Read Gente Independiente Online

Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Gente Independiente (28 page)

—No. Todavía no me falta heno.

—Ni a mí —aseguró Bjartur.

El alcalde, ahora acostado a sus anchas en la cama, chupaba con todas sus fuerzas y ya había acumulado tanto líquido que comenzaba a esquivar frases largas. Los ojos, a medias cerrados, pasaban de una cosa a otra, hasta que finalmente se posaron en Asta Sóllilja, atareada con su cocina.

—Hubo ocasiones —observó el alcalde— en que tuviste que pedir a otras personas lo que más necesitabas.

—Bien, la culpa es de la esposa de usted, si se negó a aceptar nada por las pocas gotas de leche que me dio para poner en las gachas de los niños, cuando eran pequeños. Y no le debo ni un céntimo por la tierra, como saben todos, amigo mío, aunque me llevó doce años saldar la deuda.

—Me extraña que sigas usando como siempre la tierra de otras personas.

—¿Eh?

—¿No llevabas algo a la espalda cuando viniste a verme, ayer? Ésta es la cuarta vez, si no me equivoco. Lo que no puedo entender es por qué me compraste tierras aquí, en el valle, si tienes la intención de apoderarte también de mi cementerio.

—Puede que ustedes, la gente de Rauósmyri, hayan vencido a la muerte —dijo el pegujalero, pero el alcalde no respondió al sarcasmo.

—¿Qué debo decir si me encuentro en el pueblo con el gobernador? —preguntó.

—Que la oveja carinegra que le saqué el otro día de un pantano estaba podrida de tan enferma —replicó Bjartur.

La única respuesta del alcalde fue mover el tabaco en la boca durante unos instantes y luego escupirlo todo en un chorro a los pies de Bjartur.

—¿Qué edad tiene ahora esa chica tuya? —preguntó, sin quitar la mirada de encima de Asta Sóllilja.

—Va a cumplir catorce, la pobrecita. No me sorprendería que haya nacido al mismo tiempo en que hacía el primer pago de la tierra.

—Eso te demuestra quién eres: catorce años de trabajar en esta granja y todavía no tienes una sola vaca.

—Si no hubiese sido porque durante doce años me pesó sobre la conciencia esta franja de tierra, seguramente habría comprado una vaca y contratado, además, gente para que me ayudara. Pero ocurre que durante toda mi vida sustenté la opinión de que la libertad y la independencia valen más que todo el ganado por el cual agricultor alguno se haya endeudado.

El alcalde lanzó un leve resoplido.

—¿Cómo dijiste que se llamaba? —inquirió.

—Se llama Asta Sóllilja.

—¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir, amigo mío, que ella jamás tendrá que depender de nadie, de cuerpo o de alma, mientras yo viva en esta choza. Y ahora, no hablemos más de eso, compañero.

Pero el desprecio del alcalde por la independencia de Bjartur no conocía límites. Y dijo:

—Puedes enviármela a la vuelta del año; a mi esposa le gusta mucho enseñar a los niños a leer y demás. Le daremos alimentación durante un mes, más o menos.

—En Casa Estival hay alimentos en abundancia —dijo Bjartur—. Y esas conmovedoras ñoñerías que, los de Myri, llaman instrucción son probablemente más saludables para los chiquillos que ustedes reconocen como propios.

El alcalde, inclinándose hacia delante, arrojó un inmenso chorro a los pies de Bjartur y luego se pasó adormiladamente la mano por la frente y la mejilla y contuvo un bostezo.

—Yo defiendo a mi gente, usted a la suya —agregó Bjartur sin mirar el salivazo.

—Veo que tu esposa está más o menos como siempre —observó el alcalde—. ¿Cuánto has pagado este año por sus medicinas?

—Eso es otra cuestión completamente distinta. Jamás se me ocurriría negar que he tenido la mala suerte de casarme con dos mujeres que sufrían del corazón, cosa que, como es voluntad de Dios y una suerte impía, no le atañe a nadie, y a usted menos que a nadie.

El alcalde, que nunca se ofendía por una respuesta cortante y a quien, por el contrario, le gustaba más ese tono que cualquier otro, se rascó aquí y allá, porque los insectos comenzaban a morder, y dijo, dirigiéndose a nadie en especial:

—Oh, está bien, no me importa. Pero la esposa piensa que la niña debería recibir alguna instrucción, y acaba de promulgarse una ley acerca de los exámenes obligatorios. No quiero que nadie dude de mi opinión, eso sí: considero que todo este asunto de la educación será la ruina de las clases bajas.

—En ese caso opino que los que pertenecen a las clases bajas eduquen a los de las clases bajas, y que los que pertenecen a las clases altas eduquen a sus clases altas. Y transmita mis mejores deseos a la Señora.

—Yo no gano nada con que la gente sea educada —prosiguió el alcalde—. Pero eso es lo que quiere el gobierno. Y, de paso, las mujeres, en mi casa, están todas furiosas y dicen que deberías conseguirte una vaca.

—Soy un hombre libre.

—Hmm. ¿Qué quieres que le diga al gobernador si decide averiguar la cuestión?

—Dígale que la gente del páramo está plantada sobre sus propios pies.

—Sí, y está también metida hasta el cuello en sus propias tumbas —resopló el alcalde.

Antes de que a Bjartur se le ocurriese una réplica adecuada, una voz, tenue y temblorosa, llegó desde la región de la cocina.

—Es como dice su señoría: ésta no es vida para seres humanos. Yo viví durante cuarenta años en Uróarsel y siempre temamos alguna que otra vaca. Nunca tuve que pedirle nada especial a Dios durante esos cuarenta años.

—Escucha —dijo el alcalde, como si en ese momento se le hubiese ocurrido algo—, puedo venderte una que debe parir en el verano, un espléndido animal; no da mucha leche, pero tiene vida para rato.

Otra vez con lo mismo, pensó Bjartur, que conocía a su alcalde de antiguo. Esta no era la primera vez que discutían. Resultaba como golpearse la cabeza contra un muro de piedra. Tenía la costumbre de recomenzar donde había dejado la vez anterior, el viejo mulo. Era inútil tratar de hacer que se olvidase de una idea. Difícil es decir si ese rasgo de su carácter irritaba a Bjartur o excitaba su admiración. Y entonces sucedió algo que hizo que Bjartur demorase la respuesta: de pronto Finna intentó incorporarse y, mirando a los dos hombres con ojos afiebrados, susurró gozosamente:

—¡Ojalá Dios lo permita! —y volvió a acostarse. Sólo cuando se extinguió ese susurro pudo Bjartur encontrar oportunidad de responder al alcalde.

—No habría tenido usted tanto interés en ofrecerme una vaca el año pasado, o el otro, amigo, si no estuviese todavía inseguro a cuanto a que yo haga los últimos pagos de la tierra.

—También podría proporcionarte heno para la vaca —ofreció el alcalde.

—¡Que Dios bendiga a ese hombre! —volvió a suspirar la mujer desde la cama.

—iBah, tú recibes tus medicinas de Finsen, muchacha! —dijo Bjartur—. Nunca te han faltado.

El alcalde, que gozaba de cierta reputación local como homeópata, preguntó si podía ver algunas de las medicinas que Bjartur obtenía para su esposa del oficial médico del distrito y diputado, el doctor Finsen. Finna descorrió la cortina de la rinconera que estaba junto a su cama, dejando al descubierto una enorme e imponente colección de botellas de remedios, de todos los tamaños y colores, tres estantes repletos. La mayoría de los frascos estaban vacíos. El alcalde tomó uno o dos, les quitó los tapones y olisqueó. Todos tenían la misma inscripción, escrita con las correctas letras negras del doctor: «Guófinna Ragnarsdóttir. Para ser tomado tres veces al día, a intervalos regulares. Uso interno." Cuando el alcalde hubo olido despectivamente varias de las botellas, las dejó en su sitio con la observación de que hacía ya demasiado tiempo que el viejo pillastre fabricaba sus venenos.

Pero el café estaba ya servido y Bjartur exhortó generosamente al alcalde y a su ayudante a que atacasen con uñas y dientes las tortas, o como quieran llamar a esas cosas. La anciana, todavía murmurando para sí, se movía afanosa ante la cocina, pero Asta Sóllilja, que había escuchado todo lo que se dijo acerca de las vacas y de la instrucción, se chupaba un dedo y contemplaba con respeto la forma en que el alcalde daba cuenta de las tortas de sartén que ella misma había hecho. Los ojos de los chiquillos se agrandaron más y más a medida que el montículo espolvoreado de azúcar disminuía en la fuente y sus rostros se alargaron al tiempo que las rosas, su romanticismo y su damisela comenzaban a aparecer. ¿Es que no pensaban dejar ni una?

—De paso —dijo el alcalde—, puede que mi hijo Ingólfur pase por aquí en la primavera, por algún asunto de negocios.

—¿De veras? —contestó el pegujalero—. No le prohibiré el uso del camino. Entiendo que en estos días se ha convertido en todo un personaje en el sur.

—Gerente de la cooperativa —corrigió el alcalde.

—¡Ah! De modo que hay alguna diferencia, ¿eh?

—No sé si estarás enterado de que para la lana obtuvo el año pasado un precio triple del que Bruni estaba pagando por ella. Y las ganancias que hizo con los carneros este otoño no parecen haber sido menores.

—Por lo que a mí respecta —dijo Bjartur—, mientras pueda pagarles a usted y al comprador lo que legalmente les debo, tanto me da que se acusen mutuamente de fraude o robo; para mí es lo mismo.

—Sí, todos sois unos cuervos —observó el alcalde—. Vivís y morís completamente confiados al que más os despluma.

—No sé nada de eso, pero, de acuerdo con lo que oí, usted no paga mucho más por lo que compra vivo, amigo. Este otoño me decía el comprador que usted gana de cinco a ocho coronas por cada oveja que vende en Vík. Y ése no fue el cálculo más elevado que me hicieron.

Pues bien, la idiosincrasia del alcalde era tal que, si se le hubiese acusado de robo o asesinato, habría conservado un exterior imperturbable y se habría mostrado, incluso, complacido. Pero había un crimen con el cual no quería que se relacionase su nombre: si alguien insinuaba que estaba ganando dinero, se rompía el hielo y se le desataba la lengua; tal calumnia era más de lo que podía tolerar. Inclinándose hacia delante, abrió la boca para dejar escapar un torrente de palabras, con los músculos de la cara retorciéndosele convulsivamente, los ojos encendidos, y símiles discordantes. En un instante había desaparecido toda su soñolencia.

—Por suerte sucede que estoy mejor enterado de mis asuntos que el comprador de Fjóróur. Y puedo proporcionar pruebas documentales, en cualquier momento, de que mis transacciones con ovejas me han hecho más daño que el produjeron todos los zorros a todos los granjeros de esta región, hasta muchos kilómetros más allá, durante las dos o tres generaciones pasadas. Tú permites que el comprador te convenza de que compro ovejas en otoño por pura diversión. Pero la verdad del caso es que cuando he comprado ovejas a la gente de esta comarca ha sido por simple caridad. ¿Y qué es caridad? Un individuo va y se mete en unos embrollos que desde el principio hasta el final deberían ser preocupación de dicho individuo; un individuo permite que le engañen y le hagan salvar, a personas irredimibles, del hambre, o de las deudas, o de la bancarrota inminente, y todo por culpa de los impuestos, en lugar de permitir que los tales se vean obligados a vivir de la limosna de la parroquia y que éste tenga que vivir del condado, y el condado del país. Y que todo el condenado país tenga que vivir del infierno. ¿Os invité acaso para gozar del placer de vuestra compañía? No, no invité a ninguno. Pero acudís, de todos modos, y heme aquí. Uno viene a pedir trigo, otro azúcar, un tercero heno, un cuarto dinero, un quinto rapé, cuando a veces ni siquiera yo mismo tengo tabaco para mascar. El sexto viene a pedirme todo eso a la vez, el séptimo exige mezcla de rapé, como si fuese tarea mía la de ponerme a mezclar rapé para la gente, ¿y acaso Bruni se piensa que soy una especie de dispensario de regalos, al cual puede dirigirse todo el mundo para pedir lo que necesite sin pensar en el pago? Y entonces, ¿por qué Bruni no convierte su comercio en un establecimiento para entregar continuamente regalos, si se me permite preguntarlo? No, compañero, puedes decir a Bruni de mi parte que durante todo el año viene a verme una oleada interminable de hombres sin dinero, de hombres que él ha desplumado hasta dejarles en la piel y a quienes ha negado, como si fuese un crimen, que pidiesen al fiado el más pequeño bocado para alimentar a sus tribus de hijos hambrientos y macilentos. ¿Y qué consigues en el otoño de esa gente? Unos cuantos huesos lamentables que podrías levantar con el meñique, y que ni siquiera vale la pena envenenarlos para usarlos de cebo para los zorros.

Después de este estallido, el alcalde rebuscó en los bolsillos, furiosamente, su tabaquera, pero pocas veces continuaba mascando hasta que había convencido a su contrincante o hasta que le había dejado por imposible.

—Ha llegado el momento —continuó, en lugar de morder el tabaco—, y hace tiempo que llegó, de que todos los agricultores con agallas os unáis, aquí como en otras partes, para averiguar dónde os aprieta el zapato, a fin de que individuos tan débiles como yo, con rentas pequeñas y grandes responsabilidades, no tengamos que cuidar a personas que el comprador está decidido a matar de hambre… y ser llamados luego ladrones por los trabajos que nos tomamos.

—Hubo una época en que la gente habría dicho que usted debía estar enfermo si anteponía los intereses de los demás a los suyos propios —declaró Bjartur.

—No interesa. Pero puedes estar seguro de una cosa, y es que yo podría preparar para tu Finna un remedio mejor que esas malditas lavazas de alcanfor que te entrega el viejo Finsen. Él y Túliníus Jensen son un par de pájaros del mismo plumaje. Por lo que yo sé, jamás ha hecho en el Albingi otra cosa que pedir que se construyesen muelles para el comprador. Ya han sangrado al erario para sacarle subsidios con que construir embarcaderos que, naturalmente, el oleaje redujo a arena en cuanto estuvieron terminados. De modo que ahora decidieron ordeñarlo por valor de otras cien mil coronas para construir un rompeolas que llegue más o menos hasta el horizonte y sirva de protección de los embarcaderos en ruina. ¿Y quién paga toda esta construcción que es arrojada al mar como si fuese basura? Nosotros, los agricultores, está claro; nosotros, a quienes arrancan la carne hasta el hueso por medio de impuestos directos e indirectos. No; si la comunidad agrícola islandesa no quiere convertirse en el mísero felpudo de las potencias mercantiles, es preciso que los agricultores nos unamos en defensa de nuestros intereses, tal como empezaron a hacerlo en la provincia de Pingey hace treinta años.

Se puso de pie, se desperezó y comenzó a enrollarse la bufanda en torno al cuello.

Other books

The Boy Next Door by Katy Baker
Gayle Buck by Hearts Betrayed
The Damn Disciples by Craig Sargent
The Other Queen by Philippa Gregory
At Death's Door by Robert Barnard