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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Gente Independiente (79 page)

75. El zar caído

De modo que se había dormido. Cuando abrió los ojos era de día y el sol brillaba a través de la puerta abierta del barracón. Salió de la cama y miró el sol, para descubrir que debían ser las seis. Había dormido unas tres horas. Los hombres aún dormían. El pan y la conversación de la noche anterior habían perdido algo de su realidad, pero nada de su culpa, como si hubiese soñado algo indigno de él. Era extraño que se hubiese metido en ese berenjenal. Le dolía la espalda y se sentía agarrotado. La conversación no habría tenido importancia -uno oye tantas cosas aquí y allá- si no hubiese comido el maldito pan. Y entonces recordó que también les había entregado a su hijo. ¿No le habrían puesto algo en el café, para despojarle de todo vestigio de buen sentido? Se quedó en el umbral del barracón, mirando alternativamente hacia adentro y hacia fuera, y preguntándose cómo hacer para recuperar a Gvendur. Al cabo de unos momentos de indecisión cruzó el cuarto de puntillas, con la intención de tocarle y despertarle tan silenciosamente como le fuese posible. Ahí estaba el joven, profundamente dormido entre sus dos compañeros de cama, hombres grandes, fornidos los tres, de pecho ancho y mandíbulas resueltas, de manos gruesas y huesudas. Al alcance de la mano tenían varios mangos de pico. Y sintió que su hijo hacía tan buen papel entre aquellos dos individuos fuertes, robustos, que no tuvo valor para despertarle y llevárselo. Tan buen papel haría entre ellos cuando estuviese despierto. Le pareció que, en verdad, esos hombres merecían ser dueños de la tierra y gobernarla.

Pero, y si los hombres de Ingólfur Arnarson traían rifles y los mataban, a su hijo inclusive… ¿qué haría? ¿No sería mejor despertar al mozo y llevárselo a Uróarsel, en lugar de dejarle allí, para que le matasen como a un perro, en plena calle? Siempre había tenido buena opinión del joven, aunque la ocultaba bien. Por cierto que una vez estuvo a punto de escaparse a América, pero triunfó su amor por la independencia y el mozo resolvió superar las dificultades de la vida en el hogar, junto a su padre. Ah, bueno, reflexionó Bjartur, ¿qué importa?, creo que ya he perdido algunos hijos antes. Por unos instantes lanzó su memoria hacia el pasado, hacia los hijos que había transportado en un cajón para enterrarlos en el cementerio de Rauósmyri. Y hacia los que perdió en su lucha por la independencia. Quizá sea mejor, pues, que este otro siga el mismo camino, pensó. Un hombre no es independiente a menos que tenga el valor de luchar solo. Grettir Ásmundarson vivió como un proscrito en las montañas de Islandia, durante diecinueve años, hasta que fue vencido en Drangey. Pero, a pesar de todo, fue vengado en Miklagaró, la más grande ciudad del mundo. Quizá yo también seré vengado, con el transcurso de los años. Y puede que sea también en una gran ciudad. Y de súbito recordó que el zar había caído, y el pensamiento se le alegró intensamente… ¿Qué diría a eso el viejo Jón de Myri? Así que, habiendo abandonado la idea de despertar a su hijo, salió de la barraca tan silenciosamente como le fue posible.

Era tiempo ya de ir a buscar al caballo en el pastizal y de prepararse para la partida, pero no daba señales de querer hacerlo. Vagó durante un rato por la aldea dormido, respondiendo distraídamente a los saludos matinales de los pocos pescadores que ya estaban despiertos. Al cabo de un buen rato de esos vagabundeos sin objeto, encaminó sus pasos, más decididamente, hacia el mar, a lo largo del fiordo, hacia la parte del pueblo en que se agrupaban la cabañas más miserables. Ese lugar se llamaba Sandeyri. Nunca antes había tenido ocasión de andar por allí, pero conocía a varias personas que vivían en ese punto. Una o dos mujeres estaban levantadas, golpeando sacos contra las paredes, para quitarles el polvo. Un grupo de obreros conversaba animadamente en un huerto, al costado de una de las chozas. Ninguno de ellos prestó atención a Bjartur; era una especie de mitin.

Al costado del camino había una chiquilla de rostro macilento, haciendo tortas de barro. Cuando Bjartur pasó a su lado, la niña se levantó y se limpió las manos en el estómago. Sí, tenía las piernas demasiado largas para su edad, pobrecita, y manos de nudillos sobresalientes, y su rostro, su rostro no era el de una niña: estaba lleno de carácter y experiencia. Y le miró por casualidad y él reconoció los ojos inmediatamente, el bueno y el bizco y, deteniéndose bruscamente en mitad del camino, la miró con fijeza… Era la pequeña Asta Sóllilja.

—¿Cómo? —dijo, contemplando a la chiquilla, porque le pareció que ésta le había dicho algo cuando le miraba a su vez.

—No he dicho nada —repuso la niña.

—¿Qué estás haciendo fuera de la cama a esta hora, chica? —preguntó él. Apenas son las seis.

—No pude dormir —contestó ella—. Tengo la tos ferina. Mi madre me dijo que estaría mejor afuera.

—¡Oh, caramba! —exclamó él—. De modo que tienes tos, ¿eh? No es extraño que tengas una tos fea, cuando eso que llevas puesto es tan terriblemente delgado.

Ella no respondió; volvió a sentarse y a fabricar sus tortas. El se rascó la cabeza.

—Bueno, bueno, Sola, chiquilla —dijo—, pobrecita.

—No me llamo Sola —repuso ella.

—¿Cómo te llamas, entonces?

—Me llamo Bjórt —replicó la niña orgullosamente.

—Bien, bien, Bjórt, chiquilla —dijo él—. No creo que haya gran diferencia.

Se sentó al costado del camino y continuó contemplándola. Ella ponía el barro en un viejo jarro esmaltado y luego colocaba el jarro sobre una piedra para que se cociera.

—Es una torta de Navidad —dijo, lanzándole una sonrisita para mantener la conversación.

Él no contestó; siguió mirándola.

Finalmente la niña se puso de pie y preguntó:

—¿Por qué estás ahí sentado? ¿Por qué me miras?

—Tu madre estará preparando el café para el desayuno, ¿verdad? —preguntó él.

—No hay café —repuso Bjórt—. No hay más que agua.

—Oh, muchas personas tuvieron que conformarse con un poco de agua antes de ahora.

Ella tuvo un acceso de tos. El rostro se le tornó azul. Se acostó en el suelo hasta que terminó de toser.

—¿Qué estás haciendo ahí? —inquirió cuando comenzó a recobrarse de la tos—. ¿Por qué no te vas?

—Estaba pensando en acompañarte a beber una taza de agua para el desayuno —repuso él con tono tranquilo.

Después de observarle escudriñadoramente durante unos segundos, ella dijo—: Bueno; ven.

El había comido pan ajeno por la noche; más aún: pan robado por ladrones. De modo que no importaba si compartía el agua del desayuno de la pequeña. Pasó las piernas sobre la valla de alambre espinoso y siguió a la chica hacia la cabaña. Nunca su temple moral había estado tan bajo como la noche pasada y como en la soleada mañana que la sucedía. Sí, era dudoso que alguna vez pudiese volver a llamarse hombre independiente.

En el gablete había una ventana hecha para cuatro vidrios, con sacos embutidos en dos de las aberturas, la tercera cubierta con trozos de madera, y solamente en la cuarta se veía un vidrio entero. Bjórt abría la marcha. En una época la choza estuvo empapelada por dentro, a la moda ciudadana, pero el papel estaba ahora ennegrecido por la humedad y colgaba en jirones del techo de tingladillo. Había dos camas. En una de ellas se encontraba acostada la dueña de la casa, la anciana, y en la otra yacía Asta Sóllilja, con el niño más pequeño. Sobre una mesa, junto a la ventana, se veía una cocinita a petróleo. Había también un cajón y una silla rota.

—¿Ya de vuelta? —preguntó Asta Sóllilja cuando vio a su hija en la puerta. Se incorporó en la cama, con los pechos caídos sobre el camisón abierto, el cabello desordenado. Estaba muy delgada, muy pálida. Pero cuando vio que Bjartur entraba detrás de la niña, los ojos se le agrandaron. Sacudió la cabeza como para quebrar alguna ilusión óptica; él estaba allí, de pie sobre el piso, era él.

—¡Papá! —gritó, jadeando.

Le contempló boquiabierta, los ojos agrandándosele cada vez más, las pupilas cada vez más dilatadas. Las facciones se le disolvieron, como si hubiera perdido el dominio de los músculos faciales, pero al mismo tiempo parecieron llenarse y rejuvenecerse, todo en el tiempo que se tarda en guiñar un ojo, y una vez más gritó, completamente fuera de sí:

—¡Papá!

Tomando sus faldas, se las pasó presurosamente por la cabeza y se las alisó en las caderas mientras saltaba de la cama con los pies desnudos, corría hacia la puerta y se arrojaba en brazos de él. Con los brazos en torno al cuello de Bjartur, pegó la boca a su garganta, bajo la barba.

Sí, era él. Su boca descansaba una vez más en el antiguo lugar, era él, había vuelto. Finalmente levantó la cabeza, le miró a la cara y suspiró:

—Creí que no vendrías nunca.

—Escucha, corderita —dijo él—, apresúrate y calienta un poco de agua y viste a los niños. Hoy te vienes conmigo.

—Papá —consiguió decir ella, con los ojos todavía pegados a la cara de él. Estaba como pegada al piso—. No, no puedo creer que seas tú.

Él se acercó a la cama y ella giró sobre sus talones, como alrededor de un eje, y continuó contemplándole, atónita. Bjartur se quedó mirando al niño que dormía en la cama y se sintió, como se sentía siempre que veía a un chiquillo vivo, lleno de compasión.

—¡Cielos, qué objeto de aspecto tan indefenso! —exclamó—. Sí, la humanidad es un espectáculo más bien lamentable, cuando la miras tal como en realidad es.

—Todavía no puedo creerlo —dijo Asta Sóllilja, mientras se apretaba otra vez contra él.

—Vamos, corre a ponerte las cosas, muchacha —dijo él—. Tenemos un largo viaje por delante.

Finalmente Asta empezó a vestirse. Tenía tos.

—Tendrías que haber vuelto a casa antes de que el pecho se te enfermara de ese modo —dijo él—. Te construí una casa, como te dije que lo haría, pero ya no queda nada bello en ella, todo se ha perdido. La vieja Hallbera me arrendó Uróarsel.

—Papá —dijo ella. Y nada más.

—Mi opinión ha sido siempre ésta —dijo él—: que nunca tienes que rendirte mientras vivas, aunque te hayan robado todo lo que poseas. Aunque no te quede nada más, siempre podrás considerar como tuyo el aire que respiras, o al menos podrás afirmar que lo has recibido en préstamo. Sí, muchacha, ayer por la noche comí pan robado y dejé a mi hijo entre unos hombres que usarán los mangos de sus picos contra las autoridades, de modo que pensé que esta mañana podía visitarte.

76. Sangre en la hierba

—¡Cielos, cuánto tiempo estuviste ausente, chica! —dijo la abuela cuando Asta se quedó a solas con ella, el último día que pasaban en Casa Estival. Bjartur se había ido a Uróarsel con las provisiones—. Creí que te habías muerto.

—Sí, estaba muerta, abuela —repuso la joven.

La abuela:

—¿No es gracioso que todos se las apañen para morir, salvo yo?

—Sí, pero ahora me he levantado de entre los muertos, abuela —dijo Asta Sóllilja.

—¿Eh? —preguntó la abuela.

—Me he levantado de entre los muertos.

—Oh, no, moza —replicó la anciana—, nadie se levanta de entre los muertos. Y está bien que así sea.

Y entonces volvió el rostro y, fijando una vez más su mirada en el tejido con que estaba atareada, comenzó a mascullar para sí un viejo himno acerca de la Resurrección.

Por la noche Asta llevó a sus hijos al arroyo y se quedó mirando, maravillada, la fea casa de afiladas aristas, las manchas de cemento en algunas de las ventanas, los vidrios rotos de otras y los hoyos cavados en la tierra por todas partes. Si bien era nueva, le recordaba a uno las ruinas de una casa bombardeada en la guerra. Así era el palacio que él construyera en su sueño del regreso de Asta. También ella soñó con una luminosa casa enclavada en la antigua casita de líneas redondeadas y agradables proporciones, donde experimentó sus más sagrados sufrimientos, sus más caras ansias. Sin embargo, era un gran consuelo poder volver a ver las colinas familiares, descubrir que aunque parecían haber transcurrido tantos siglos, aún se encontraban en su lugar, lo mismo que el lago, y el pantano, y el río de tersas aguas, en el marjal. Otrora hubo una víspera de San Juan, y ella salía a ver el mundo por primera vez. Antaño hubo la mirada de los ojos de un desconocido, y ella anheló descansar su alma en ellos por toda la eternidad. Su vida quedó destruida antes de que pudiera hacerlo, como la casa de Bjartur Jónsson y su independencia, y ahora era madre de dos hijos, quizá tres, aunque nadie necesitaba saberlo. Mostró a los dos niños el viejo arroyo y les dijo:

—Mirad, ése es mi viejo arroyo.

Y les besó. Era como la indefensa Naturaleza, que se marchita con la helada porque no tiene protección de Dios ni de los hombres. Los seres humanos no se protegen los unos a los otros. ¿Y Dios? Ya lo veremos, cuando al fin muramos de consunción. Quizás el Todopoderoso hubiese tomado nota de todo lo que ella tuvo que sufrir. Aun así, esa noche sintió que no era demasiado vieja como para poder contemplar el futuro en un sueño, en un nuevo sueño. Poder mirar hacia delante es vivir.

Al día siguiente Bjartur llevó el resto de sus pertenencias a Uróarsel. Había cargado a la vieja Blesi con dos cajones de turba, vacíos, y en uno de los cajones sentó a la anciana, que tenía más de noventa años. En el otro puso a los dos niños. Luego partió, conduciendo al caballo por el camino. Asta Sóllilja caminó a su lado por la montaña, la perra holgazaneaba en la retaguardia, husmeando descuidadamente esto y aquello, como se complacen en hacerlo los perros en los días fragantes de la primavera. No se hablaba. Eran como personas que parten para un largo viaje y abandonan un pobre alojamiento nocturno en los páramos. Que eran los páramos de la vida. El camino se lanza hacia páramos más remotos aún. Ninguna lamentación… Nunca alimentes una pena, nunca llores lo perdido. Bjartur ni siquiera se volvió para concederle a su viejo valle una mirada de despedida cuando llegaron a la cima de la montaña. Pero cuando pasaban ante el túmulo de Gunnvór, se detuvo y se apartó del camino. Tomando la lápida que colocara allí, en su memoria, hacía unos años, la hizo rodar hasta el borde del barranco. Ahora estaba seguro de que era imposible separarla de Kólumkilli. Siempre había yacido allí con él, en los tiempos malos como en los buenos. Y todavía seguía a su lado. Una vez más habían asolado el pegujal del agricultor solitario. Son siempre iguales, de siglo en siglo, por la sencilla razón de que el agricultor solitario es el mismo de siglo en siglo. Una guerra en el continente puede producir algún alivio, durante uno o dos años, pero no es más que una ayuda aparente, una ilusión. El trabajador solitario no escapará jamás a su eterna vida de pobreza. Continuará existiendo en la miseria mientras el hombre no sea el protector del hombre, sino su peor enemigo. La vida del pegujalero solitario, la vida del hombre independiente, es, en su naturaleza, una huida de otros hombres que quieren matarle. Del albergue de una noche a otro peor aún. Una familia campesina se muda; cuatro generaciones de las treinta que mantuvieron la vida y la muerte en este país durante un milenio… ¿para quién? No para sí mismos, al menos, no para ninguno de los suyos. Se asemejaban a fugitivos de una tierra devastada por muchos años de furiosa guerra. Proscritos, perseguidos… ¿en las tierras de quién? No en las de ellos. En los libros extranjeros hay un relato sagrado que cuenta de un hombre que logró su realización sembrando una noche el campo de sus enemigos. La historia de Bjartur de la Casa Estival es la de un hombre que sembró toda su vida, día y noche, el campo de su enemigo. Tal es la historia del hombre más independiente del país. Páramos. Más páramos. Del barranco subió un espeluznante eco atronador cuando la lápida caía, y la perra saltó al borde del abismo y comenzó a ladrar locamente.

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