Gente Independiente (25 page)

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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Sentía mucha hambre cuando despertaba, y se quedaba acostado, ansiando que le volviera el sueño como el perro ansia el hueso que ha perdido, pero se le tenía estrictamente prohibido que despertara a nadie y pidiera pan, porque de lo contrario su padre le ataría en la casilla, con el carnero reverendoguómundur y su hermano, que a veces reñían durante toda la noche. Esas eran perspectivas altamente desagradables, porque ningún animal le asustaba tanto como el reverendoguómundur. Ese carnero, que odiaba a los seres humanos, tenía la fea costumbre de perseguir al chico hasta en sus sueños, a través de ellos, y el niño corría tan velozmente como podía, de un sueño en otro, huyendo aterrorizado ante el monstruo, que, a despecho de la confianza que su padre tenía en su pedigrí, era tan preternatural en su repugnancia como la torta de Navidad y la sopa de carne lo eran en su esplendor. Y así es que también puede haber un elemento de peligro en los sueños de una persona.

Para olvidar cuan hambriento estaba, se dedicó a escuchar a las ollas y cazuelas, en su reunión nocturna de todos los días en el aparador y en los estantes. ¿De qué hablaban? No resulta fácil para un niño seguir el hilo de una conversación adulta… Hablaban como la gente del distrito, todos compitiendo con todos para lograr intercalar una palabra, a fin de atraer al menos un poco de atención, y todos quejándose de los pobres de la parroquia y de la carga que representaban los viejos, que aparentemente jamás se morían a una edad decente. ¡Y los impuestos de estos días, hombre de Dios! Se quejaban amargamente de las extravagantes costumbres de las jóvenes, de la migración de los mozos a las ciudades, de los tiempos difíciles, del alto precio de los cereales, del nuevo gusano que atacaba a las ovejas en reemplazo de la lombriz solitaria. El cucharón sostenía que todos estos males se debían a la falta de música. Era extraño cuan maduros podían parecer estos utensilios de cocina en las expresiones que utilizaban. Lo que más impresionaba al chico no eran las facultades de pensamiento lógico que demostraban en su conversación, sino el conocimiento, la experiencia y la riqueza de vocabulario que revelaban: nombres de lugares distantes, casamientos en otras partes del país, versos de pulida técnica, maldiciones, noticias de la ciudad. A veces incluso disputaban entre sí. Alguien decía que el armonio de la iglesia no era lo bastante bueno, o que el comprador de Vík era mejor que el de Fjóróur. Algunos tenían hijos ilegítimos, otros no creían en la independencia nacional, en tanto que había quienes llegaban a decir que lo mejor que se podía hacer era llenar la olla con bosta de caballo. Algunos querían escribir poesías como ésta:

Si la lucha es fuerte, por lo que parece, e incierta su apariencia; si ningún partidario se entristece cuando pone fin a la pendencia.

Pero otros querían escribirlas de este tipo:

Sira rinsa ponsa pran, pira linsa fira, quira sinsa ronsa ran, Rira dinsa nira.

¡Oh, caramba! ¿No llegaba el día aún?

Muy cautelosamente, para no molestar a los espectros de la oscuridad, levantaba la cabeza y atisbaba por encima de los pies de la cama.

Cuanto más se acercaba la mañana, tanto más evidente se hacía que las cosas de la cocina iban agotando gradualmente su provisión nocturna de sabiduría. Y en cuanto su conversación languidecía, los oídos del niño quedaban libres para otras voces. Las ovejas de abajo se ponían de pie y, gruñendo un poco, descargaban el vientre después de la noche. Algunas de ellas se levantaban sobre los cuartos traseros para husmear los restos del heno de la noche anterior, meter los cuernos en el establo o empujarse unas a otras. En cuanto el chico las oía levantarse, la esperanza despertaba en su pecho.

Pero de todas las señales de la mañana, la más segura eran los ronquidos de su padre.

Al alba, cuando el niño despertaba, aquél roncaba aún con largos, hondos, hondos ronquidos. Estos ronquidos no guardaban relación alguna con el mundo en que vivimos y despertamos. Eran una extraña excursión por un espacio inclinado, por un tiempo inmensurable, por extravagantes existencias. Sí, los caballos de esa cabalgata tenían poco en común con los de nuestro mundo, y menos aún lo tenía el paisaje de la vida de los ronquidos con el del día.

Pero, a medida que se acercaba la mañana, los ronquidos de su padre perdían gradualmente resonancia, las retumbantes notas de pecho se disolvían en una escala lentamente ascendente, avanzaban por grados hasta la garganta, desde la garganta hasta la nariz y la boca, para llegar a los labios con un silbido, a veces únicamente con un soplido inquieto… el punto de destino estaba cerca, los caballos hacían cabriolas con la alegría de haber atravesado, indemnes, los sonoros espacios del infinito. La tierra del hogar campesino se extendía ante la mirada.

La respiración de los demás era inferior en alcance y magnificencia a los ronquidos de su padre y, lo que es más, hacía caso omiso del tiempo. Tomemos, por ejemplo, la respiración de la abuela. ¿Quién se imaginaría jamás que fuese un ser viviente quien dormía junto al niño? Respiraba tan débilmente y se agitaba tan poco durante muchas horas, que nada parecía más probable como que hubiese dejado de respirar del todo. Pero si se inclinaba sobre ella y escuchaba con atención, podía oír ocasionalmente signos de vida, porque sus labios emitían a veces un resoplido muy tenue. La anciana tenía asimismo otra triquiñuela. Después de haber permanecido durante varias horas como muerta, la vida surgía a la superficie en ella como las lentas burbujitas que ascendía a largos intervalos del fondo de los estanques de los pantanos, una vida revelada en extrañas palabras masculladas, susurros y quejas, odiosos salmos de otro mundo. Porque también ella tenía un mundo propio, ininteligible para los demás, un mundo de oraciones e himnos, de esos largos y aburridos versos que su padre detestaba tanto, el mundo del Dios piadoso y compasivo, del imponente Padre y de los terrores del Infierno.

Ella nunca daba una descripción de dicho mundo, a menos que, en verdad, fuese para musitar otra oración más incomprensible aún. Nadie que cantase tantos himnos y supiese tanto acerca de las alegrías de la vida eterna podía estar más ayuna de fervor misionero como su abuela. Es verdad, ella le había enseñado a dormirse con ese idioma en los labios, pero su mundo de rezos seguía estando tan desconcertadamente aislado de la realidad humana como el mundo de ronquidos de su padre. El niño no discernía nada de su paisaje a través de las palabras, y menos aún de sus insustanciales habitantes. La extraña vida de los himnos, a medida que surgía de los labios inconscientes de su abuela, despertaba en él el mismo terror que los estanques de los aguazales, con su agua legamosa, acre, con su lino y sus plantas asquerosas y velludas y sus insectos acuáticos.

Frente a la cama de sus padres dormían los tres hijos mayores, Helgi y Gvendur en la cabecera, Asta Sóllilja a los pies. ¿A qué mundo pertenecía el lenguaje de sueños de Helgi, a qué mundo el llanto de Asta Sóllilja, su crujir de dientes? Era un idioma sin palabras, sin significado, carente de todo, salvo de furia imbécil. Un llanto sin lágrimas que lo acompañaran, sin sollozos; sólo un súbito dolor desgarrante que venía sin aviso previo y desaparecía sin rastros, como si algún aterrador llamado le hubiese surcado los miembros en un relámpago, un llamado de mundo a mundo. Ninguno de esos mundos, ninguna de esas voces observaba las leyes cotidianas o los sentimientos de ese mundo terreno.

¿Dónde estaba su madre esas mañanas de invierno, cuando no había nadie en la casa y todos estaban lejos, cada uno con su propio sueño, mientras las sombras de otros mundos, preñadas de maravillas, cubrían la pequeña alcoba de la Casa Estival? ¿Estaba despierta o dormida? ¿Eran gruñidos de su despertar los que quedaban ahogados por los ronquidos de su padre, una y otra vez, o era la sedante mano del olvido, prohibida incluso en su mundo de ensueños? Grande era su anhelo de que llegara el día mientras estaba ahí acostado, solo, rodeado de mundos desconocidos, de corazón duro, que ni siquiera sabían que él existía… pero mayor aún era su ansia de los brazos de su madre.

Hay una terrible noche que recordará siempre, no importa cuánto viva, debe de ser muy temprano, sí, mucho antes de que el día invernal haya hecho el primer esfuerzo para abrir sus ojos cansados, porque el niño está todavía dormido, todavía vaga por la móvil extraterrenalidad de sus propios mundos de ensueño. Tan agradable es su ausencia, tan dulce y pesada la soñolencia de la medianoche que le inunda el cuerpo, que siente desgana de abandonarlo, pero pronto llega un momento en que siente que debe dejar a un lado su letargo y regresar… alguien le llama. ¿Quién llama? Al principio el grito es tan distante que no trata de averiguarlo, y le presta tan poca atención como si fuesen noticias de otra región. Pero el ruido se va acercando gradualmente: gruñidos y gemidos, acercándose más y más. Por un momento parece que alguien ha llegado a la mansión de Rauósmyri. Pero no se detienen. Se acercan, siguen aproximándose, hasta que finalmente descubre que han llegado al cuarto en que él está acostado. Provienen de su madre. Entonces se despierta del todo. Se encuentra solo en la cama de la abuela. Una mecha arde en el cuarto. Su abuela, mascullando, inclinada y con las manos temblorosas, forcejea con algo sobre la cama de sus padres, en tanto que, sentado en el borde de la cama, está su padre, sosteniendo la mano de su esposa. Los niños, en la otra cama, se han cubierto la cabeza, pero de tanto en tanto ojos espantados, enormemente abiertos, atisban por debajo de las mantas. Pero no se atreven a mirarse entre sí; fingen estar dormidos. Mamá está sumamente enferma esa noche. Los gruñidos se hacen más y más intensos, más dolorosos de escuchar. Es el sufrimiento del mundo. El chico ha estado pensando en levantarse para preguntar, pero ahora ha olvidado su intención y se acurruca bajo el edredón. Luego, al cabo de un rato, su madre deja de gemir. Su abuela comienza a luchar con el fuego de la cocina, su eterna lucha. Hace ya varias generaciones que lucha para encender fuegos y calentar agua. Pasan unos momentos. La conciencia del niño se aleja nuevamente en un remolino, las voces susurrantes de su padre y su abuela se empequeñecen, se retiran tierra adentro, se internan en otra comarca… Su padre desciende la escalera, que da fuertes crujidos, en otro edificio distante, probablemente la iglesia de Rauósmyri, o alguna iglesia aun más remota, y, cerrando la trampilla tras de sí, sale presurosamente a la noche. Pero, en cuanto ha cerrado la puerta, su madre comienza a quejarse otra vez, con más intensidad que nunca. Y una vez más es como si una garra fría, de uñas aguzadas, hubiese atenazado el corazón del pequeño. ¿Por qué las personas que uno más ama son las que más tienen que sufrir, y por qué uno nunca puede hacer nada por ellas?

Por la mente del niño, involuntariamente, pasa la idea de que la culpa de todos los dolores de su madre la tiene su padre, es él quien siempre duerme con ella, es él quien se cree su dueño y señor; algo debe tener en su conciencia que le ha impulsado a mostrarse tan atento con ella esa noche; le sostenía la mano, cosa que nunca le había visto hacer anteriormente, y luego sale a toda prisa, en mitad de la noche, como si tuviese miedo.

Pocas cosas son tan inconstantes, tan inestables como un corazón amante, y, sin embargo, es el único lugar del mundo donde puede encontrarse simpatía. El sueño es más fuerte que el más noble instinto de un corazón amante. En mitad de los sufrimientos de su madre la luz empieza a atenuarse. Los gorgoteos de la marmita se alejan; el chasquido del fuego, los trajines de su abuela, sus susurros y gruñidos, sus canturreos de himnos olvidados, todo se disuelve en fugaces sueños de duermevela que no tienen ya picos ni garras, sueños vacíos de pasiones y sufrimientos, gozosos y deseables como la vida de los elfos en las grietas de las montañas. El sopor de medianoche, tan dulce, tan espeso, comienza a correrle nuevamente por el cuerpo, y poco a poco, como un centenar de granitos de arena, su conciencia se filtra por el abismo de su mundo de ensueños, hasta que el olvido se cobra su deuda completa.

Ayer su padre había llevado al más pequeño a Rauósmyri, a enterrarlo. ¿Era, pues, su madre nuevamente feliz? ¿Estaba otra vez, como los niños, reconciliada con la monotonía de los días invernales sin horizonte? ¿O es que sus gemidos seguían todavía ahogados en lo implacable de las profundidades que el corazón no reconoce? El dolor llegaba hasta los niños y se iba al poco, pero los sufrimientos de su madre eran eternos. Nunca supo el niño que el sueño de la familia fuese tan largo como esa mañana. Hacía tiempo que las ovejas se habían levantado; podía oírlas topándose a cada rato. Su padre había recorrido una inmensidad de ronquidos de pecho, la vajilla estaba silenciosa ante la llegada de la mañana y el ojo del día invernal se abría en la palidez azul de la ventana. ¿Tenían miedo de despertar, quizá? Comenzó a tamborilear silenciosamente con las uñas en el techo sesgado, cosa que nunca, a pesar de las amenazas, podía dejar de hacer cuando sentía que la mañana se prolongaba demasiado. Cuando esto no produjo efecto alguno, empezó a chillar, primero como un ratoncito, luego más agudamente y con más fuerza, como el aullido de un perro cuando se le pisa la cola, y después más alto aún, como un viento terrero ululando a través de la puerta abierta…

—¡Vamos, basta de tus tonterías!

Era su abuela. Había tenido éxito, entonces. Mascullando para sí, la anciana reunió fuerzas y, después de uno o dos esfuerzos infructuosos por levantarse, logró finalmente salir de la cama con todos los jadeos y quejidos que siempre acompañaban la tarea. Se puso su blusa de arpillera y su chaqueta corta. Luego, principió la búsqueda de los fósforos. Terminaba siempre con el encuentro de los fósforos.

A la luz incierta de la lámpara de pared, él la vio inclinarse, con la cabeza descubierta, sobre la cocina; vio su piel de caoba, con tallas rústicas, y los pómulos salientes; vio su boca hundida y su cuello flaco, sus ralos mechones de cabellos grises… y tuvo miedo de ella. Y sintió que la mañana no llegaría hasta que ella no se hubiese atado su pañolón de lana en torno a la cabeza. Pronto la abuela se ató el pañolón de lana en torno a la cabeza. En esos movimientos inseguros, en esos ojos móviles saludaba él cada nuevo día, saludaba nuevamente el regreso de la realidad concreta en ese rostro viejo de siglos, en ese rostro casi cubierto que atisbaba, mascullando y gruñendo, desde su capucha, mientras, afanosa y luchando, se dedicaba una vez más a su interminable tarea de encender el fuego. Luego, sin aviso previo, su padre comenzó a rascarse, a carraspear, a escupir y a sorber rapé. Se puso los pantalones. Era tiempo de pensar en dar el alimento a las ovejas.

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