Gente Independiente (73 page)

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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Los cimientos fueron excavados en el talud del terreno del sur del viejo pegujal, y luego llegaron los albañiles y los carpinteros e hicieron el sótano, y era un sótano maravilloso. Luego descansaron durante una semana, para recobrar el aliento, y al cabo de una semana se pusieron a trabajar en la planta baja, donde debería haber cuatro habitaciones y un fregadero. Sí, si solamente hubiese uno o dos chiquillos, jóvenes y ávidos de novedades, para regocijarse en la construcción, como los había años antes, cuando se construía el corral para las ovejas madres, porque ahora había mucha excitación y ajetreo en la casa, el olor de la madera y el cemento, los golpes de los martillos y el repiqueteo de la mezcladora, carros y caballos, arena y cascajo. En esa época las paredes dobles y el hormigón armado eran cosas insólitas. Las paredes simples bastaban, pero se las construía gruesas. En mitad de la recolección del heno en el prado faltaban todavía el piso superior y el techo. Y como para entonces había gastado ya todo el dinero, Bjartur se dirigió al pueblo para pedir un nuevo adelanto de la caja de ahorros. Pero Ingólfur Arnarson estaba en la capital y el dinero escaseaba en el Banco, aunque le dieron a entender que quizá hubiese una posibilidad en otoño. Y no era ésa su única dificultad, porque en el almacén faltaba chapa de hierro ondulado para techar y también faltaba vidrio para ventanas -había tanta gente construyendo-, pero esperaban un nuevo envío de vidrio para finales del verano y de chapa de hierro para el otoño.

—Ya veremos a qué precio se cotizan los borregos en otoño —dijeron.

De modo que la casa de Bjartur estuvo todo ese verano en sus materiales componentes, visión sumamente deprimente para la mirada. Los viajeros que pasaban por allí echaban de menos la amistosa cabaña cubierta de hierbas, porque quedaba oculta a las miradas, detrás de aquella monstruosidad informe, boquiabierta, que le recordaba a uno la devastación y destrucción dejadas tras de sí por un huracán. Pero si alguien pensaba que se permitiría que la casa de Bjartur siguiese así indefinidamente, estaba en un craso error. Porque en el otoño se supo que las bendiciones celestiales de la guerra seguían aún en vigencia en cuanto a los precios, aunque la lucha había terminado hacía ya casi un año. Nunca antes se habían conocido tales precios en Islandia. Tanto, que la Señora de Myri pronunció estas aladas palabras en el Congreso Nacional de Asociaciones Femeninas, reunido en Reykjavik ese mismo otoño: «Islandia es un país celestial.» Los corderos se cotizaban nada menos que a cincuenta coronas cada uno, y, naturalmente, ninguna palabra del idioma era lo bastante idílica para alabar, en los periódicos capitalinos, las virtudes de la cultura rural, pasada y presente. Los méritos del campesinado eran exaltados por encima de todos los demás. Bjartur pudo conseguir más dinero en préstamo de la caja de ahorros, y luego madera, vidrios, hierro acanalado y obreros, de modo que no pasaría mucho tiempo antes de que la casa estuviese completa, con techo y todo. Pero cuando se encontraban atareados en el piso superior, se descubrió que el sótano había comenzado a resquebrajarse. Cuando fueron citados el capataz de los carpinteros y el capataz de los albañiles, anunciaron que esas hendiduras debían haber sido producidas por los terremotos de ese verano. Bjartur dijo que nadie había advertido terremoto alguno ese verano, por lo menos en la superficie exterior de la tierra.

—Ha habido terremotos en Corea —dijo el capataz de los carpinteros.

Afortunadamente las grietas eran relativamente pequeñas y fue fácil rellenarlas y entrever muchas arrobadoras visiones del futuro en relación con la casa, a pesar de ellas. Bjartur contemplaba el edificio largamente, con frecuencia, mascullando ciertas cosas para sí.

Después del rodeo de otoño, padre e hijo bajaron a Fjóróur en dos carros, porque todavía se necesitaban muchas cosas pequeñas para la casa. Bjartur no dijo una palabra hasta que hubieron cruzado el brezal y se encontraban descendiendo su declive oriental. Entonces rompió el silencio:

—En la primavera me dijiste que Asta Sóllilja pensaba que mi poesía no era más que vacías coplas de ciego, ¿no es cierto?

—Sí —contestó Gvendur—, ésas, más o menos, fueron sus palabras.

—¿Y que sus amigos de Fjóróur estaban todos a favor de la poesía moderna?

—Sí, está prometida a uno que es poeta moderno.

—Bueno, no es tan difícil escribir como esos modernos —dijo Bjartur—. Se parecen mucho a la diarrea. Rimas simples y nada más. —Pero Gvendur no tenía lengua de poeta y, en consecuencia, guardaba sumo cuidado con lo que decía cuanto tales temas estaban en discusión. Después de un corto silencio, su padre continuó—: Si te encontraras con Asta Sóllilja, me agradaría que le recitaras estas tres estrofas modernas que he compuesto, para que nadie pueda decir de mí que, cuando es necesario, no sé escribir en estos simples metros modernos.

—Muy bien, siempre que pueda aprendérmelas.

—Por el cielo, nunca dejes que nadie te escuche decir que eres tan tonto como para no poder aprenderte tres fáciles estrofas de una sola vez.

Siguió caminando durante un rato, mascullando entre dientes, y luego recitó en voz alta:

—Son tres estrofas acerca de la guerra.

Puedo ver diez millones de hombres, exterminados para solaz de la bacanal del loco. Tal vez todos, ahora, están en el infierno. Tengan buen viaje. Adiós. Yo no los lloro.

En los días de antaño hubo, empero, otra guerra que se libró a la vera de una roca, por causa de una flor serena y dulce cortada en mala hora.

Por eso estoy tan triste y melancólico y lo que tengo no me reconforta. ¿Qué son poder, palacios y riqueza, si allí no crece ni una flor hermosa?

—¿No preferirías ir a verla tú mismo? —preguntó Gvendur.

—¿Yo? —preguntó a su vez el padre, atónito—. No, no tengo nada que ver con gente como ésa.

—¿Qué gente?

—Gente que ha traicionado mi confianza. No soy yo quien debe pedir perdón a nadie. Que los que han traicionado mi confianza vengan a pedirme perdón a mí. Yo no le pido perdón a nadie. Además —agregó—, como quiera que fuere, no soy pariente suyo.

—De todos modos, tendrías que ir a verla —dijo el joven—. Estoy seguro de que debe estar pasándolo muy mal. Y tú la echaste a patadas cuando estaba embarazada.

—A ti no te importa a quién echo a patadas. Puedes considerarte afortunado de que no seas tú el expulsado. Y no pasará mucho tiempo antes de que eso suceda, permíteme que te lo advierta, si sigo escuchando tus malditas charlas.

—Estoy seguro de que a Sola le encantaría que fueras a visitarla.

Bjartur atizó un fuerte golpe a su caballo y replicó:

—No, mientras me quede un aliento de vida, nada me hará ir a visitarla. —Luego, al cabo de uno o dos segundos, agregó, mirando a su hijo sobre el hombro—: Pero si muero, puedes decirle de mi parte que tiene permiso para enterrarme.

Asta Sóllilja acababa de mudarse a casa de su prometido en Sandeyri, en el fiordo. Era una casita pequeña. En rigor no se trataba de una casa en el sentido común de la palabra; era una choza de pellas de turba, con techo de hierro acanalado, representante del mismo grado de civilización que los tugurios habitados por los moradores del África central. En la ventana se veían dos mohosos cuencos de lata, llenos de tierra, y de uno de ellos sobresalía el tallo de una planta que luchaba por la vida. Dos camas; una para Asta Sóllilja y su novio, la otra para la madre de aquél, dueña de la choza. El novio estaba sin trabajo. Asta Sóllilja saludó a su hermano con cierta animosidad, aunque su ojo izquierdo era mucho más visible que el derecho. Estaba pálida y tenía un aspecto extraño; le habían sacado el diente cariado, dejando un hueco. Por lo demás no se mostró muy conversadora con su hermano y no mencionó siquiera las antiguas intenciones de éste de emigrar a América. Evidentemente no consideraba digno de mención el que hubiese abandonado la idea. Ella no creía en América en primavera y no creía en ella ahora tampoco. Gvendur vio inmediatamente que estaba embarazada y contempló sus manos de largos dedos, que contenían un tesoro de realidad humana, y sus brazos que eran demasiado delgados. Asta tenía una tos seca.

—Pareces estar fuertemente resfriada —observó el.

No, no estaba resfriada pero tosía siempre, a veces escupía un poco de sangre por la mañana. Él le preguntó entonces si tenía intenciones de casarse, pero aparentemente no pensaba ahora en casarse con el mismo orgullo que mostrara en primavera, cuando informó al hijo de Bjartur de la Casa Estival que estaba comprometida y que su novio era un poeta moderno.

—¿Qué le importa a nadie de la Casa Estival lo que yo haga? —preguntó.

—Papá me hizo aprender esta mañana un poema moderno —dijo Gvendur—. Es acerca de la guerra. Un poema moderno. ¿Quieres que te lo recite?

—No —repuso ella—, no pienso tomarme la molestia de escucharlo.

—Creo que lo recitaré igualmente —dijo él, y recitó las tres estrofas.

Ella escuchó y sus ojos se tornaron extrañamente cálidos y se disolvieron las arrugas del rostro, como si estuviera a punto de prorrumpir en llanto, o a punto de enfurecerse, pero no dijo una palabra, o, más bien, no dijo nada de lo que quería decir y se apartó de él.

—La casa nueva está ya casi lista —dijo el joven—. Pronto nos mudaremos a ella.

—¿De veras? —dijo ella—. ¿Y a mí qué me importa eso?

—A juzgar por el poema, se me ocurre que papá tiene sus planes en relación con la casa. Estoy seguro de que te daría el cuarto más grande, todo para ti, si volvieras a vivir con nosotros.

—Yo —repuso ella con un orgulloso movimiento de cabeza— estoy prometida a un joven, un talentoso joven que me ama.

—Aun así, tendrías que volver —dijo Gvendur.

—¿Crees que yo abandonaría jamás a un hombre que me ama?

Pero esto fue demasiado para la anciana, que, incapaz de seguir conteniéndose, estalló, desde la región cercana al fogón:

—No sería una mala idea, entonces, que le mostraras un poco más de bondad. Pobre muchacho, que nunca tiene un momento de paz contigo cuando está en la casa.

—¡Es mentira! —exclamó Asta Sóllilja apasionadamente, volviéndose a mirar a la anciana—. ¡Le amo, sí, le amo más que a nada en el mundo, y no tienes ningún derecho a decirle a la gente extraña que no me porto bien con él, cuando soy el doble de buena con él de lo que se merece… Estoy embarazada de su hijo, ¿no es cierto? Y aunque se presentase ante mí el propio Bjartur de la Casa Estival en persona y se arrastrase por todo el piso, a cuatro patas, para pedirme perdón por todo lo que me ha hecho desde que nací, aun entonces no querría escuchar una sola palabra acerca de su casa, y menos pensar en dar un paso siquiera en esa dirección. De modo que puedes decirle que mientras me quede un soplo de vida nada me hará regresar a la Casa Estival, pero que, cuando esté muerta, puede enterrar mis despojos. Por lo que a mí me importará…

69. Cuando uno no está casado

Uno se aburre de la casa propia antes de que hayan terminado de construirla. Es curioso que los seres humanos necesiten vivir en una casa, en lugar de conformarse con la casa de los deseos. ¿Qué noticias había ahora del tan discutido edificio en el que Bjartur de la Casa Estival se proponía fijar su residencia? Como se relató anteriormente, en Corea había habido terremotos, pero, ¿qué importaba eso?, la casa tenía ya ventanas con vidrios; y la casa tenía un techo, y una chimenea sobresaliendo de él, y en la cocina había un fogón de tres hornallas, comprado a precio de ganga. Y para mejorar aun más las cosas, había una escalera de hormigón, de cinco peldaños de alto, para que la gente pudiese llegar a la puerta del frente y entrar en la casa. Luego venía el vestíbulo de entrada, porque, naturalmente, había un vestíbulo de entrada. La intención era mudarse a la casa en algún momento del otoño. El cuarto más grande de la planta baja estaba artesonado. Uno había sugerido que el artesonado fuese pintado; otro, que se le pegasen páginas de grabados de periódicos extranjeros, para adornarlo como se hacía en las ciudades. Pero Bjartur no quería que nada se adornase, no quería basura en la casa. Hasta entonces todo iba bien. Pero a principios de otoño hubo vendavales y lluvias, un día y otro, lluvias empujadas por el viento, y cellisca, y entonces se descubrió que en el interior de la casa había tanto viento como afuera, ¿Y por qué era eso? Era porque se habían olvidado de ponerle puertas. Nadie tuvo la previsión de pedirlas anticipadamente, porque se necesitaba mucho tiempo para hacer una buena puerta y los carpinteros de Fjóróur se encontraban demasiado atareados con trabajos que la gente necesitaba antes de que llegase el invierno.

—Oh, clava un par de maderas viejas —ordenó Bjartur. Pero el carpintero se negó a hacerlo, diciendo que sería inútil colgar puertas desvencijadas en una casa de piedra, porque el viento siempre parecía doblemente potente en una casa de piedra. Empero, estaba dispuesto a equipar la casa con umbrales de primera calidad, antes de irse —pero te advierto que para hacer juego con esos umbrales necesitarás puertas de la más fina calidad, puertas de madera especial, puertas colocadas sobre goznes adecuados.

—Oh, el herrero no necesitará mucho tiempo para hacerme unos goznes a martillazos —expresó Bjartur.

—No —dio el carpintero—. Ahí es donde te equivocas. Los goznes comunes, como los que te haría el herrero, pueden servir perfectamente para una caja o un arcón, pero no sirven para una puerta decentemente hecha. Lo que necesitas son goznes para puertas, de la mejor calidad y el mejor acabado. En un año de prosperidad comercial las puertas deben colocarse sobre goznes adecuados.

—¡Oh, al demonio con todo eso! —exclamó Bjartur, encolerizado, porque se encontraba inmensamente exasperado ante el pensamiento de todo lo que ese monstruo boquiabierto de hormigón le había costado ya en dinero contante y sonante.

Pero había cosas peores que la mera ausencia de las puertas. La casa, sin duda alguna, se encontraba terminada por lo que concernía a los constructores, pero, aun así, había una falta total de todas esas cosas que son indispensable en una casa digna de tal nombre. Por ejemplo, no tenía camas. Las camas de la casa antigua estaban empotradas en el armazón del dormitorio, y era imposible llevárselas. Lo mismo regía para las mesas. En su época la mesa de la casa vieja había sido construida con unas pocas tablas toscamente cepilladas, clavada al alféizar de la ventana, y si bien es cierto que el tiempo las había pulido y alisado, era igualmente cierto que el tiempo había hecho algo más: las había quebrado en varias partes y estaban carcomidas de parte a parte. Los antiguos estantes se encontraban clavados a las paredes y se habían podrido junto con ellas. Y no había sillas. Nunca hubo sillas en la Casa Estival, ni bancos, y menos aún esas fantásticas fastuosidades de moblaje decorativo como cortinas, Dios Bendiga Cada Rincón De Esta Casa, Haügrímur

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