Estamos en Góa y, por las mañanas, una luz gris comienza a aparecer en las ventanas. Pero la mañana es muy fría. Es demasiado fría, especialmente después de la noche anterior. Un estremecimiento le recorre el cuerpo y una y otra vez tiene que apretar los dientes. Lleva el cabello desordenado, una de sus trenzas se ha deshecho y todavía no ha sido tocada por el peine. Su vestido, ese harapo ajustado, que ha olvidado de alisarse a los costados, le cae en arrugas abolsadas sobre las caderas, de modo que cada vez que se agacha muestra las corvas, toscamente conformadas en comparación con las rodillas, esbeltas, poco desarrolladas, infantiles, casi groseras, con la fuerte curva de los muslos arriba y de las madura pantorrillas abajo… se ha olvidado de ponerse la bata, ¿qué podría haberle pasado a su bata?… y tampoco se ha subido las medias; las tiene caídas, en gruesos pliegues, en torno a los tobillos… pero no importa. Parece haberse tornado de pronto tan artificialmente ancha, ella, que siempre fue tan poco naturalmente delgada… Se siente más bien como un pescado que ha sido abierto en canal, sí, con un cuchillo, con un cuchillo afilado. Desde la cabeza a los pies es todo un dolor vivo, y cada movimiento le cuesta un espasmo en alguna parte. Sí, no sólo como si hubiera sido abierta en canal, sino como si, además, la hubieran despedazado y golpeado. Nada le agradaría ahora tanto como hundirse bien debajo del edredón y quedarse completamente inmóvil durante días y días, sin que nadie la moleste, durmiendo, durmiendo, incluso muriéndose… Apenas ha podido dormir un poco, un corto sopor sobresaltado, antes del alba, del cual despertó aterrorizada… no, nunca podría volver a sucederle nada tan atroz, no, ni nada que se le pareciese.
Su único cuidado era evitar mirar a la abuela, y sin embargo la ve como a través de la nuca, la ve meciéndose levemente hacia atrás y hacia delante, con el tejido en el regazo, la cabeza bamboleándose, su rostro un enigma en caracteres rúnicos, sus ojos parpadeando débilmente bajo los torpes párpados azules, pero viéndolo todo, sabiéndolo todo y simbolizando esa realidad con Dios y el Diablo que surge, cuando la noche, llegada con sueños y bosques, ha tocado a su fin. Desde el elíseo del tiempo de formular los deseos, había despertado a los antiquísimos himnos de la abuela, aun antes de que el día hubiese alboreado sobre la sangre. Y mucho antes de que el sedante fuego neutral de la vida cotidiana hubiera comenzado a arder, había resonado un himno en que el deleite atorbellinado era multiplicado por un millón. Era como si toda la vida hubiera transcurrido en una noche. Le pareció que había sido asesinada. Su cuerpo era como la carne sangrante, tajeada, de una carnicería. Nunca, nunca…
Los días están llenos de sombras y tristezas que no me traen de Ti la ayuda venturosa ni el sol que purifique mi decuple pecado, ni tu misericordia.
Y rezo, reclamando la mano de la muerte aunque al pensar en ella el miedo me aprisiona, termina, pues, Dios mío, mis dolorosos días y llévame a la fosa.
Trata de reprimir la tos que la asalta debido al espeso humo, para no despertar a nadie. Si ninguno de ellos se despertara, si siguieran durmiendo, sin advertirla, sin hablarle jamás… Si el día no llegase nunca y el agua siguiese así por toda la eternidad, fría a medias sobre un fuego encendido a medias… Porque está segura de haber cambiado, de que todos los que la vean se asustarán y, al no reconocerla, la expulsarán. Sus hermanos no son ya sus hermanos, o, más bien, ella no es su hermana.
Sabe desde hace tiempo que es distinta a ellos, les ha envidiado desde que eran pequeños y comprendieron, desde el principio, su misteriosa superioridad. Y ahora, al cabo, todo acaba en eso: que tiene que pagar por lo que no se le ha dado. Nada semejante podría sucederles jamás a ellos. Y las dificultades que ellos experimentarían para comprender el destino de ella la separan de ellos para toda la eternidad. No, nadie en el mundo podría comprender lo que le ha sucedido. Está sola, separada de todo el mundo. Le será eternamente imposible rectificarlo, y en ese aislamiento morirá. Toda comunicación con seres afines ha quedado destruida, ahora pertenece a otra vida. Todo está igual que antes, pero ella ha cambiado. Y a nadie le ha sucedido nada, sólo a ella. En adelante el día le será ajeno, cada uno de los días, todos los días. Y más que ajenos: un problema insoluble, un laberinto, el caso. Si sólo se le permitiese quedarse así, ante esa agua fría, hasta el fin del tiempo, sin correr jamás el riesgo de despertar a la comunidad de la que ha sido separada, los lazos que ha cortado, la unidad que ha quebrado; si pudiese vivir, o mejor, no vivir, en las fronteras de la existencia y la no existencia, junto al fuego a medias encendido y sus restallantes ramas de abedul, en una gris alborada indecisa, sin buscar explicación alguna a la experiencia de la noche, como recordando vagamente a un indecible pájaro repugnante, de ávido pico, que una vez vieron aletear sobre los marjales y nunca volvieron a ver desde entonces…
Y de pronto, en el instante siguiente, comienza a exigirse a sí misma una explicación de lo ocurrido. ¿Qué ha ocurrido? Y sobre todo: ¿qué ha hecho ella? No, ella no ha hecho nada. No hizo más que regocijarse en la alegría de él, una corriente que se transmitía a su propio cuerpo, y se recostó contra él involuntariamente porque una corriente le pasó a través del cuerpo en mitad de la noche cuando él apagó la luz. ¿Y tenía la culpa si le pasaba una corriente por el cuerpo? ¿Por qué había de pasar la corriente por el cuerpo de nadie? Y la vida, una no tenía culpa de la vida, una vivía. ¿Es que estaba prohibido, o qué? Sí, pero entonces, ¿por qué nacía una? ¿Por que un chispazo de vida tuvo que seguir manteniéndose en ella cuando estaba acostada bajo el vientre de la perra? Una perra tibia, que ciertamente tenía piojos, y quizá lombrices… ¿por qué su padre no se llevó la perra consigo cuando se fue a registrar las montañas? No, ella no había hecho nada, nada… desde el momento en que se encontró bajo el vientre de la perra hasta esa mañana. Todo lo que le había sucedido era que una corriente desconocida le cruzó por el cuerpo… Y sin embargo… Le dejó hacer… ¿por qué se lo permitió? ¿Por qué no pensó en su padre, en lugar de dejarle? Papá… era como un amargo dolor que se le clavase directamente en el corazón. No, no, él no debía saberlo nunca; él, que le había confiado todo lo que había dentro y fuera de la casa, ¿no le había confiado, primero y principal: a sí misma? El, que durante un brusco segundo la apretó contra su pecho allí, en el camastro de la pensión… ella era la flor de su vida. Se había ido para poder construirle una casa, y bajó por la escalera, y ella juró que nunca tendría otro padre que él. Cerró la puerta tras de sí, y fue como si hubiese cerrado el corazón de la joven tras de sí cuando se fue, y ella lloró cuando él se fue, y nadie podía entrar, y nadie sabía que había llorado, y ahora él volvería para Pascua, ¿y cómo podría mirarle jamás a la cara? Y ahora un espasmo ingobernable, de llanto, le golpeó el pecho. Por más que lo intentaba no lograba dominarse. Las lágrimas le fluían por entre los dedos y se mezclaban con el agua de la marmita. Oprimió los codos contra los costados para contener los estremecimientos del pecho, pero el llanto es también un elemento independiente del corazón del hombre, otra corriente, y el llanto es también regido desde otro mundo, y el hombre se encuentra indefenso contra sus propias lágrimas y no puede irse y no puede irse y no puede irse. Y lo mismo ocurrió la noche pasada, cuando él la abrazó y estuvieron juntos, y no hubo nada que les separase, y ella pensó que todo era la alegría misma, y se olvidó de su padre y de todo. Y, sin embargo, algo le decía que tratase de separarse, separarse… pero no podía separarse, no podía separarse, no podía separarse. Una no puede separarse; así es la vida. Y se queda llorando ante el fuego inerte que una ha encendido.
Fatigas y cansancios retardan la aurora que no me trae de ti las esperanzas. Vacía de la luz de la clemencia, opaca, gris, se arrastra la mañana.
Esa abejorreante procesión de filosofía sagrada avanzó cojeando a sus espaldas como una fila de fantasmas penitentes, en tanto que el archienemigo la atacaba por el flanco abierto, el superyó enemigo que condena la naturaleza humana por motivos cristianos. Finalmente no pudo aguantar más. Se veía impulsada a la más completa desesperación, porque, en fin de cuentas, hay un límite para la cantidad de ética cristiana que la naturaleza puede soportar. Huyó aterrada de su abuela y se detuvo ante la cama del maestro, como si los brazos de él constituyesen un refugio seguro. Con mortal temor le tocó la mejilla y luego posó la palma fría bajo el cuello abierto de la camisa. Pero, en lugar de salvarla, él lanzó un gemido lastimoso, en sueños, y se volvió de cara a la pared. Y las mantas se le deslizaron del cuerpo, y estaba desnudo, y la bata de Asta estaba junto a él, arrugada, y ella la cogió y le cubrió a él con el edredón, todo en una sola convulsión de pánico. Nunca había visto a un hombre desnudo, y afortunadamente no lo vio ahora, porque la luz era todavía demasiado gris en la ventana. ¿Y qué había hecho? ¿Quién era aquel hombre?
Había amanecido casi por completo cuando regresó del corral de las ovejas con sus hermanos. ¿Quién era aquel hombre? Le hizo bien salir al fresco aire invernal. El trajín con las ovejas y el heno le proporcionó un alivio momentáneo, pero no se atrevió a mirar a sus hermanos, y mantuvo el rostro vuelto por si no la reconocían. El estaba todavía acostado, de cara a la pared. Ella escuchó pero no pudo oírle respirar. Se sintió llena de inmediatos presentimientos, porque pensó que quizás estuviese muerto. «¿No quieres beber algo?» susurró varias veces, «el café está caliente», pero él no estaba muerto, despertó y abrió los ojos y, aunque no contestó más que con acres gruñidos, la joven se sintió alborozada porque había despertado. Pensó que pronto se sentiría mejor. Le trajo el café y le ayudó a incorporarse.
El maestro tenía el rostro grisáceo y enfermizo, barbudo, cubierto de largos pelos, con el cabello en desorden; no la miró. Ella se sentó en la cama, sin haber sido invitada, y le pasó por el cabello su trocito de peine… «Aquí tienes el café», musitó, como en secreto. Luego continuó peinándole. Sí, peinándole. Era absolutamente incomprensible, y sin embargo lo hacía con naturalidad y sin pensar. Incluso se acercó un poco más y le sostuvo mientras le acomodaba las almohadas en la espalda. Todo en forma corriente, completamente desaparecida la timidez. Le preguntó si sentía algún dolor, y dónde lo sentía… ¿Le agradaría algo en especial? ¿Qué le importaba lo que le sucediera a ella, mientras nada le ocurriese a él?
—Estoy como si estuviese muerto —susurró él desde su café. Después, más tarde—: Déjame estar. No me lo merezco.
No le dio las gracias por haberle peinado, no le dio las gracias por retirar la taza vacía. Volvió a acostarse, suspirando amargamente, y ella le arropó con grandes cuidados, la garganta seca, el corazón golpeándole como si no fuese a detenerse jamás. Y él no la miró, no le dirigió una palabra agradable, un susurro. Pero, cuando estuvo así acostado durante un rato, en tanto que ella permanecía sentada a su lado, contemplándole cariñosa y fielmente, vio que se le movían los labios y le escuchó musitar:
—Dios Todopoderoso me ampare. Dios Todopoderoso me perdone.
Incapaz de apartarse de las torturas de él, Asta se quedó sentada al borde de la cama, escuchando sus suspiros y lamentaciones. La medicina se había acabado, la botella estaba vacía, cuando todo se había agotado sólo quedaba Dios…
Haz que mis penas en calma se muden con la fuerte ayuda de Tu mano, que del corazón las chispas saluden las bendiciones de San Pedro, igual que a él, permite que yo escape de las tentaciones que condenan.
Dios asumió ese día una posición de primerísima importancia en la casa. Todos parecían comprenderle, cada uno a su manera. De modo que así es como era Él. A medida que el día avanzaba, el maestro alcanzó rápidamente a la abuela en el servicio divino, sus oraciones eran las oraciones no rimadas del corazón, y pronto conquistaron ascendiente sobre los estereotipados recitados de la anciana. Una y otra vez se incorporaba él en la cama y, mirando fija y ciegamente hacia delante con los ojos agrandados, desesperados, se secaba el sudor de la frente y suspiraba:
—¡Oh, Dios mío! ¡Estoy perdido! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué he hecho? Si quieres pisotearme, oh, Señor, pisotéame y hazme pedazos inmediatamente.
La joven le ofreció agua para beber; todavía abrigaba una idea irracional de que el agua fría tenía la facultad de curar el cuerpo y el alma. Él sorbió un poco de agua y luego se acostó nuevamente con un gemido. Asta esperaba que no se durmiera. Pero de pronto el maestro volvió a incorporarse y exclamó:
—¿Qué he hecho?
Esta vez no le ofreció más agua. Acercándose le susurró:
—No has hecho nada —Y agregó, más tiernamente, hablándole al oído:
—No me importó lo que hiciste. Si estaba mal, entonces soy yo quien tuvo la culpa. Pero no estuvo mal. Y no me lastimaste en lo más mínimo.
Y puedes volver a hacerlo cuando quieras. Nunca dejaré que papá se entere. Dios no es tan malo como piensas.
Rodeándole el cuello con los brazos, oprimió la mejilla contra el rostro de él, tanto más decidida a seguirle hasta los confines de la tierra cuanto mayores eran las profundidades de la desdicha del hombre. Y tanto más resuelta a olvidarse de sí misma. El no le soltó la mano cuando se acostó otra vez; dulce es la mano que calma. Continuó contemplando, con los ojos entrecerrados, el rostro redentor que tenía encima. Poco a poco se fue calmando.
Ha caminado toda la noche.
Había partido a medianoche y al alba llegó al límite occidental del brezal alto. Es una mañana helada de Semana Santa. El aire se vuelve lentamente más luminoso, la noche va desapareciendo poco a poco a sus espaldas con un millar de pisadas, un millar de pensamientos locamente confusos, como un insomnio que se extiende desde las profundidades de la noche hasta el rayar del día. La mañana lanzará muy pronto su fría luz umbrosa sobre la congelada extensión del brezal, sobre los pétreos picachos que sobresalen de la nieve, sobre el relumbrante hielo del pisoteado camino de herradura; y lo dorará todo. Y ahora, una vez más, su mirada viaja sobre el solvente mundo que ha comprado hace tanto tiempo, en tanto que lo saluda en la vaga luz gris azulada que precede a la salida del sol, dos semanas antes del primer día del verano ártico, dos semanas después del equinoccio de primavera. Los pantanos están aún cubiertos de hielo, no se ven señales de deshielo en el lago, los páramos del sur tienen una capa blanca y, surgiendo del centro de ellos, se alzan las Montañas Azules en formas místicas sin parentesco alguno con la sustancia de la tierra, ni con el espíritu de la tierra. Y ahí estaba la pequeña granja del hombre, todavía bajo la grieta de la montaña, con nieve pisoteada a su alrededor y la marca de las avenidas delineadas por dos filamentos de hielo en el barranco de arriba. Desde donde se encuentra, puede distinguir claramente el contorno del techo bajo su cubierta de nieve. Deja su carga al borde del brezal y, apoyándose contra un túmulo que marca el camino, contempla sus propias tierras, las tierras que contienen su pequeña nación.