Bjartur ofreció su mano en saludo a su antiguo patrono, y el alcalde le dio, como de costumbre, el pulgar y el índice, conservando los otros tres dedos cuidadosamente apretados contra la palma, sin decir una palabra. Durante sus veinte años de práctica Bjartur había desarrollado una técnica de trato con el alcalde que era completamente suya. Dicha técnica se basaba en la actitud defensiva de un joven insignificante hacia un déspota suspicaz, actitud que, con el discurrir de los años, se convierte en el apasionado deseo que el hombre concienzudo tiene de afirmarse a sí mismo contra la potencia superior y termina finalmente haciéndose persecución, tensión que no afloja jamás, siempre militante, con ojos para ver solamente su propia causa y negándose a encontrarse con la personalidad más fuerte en terreno imparcial.
La poetisa ofreció a su visitante un asiento sobre el arcón de bajo la ventana, observando que nadie sino el alcalde en persona conocía la forma correcta de sentarse en el sillón
—¡Bah! —exclamó Bjartur con indignación—. ¿Qué ventaja ha reportado jamás a nadie eso de sentarse? Hay tiempo de sobra para sentarse cuando llega la decadencia senil. Hace unos momentos le decía a la Señora, Jón, que si alguna vez le falta un poco de heno a fines del invierno, por el hecho de que sus muchachos hayan dado asilo a mis ovejas un par de noches, pues no tiene más que mandar a pedirme un par de cargas en la primavera.
Levantando lenta y cautelosamente la cabeza de la almohada, de modo que el jugo del tabaco que mascaba mantuviese un nivel suficiente como para que no se le escurriera por la garganta ni se le derramara por el labio inferior, el alcalde abrió la boca una fracción de centímetro y, contemplándole con tolerante desdén, respondió:
—Mejor cuídate de ti mismo, hijo.
Ese tono complaciente, de conmiseración, aunque no llegara a ser insultante, relegaba incondicionalmente a sus interlocutores a la categoría de lamentables piltrafas y hacía que Bjartur reaccionara siempre como si se le acusara de poseer alguna tendencia criminal. Había dado alas a su agresividad durante todos esos años, a su pasión de libertad e independencia.
—¿Que me cuide yo? Sí, apueste lo que quiera a que lo haré. Ya lo creo que me cuidaré. Jamás le he adeudado nada hasta ahora, amigo mío… aparte de lo que quedó convenido.
La esposa del alcalde llamó la atención del pegujalero hacia el hecho de que le había parecido oírle declarar que tenía algo que decirles; ¿querría tener la bondad de decirlo inmediatamente? Estaba haciéndose tarde.
Bjartur se sentó en el arcón, como le habían pedido al comienzo, y dijo:
—Hmm —se rascó un poco la cabeza e hizo una mueca—. La idea era la siguiente —continuó, mirándola a ella con el rabillo del ojo, como era su costumbre cuando debía tantear el terreno—. Me faltaba una cordera, ¿sabe?
Siguió un largo silencio, durante el cual ella le contempló a través de las gafas con ojos severos. Cuando perdió toda esperanza de que Bjartur siguiera hablando, preguntó:
—¿Y?
Sacando el cuerno del rapé, él hizo caer, golpeándolo, un largo hilo de polvo sobre el dorso de su mano.
—Se llamaba Gullbrá —dijo—. La primavera pasada cumplió un año, pobrecita, y era un animal de primera. Fue servida por su Geli ¿recuerda?, uno de los carneros de la raza reverendoguómundur en la que siempre he tenido mucha fe; son animales espléndidos. La dejé en casa durante el primer rodeo, para que le hiciese compañía a mi esposa. Y entonces, maldito sea si sé cómo ocurrió, pero es preciso que la hayamos echado de menos en el segundo rodeo, y también en el tercero. De modo que hace unos días me dije: lo mejor que puedes hacer, muchacho, es darte un paseíto hasta los páramos y echar una ojeada en busca de esa Gullbrá tuya, porque muchas ovejas has buscado para otros, al sur de las montañas, mucho después del último rodeo, como creo que vosotros dos podréis atestiguarlo, ya que lo hice apenas el otoño pasado.
La esposa del alcalde seguía mirando interrogativamente al agricultor, sin saber a dónde quería llegar.
—De modo que me dirigí al sur, hacia los páramos —continuó él—. Fui al sur de las Montañas Azules e incluso salté al otro lado del Río del Glaciar.
—¿Al otro lado del Río del Glaciar? —repitió la Señora, sorprendida.
—Sí —dijo él—, y el cruce del río no habría sido nada si hubiera visto alguna señal de criatura viviente, pero no encontré ninguna condenada cosa, aparte de un pájaro que vi en los manantiales calientes del sur de las montañas, creo que un ave de fuentes calientes. Pero, en cuanto a algo que tuviese cuatro patas, ni rastros, con la excepción de un reno macho (que yo no considero como un animal), y en este viaje mío se me fueron, podría decirse, cinco días y cuatro noches. Bueno, ¿y qué clase de bienvenida creen que recibí en mi hogar esta noche?
Los otros, o bien no se encontraban en condiciones de resolver el enigma, o bien no se sentían con inclinación a devanarse los sesos, porque la esposa del alcalde recomendó a Bjartur que les dijese inmediatamente la respuesta, si concedía alguna importancia al hecho de que ellos la escucharan.
—Bueno, mi querida señora, como a usted le gusta tanto la poesía se me ocurrió que le haría escuchar esta pequeña cuarteta, una cosita insignificante que se me ocurrió por casualidad cuando, ante la trampilla de mi casa, hace una o dos horas, miré en torno.
Y Bjartur recitó este verso, en el que, a su manera, expresaba lo sucedido:
Temiendo por su majada, ve poca luz en el cielo. Ríe la tierra escarchada, Yace su rosa en el suelo.
El alcalde volvió lentamente la cabeza para mirar a Bjartur y enarcó las cejas como en interrogación, pero tuvo sumo cuidado de no entreabrir los labios, no fuese que, sin quererlo, formulase alguna pregunta de viva voz. Y entonces su esposa se vio obligada a hacer esta observación:
—Espero que no estés dándonos a entender que algo le ha ocurrido a Rosa.
—Hmm, en realidad no puedo decirles que le haya ocurrido algo —contestó Bjartur—. Todo depende de cómo se mire. Pero ya no vive más en mi tierra, haya después lo que hubiere.
—¿Nuestra Rosa? —preguntó la Señora con gran agitación—. ¿Estás diciéndonos que nuestra Rosa está muerta?… y era una jovencita.
Bjartur inhaló su rapé con gran precisión. Luego, mirando con ojos inmóviles, humedecidos de lágrimas de tabaco, respondió con orgullo.
—Sí. Y murió sola.
Ante esta noticia el alcalde se incorporó en la cama y haciendo girar las piernas y apoyándolas en el suelo se sentó en borde y continuó aún rumiando durante un rato su tabaco, considerando todavía demasiado prematuro el momento como para vaciar su boca del notable jugo
—Pero eso no es lo peor —declaró Bjartur filosóficamente—. La muerte, en fin de cuentas, no es más que una deuda que todos tenemos que pagar, y vosotros también, queráis o no. Es esto que llamamos vida lo que muchos hombres encuentran más difícil de hacer concordar con su bolsa. Surge a cada rato, como sabréis, y en rigor es tonto hacer un alboroto en punto a quién es el padre aunque, en ciertos casos, puede resultar instructivo por lo que respecta a quién debe pagar las cosas. De modo que, para decirles la verdad, no fue por la esposa por lo que vine aquí esta noche, porque no creo que haya algún sentido en tratar de devolverla a la vida, tal como se encuentra ahora. Fue, más bien, por la pobre y pequeña desdichada que se aferraba a la vida, prendida de un hilo, bajo el vientre de la perra, que me pareció que podría pedirle a usted algunas informaciones, mi querida señora.
—¿Qué quieres insinuar, hombre? —fue la pregunta inmediata de la Señora. Y la sonrisa helada era ahora una sola frialdad con la de los ojos que miraban atrás de las gafas. El alcalde se inclinó sobre la salivadera y escupió todo el jugo en un solo chorro. Luego haciendo rodar el tabaco desde debajo de la lengua hasta la parte posterior de la mandíbula, se acomodó los anteojos en el puente de la nariz y aguzó la mirada que mantenía clavada sobre el visitante.
—¿Puedo preguntarte qué informaciones quieres solicitar aquí? —continuó la poetisa—. Si estás diciendo que tu esposa murió de parto y que el niño está todavía vivo, pues trata de decirlo claramente, sin tantos circunloquios. Probablemente trataremos de ayudarte como ayudamos a muchos antes que a ti, sin pensar en retribuciones. Pero una cosa exigimos, y es que ni tú ni nadie venga aquí a presentar insinuaciones veladas acerca de mí o los míos.
Guando el alcalde vio que su esposa había asumido la dirección del asunto, se recostó otra vez, tranquilamente, y comenzó a bostezar, una costumbre suya cuando, mientras escuchaba una conversación, no tenía la boca llena de jugo de tabaco. En tales circunstancias se sentía siempre soñoliento y dejaba que su mirada vagase por toda la habitación, en evidente aburrimiento. Su esposa, por otra parte, no se mostró completamente apaciguada hasta que Bjartur no suprimió completa y explícitamente toda sospecha de que hubiese ido con la intención de averiguar la paternidad del niño que se encontraba en la Casa Estival.
—Mi lengua, ¿saben?, está más acostumbrada a hablar a ovejas que a seres humanos —dijo con tono de disculpa—, y mi idea era simplemente preguntarles si no creen que valdría la pena echarle unas gotas de leche caliente por la garganta, para ver si se la puede mantener viva hasta la mañana. Les pagaré lo que me pidan, por supuesto.
Cuando todo el desdichado malentendido quedó aclarado, la Señora declaró, y lo decía en serio, que para ella la alegría suprema en la vida era, por cierto, ofrecer al débil su mano de apoyo, incluso en estos tiempos difíciles; sostener al desvalido, alimentar la vida que despierta.
Así era su corazón, no sólo en la alegría, sino también en la pena.
La esposa del alcalde cumplió su palabra.
Esa misma noche envió a su ama de llaves a Casa Estival, a caballo, con algunas botellas de leche, un infiernillo y varias prendas de vestir para un niño recién nacido. Bjartur pisoteaba la nieve, delante del caballo, en humor de balada después de las aventuras de los últimos días.
Lo primero que la comadrona mencionó al entrar a la Casa Estival fue el olor. Los pesebres de abajo eran ofensivos con la humedad de las paredes de barro y los restos de pescado, en tanto que el cuarto de arriba hedía a muerto y a lámpara humeante, con la mecha otra vez seca y su última llama guiñando, pronta a morir a su vez. El ama de llaves pidió aire fresco. Abrió una manta sobre el cadáver tendido en la cama vacía. Luego dedicó su atención al niño. Pero la perra se negaba a abandonarlo; todavía lo cuidaba: era una madre, sedienta y hambrienta, y sin embargo nadie piensa en recompensar a un animal por sus virtudes. La mujer trató de apartarla, pero la perra hizo ademán de morderla, de modo que Bjartur debió tomarla de la piel del cuello y tirarla escaleras abajo. Pero después, cuando la chiquilla fue examinada, no mostró señal alguna de vida. La mujer la puso cabeza abajo y la balanceó en distintas direcciones. La llevó incluso a la puerta de afuera y le puso cara al viento, pero todo fue inútil. Ese ser arrugado, lamentable, que fue enviado al mundo sin ser previamente invitado y deseado, parecía haber perdido todo deseo de reclamar sus derechos.
Pero el ama de llaves, que había enviudado joven, se negó a creer que la criatura pudiese estar muerta. Sabía lo que significaba estar confinado en una habitación cuando las tormentas de nieve rugen en los valles. Calentó un poco de agua en el infiernillo -era la segunda vez que se hacían preparativos para bañar a la pequeña- y pronto el agua estuvo caliente. Y bañó a la niña e incluso la dejó estar durante un buen rato en el agua, que estaba algo más que caliente, con la punta de la nariz asomándose en la superficie. Bjartur preguntó si tenía la intención de hervirla, pero aparentemente ella no escuchó lo que le decía y, sosteniéndola de una pierna, la balanceó cabeza abajo. Bjartur comenzó a sentirse algo preocupado. Hasta entonces había seguido con gran interés todo lo que se hacía, pero esto era más de lo que podía soportar y le pareció que sería mejor que pidiera un poco de piedad para la infortunada criatura.
—¿Estás tratando de desarticular las caderas de la chiquilla, maldita seas? —preguntó.
A lo que Guóny, como si no hubiese advertido su presencia hasta ese momento, replicó secamente:
—Ya basta. Vete y no vuelvas a aparecer por aquí hasta que te llamen.
Esta era la primera vez que Bjartur era expulsado de su propia casa, y, si las circunstancias hubiesen sido distintas, no habría vacilado en protestar contra tamaña enormidad y tratado de hacer entender a Guóny el hecho de que no le adeudaba ni un céntimo. Pero, estando las cosas como estaban, parecía casi se le hubieran proporcionado un rabo para poderlo llevar entre las piernas cuando, en total ignominia, tomó el camino de la perra y bajó por la escalera. Mas, por su vida, que no sabía qué hacer ahí abajo, en la oscuridad. Era un hombre completamente agotado, que nunca se había sentido menos independiente en el fondo de su corazón que esa noche; que sentía que era casi superfluo en el mundo; que sentía incluso que los seres vivos eran en realidad superfluos, en comparación con los muertos. Sacó un atado de heno y, extendiéndolo en el piso, se acostó como un perro. A pesar de todo había llegado por fin a su casa.
El llanto de un niño le despertó a la mañana siguiente.
Cuando subió, Guóny estaba sentada en la cama, con la pequeñuela en sus brazos, y, lo que era más, se había desprendido de las ropas en torno al seno para compartir su calor con la chiquilla mientras la madre de ésta, la esposa de Bjartur, yacía, inerte, en la otra cama. Había atado unos mechones de lana al cuello de una botella y se encontraba ocupada en enseñarle a mamar. Bjartur contempló la escena con cierta turbación, herido en su modestia, y luego una sonrisa se dibujó en su rostro barbudo, curtido por la helada, y se insinuó en sus ojos, inyectados en sangre después de la tormenta.
—He aquí a tu hija, sana de cuerpo y alma —dijo Guóny, orgullosa de haber devuelto la vida a ese objeto.
—Así parece —dijo él—, pobre insecto. —Y, maravillado de que pudiese ser tan pequeña y delicada—: No habrá que esperar que resulte gran cosa de ella —añadió, como disculpándose—, teniendo en cuenta que la humanidad es una cosa lamentable si se la mira tal como es.
—Pobre queridita —arrulló la mujer acariciando a la criatura—. ¿Qué nombre pensará ponernos papá?