientras le contaba sus narraciones, un millar de preciosas perlas relucientes. Al final de cada uno de los relatos ella fruncía los labios con solemnidad, casi con adoración, como si se tratase de crónicas sagradas. Alisó tiernamente las lazadas en sus agujas. El paisaje estaba amortajado, era sagrado; respiró suavemente. Su mejor amiga había sido una elfina, y ella conoció también a un elfo, el hermano de la elfina. Pero todo eso fue hacía mucho, muchísimo tiempo, cuando ella vivía en su hogar, en Uróarsel.

—¿He perdido un punto? —preguntó ella—. ¡Ah, bueno, no importa! Lo que se perdió, perdido está. Y nunca volverá.

Pero el niño sentía que importaba. Propuso que fuesen a visitar a sus amigos y se convirtiesen en elfos con ellos, cuando papá y Asta Sóllilja estuviesen en Fjóróur.

—Y llevaremos a nuestra Búkolla con nosotros —dijo.

—No —repuso su madre pensativamente—. Ya es tarde, ¿Quién cuidaría a la abuela?

Eso era más de lo que el pequeño podía contestar. Y continuó observando el rostro de su madre, que era la más noble y la más exaltada de las cosas que vivían en el mundo, sin par en su bondad, su belleza y su pena. Y más tarde, en la vida, cuando pensaba en esas cosas, y en el rostro que reinaba sobre ellas, entonces sentía que también él, como las Montañas Azules, había tenido la suerte de experimentar la santidad de la contemplación religiosa. Su ser había descansado lleno de adoración hacia la gloria que unifica todas las distancias en una belleza y un sufrimiento tales que ya no se desea nada… En la adversidad invencible, en los anhelos imposibles de satisfacer, sentía que la vida, no obstante, había sido digna de ser vivida.

Cuando el violín acalla su armonía y los pájaros tiemblan en sus nidos, cuando la nieve cubre las colinas y ciega los arroyos y los ríos,

A veces en los cuartos de los sueños o muy lejos, en bosques de distancia parece que contemplo al primero de los hombres de Islandia. Como una nota presa entre las cuerdas él estuvo conmigo en la alegría. ¡Que eternamente mis deseos puedan cubrir de paz su gris melancolía!

Las cuerdas aún susurran las palabras que tan sólo el amor podrá quebrar, mas he de hacerle fuerte con mis ansias. No viajará ya nunca en soledad.

Su madre le enseñó a cantar. Y cuando creció y escuchó la canción del mundo, sintió que no podía haber mayor felicidad que la de volver a la canción de su madre. En esa canción se encontraban los sueños más preciosos y más incomprensibles de la humanidad. El brezal ascendía al cielo en esos días. Los pájaros cantores del aire escuchaban, maravillados, esa canción, la más hermosa canción de la vida.

32. Del mundo

Víspera de San Juan. Los que se bañen en el rocío podrán formular un deseo.

Joven y esbelta caminaba ella junto al arroyo, a los marjales, y pisaba, descalza, el barro tibio de los pantanos. Mañana iría al pueblo y vería el mundo con sus propios ojos.

Durante muchas semanas la perspectiva había llenado sus ensueños diurnos de agradable expectativa. Todas las noches desde el invierno había dormido en un duermevela atestado de fantasías del viaje prometido. A la luz del día o en sueños, se veía partir cien veces, y más tarde se mostraba tan poco dispuesta a perder tiempo durmiendo, que permanecía despierta hasta las primeras horas de la mañana, saboreando la delicia que vendría. Ese día las horas pasaban como una brisa distante; tenía las yemas de los dedos insensibles, las mejillas calientes, no oía nada de lo que se decía. Se había tejido ropa interior de suave hilo gris azulado, ropa que guardó para esa excursión; sólo la miraba los domingos. Y se tejió unas faldas castañas, con dos franjas sobre el borde, una azul y otra roja. Y pocas horas antes su padre había abierto el arcón de las ropas, que era el único receptáculo de la casa que tenía cerradura, y extraído de él un vestido floreado envuelto en su chaqueta dominguera.

—Aunque quizá seas un poco delgada para que te siente —dijo él—, es hora de que comiences a usar el mejor vestido de tu madre. A mi hija no le faltará nada, ni por fuera ni por dentro, el día que salga a ver el mundo.

Ella enrojeció de placer, con los ojos centelleantes. Era un momento solemne. El vestido estaba arrugado, claro, la tela estaba rígida y delgada de tan vieja, pero ni las polillas ni la humedad la habían tocado. Tenía impresa la fértil vegetación de países extraños y numerosos volantes en el pecho. Pero, aunque Asta SóUilja había crecido a un ritmo increíble en esos últimos meses y su figura comenzaba a redondearse con las juveniles curvas de la vida, era aún una mozuela toda piernas y demasiado delgada como para llenar por completo el vestido. Le pendía flojamente en torno, cayéndole desde los flacos hombros, y se hinchaba ampliamente en la cintura.

—Es como el espantapájaros del prado de Útirauðsmyri —dijo Helgi, y su padre le hizo salir corriendo escaleras abajo. Aparte de su tamaño, el vestido le sentaba admirablemente.

Asta rodeó con los brazos el cuello de su padre, agradecida, y encontró el lugar de la garganta y ocultó allí su rostro. Sus labios eran ya más gruesos. Cuando se la miraba de perfil, contra la ventana, se veía que tenía un grueso labio inferior, parecido más bien a un encantador abarquillamiento. Su boca comenzaba a hacerse tan madura, pobrecita… Y la barba de él le hizo cosquillas en los párpados.

El barro tibio le chorreaba por entre los dedos desnudos y hacía un ruido de succión cuando levantaba el talón. Esa noche se bañaría en el rocío, como si nunca anteriormente hubiese tenido un cuerpo. En cada estanque del río había un falaropo para hacerle reverencia. Ningún ave de todas las ciénagas es tan cortés en su comportamiento de la víspera de San Juan. Era la medianoche pasada y la una se acercaba lentamente. La noche de primavera reinaba sobre el valle como una jovencita. ¿Debía llegar o no? Vaciló, se adelantó… y fue día. Las plumosas brumas que se extendían sobre los pantanos se elevaron, enroscándose por las laderas, y permanecieron como un velo, en inocente modestia, en torno a la cintura de la montaña. Contra la placa blanca del lago se erguía la forma de algún animal, como un nykur, en la noche transparente.

Un hoyo herboso en la margen del río. Conduciendo a él a través del rocío, la errática vereda dejada por dos pies expertos. Los pájaros callan por un rato. Ella se sienta en la orilla y escucha. Luego se despoja de sus deshechos harapos cotidianos, bajo un cielo que puede borrar del recuerdo incluso los inviernos sin sol de toda una vida, el cielo de esa víspera de San Juan. Joven diosa de la noche iluminada por el sol, perfecta en su casi madura desnudez. Nada en la vida es tan hermoso como la noche, antes de lo que pronto será, la noche y su rocío. Formula su deseo, esbelta y madura a medias, en el pasto maduro a medias y su rocío. Cuerpo y alma son uno, y la unidad es perfectamente pura en el deseo formulado. Luego se lavó el cabello en el río y los dedos del pie se le hundieron en la arena del fondo. Las extrañas aves acuáticas todavía nadaban en su derredor, volviéndose cortésmente cuando menos lo esperaba y haciéndole una reverencia sin motivo alguno. No había en el mundo nadie que pudiese hacer una reverencia tan magnífica.

Asta comenzó a sentir frío y corrió acá y allá por la orilla del río, con sus huellas entrecruzándose como las calles de las ciudades del mundo. Se sentía leve e impersonal, recién surgida del rocío como la bruma misma, maravillosa en el húmedo paisaje verde de la noche soleada. Entró nuevamente en calor después de correr un rato y los pájaros despertaron y el cielo estuvo radiante con el chisporroteo de espléndidos colores. Dentro de una hora el sol luciría sobre el rocío del pie de león, y el rocío desaparecería al sol, el rocío sagrado de San Juan.

Con los primeros rayos de la mañana, mucho antes de que los ronquidos de la noche le llegasen a la garganta, Bjartur saltó de la cama, tomó una presurosa pulgarada de rapé y comenzó a vestirse. ¿Se habría dormido Asta Sóllilja esa mañana, la mañana del gran día en que debía ver el mundo? No, que nadie lo diga. También ella se levantó. Se frotó los ojos para sacarse de ellos el sueño mientras le miraba ponerse las ropas. Luego él salió a buscar el caballo. Y entonces ella sacó su ropa interior nueva y se la puso sobre el cuerpo limpio, que había bañado la noche pasada por primera vez, el cuerpo que acababa de descubrir por primera vez, el cuerpo que sólo hacía unos momentos se le había concedido. Se puso las faldas, sus nuevas medias de lana y sus nuevos zapatos de piel de cordero y, finalmente, el encantador vestido, recuerdo de su madre. Se paseó por el cuarto, con el corazón latiéndole fuertemente por la ansiedad y la alegría de la partida, mientras su abuela calentaba el café. También la abuela estaba despierta, sentada en la cama, con el índice entre las encías.

—No te olvides tu chaqueta, niña. Estás mal vestida para el caso de un chaparrón.

Así era la abuela. Como si Asta Sóllilja pensara siquiera en mostrarse en el pueblo con ese repugnante trapo viejo.

—Pero si no hay siquiera rastros de una nube en el cielo —dijo Asta Sóllilja.

—Oh, puede caer en cualquier momento. El buen tiempo engaña a los más inteligentes —dijo la abuela—. Y la imprevisión tiene su castigo.

Pero nada llena el alma de tan perfecta confianza como una mañana sin nubes como ésa. El sol lucía sobre el verde valle y las Montañas Azules descansaban contra el azul del cielo en soñadora seguridad, como niños de casa rica, con el rostro exaltado y dichoso, como si nada, nada pudiese poner jamás una sombra en la tranquila luz del sol, bajo ese hondo cielo eterno. Sacar una raída chaqueta vieja era como un mal pensamiento esa mañana, y Asta SóUilja dijo adiós a su gruñona abuela.

Luego partió hacia el mundo con su padre. El carro que tiraba la vieja Blesi iba cargado de sacos de lana, y cuando llegaron al camino su padre le dijo que podía viajar sobre ellos, mientras él caminaba adelante, llevando al caballo de las riendas. Era una mañana encantadora. Nunca había sentido Asta SóUilja que el día fuese tan espacioso, nunca fue ella tan libre. Al cabo de poco tiempo se presentaron nuevos paisajes y Asta sintió que había dejado a sus espaldas toda la pobreza de su existencia pasada. Los vientos que soplaban sobre las ciénagas no olieron nunca tan frescos y nunca la canción de las aves llegó a distancias tan lejanas. Los ecos habían cambiado, las voces eran completamente distintas. No oían ya a los viejos pájaros familiares del valle; oían a pájaros nuevos, pájaros que cantaban a otros paisajes, los pájaros del mundo. Los montéenlos de los costados del camino tenían una forma distinta y diferente vegetación, la montañas cambiaban su posición y asomaban nuevas formas, en tanto que las antiguas elevaciones y promontorios se encogían en sí mismos o se convertían en colinas separadas. Los arroyos corrían en distinta dirección, las piedras tenían un aspecto diferente. El perfume de flores desconocidas llegaba desde las cañadas hasta el viajero inexperto. Tan malo era el camino que Asta se veía sacudida y golpeada implacablemente en el carro, pero sus sentidos estaban despiertos al más pequeño detalle del día y la ruta y el mundo eran tan nuevos como en la primera mañana de la creación del Señor.

El camino serpenteaba hacia delante y hacia atrás entre los hilos de agua, ascendiendo gradualmente a los páramos de arriba, y los viajeros eran recibidos, en la cima de cada ascenso, por nuevas familias de pájaros que les seguían con apasionadas canciones hasta la escarpa siguiente, hasta la nueva escolta. La mañana había transcurrido a medias cuando llegaron a la meseta. Allí la vegetación era más rala, la brisa, más fría.

El brezal se extendía ante los ojos de la joven viajera, solitario y gris, cada vez con menos pájaros, sin arroyos. Lejos, muy lejos, chisporroteaba la superficie blanca de un lago. Una ondulación sucedía a otra con su cresta desnuda, barrida por el viento, sus desoladas llanuras de cascajo y sus retazos de tierra delgada, exenta de vegetación. Aquí y allá se veían llanos escasamente cubiertos de musgo, donde las ovejas de montaña y sus corderos rumiaban al sol de la mañana y huían en cuanto ellos se aproximaban. La joven saltó del carro y caminó junto a su padre, con su ancho vestido floral, en un esfuerzo para entrar en calor. El helado aislamiento del páramo reinaba sobre los dos viajeros, y ambos caminaban en silencio. La triste monotonía del paisaje les embotaba los sentidos. Ella comenzó a sentir hambre y ya no buscaba las cosas que le eran extrañas ni se deleitaba con ellas.

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