Más tarde, cuando el banquero prometió a las clases campesinas el programa entero de Ingólfur Arnarson, y más, para el caso de que se le eligiese, en un período de tiempo más corto que el planeado por Ingólfur, dedicó su atención a las ciudades, a las que hasta entonces no se había concedido ningún lugar definido en la plataforma del representante de los agricultores. En eso se mostró una vez más el alma de la generosidad. A Vík le prometió un banco y una gran compañía pesquera; a Fjóróur una fábrica de harina de huesos de pescado y una mina de carbón. Los electores de la costa prestaron oídos a esas palabras, como era natural que hiciesen, y se consideró probable que esos populosos lugares votasen en masa por el banquero. Bien, una magnífica situación. Las cosas se presentaban muy negras para Ingólfur Arnarson. ¿A quién podía dirigirse ahora? No, estimados electores, Ingólfur no volvería la casaca en el campo de la batalla política. No permitiría que otros hombres le quitasen las promesas de la boca. ¿Qué hizo, pues? Simplemente resucitó la famosa siempreviva parlamentaria de su predecesor Finsen, el viejo malecón. Y más aún. Prometió a Fjóróur no sólo un malecón y un muelle; le prometió un puerto completo, que costaría nada menos que medio millón de coronas. Un proyecto de ingeniería tan vasto, dijo, proporcionaría cantidades ilimitadas de trabajo, no sólo a los habitantes de Fjóróur, sino también a los obreros de la vecina ciudad de Vík. Y no había que olvidar las innumerables empresas comerciales que el Estado establecería en Fjóróur como secuela natural de la construcción de un puerto semejante. Nunca antes, habían producido los muelles y los rompeolas una excitación tan ardiente y un interés tan oportunos como magnánimos, la fábrica de harina de huesos del banquero la transfirió de Fjoráur a Vík y, en lugar de la enorme compañía pesquera de su rival, prometió a la pequeña pesquería de Vík un gran subsidio del Estado, junto con muchos otros privilegios que la convertirían en la más floreciente pesquería de todo el país y asegurarían a todos los moradores de Vík, fuera cual fuese la profundidad de su pobreza actual, un próspero y dichoso futuro como miembros de la clase media. Quedaba la mina de carbón. La dividió imparcialmente entre las dos ciudades, aunque siempre con la condición de que la mina contuviese verdadero carbón, y no lignito, o piedras y tierra. Llegados a esa etapa resultaba ya posible decidir quién había hecho las mejores promesas, y empezó a parecer que el resultado dependería menos de lo que en realidad se ofreciese que de la habilidad oratoria de los candidatos, especialmente de su habilidad para pulsar las cuerdas del corazón de los electores. Se informó que muchos obreros habían desechado ya el socialismo en favor de una oportunidad para conseguir trabajo permanente, la prosperidad como miembros de la clase media y una participación en la propiedad de un barco.
—Uno nunca sabe cómo irán las cosas, y por eso digo que es esencial no inclinarse nunca demasiado hacia un lado, especialmente en política —observó el rey del rodeo—. Ingólfur Arnarson es un hombre de gran habilidad, es claro, como toda la familia, y no se podrá desear mejor orador en una reunión, pero el año pasado, cuando advertí la importancia que la gente de Vík y Fjóróur asigna en estos días a la empresa privada, sospeché inmediatamente que iba a perder a una buena cantidad de sus partidarios. Y por eso renuncié inmediatamente a la cooperativa. Mis asuntos personales no tuvieron relación alguna con ello, la política no es una cuestión personal y, de todos modos, ahora no estoy hablando de mis asuntos privados. Y aunque abandoné la cooperativa y transferí todos mis negocios a mi yerno, en Vík que, estoy seguro, es una actitud perfectamente natural que cualquiera habría tomado dadas las circunstancias, no quiere eso decir que piense que la gente de Rauósmyri tenga algo malo en tanto que gente. Nadie les niega sus múltiples virtudes, y las promesas que hace Ingólfur son, por supuesto, hermosas y sumamente atrayentes. Pero, ¿qué sucedería si no resulta elegido, permítaseme preguntar? ¿Qué pasará si su partido pierde influencia, como profetizan muchas personas? Me temo que algunos de por aquí se verán obligados a esperar durante mucho tiempo sus cosedoras y sus cisternas para estiércol, si eso ocurre. Y que las casas nuevas no serán tan cómodas como se ha querido convencerles. ¿Y qué garantía de seguridad tendrá la gente que le vote, si no sale electo? Ninguna, o tanta como le plazca al gerente del banco. Los personajes del sur no son tan fácilmente derribados de sus sitiales. Y nunca se ha considerado una tontería estar en buenas relaciones con los personajes.
Era cosa sabida, respecto al rey del rodeo, que inmediatamente que transfirió sus asuntos comerciales a su yerno de Vík se lanzó en una aventura que nunca se había atrevido siquiera a considerar cuando trabajaba con la Cooperativa. Comenzó a construirse una casa. Carga tras carga de madera y cemento fueron entregadas en camiones; la casa debía estar lista para el fin del trimestre. Bjartur le miró de reojo durante unos momentos, y luego replicó:
—Hmrnm, es que no todas las hijas se casan con los representantes de la camarilla mercantil, ¿sabes?
—Bueno, ya que estamos en eso, tampoco estás tú casado con nadie de la familia de Rauósmyri —repuso el rey del rodeo—. De modo que por lo menos no estás obligado a votar por ellos debido a vínculos familiares.
—Mi voto, como el de muchos otros que podría mencionar, no está determinado tanto por vínculos familiares como por intereses comerciales —dijo Bjartur fríamente—. Creo que es necesario votar por la gente con la cual comercio, aunque, por supuesto, siempre que consigan mantenerse lejos de la bancarrota. Y si bien tú, personalmente, puedes tener excelentes motivos para codearte con los señorones del sur de quienes siempre estás alardeando, yo, por mi parte, nunca he tenido nada que ver con ellos y no veo por qué habría de empezar ahora.
—Oh, quién sabe —dijo el rey del rodeo—. Alguien decía que estabas pensando en construirte una casa.
—¿Y qué te importa a ti eso? Y aun en ese caso, ¿qué tiene eso que ver con la política?
—Nada, nada en absoluto —contestó el rey del rodeo—. Aparte de que, si estás pensando en construir una casa nueva, siempre es más prudente estar seguro de la bienvenida que te tributarán los bancos.
—¿Sí? ¿Y qué me impediría comprar todos los materiales de construcción, a crédito, en la Cooperativa, si fuese necesario? Creo que mi crédito es allí tan bueno como el de cualquiera.
—Sí, pero desdichadamente es preciso tener en cuenta otras cosas, aparte de los materiales de construcción, amigo mío. En la actualidad los salarios de los albañiles no te los dan, ¿sabes? Y los carpinteros y los albañiles no te conceden crédito. Es mejor tener un par de miles en dinero contante y sonante, si tienes intenciones de construir algo digno del nombre de construcción.
—No tengas miedo, viejo —dijo Bjartur confiadamente—. El dinero será fácil de conseguir. No hace mucho tiempo pasó por aquí cierto caballero, que por lo menos es tan importante como tú, y me dio a entender que si alguna vez necesitaba un préstamo, la caja de ahorros me recibiría con los brazos abiertos.
—La caja de ahorros —repitió el rey del rodeo—, sí, en efecto. Una institución digna de elogio, como siempre he sido el primero en reconocer. Y en cuanto a Jón de Myri, nos hemos sentado juntos a la mesa del concejo de la pedanía durante muchos años, sí, desde mucho antes de que comenzara la guerra, y nunca oí que nadie insinuara siquiera que fuese otra cosa que un hombre de los más admirables y salientes cualidades. Y no es culpa de él, por cierto, que gente de carácter poco digno de confianza, acostumbrada a acosarle continuamente con solicitudes de préstamos pecuniarios, haya terminado uniendo fuerzas y amenazando con llevarle ante la ley, sólo porque insistía en cobrar los intereses que ellos mismos habían acordado abonar. De modo que, personalmente, no me sorprende en lo más mínimo que haya decidido abrir una caja de ahorros, donde su dinero puede estar siempre en circulación, aunque sólo sea al seis por ciento legal, en lugar de continuar prestando a gente indigna, en privado y a espaldas de las autoridades, con intereses de entre el doce y el quince por ciento, con la amenaza de la cárcel pendiendo constantemente sobre su cabeza. Una caja de ahorros es siempre algo seguro, un negocio sólido. Y es conveniente tener una caja de ahorros en la región, para el caso de que uno necesite una pequeña cantidad de dinero por un corto plazo. Pero nunca son más que pequeñas cantidades, y nunca prestadas para más de un corto período. Porque nadie es tan tonto como para prestar una gran cantidad a los intereses que exige la caja de ahorros. Los que tienen intenciones de construir, harán mejor en dirigirse a los bancos, donde un préstamo hipotecario se amortiza en cuarenta años.
—Oh, no creo que yo necesite más de uno o dos años para saldar mi deuda. Algunas personas creyeron que los precios se derrumbarían al final de la guerra, pero la lana alcanzó precios excepcionales en la primavera, y me he enterado de que este otoño nos pagarán más que nunca por las ovejas.
El rey del rodeo permaneció sentado, sumido en profundas reflexiones durante un rato, acariciándose distraídamente la barba. Estaba torturando intensamente su cerebro, ese hombre, porque según él nada era perfecto si no se ponía por escrito, en un documento público. Había sido funcionario público encargado de perros, hombres y párrocos durante demasiado tiempo como para cometer la tontería de sacar una conclusión precipitada.
—Oh, bueno —dijo al cabo—, en realidad no es cosa mía, pero me pareció que debería sugerirle algo a un viejo amigo. Pero que en modo alguno se te meta en la cabeza que he venido aquí cumpliendo funciones oficiales. He venido como algo más o menos intermedio, tampoco debes creer que he venido en una visita totalmente particular, privada. Como sabes perfectamente bien, nunca he estado en condiciones de dar al movimiento cooperativo mi apoyo incondicional, aunque reconozco perfectamente lo que hay de noble y hermoso en él como movimiento, y he sido siempre el primero en reconocer las virtudes de los de Rauósmyri, especialmente las de la Señora, como gente. La verdad de la cuestión es que siempre he tratado de quedarme más o menos en el centro del camino y que, en consecuencia, estuve invariablemente dispuesto a admitir que ambas partes estaban en lo cierto, por lo menos hasta que se presentasen pruebas concluyentes de que la otra estaba equivocada. Y ahora, para volver al caso presente, me agradaría que sepas que mis relaciones con distintas personas encumbradas son tales que estoy en condiciones, aunque, desdichadamente, no puedo mostrarte una autorización escrita, de ofrecerte un préstamo en términos excepcionalmente liberales, una hipoteca por cuarenta años en un banco de la capital, si quieres comenzar a construir este año. Pero, naturalmente, ese préstamo sólo será posible si nosotros, los que alimentamos en nuestro pecho el amor a la libertad, sabemos dónde nos engaña nuestra prosperidad política y tenemos el suficiente sentido común como para efectuar nuestras transacciones comerciales en el lugar adecuado.
Esa primavera Gvendur de la Casa Estival estuvo en labios de todo el mundo, en primer lugar porque había resuelto ir a América, en segundo lugar porque decidió no ir a América. En tercer lugar, se había comprado un caballo. Era un pura sangre y lo había comprado por una enorme suma de dinero a una gente que vivía en una parroquia distante. Muchos se rieron. El joven tonto había pasado la noche persiguiendo a la única hija de Ingólfur Arnarson por los páramos y terminó perdiendo el barco. ¿Podía haber algo más estúpido? Algunos decían que debía de ser medio tonto. Otros afirmaban que su caballo no era más que un caballo corriente y hasta que estaba envejeciendo. ¡Qué zoquete! Anteriormente nadie había advertido siquiera que Gvendur de la Casa Estival existiese. Ahora, de súbito, cosa asombrosa, era notorio en todas partes como un zoquete y un idiota. Si alguna vez se llevaba a cabo una reunión de cualquier clase en el vecindario, averiguaba sin pérdida de tiempo todos los detalles para poder aparecer con su caballo. Los campesinos le recibían con una sonrisa reaccionaria. Los ciudadanos se reían francamente de aquel destripaterrones que recorría la campiña en un costoso caballo, después de haber perseguido a la hija única del diputado del Alpingi, del anochecer al alba. Los chalanes le detenían en el campo principal, estudiaban los dientes del caballo, se burlaban del dueño cuando se había alejado en el animal y resolvían endosarle un caballo peor aún en cuanto hubieran logrado estafarle arrancándole el que tenía ahora.
Fue un domingo, antes del día de San Juan, y una reunión electoral se llevaba a cabo en Útirauðsmyri. El sacerdote aprovechó la oportunidad para celebrar un servicio religioso previamente. Uno o dos de los electores llegaron demasiado temprano, sincronizando su llegada tan mal que se les hizo asistir a la misa. Por lo demás, el creciente interés por la política parecía indicar que el público comenzaba a creer que sus asuntos eran administrados desde aquí, en la tierra, y no desde el cielo. Gvendur llegó al galope precisamente cuando el servicio divino estaba a punto de comenzar. Un grupito de pegujaleros que estaban a la entrada de la caballeriza le saludó con una sonrisa reaccionaria, porque no se había ido a América. Algunos estudiaron fríamente, con desaprobación, al pura sangre. Gvendur lanzó una rápida mirada a la gran casa de dos pisos, con un tercer piso de altillos de gablete, para ver si alguien le había visto llegar a caballo. Pero en una mansión tan famosa nadie se asomaba a las ventanas para contemplar la vanidad. Lo único que vio fue las floridas plantas de la poetisa, abriendo sus encantadores pétalos a los rayos del sol. Deseó que la familia del alcalde estuviese ya asistiendo a la misa. Entró en la iglesia y, escogiendo un asiento cerca de la puerta, se sentó y miró en torno para ver si ella estaba allí. Luego de unos ansiosos minutos de búsqueda la vio, sentada en la fila delantera, casi directamente delante del pulpito. Tenía puesto un sombrero rojo. Había varias personas entre ella y él; apenas le era posible distinguir el sombrero entre las cabezas. Le pasó por el cuerpo esa corriente que hace que los pulmones parezcan demasiado grandes y el corazón demasiado pequeño y el oído demasiado sensible a la música; sintió que el himno le enloquecería; tenía una bruma antes los ojos. El tiempo pasaba y pasaba y la congregación continuaba mugiendo el himno como si no fuese a callarse jamás. ¿Cómo se acercaría a ella? ¿Cuál sería el mejor método de disponer una cita, de modo que los demás no se dieran cuenta de nada? ¿Tendría que esperar hasta el final de la misa, darle un suave golpecito con el codo cuando pasase a su lado para salir y susurrarle: «Ven a la vuelta de la esquina conmigo; quiero decirte algo»? No, darle un golpe con el codo a una muchacha en la iglesia es indecoroso y absolutamente imperdonable. Sobre todo si la muchacha es como ella. Y más especialmente si se trata de pedirle que se encuentre con uno a la vuelta de la esquina. Sería una cosa completamente distinta si la invitara a ir a la caballeriza, a echar una ojeada al caballo. Pero de pronto se le ocurrió que probablemente la gente no debía mencionar a los caballos en la iglesia, porque en todas las Escrituras no hay una sola referencia a los caballos; cuando mucho se habla de un burro. Como a través de una niebla, vio al sacerdote acercarse al altar y lanzar un grito penetrante. Luego comenzó a cantar un largo galimatías y todos se pusieron en pie y ella se puso de pie, y él vio que ella llevaba una chaqueta azul. Ninguna otra muchacha del mundo tenía hombros tan encantadores. Cualquiera podía advertir que no estaban hechos para soportar pesadas cargas. Sus dorados rizos asomaban por debajo de su sombrero, un sombrero costoso, de acuerdo con la solemnidad de la ocasión. Se mostraba orgullosa y estaba erguida, como era perfectamente natural en una mañana de domingo en la iglesia. ¡Si mirara en torno, durante uno o dos segundos, para que él pudiera transmitirle la corriente de su amor…! Pero, ¿y si no le interesaban los caballos de otras personas, a ella que tenía toda una caballeriza a su disposición? A menos que le ofreciese hacerle el regalo del caballo… Era un caballo costoso, casi de mil coronas, y sin embargo, si ella lo aceptaba, él estaría dispuesto a volver a su casa a pie, sí, incluso a cuatro patas si eso la complacía. Y eso era precisamente lo que más ansiaba decirle: que había sido su devoto esclavo desde el momento que la vio, y que ella podía ordenarle que hiciese cualquier cosa: cabalgar, caminar, arrastrarse a cuatro patas. Ya le había sacrificado el más grande país del mundo, la tierra de las infinitas oportunidades, donde se podía ser lo que se quisiese y no había necesidad de seguir haciendo una misma cosa hasta la más completa imbecilidad. Sí, y habían estado acostados a la orilla del lago y habían visto dos cisnes, un macho y una hembra. Pero, ¿qué habría sido de los cisnes? Habían desaparecido; por cierto que no fueron una simple ilusión. No, no, no; ella le amó y luego se alejó de él, a caballo, desapareciendo en el azul…