Einar Jónsson, Undirhlíó
Bjartur no regresó a la Casa Estival hasta el día siguiente. La perra caminaba silenciosamente a su lado, en alborozada expectación. Es hermoso volver al hogar. Y cada vez que el animal se adelantaba algunos metros a su amo, se detenía y le miraba con ojos llenos de una fe inconmovible. Luego volvía junto a él describiendo una gran curva. Su reverencia por su amo era tan fuerte que ni siquiera se aventuraba a caminar delante de él. Un perro encuentra en un hombre las cosas que quiere encontrar. Bjartur se inclinaba hacia delante, en las ráfagas de nieve empujadas por el viento, llevando a Blesi de las riendas y lanzando de tanto en tanto una mirada a su perra… -pobre cosa piojosa y atacada de lombrices. Pero, ¿dónde se encontrará la fidelidad si no es en esos ojos castaños, dónde se encontrará la lealtad que nada puede destruir? Ni la desdicha, ni el deshonor, ni las mordeduras de la conciencia… nada puede apagar ese fuego. Pobre perrita. A sus ojos Bjartur de la Casa Estival debía ser siempre el más alto, el más grande, el mejor, el incomparable. Lo que el hombre busca, lo encontrará en los ojos de un perro.
Demonios, ¡qué pesada está hoy Blesi para caminar! Y sin embargo lleva a una criatura viva en el lomo. ¿Una criatura viva? Es la vieja de Uróarsel, que cabalga de costado sobre la montura, envuelta hasta los ojos en costales y chales. Sus pertenencias y las de su hija se balanceaban colgadas de la silla. Finna les sigue, con el rostro curtido, el paso torpe, las faldas anudadas sobre las rodillas.
No se habló. Y la pequeña procesión siguió avanzando lentamente en dirección a la Casa Estival, hombres y animales, hombres-animales, cinco almas. El pálido sol rojo rozaba la superficie de los riscos del páramo en esa mañana de invierno del norte, en esa mañana que en realidad sólo era una noche. Y sin embargo era mediodía. La luz doraba las nubes de nieve que volaban sobre los páramos, de modo que la nevada semejaba un solo e ininterrumpido océano de fuego, un radiante fuego de oro con chorros de llamas y resplandores de humo, de este a oeste, sobre toda la extensión helada. En medio de ese dorado fuego, de ese dorado hielo, solamente comparable en su magia a las más potentes y complicadas brujerías de las Baladas, estaba el camino que llevaba a la casa.
Las mujeres de Myri saludaron a los recién llegados con desmañada cortesía, pero, aun así, se mostraron importunas en sus exigencias de la leche que Bjartur había prometido traer consigo. Hasta entonces habían tenido que dar a la chiquilla unas gachas aguadas, en el biberón. Cuando hubieron preparado café para los visitantes, su tarea quedó terminada, de modo que recogieron sus cosas y se dispusieron a partir. Bjartur se ofreció a acompañarlas hasta la montaña, pero ellas agradecieron el ofrecimiento y lo rechazaron. Luego se despidieron de él y de las recién llegadas con la misma clase de cortesía con que las habían recibido. Finna quedó con la niñita en su regazo, para darle el biberón por primera vez. Y la anciana comenzó sus ocupaciones en la casa.
Aunque todavía era temprano, Bjartur se acostó en cuanto hubo echado una ojeada al ganado. Sentía realmente que no había descansado desde la última noche que pasó en casa con Rosa. Se sintió contento de haberse despedido antes de partir. Fue un rodeo lleno de aventuras, y sólo esa noche sintió que había regresado a su casa. Cada vez que se acostaba, después de su vuelta del desierto, sentía, precisamente cuando se adormecía, que una repentina tormenta de nieve le batía el rostro y un voluptuoso entorpecimiento le trepaba por las piernas, por los muslos, hasta el estómago.
Y entonces se despertaba de golpe, presa de pánico, seguro de que, si se quedaba dormido, moriría en la tormenta. Por eso dormía siempre tan mal desde aquel día. En mitad de la noche despertaba, sobresaltado, con una poesía obscena en los labios, o con una insolente poesía satírica que ridiculizaba a los alcaldes o a los mercaderes. Y sólo recordaba cuando ya estaba a punto de saltar fuera de la cama para golpearse el cuerpo.
Pero esa noche se dio cuenta, sintió que estaba fuera de peligro.
La luz de la lámpara de la pared había sido apagada por economía, pero llegaba un resplandor de la pequeña mecha que parpadeaba en el estante sobre la cama de la anciana. Madre e hija estuvieron sentadas juntas durante largo rato, murmurando al resplandor de la mecha. Abajo, de tanto en tanto, una oveja eructaba y Blesi, en su estrecho establo, movía las patas y resoplaba. La perra, acostada contra la pared, bajo la cocina, se levantaba de cuando en cuando para rascarse, golpeando el muro con la pata trasera; después bostezaba y se enroscaba nuevamente. Desde la cama del otro lado se oía la tenue respiración de la pequeña y un sollozo ocasional, como si estuviese por llorar. Pero no lloraba y volvía a dormirse.
Finalmente terminaron los susurros y Finna vino a quitarse las ropas. El la oyó desabotonarse la chaqueta y quitarse las faldas. Se pasó por la cabeza, con cierta dificultad, las ajustadas enaguas. Luego se acostó en la cama, junto a la chiquilla, y se quitó el resto de la ropa debajo del edredón. Él la oyó desabrochar dos o tres botones más y luego escurrirse fuera de sus prendas. Finna se estiró y se rascó aquí y allá, bostezando ruidosa y adormiladamente.
La anciana se quedó aún sentada al borde de su cama, en la luz de la mecha, con los codos apoyados y un dedo entre las desdentadas encías. Miraba por la trampilla, mascullando algo de vez en cuando. En dos ocasiones se acercó a la abertura, gritó «¡vergüenza!" a algo y escupió. En la segunda oportunidad se quedó balanceándose hacia atrás y hacia delante durante unos instantes, mirando hacia abajo y musitando:
Fingido zorro, sal; Vete de mi hogar. Jesús golpea al portal. Vete, pues Él pasa. Fuera, Kurkur, dentro, Jesús. Fuera, Kólumkil, Dentro, el ángel. Fuera, Regeristo, Dentro, Jesucristo. Fuera, Maledictus, dentro Benedictus…
Cuando hubo recitado esta antigua y sagrada oración, se persignó y dijo: —Nos entregamos todos en manos de Dios y buenas noches. Luego cerró la trampilla y se acostó. Y con ello todos se dispusieron a dormir.
Laugarvatn - Barcelona, verano de 1933
(Compuesto a partir de un borrador de 1929)
Lenta, lentamente, el día de invierno abre su ojo boreal.
Desde el momento en que da su primer parpadeo soñoliento, hasta el instante en que sus párpados plomizos han quedado completamente abiertos, no pasa solamente una hora tras otra. No, una era sigue a otra era a través de las inconmensurables extensiones de la mañana, un mundo sigue a otro como, en las visiones de un ciego, una realidad sigue a otra y desaparece… La luz se hace más intensa. Tan distante es el día de invierno de su propia mañana. Incluso su mañana es distante de sí misma. El primer leve resplandor del horizonte y la total luminosidad que hiere la ventana son como dos comienzos distintos, dos puntos de partida. Y puesto que incluso el alba esta mañana es distante, ¿qué será su noche? La mañana, el mediodía y la tarde están tan alejados entre sí como los países que soñamos con ver cuado seamos mayores. La noche es tan remota e irreal como la muerte, de la que se habló ayer al hijo más joven, como la muerte que arrebata a los chiquillos del brazo de las madres y hace que el sacerdote los entierre en el cementerio de la pedanía; como la muerte de la que nadie regresa, como en los cuentos de la abuela; como la muerte que también nos llamará a nosotros cuando seamos tan viejos que hayamos vuelto a ser niños.
—Entonces, ¿sólo mueren los chicos? —preguntó él.
¿Por qué lo preguntó?
Porque ayer su padre se había dirigido a las fincas con el niñito que murió. Se lo llevó en una caja, sobre la espalda, para que lo enterraran el sacerdote y el alcalde. El cura abre un hoyo en el cementerio de la pedanía y entona una canción.
—¿Y yo volveré a ser niño otra vez? —preguntó el chiquillo de siete años.
Y su madre, que le había cantado notables canciones y hablado de países extranjeros, respondió débilmente desde el lecho de enferma en que yacía:
—Cuando uno se hace muy viejo, torna a ser como un chiquillo otra vez.
—¿Y muere? —preguntó el niño.
En su pecho se cortó una cuerda, una de esas delicadas cuerdas de la niñez, que se rompen antes de que se haya tenido tiempo de advertir que son capaces de resonar. Y las cuerdas no suenan más. En adelante no son más que un recuerdo de días increíbles.
—Todos morimos.
Más tarde, en el día, él abordó el tema nuevamente, esta vez ante su abuela.
—Conozco a alguien que no morirá jamás —dijo.
—¿De veras, mi querido? —preguntó ella, mirándole, con una mirada que le resbalaba a lo largo de la nariz, con la cabeza inclinada, como era su costumbre cuando miraba a alguien. ¿Y quién es?
—Mi padre —respondió el niño resueltamente. Pero no estaba en absoluto seguro de no equivocarse, porque continuó mirando a su abuela con ojos interrogantes.
—Oh, morirá, morirá, no te quepa duda —resopló la anciana implacablemente, casi alborozada, y sopló con fuerza por la nariz.
Esta respuesta no hizo más que avivar la testarudez del niño, que preguntó:
—Abuela, ¿morirá el cucharón?
—Basta ya —dijo secamente la anciana, como si pensase que el chiquillo se burlaba de ella.
—Pero, abuela, ¿y la sartén? ¿Morirá ella?
—Tonterías, niño —replicó ella—. ¿Cómo pueden morirse las cosas que ya están muertas?
—Pero el cucharón y la sartén no están muertos —dijo el niño—. Yo sé que nu están muertos. Cuando me despierto, por la mañana, a menudo los oigo hablar.
¡Qué tonto! En fin de cuentas acababa de barbotar un secreto que sólo él conocía, porque únicamente él había descubierto que, durante lo que era quizás el momento más notable de toda la mañana, las cacerolas y las ollas y los demás utensilios de la cocina cambiaban de forma y se convertían en hombres y mujeres. Temprano, cuando permanecía despierto mucho antes que los otros, podía oírlos hablar entre sí con la grave compostura y el ponderoso vocabulario que corresponde únicamente a los enseres de cocina. Y no fue solamente por casualidad por lo que se había referido en primer lugar al cucharón, porque éste, a la postre, era una especie de aristócrata entre los utensilios; raramente usado, y entonces, como norma, para las sopas de carne, el más apetitoso de los platos, se pasa la mayor parte del tiempo colgado de la pared, en impecable limpieza y decorativa ociosidad. Pero, una vez que se lo saca de su lugar, el papel que representa en la olla es sumamente notable. Por lo tanto el chico sentía un gran respeto hacia el cucharón y le parecía que no había nadie que pudiera compararse con él, aparte de la esposa del alcalde. La sartén, que tan a menudo estaba llena hasta el borde y que a veces tenía en el fondo una costra quemada y una cantidad de hollín en la parte inferior, la sartén, pues, no era otra cosa que el alcalde de Myri, cuya boca estaba siempre atestada de tabaco. Fácilmente se le podía hacer hervir en ocasiones, y era seguro que tenía fuego en el interior y que su esposa le revolvía para que no se desbordara en alguna recepción oficial. Las otras cosas de cocina eran lo mismo: en la oscuridad se convertían en hombres y mujeres, algunos ricos e importantes, otros pobres e insignificantes. Los cuchillos eran repugnantes campesinos a quienes odiaba y temía; las tazas, rechonchas jóvenes con rosas en los delantales, que hacían que el chiquillo se sintiese tímido con sus rosas. Y durante las comidas, a la luz del día, evitaba tocar a esa gente, no fuese que leyesen en su rostro todo lo que él sabía acerca de sus aventuras. Por la noche los utensilios se mostraban complacientes y llenos de seguridad en sí mismos; de día eran mugrientos, sucios, abyectos como visitantes tímidos que se sientan, se sorben la nariz y no se atreven a moverse… Él, que sabía tanto de ellos en su libertad de la noche, se sentía apenado por ellos en su esclavitud del día.
Pero uno de los artículos de la cocina era independiente, día y noche, de la libertad de la oscuridad, de la esclavitud de la luz; uno eclipsaba a los demás con su esplendor y les hacía parecerse a otros tantos trastos. Tal valor se le asignaba que era mantenido en el fondo del arcón de la ropa. Los niños lo veían solamente cuando venían invitados importantes, en Navidad, o en el día de San Juan, e incluso entonces no se les permitía tocarlo, tan precioso era. Era el molde para bizcocho de su madre… un regalo de la esposa del alcalde de Myri. Era la fuente más hermosa de todo el mundo. Tenía una figura de una casa maravillosa, semioculta entre arbustos floridos. Un liso sendero serpenteante conducía a la casa, entre pastos verdes y sonrientes arbustos que lo flanqueaban. ¿Y quién era la que estaba en la senda, con un vestido azul y un sombrero blanco, con flores en la mano y el sol en su corazón? Sabía perfectamente quién era, pero jamás se lo había dicho a nadie. Era la hija del alcalde, Auóur, que se fue al extranjero en otoño y que regresaría en primavera, como un pájaro. Y la casa semiescondida entre las flores era la que Auóur habitaba en países lejanos. Algún día el pequeño Nonni no sería ya un niño que dormía en la cama de la abuela.
Durante un rato guardó silencio mientras permanecía sentado en la cama, junto a la abuela, tejiendo. Pero pronto no pudo contenerse.
—Sé algo —dijo, dejando caer las agujas mientras miraba a su abuela—. Te apuesto que conozco algo que jamás, jamás podrá morir.
—¿Sí?
—Jamás —repitió él.
—Bueno, pues entonces dime quién es, chico. Desembucha.
—No —dijo él resueltamente—. Nunca se lo diré a nadie.
Tomando la lana con el índice derecho, le hizo una lazada, preparándola para el punto siguiente. Podía ser que de vez en cuando dejase escapar uno o dos secretos, pero había una cosa que estaba por encima de la vida y la muerte, de la libertad, de la oscuridad, de la humillación del día. Lo que era, ni un alma lo sabría jamás. El secreto del molde para bizcocho de su madre…
Hay pocas cosas que llenen el alma de un hombre con mayor desilusión que despertar cuando todos los demás duermen, especialmente si ello ocurre por la mañana temprano. Sólo cuando se despierta se advierte hasta qué punto los sueños han superado la realidad. A menudo el hijo menor soñaba con una moneda de cincuenta céntimos, a veces con una de corona y hasta de dos, pero todo se le perdía cuando despertaba. Tomaba sopa de carne, y no de un cuenco sino de un cubo; y comía carne tan gorda que la grasa le chorreaba hasta los codos. Comía enormes tajadas de torta de Navidad, de una fuente sin horizontes, tajadas tan gruesas que fácilmente podía sacar de ellas ciruelas pasas tan grandes como el ojo de una persona. Tales son los beneficios que el alma humana extrae de sus sueños. Pero, por intensamente que lo intentara, nunca podía volver a dormirse para soñar con exquisiteces, ni con las monedas que había tenido en la mano, que siempre eran de plata, como el dinero que su padre pagaba al alcalde por la tierra y que, en sus sueños, él gastaba en pasas de uvas y bizcochos, así como en un cortaplumas y un poco de bramante.