–Si no hay más remedio le aseguro que sabré serlo. Le ruego que no me subestime, Elar.
Elar se dio por vencido.
–Muy bien -dijo encogiéndose de hombros-. He hecho cuanto podía para intentar convencerle.
–De hecho, Elar, me gustaría que no hubiese retrasado la entrevista. Preferiría perderme el cumpleaños y ver al general antes que a la inversa. Todo este asunto de la celebración no ha sido idea mía -murmuró Seldon, y acabó lanzando un gruñido.
–Lo siento -dijo Elar.
–Bueno -añadió Seldon poniendo cara de resignación-, ya veremos qué ocurre.
Giró sobre sí mismo y se marchó. A veces deseaba con todas sus fuerzas que su palabra fuese ley y que todo el mundo cumpliese sus órdenes sin posibilidad de discusión, pero crear ese tipo de organización exigiría una cantidad de tiempo y de esfuerzos enorme, privándole de cualquier posibilidad de seguir trabajando personalmente en la psicohistoria…, y, aparte de eso, él no poseía el tipo de temperamento necesario para imponer aquella clase de disciplina.
Seldon lanzó un suspiro. Tendría que hablar con Amaryl.
Seldon entró en el despacho de Amaryl sin anunciarse.
–Yugo -dijo sin más preámbulos-, la entrevista con el general Tennar se ha retrasado.
Después tomó asiento y puso cara de estar bastante enfadado.
Como siempre, Amaryl necesitó unos momentos para apartar su mente del trabajo.
–¿Qué excusa te ha dado? – preguntó cuando por fin alzó la vista hacia Seldon.
–No ha sido cosa suya. Algunos de nuestros matemáticos se encargaron de retrasar la entrevista una semana para que no interfiriese la celebración del cumpleaños. Todo esto me resulta extremadamente irritante.
–¿Por qué lo permitiste?
–No se lo permití. Actuaron por su cuenta y lo arreglaron todo ellos solitos. – Seldon se encogió de hombros-. Supongo que en cierta forma es culpa mía… Llevo tanto tiempo quejándome de que voy a cumplir sesenta años que todo el mundo cree que tiene que animarme con fiestas y conmemoraciones.
–Esa semana extra no nos vendrá mal, naturalmente -dijo Amaryl.
Seldon se irguió inclinándose hacia delante.
–¿Hay algún problema?
–No. No creo, pero examinarlo todo con más atención no nos hará ningún daño. Mira, Hari, es la primera vez en casi treinta años que la psicohistoria ha llegado al punto en el que realmente puede hacer una predicción. No es gran cosa, apenas un puñado de polvo en el inmenso continente de la humanidad, pero es lo mejor que hemos conseguido hasta el momento. Bien… Debemos explotarlo al máximo, averiguar cómo funciona y demostrarnos que la psicohistoria realmente es lo que creemos: una ciencia predictiva. Por tanto, creo que asegurarnos de que no se nos ha pasado nada por alto no puede hacernos ningún daño. Incluso una predicción tan insignificante como ésta resulta complicada, y agradezco disponer de otra semana de tiempo para estudiarla.
–De acuerdo, Yugo. Te consultaré sobre el asunto antes de ver al general para estar al corriente de cualquier modificación que deba hacerse en el último minuto. Mientras tanto no permitas que ninguna información concerniente a esto se filtre a los demás…, a nadie, ¿entendido? Si la cosa sale mal no quiero que el personal del Proyecto se desanime. Tú y yo absorbemos el impacto del fracaso y seguiremos intentándolo.
Una de sus raras sonrisas iluminó el rostro de Amaryl.
–Tú y yo… ¿Te acuerdas de cuando todo se reducía a nosotros dos?
–Lo recuerdo muy bien, no creas que no echo de menos aquellos días. No teníamos mucho con qué trabajar…
–Ni siquiera disponíamos del Primer Radiante, y mucho menos del electroclarificador.
–Pero fueron días felices.
–Sí, fueron felices -dijo Amaryl, y asintió con la cabeza.
La universidad había cambiado, y Hari Seldon no podía evitar que le complaciera.
Las secciones centrales del complejo del Proyecto se habían llenado repentinamente de colores y de luz, y los sistemas holográficos saturaban el aire con imágenes tridimensionales que mostraban a Seldon en lugares y tiempos distintos. Se podía ver a Dors Venabili sonriendo y un poco más joven, a un Raych adolescente sin experiencia de la vida, a Seldon y Amaryl inclinados sobre sus ordenadores con un aspecto increíblemente joven…, incluso había un fugaz atisbo de Eto Demerzel, y cada vez que lo distinguía, el corazón de Seldon anhelaba volver a ver a su viejo amigo y recuperar la seguridad que había sentido antes de que se marchara.
El Emperador Cleon no aparecía en ninguna imagen holográfica, y no porque no existieran hologramas suyos, sino porque con la Junta Militar en el poder no resultaba prudente recordar cómo había sido el antiguo Imperio.
Las imágenes fluyeron y se fueron extendiendo de una habitación a otra, de un edificio a otro. Seldon no entendía cómo era posible, pero habían conseguido el tiempo necesario para convertir la universidad en una exhibición incomparable, algo que Seldon jamás había visto o creído posible. Incluso las cúpulas lumínicas se habían oscurecido para producir una noche artificial contra cuyo negro telón de fondo la universidad chispearía y reluciría durante tres días.
–¡Tres días! – exclamó Seldon, medio impresionado y horrorizado.
–Tres días -dijo Dors Venabili asintiendo con la cabeza-. La universidad se negó a tomar en consideración cualquier período de tiempo inferior.
–¡Los gastos y el trabajo que habrá requerido todo esto! – dijo Seldon frunciendo el ceño.
–Los gastos no son nada comparados con todo lo que has hecho por la universidad -dijo Dors-, y todo el trabajo ha sido llevado a cabo por voluntarios. Los estudiantes se ocuparon de todo.
Una imagen panorámica de la universidad apareció en el aire, y Seldon la contempló sintiendo cómo sus labios esbozaban poco a poco una sonrisa involuntaria.
–Estás complacido -dijo Dors-. Durante los últimos meses no has hecho más que quejarte y gruñir diciendo que no querías celebrar el hecho de ser un viejo…, y mírate ahora.
–Bueno, resulta halagador. No tenía ni idea de que hacían algo semejante.
–¿Por qué no? Eres toda una personalidad, Hari. El mundo entero…, no, todo el Imperio sabe quién eres.
–No es cierto -dijo Seldon negando vigorosamente con la cabeza-. No creo que haya ni una persona de cada mil millones que sepa algo de mí…, y sobre la psicohistoria menos aun. Fuera del Proyecto nadie tiene la más mínima idea de cómo funciona la psicohistoria, y ni siquiera todos los que trabajan en él la tienen.
–No importa, Hari. Tú eres lo realmente importante. Incluso los cuatrillones de personas que no saben nada acerca de ti o de tu trabajo saben que Hari Seldon es el matemático más grande de todo el Imperio.
–Bueno -dijo Seldon mientras miraba a su alrededor-, no cabe duda de que en estos momentos he conseguido que tenga la sensación de serlo. Pero… ¡Tres días y tres noches! Todo el recinto quedará destrozado.
–No, nada de eso. Todos los archivos y bancos de datos han sido guardados. Los ordenadores y el resto del equipo están en un lugar seguro, y los estudiantes han organizado una fuerza de seguridad improvisada que evitará que nada resulte dañado.
–Te has ocupado de todo, ¿verdad, Dors? – dijo Seldon sonriéndole con ternura.
–Lo hemos hecho entre unos cuantos. No creas que todo ha sido cosa mía. Tamwile Elar, tu colega, ha trabajado con una dedicación increíble.
Seldon torció el gesto.
–¿Por qué has puesto esa cara en cuanto te he hablado de Elar? – preguntó Dors.
–Porque no para de llamarme maestro, – dijo Seldon.
Dors meneó la cabeza.
–Vaya, es un crimen terrible.
Seldon no hizo caso de su comentario.
–Y es joven -dijo.
–Peor aun. Vamos, Hari, tendrás que aprender a ir envejeciendo con dignidad…, y para empezar tendrás que demostrar que lo estás pasando bien. Eso hará que los demás se sientan complacidos y disfruten más de la celebración…, porque supongo que es lo que quieres, ¿no? Venga, muévete. No te quedes aquí escondido conmigo. Saluda a todo el mundo. Sonríe. Pregúntales qué tal se encuentran. Ah, y recuerda que después del banquete tendrás que pronunciar un discurso.
–No me gustan los banquetes, y en cuanto a los discursos, me gustan todavía menos que los banquetes.
–Pues tendrás que pronunciar tu discurso te guste o no. ¡Y ahora muévete!
Seldon dejó escapar un suspiro melodramático e hizo lo que le ordenaba Dors. Cuando llegó al pasillo que daba acceso al gran salón, estaba realmente imponente. El voluminoso ropaje de Primer Ministro del pasado había desaparecido, así como las prendas de estilo heliconiano que tanto le gustaban en su juventud. Seldon llevaba un atuendo que indicaba claramente su elevada posición actual: pantalones rectos de corte impecable y raya perfectamente marcada y una túnica bordada con hilo de plata. A la altura de su corazón se leía la leyenda PROYECTO DE PSICOHISTORIA SELDON DE LA UNIVERSIDAD DE STREELING, brillando como un faro sobre el severo y elegante color gris titanio de sus ropas. Los ojos de Seldon chispeaban en un rostro que ya estaba algo arrugado por la edad, y tanto sus arrugas como su cabellera blanca ponían de manifiesto sus sesenta años.
Entró en la habitación en la que se celebraba la fiesta infantil. La estancia había sido totalmente vaciada, y el mobiliario se reducía a mesas sostenidas por caballetes llenas de comida. Los niños corrieron hacia él apenas le vieron entrar -todos sabían que Seldon era la razón de aquel banquete-, y Seldon intentó esquivar sus deditos.
–Esperad, esperad, niños -dijo-. Vamos, retroceded un poco.
Sacó un pequeño robot de su bolsillo, controlado por ordenador, y lo puso en el suelo. En un Imperio sin robots, el artefacto resultaba tan sorprendente que Seldon estaba seguro de que fascinaría a los niños. Tenía la forma de un animalito peludo, pero también poseía la capacidad de cambiar de aspecto sin previo aviso (cada cambio fue recibido con un coro de carcajadas infantiles), y cuando lo hacía los sonidos que emitía y sus movimientos también cambiaban.
–Observadlo y jugad con él -dijo Seldon-, y procurad no romperlo. Después habrá uno para cada uno de vosotros.
Salió al pasillo que llevaba al gran salón y se dio cuenta de que Wanda le estaba siguiendo.
–Abuelo… -dijo la niña.
Bien, Wanda era una excepción, claro. Seldon se inclinó, la alzó por los aires, la hizo girar y volvió a dejarla en el suelo.
–¿Lo estás pasando bien, Wanda? – preguntó.
–Sí -dijo ella-, pero no entres en esa habitación.
–¿Por qué no, Wanda? Es mía. Es el despacho donde trabajo.
–Es donde tuve mi pesadilla.
–Lo sé, Wanda, pero eso ya se acabó, ¿verdad?
Seldon vaciló y acabó llevando a Wanda hacia una de las sillas que se alineaban a lo largo del pasillo. Se sentó en ella y colocó a la niña sobre su regazo.
–Wanda, ¿estás segura de que fue un sueño? – le preguntó.
–Creo que fue un sueño.
–¿Estabas dormida de verdad?
–Creo que lo estaba.
Hablar del sueño parecía hacer que la niña se sintiera incómoda, y Seldon decidió que sería mejor olvidar el asunto. Seguir interrogándola no serviría de nada.
–Bueno, fuera un sueño o no, había dos hombres hablando de muerte y limonada, ¿verdad? – dijo.
Wanda asintió de mala gana.
–¿Estás segura de que usaron la palabra «limonada»? – preguntó Seldon.
Wanda volvió a asentir.
–¿No podría ser que hubieran dicho otra cosa y que tú hubieses entendido que decían «limonada»?
–No, es lo que dijeron.
Seldon tuvo que contentarse con esa respuesta.
–De acuerdo, Wanda. Anda, ve a pasarlo bien y olvídate del sueño.
–Está bien, abuelo.
La niña pareció animarse en cuanto Seldon le dijo que se olvidara del sueño y volvió a la fiesta.
Seldon empezó a buscar a Manella. Necesitó muchísimo tiempo para encontrarla porque a cada paso que daba alguien le detenía, le saludaba e intercambiaba unas palabras con él.
Por fin, la vio a lo lejos y se abrió paso hacia ella con muchas dificultades, sin dejar de murmurar «Perdóneme», «Disculpe›, «He de hablar con alguien que…» y «Lo siento».
–Manella -dijo, y tiró de ella hacia un rincón mientras repartía sonrisas mecánicas en todas direcciones.
–¿Si, Hari? – preguntó ella-. ¿Algún problema?
–El sueño de Wanda…
–No me digas que sigue hablando de eso.
–Bueno, todavía la tiene un poco preocupada. Oye, vamos a servir limonada en la fiesta, ¿verdad?
–Por supuesto. A los niños les encanta. He puesto comprimidos de dos docenas de sabores mycogenitas distintos en vasitos minúsculos de muchas formas y colores, y los niños se dedican a probarlos para averiguar cuál sabe mejor.
Los adultos también han bebido, como yo. ¿Por qué no la pruebas, Hari? Está muy buena.
–Estoy pensando que… Si no fue un sueño, si la niña realmente oyó a dos hombres hablando de muerte y limonada…
Seldon se interrumpió como si le avergonzara seguir hablando.
–¿Estás pensando en que alguien puede haber envenenado la limonada? – preguntó Manella-. Eso es ridículo. A estas horas todos los niños que hay en la fiesta estarían enfermos o agonizantes.
–Ya lo sé -murmuró Seldon-, ya lo sé.
Dejó a Manella en el rincón y cuando pasó junto a Dors estuvo a punto de no verla, pero Dors le agarró por el codo.
–¿A qué viene esa cara? – le preguntó-. Pareces preocupado.
–He estado pensando en el sueño de Wanda. Ya sabes, muerte y limonada…
–Yo también, pero de momento no he conseguido sacar nada en claro.
–No puedo evitar pensar en la posibilidad de que hayan envenenado la limonada.
–Olvídala. Te aseguro que hasta el último fragmento de comida que ha entrado aquí ha sido sometido a un análisis molecular. Ya sé que pensarás que estás ante otra muestra de mi paranoia habitual, pero mi misión es protegerte y es lo que hago.
–Y todo está…
–Te garantizo que no hay ningún veneno.
Seldon sonrió.
–Bien, me tranquiliza mucho oír eso. No es que realmente creyera que…
–Esperemos que no -dijo Dors en un tono de voz bastante seco-. Lo que me preocupa mucho más que esa fantasía del veneno, es que he oído comentar que dentro de dos días verás a ese monstruo llamado Tennar.