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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Gente Independiente (48 page)

Durante un rato los visitantes se pasearon de uno a otro grupo, ociosamente, en el montículo de nieve o en la puerta, en compañía de las sombras de la noche, muchos de ellos con el conocimiento de que apenas eran más o menos bienvenidos, hasta que finalmente el viejo Hrollaugur de Keldur, un individuo franco e industrioso que jamás podía ver a nadie ocioso, preguntó:

—Bueno, muchachos, ¿no es tiempo ya de que pensemos en procesionar?

De modo que, aparentemente, la cosa sería una de esas llamadas procesiones, en torno a los edificios de la granja, que ahora, con el discurrir del tiempo, habían desarrollado un ritual definido y habían entregado al idioma el término «procesionar». Sí, convinieron solemnemente los demás, debía ser ya hora de procesionar. Se envió en busca de los jóvenes, y los jóvenes respondieron desde lejos, porque algunos de ellos habían comenzado a caminar por su cuenta, hacia la montaña, ya que la noche, con sus flotantes sombras azules, resultaba sumamente tentadora, no sólo para un fantasma, sino también para el amor. Los chicos llegaron con los ojos dilatados, y el sacerdote, que había estado tratando de olvidar las potencias ocultas en una afiebrada discusión de las teorías de la Revista Agrícola, jadeó y respondió al llamado del Hrollaugur con un «¡Sí, en el nombre de Dios!». El rey del rodeo, Einar de Undirhlíd y Ólafur de Ystadalur llegaron en fila, con las manos cruzadas a la espalda, cada uno con su expresión peculiar, cada uno con heno en la barba, con perros delante y detrás, excitados e importantemente conscientes de las solemnidad del momento. Varias personas ofrecieron a sus hijas en colaboración, y las muchachas estaban ruborizadas por culpa de los fantasmas, aunque Bjartur consideró que buscaban lo otro, claro.

—Vaya, pues, chicos, entrad en los corrales y preguntad hacia dónde tenemos que procesionar —repitió Hrollaugur de Keldur.

Era más seguro hacer averiguaciones previas, porque en ocasiones el fantasma les hacía girar en torno a los corrales en el sentido de la marcha del sol, a veces en sentido contrario. Helgi tomó a su hermano de la mano y se dirigieron de puntillas hacia la puerta; nadie sino ellos tenía permiso para entrevistar al fantasma. Después de quitar la tranca, atisbaron cautelosamente.

—¡Chss! —susurró el hermano mayor, alejando con un ademán de la mano a los visitantes más curiosos—. ¡No tan cerca!

Las ovejas se alejaron corriendo al extremo más lejano de los establos casi vacíos, con un terror poco natural. Los niños desaparecieron en el interior y cerraron la puerta a su espalda. Una mujer de mediana edad, de la casa solariega, comenzó a cantar «Alabado sea el Señor». Muchos de los otros se unieron a ella en el canto. Pero Hrollaugur de Keldur dijo que habría tiempo de sobra para comenzar a cantar cuando estuviesen procesionando… Dirigía la cuestión como habría dirigido cualquier otra tarea sensata que exigiera sus propias normas rutinarias. De pronto todos pegaron un brinco, porque los dos chicos salieron corriendo del corral y rodaron sobre el hielo como si hubiesen sido lanzados.

—¡Los himnarios, los himnarios! —gritaron, rodando aún. El fantasma ordenaba que diesen nueve vueltas en torno al corral y entonasen nueve versos.

—Supongo que habrá querido decir versículos —dijo Einar de Undirhlíó seriamente.

Fuera lo que fuese lo que quiso decir, empezó la procesión. Los más viejos canturreaban el himno lo mejor que les era posible; los perros aullaban. Pero los jóvenes no conocían el himno y pensaban en otros himnos. Y había pequeños estornudos subrepticios, en tanto que las azuladas sombras de la luna se fundían con otras. Bjartur se quedó a un lado y llamó a su perra, temiendo que se enzarzase en alguna riña.

Pero, al cabo de unos momentos, resultó evidente que la gente joven no quería molestarse en hacer todos aquellos círculos. Un pequeño grupo se separó del gentío y se alejó hasta el pie de la montaña para escuchar una vez más, de boca del cantor, «muévete, gira; ahora, las manos». Dos valientes hombres se asomaron al corral sin permiso, para ver al fantasma. Pero no se quedaron mucho tiempo allí. Apenas habían cruzado el umbral cuando vieron dos malignos ojos llameantes mirándoles desde el rincón que estaba junto a la puerta del granero de heno, en la parte más baja del comedero. Era una visión tan horrible como los ojos que miran en los estertores de la muerte, en la Saga de Grettir. Cuando esos hombres fuesen más viejos hablarían a una nueva generación de aquella noche, tiempo ha, en que, jóvenes aún, vieron los ojos de la leyenda islandesa. Y no fue una mirada silenciosa, porque la acompañó un ruido infernal, más terrorífico que la voz de cualquier criatura islandesa, recordatorio del chillido demencial de una demoníaca puerta vieja. Según el sacerdote, que a su vez lanzó una mirada rapidísima en el establo, era la voz de un ser condenado a la desesperación eterna, fuera de las puertas del Cielo, y la luz amarillenta y verdosa era la de unos ojos que nunca habían visto la luminosidad del cielo y nunca la verían. De modo que aprovechó la oportunidad para ofrecer una oración para que a nosotros nos sean abiertas las puertas del cielo, a fin de que podamos contemplar su luz. Y en ese momento la luna se escondió, flotando airadamente, detrás de un banco de nubes, y el pálido mundo azul, nevado, se hundió simultáneamente en una oscuridad más fantasmal aún que antes. Los rasgos del paisaje se disolvieron; las personas mismas parecían irreales unas a los ojos de las otras, envueltas en las sombras de esa extraordinaria vigilia nocturna que superaba todos los límites de la razón. Tanteaban involuntariamente, a ciegas, buscándose las manos unos a otros, temerosos de quedarse solos. ¿Qué más es posible, en realidad, que haga un hombre? Y así estaban, tomados de las manos y temblando mientras la luna desaparecía en una oscuridad más y más espesa. Querían café. Tenían frío.

45. Del alma

Sí, alguien había hablado de café y, como todos estaban de acuerdo, la ceremonia religiosa se interrumpía ya por propia iniciativa. Más y más personas subían, sin haber sido invitadas, por las escaleras. Toda la campiña parecía estar alojándose en la casa de Bjartur. Pronto el piso empezó a crujir peligrosamente, de modo que alguien dijo a la gente joven que se saliese, qué demonios creían que estaban haciendo allí; de todos modos, no era el momento ni el lugar para los chillidos de las tunantuelas, ni, ya que estamos en eso, para forma alguna de música. Si querían café podían esperarlo abajo, en el establo. La trampilla fue cerrada tras ellos. Los hombres se dispusieron en filas, en las camas, apretujándose como mejor pudieron, en tanto que las mujeres ayudaban a avivar el fuego.

—Esto es todo, pues; supongo —dijo uno.

—Sí, eso es todo —convino otro.

—Eso creo yo también —dijo un tercero.

Los visitantes se encontraban aún bajo la influencia de los poderes ocultos y, en consecuencia, experimentaban cierta dificultad en concentrar inmediatamente el pensamiento para la consideración de asuntos materiales. Pero Hrollaugur de Keldur era una excepción. Ese hombre no clasificaba los fenómenos de acuerdo con su origen, sino que lo tomaba todo, natural o sobrenatural, como viniese y luego le concedía la atención que creía necesario concederle.

—Bien, señor cura —comenzó—, yo tengo, como todo el mundo sabe, un par de magníficos borregos machos que no tuve el valor de castrar en el otoño. Quizá será un suicidio criar animales tan costosos con el solo fin de especular, pero se me ocurrió que posiblemente pudiese conseguir por ellos un precio decente si se convencía a alguien de la Revista Agrícola para que les echara una ojeada y escribiera un artículo describiéndolos, para alguna de las importantes publicaciones de la capital.

—Muy cierto —convino el cura, satisfecho de haber logrado convencer por lo menos a alguien de su conocimiento de las ovejas y de su deseo de fomentar la creación de una buena raza. Inmediatamente empezó a explicar para su auditorio los resultados, como los informaba la Revista Agrícola, obtenidos en las exposiciones de carneros del oeste, especialmente las relacionadas con animales de carne.

Y el rey del rodeo, que, aunque había conseguido introducirse en el concejo parroquial, no era todavía un agricultor importante, sino apenas de la clase media, y que durante más de un año había vivido en medio de una gran tortura mental debido a la competencia existente entre el comprador y la Sociedad Cooperativa -porque cuando dos poderosos rivales luchan entre sí es esencial tener la paciencia de esperar y ver-, también consideraba que era de principalísima importancia, en estos tiempos difíciles, que el público se diese cuenta de la necesidad de mejorar la raza del ganado.

—Pero —agregó—, me agradaría dejar aclarado que nunca he sido un creyente incondicional en el ganado gordo en sí y por sí, como parece serlo nuestro buen amigo el cura. En mi opinión se ha demostrado repetidamente que en un año difícil, como el pasado, por ejemplo, las ovejas gordas no tienen esa capacidad de resistencia en la hora de prueba que los hombres de nota querrían hacernos creer que tienen. Por otra parte, nuestras ovejas duras, magras, la raza de Rauósmyri, por ejemplo -y nadie se ha atrevido a sostener jamás que fuesen flacas-, me han parecido siempre el colmo de la crianza, por lo menos mientras no aparezca otra raza mejor.

Y bien, hacía apenas unos días se habían hecho las listas de impuestos municipales y, puesto que el rey del rodeo intervenía en la conversación, se le ocurrió a Ólafur de Ystadalur que sería una buena idea preguntarle qué ocurriría con la gente corriente este invierno, por lo que se refería a los impuestos. Porque Ólafur de Ystadalur había votado por el rey del rodeo en el momento oportuno, confiando en su fuerte sentido de la responsabilidad y creyendo que cumpliría las promesas hechas a medias a los pequeños propietarios, así como en su tiempo había abrigado la esperanza de ganar unas monedas adicionales para la comida, como veterinario ayudante, confiando también en el rey del rodeo para esa cuestión.

—Sí, los impuestos —replicó sobriamente el rey del rodeo—. Lamento tener que decirlo, Ólafur, amigo mío, pero el concejo parroquial no es ninguna comisión de fiestas en estos días. El alcalde Jón de Myri, el Consejo provincial y el Gobierno atestiguarán que no es un juego eso de establecer los impuestos en momentos tan graves como éstos, cuando el tráfico y la competencia braman en todas las esferas de la vida del distrito y fuera de él, y nadie sabe realmente qué bando obtendrá la victoria. Es difícil predecir si será Bruni quien tome bajo su protección a los hombres en bancarrota, y peor que en bancarrota, o si la cooperativa tomará en sus brazos a los pequeños propietarios abrumados por el terrible peso de las deudas, ó si Jón de Myri, ese patriótico caballero, ese magnánimo pilar del Estado, se constituirá en el último recurso y salvación de la comunidad. O, tercera alternativa, o incluso cuarta, si la propia parroquia, aunque desde hace tiempo empantanada en una insolvencia insondable, se verá obligada a acudir en ayuda del personal.

—Oh, bueno, es precisamente lo que siempre he dicho yo —replicó Ólafur, sin demostrar demasiada desilusión hacia el concejo parroquial por el que había votado—; la vida del hombre es corta, tan corta que la gente del montón no puede siquiera darse el lujo de nacer. Pero yo insisto en que, si la sociedad hubiese sido científica desde el principio y, por lo tanto, hubiera existido alguna relación sensata entre la cantidad de trabajo de un hombre y la cantidad de provisiones que el comprador le entrega por sus productos cuando va al pueblo; en que, si un individuo pudiese poner un techo decente sobre su cabeza antes de que sus hijos se pudrieran de tuberculosis, entonces… maldito sea, ¿qué quería decir yo? No veo posibilidad alguna de llegar a pagar mis deudas, aunque continúe trajinando y afanándome como ahora durante otros tres mil años.

Pero en ese momento intervino Einar de Undirhlíó para decir que esperaba que le perdonarían si opinaba que esa clase de conversaciones era muy poco espiritual en un momento tan solemne como el que estaban viviendo, cuando misteriosas potencias habían invadido sus vidas en forma realmente extraordinaria.

—¿Es que somos, entonces, completamente incapaces —preguntó—, por más que el Señor nos lo reproche, de olvidar nuestras vidas de hambre, deudas y consunción ni siquiera en un momento tan serio?

—Yo no comencé la conversación —repuso Ólafur—, de modo que no tienes por qué culparme a mí. Cualquiera puede decirte que soy de esos que están dispuestos, en cualquier momento, a dejar de lado toda frivolidad y concentrarse en asuntos importantes. Pero no resulta tan fácil hablar con autoridad, ni aun con conocimiento, cuando se es tan pobre que se está completamente apartado de toda comunicación cultural con el mundo exterior, y cuando, por añadidura, hay que sufrir, en el hogar, la situación que yo tengo que sufrir: los niños tuberculosos, como todos saben, y la esposa prácticamente agonizante. Y no es que ella tenga algo que ver con el caso en disputa. Hace ya diez años que me vi obligado a renunciar a la Asociación de Amigos del País, la única sociedad con la que en mi vida he conseguido estar relacionado. Y el así llamado círculo de lectura que tuvimos aquí en una oportunidad está arruinado desde tiempo ha. Algunos dicen que las ratas han entrado en él. No sé si es cierto, pero es un hecho indiscutible el que nadie se atreve a abrir los armarios desde hace cinco años, de modo que yo, personalmente, no veo cómo nadie de esta parte del país puede decir algo sensato, tal como están las cosas ahora.

Einar de Undirhlíó manifestó que, en tal caso, deberíamos hacer una buena utilización del momento actual, porque ahora nos encontrábamos en compañía de hombres educados, el cura, por ejemplo, y el cura, si lo conocemos bien, es uno de esos caballeros que, estoy seguro, perdonará sin mucho trabajo mi falta de ilustración, a despecho de que el Reverendo Guómundur, de bendito recuerdo, haya bajado a su tumba sin perdonarme jamás por mi ignorancia, Pero lo que yo quería preguntar es esto: ¿Cómo es que ciertas almas no pueden encontrar nunca descanso, ni en las alturas, ni en la superficie de la tierra, ni en las profundidades del océano?

—Pues, supongo que porque están poseídos por el demonio —contestó vivamente Krúsi de Gil, mucho antes de que el sacerdote hubiese decidido cuál sería una respuesta adecuada. Varios de los otros replicaron con sus opiniones, aunque sin arrojar mucha luz sobre el problema, y Ólafur de Ystadalur se refirió incluso a un libro, varias páginas del cual consiguió una vez para envolver unas copas, en el que se negaba rotundamente, de acuerdo con pruebas suministradas por hombres de ciencia extranjeros, que la maldad existiese siquiera.

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