No, la joven no amaba a los héroes ni los sacrificios, ni siquiera las virtudes, más que a otra cosa. Amaba la poesía que le hablaba de sueños que, o bien se cumplían en vano, o bien no se cumplían nunca. De dicha que llegaba como una visitante o no llegaba; de cómo llegaba y se iba, o bien no llegaba jamás. Vio a ese hombre y le entendió, no en forma objetiva, sino a su modo: con los ligeros colores de la poesía, con bosques como fondo y, penetrándolo todo, el rugido del más hondo y más potente río del mundo.
Y ahora hablemos de Dios.
Durante dos o más años ella y los demás habían ansiado conocer a Dios, saber quién es y qué piensa. Y si gobierna el mundo de verdad.
Y ahora tenían a su disposición en la casa dos libros, la historia sagrada y el catecismo, que trataban de Dios, así como un maestro, de quien se esperaba que conociera por lo menos las principales características de ese ser peculiar que vive exaltado, muy por encima de todos los otros seres. El relato de cómo creó el mundo les despertó inmediatamente el interés, aunque no recibieron respuesta alguna a la pregunta de por qué tuvo que crearlo. Pero les resultó difícil entender lo del pecado o la forma de su aparición en el mundo, porque era un completo misterio el motivo que tuvo la mujer para sentir un deseo tan apasionado de comer la manzana, visto que no conocían las propiedades seductoras de las manzanas y creían que era una especie de patata. Pero menos inteligible aún era la inundación producida por cuarenta días y cuarenta noches de lluvia. Porque aquí, en los páramos, había años en que llovía doscientos días y doscientas noches, casi sin interrupción; y sin embargo nunca había inundaciones. Cuando comenzaron a interrogar más insistentemente al maestro acerca de ese enigma, el hombre replicó, tal vez no sin una pizca de irritación:
—Bueno, sea como fuere, yo no lo garantizo.
En la Biblia decía que Dios vino una vez, escoltado por dos ángeles, a visitar a un hombre famoso, pero la narración era, en otros sentidos, bastante vaga. ¿Qué aspecto tenía Dios?
—Oh, supongo que tendría barba —replicó el maestro sin convicción. Hacía un cierto tiempo que yacía inmóvil en la cama, con la cabeza apoyada en las manos, contemplando el techo con evidente preocupación. Luego al pequeño Nonni se le ocurrió preguntar si Dios llevaba puesta ropa… ¿o estaba desnudo?
—¡Tendrías que tener vergüenza! —exclamó Asta Sóllilja. Más tarde El nos envió a Su único Hijo engendrado, ese buen hombre que contaba cuentos y hacía milagros. Pero, de un modo u otro, los niños lo relacionaron con Olafur de Ystadalur, cuyo interés por lo incomprensible jamás le conquistó mucho respeto, y tanto las parábolas como los milagros les dejaron tan completamente indiferentes como si se hubiese tratado de noticias de un país remoto, del que jamás hubieran oído hablar. Ni siquiera el pequeño Nonni, cuyo amor por los países es innegable, quería ir allí. Y puesto que el maestro trataba de cambiar de tema cada vez que comenzaban a discutir, los niños concibieron involuntariamente la idea de que se trataba de algo más bien incorrecto. La crucifixión actuó sobre ellos como algo innaturalmente horrible; la asociaban involuntariamente con lo sucedido en la última Navidad, algo que no debía ser mencionado, algo que hace que uno se despierte por la noche, sudoroso, siempre que uno está acostado en una posición incómoda o las ropas hacen algún bulto debajo. Y uno mira la ventana, con la esperanza de que pronto haya allí alguna luz. Asta Sóllilja cerró el libro con un estremecimiento. Sintió que todo era espantoso y abrigó la esperanza de que su hermano Nonni no lo leyese hasta que fuera más grande; era tan sensible… Dejó el libro en el estante. No aprendieron lo concerniente a la Resurrección o la Ascensión de Jesús. Dios nunca estaba más lejos de ellos que cuando leían ese libro. Asta Sóllilja se sintió profundamente desilusionada con Dios. Pero Él no desapareció por completo de su vista hasta que comenzó a leer el Catecismo. Asta se entristeció mucho y pensó en toda aquella cuestión. Una y otra vez trató de despertar a Dios de su muerte y de balbucear alguna pregunta torpe dirigida al maestro. Pero siempre terminaba en otra derrota de dios.
—¿Ha tratado usted alguna vez de rezar a Dios? —preguntó ella cierto día.
Durante un buen rato él se mostró poco dispuesto a responder, pero a la postre se supo que había orado a Dios. ¿Para qué? Sin levantar la mirada, y evidentemente muy contra su voluntad, le dijo, en secreto, que había rezado a Dios para que se le concediese la conservación del pie. Se encontraba en un hospital. Y entonces le fue cortado el pie.
Asta Sóllilja:
—Yo creo que una persona queda muy bonita con un pie como el suyo.
Y Dios fue dejado de lado por ese día. La segunda vez:
—Dice que Dios es infinitamente bueno. ¿Es también infinitamente bueno cuando alguien está en dificultades?
El maestro:
—Por supuesto.
Asta Sóllilja:
—Entonces puede ser también infinitamente dichoso.
Él:
—Lo sé, mi querida… —Y de pronto, perdida la paciencia:— No hay una sola palabra de verdad en todo esto. Son todas paparruchas. Está destinado a personas blanduchas, neuróticas.
Asta Sóllilja:
—Mi padre es duro.
—Sí —dijo el maestro—. Es un hueso duro de roer.
Y una vez más Dios se evaporó de la conversación. Tercer día:
—Esta mañana me desperté temprano y, cuando abrí los ojos, comencé a pensar en Dios y de pronto me di cuenta de que Él debía de existir. Porque, ¿cómo podría existir nada si no existía Dios?
Después de pensarlo largamente, el maestro susurró:
—Sí, es probable que exista algo. Pero no sabemos qué es ese algo.
Punto y aparte.
Cuarto día:
—Y entonces, ¿por qué permitió Dios que el pecado apareciese en el mundo?
Al principio el maestro pareció no haber escuchado la pregunta. Durante un rato permaneció acostado, mirando ciegamente hacia delante, como en éxtasis, cosa que ahora ocurría con más frecuencia cada día. De pronto se incorporó con una brusquedad alarmante, escudriñó atentamente a la joven, con ojos enormemente abiertos, y repitió, con tono de pregunta:
—¿El pecado? —Luego tuvo un acceso de tos, una tos profunda, espasmódica, sin tonos. Se le enrojeció el rostro y finalmente se le tornó casi azul. Se le hincharon las venas del cuello, los ojos se llenaron de lágrimas. Y cuando terminó el último acceso, se secó los ojos y musitó, sin aliento:— El pecado… el pecado es el don más precioso de Dios.
Asta Sóllilja continuó contemplando al maestro con el ojo de mirada recta y con el ojo bizco, pero no se atrevió a seguir interrogándole porque tenía miedo de las imprevisibles conclusiones que se extraían en teología. Y, además, el maestro estaba excepcionalmente falto de aliento ese día. Se puso de pie y tan discretamente como le fue posible dejó el Catecismo en el estante, junto a la historia sagrada.
—Sí —susurró el maestro—, es completamente inevitable… —Pero ella no se atrevió a preguntarle qué era inevitable, porque es mejor, pensó, no conocer lo inevitable antes de que ocurra, y quizás una cosa es más inevitable que otra: los dos puntos de vista que luchan por conquistar la supremacía del alma del hombre, hasta que uno u otro es vencido, como el ciervo y la pantera que rondan por el bosque en torno del cazador. Esa noche, temprano, él escribió una carta con elegante caligrafía, casi una obra maestra de caligrafía de ornato, la puso en un sobre, la dirigió al doctor Finsen y la cerró.
—Gvendur, hijo mío —dijo cuando entraron los hermanos—. Si vieras mañana a alguien que se dirija a Fjóróur, pídele que me lleve esta carta. Es para el viejo Finsen, acerca de mi tos.
Esa noche Asta le escuchó suspirar profundamente, bostezar y mascullar de tanto en tanto un «sí», o un «¡oh, caramba!», o, simplemente, un «¡oh!» prolongado. O un «¡ah!» A las veces, en medio de todo ello, susurraba con desesperación para sí.
—Es inútil. O: —De todos modos, ¿qué importa?
Y cuando ella escuchó todo eso se sintió invadida por el temor de que él estuviese cansado de la casita de techo bajo y hubiese descubierto que no era ése el reino de la felicidad, ni siquiera el reino de la inocencia, como se imaginara al principio. Tenía más miedo a ese soliloquio que a su tos, porque había sido criada entre toses: su madre adoptiva tosía, su abuela tosía noche y día. Pero lo que realmente le taladró el corazón fue que él no se sintiese ya dichoso con ellos, que quizá quisiese abandonarles y salir nuevamente al mundo.
Y le preguntó, como le preguntaba a menudo a su madre adoptiva: —¿Querría un poco de agua? —Se había acostumbrado a ofrecer agua a la gente cuando la gente no se sentía bien; el agua fría siempre es buena.
Pero él respondió con un prolongado «no». La joven continuó mirándole a hurtadillas, tan afligida ante el pensamiento de no poder hacer algo por él que no le era posible comenzar ninguna tarea, oh, caramba, si él se fuera y les dejara… Trataba de hacer por él todo lo que podía, en los almuerzos le servía siempre el mejor trozo de carne, le daba café seis y hasta ocho veces por día, de resultas de lo cual pronto no le quedaría nada de café, y aparentemente todo ello no había servido de nada; ¿qué podía hacer?
Todos los días crecía el desaliento del hombre; recitaba cada vez menos poesías, se mostraba con menos inclinación a hablar de la civilización del mundo, encontraba más difícil librarse de sus melancólicos pensamientos. Ella anhelaba poder decirle algo consolador, porque, aunque joven, conocía por experiencia personal con qué cosas se veía a veces obligada a luchar el alma y sabía cómo una palabra bondadosa puede dispersar las nubes que en ella se concentran. Pero no tenía el valor necesario para decir nada. No atinaba más que a volver la cabeza cuando los ojos se le llenaban de lágrimas.
La abuela se arrastró hasta la cama de él al día siguiente y dijo:
—Su salud no parece ser inmejorable, hombre —porque, en su larga experiencia, jamás había conocido a un hombre que estuviese acostado, con las manos bajo la cabeza, contemplando el techo todo el día, a menos que estuviese gravemente enfermo. Durante un instante él miró, presa de pánico, el rostro viejo que no albergaba esperanza alguna pero que todo lo soportaba—. Quizás el pobre hombre no tenga tabaco —dijo ella. Pero él no quería tabaco. Meneó la cabeza y la apartó con la mano.
—Siéntate nuevamente, anciana —susurró.
El primer día después de haber despachado la carta comenzó a preguntar:
—¿No se ve a nadie viniendo del pueblo? Si ves a alguien que llega del pueblo, corre a preguntarle si el viejo Finsen le ha dado algo para mi tos.
Y a medida que los días se arrastraban, preguntaba más a menudo, a veces cinco o seis veces por día, como un chiquillo. Asta Sóllilja participaba de su expectativa y salía al montículo de nieve muchas veces en el día, haciéndose sombra a los ojos con la mano y escudriñando los llanos para ver si podía distinguir a alguien que viniese del pueblo. Una y otra vez enviaba a sus hermanos al encuentro de los viajeros, pero nadie llevaba nada consigo para el maestro.
Y finalmente llegó el día que ella temía desde que se dio cuenta del desánimo del hombre. Le había llevado el café, y entonces le pidió que se sentara en la cama, junto a él. Bebió. Luego le entregó la taza vacía. Ella permanecía sentada, con la taza en el regazo, sin saber si debía irse o quedarse, porque ésa era la primera vez que él le pedía que se sentara a su lado, y no se atrevía a irse si él no se lo ordenaba; era su maestro. Luego el hombre dijo:
—Si para mañana no recibo nada de Finsen, tendré que ir yo mismo a buscarlo.
Si se hubiese tratado de cualquier otro, ella habría tenido derecho a levantar la mirada, y le habría contemplado con ojos agrandados, interrogantes, y algo se le habría derrumbado en el rostro. Pero no levantó la cabeza, no tenía derecho a hacerlo. En lugar de levantar los párpados dejó caer las pestañas y miró, en avergonzado silencio, la taza que tenía sobre las faldas. Y el hombre la contempló de arriba abajo, y vio cómo las líneas juveniles y la frescura de su cuerpo estaban escondidas bajo las ropas rasgadas y descoloridas. Y el cuerpo de la joven le hablaba con más elocuencia a los sentidos, precisamente por su disfraz de harapos, del mismo modo que la planta flexible, que Dios ha creado detrás de muchos glaciares y luego dejado olvidada, debe su encanto a cien mil piedras, a un interminable erial. Y finalmente la tocó, como un hombre está obligado a tocar a una florecilla que crece sola, detrás de muchos glaciares, en medio de cien mil piedras. Su mano pasó dulcemente sobre los hombros y la espalda de la muchacha, y finalmente la palma se detuvo en las nalgas; pero apenas por una fracción de segundo. Y cuando retiró su mano, entonces, y no antes, levantó ella la vista. Sus ojos interrogaron tímida y desesperanzadamente, como los de un niño que ha sido abofeteado y que luego ha recibido un dulce, todo al mismo tiempo. Pero no dijo nada. Él puso su palma húmeda sobre el dorso de la mano de ella y trató de mirarla a los ojos… Era extraña la forma en que el ojo izquierdo podía mirarlo a uno sin que la pupila tocase siquiera el párpado inferior. Se la mira a los ojos hasta que no se tiene ya noción de la propia alma. Algo se movió en la garganta de Asta, como si tratase de tragar saliva. Se levantó apresuradamente, en un esfuerzo de huir a la palma que tenía posada sobre el dorso de la mano.
Como si hubiese sabido desde el principio que allí no había nada para él. Esa casa de techo bajo, entre la nieve… Oh, ¿por qué había tenido que venir, él también? ¿Por qué tuvo que quedarse allí y solicitar sus cuidados todos los días, como un niño a su madre, de modo que el último pensamiento de ella por la noche fuese el de qué podría hacer por él la mañana siguiente… por qué tuvo que quedarse y luego irse? ¿En qué pensaría ella cuando él se hubiera ido?
Cuando el pequeño Nonni se precipitó jubilosamente escaleras arriba, con la medicina del maestro en una botella, Asta Sóllilja no pudo casi dominar su placer, como bien podrá imaginarse. Le miró, compartiendo con él su alborozo, palmeó las manos involuntariamente. Pero sólo una vez. Porque, cuando le observó, no vio placer en su cara, sino una avidez salvaje, loca. Y arrancó la botella de las manos del chiquillo, observó atentamente el marbete y saltó de la cama con el más grande estallido de energía que se le viese hasta entonces. Luego metió la botella bajo la almohada y preguntó si la comida estaría lista pronto. Asta Sóllilja puso más leña bajo la olla.