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Authors: Bryan W. Addis

Heliconia - Primavera (29 page)

El maestro Datnil se sentó en una alfombra, sobre el suelo, al lado de los demás hombres de las corporaciones. Aoz Roon dio una palmada y desde el piso superior descendió una esclava trayendo una bandeja con una jarra y once tazones de madera; el maestro Datnil advirtió, cuando le sirvieron el rathel, que los tazones habían pertenecido antes a Wall Ein.

—Bienvenidos —saludó Aoz Roon, alzando el tazón.

Todos bebieron el líquido dulce y turbio.

Aoz Roon habló. Dijo que se proponía gobernar con más firmeza que sus predecesores. No toleraría los desmanes. Consultaría como antes al consejo; el consejo reuniría como antes a los maestros de las siete corporaciones. Defendería a Oldorando contra todos los enemigos. No permitiría que las mujeres ni los esclavos perturbaran la decencia pública. Aseguraría que nadie muriera de hambre. Permitiría que la gente consultara a los coruscos cuantas veces quisiera. Pensaba que la academia era una pérdida de tiempo, puesto que las mujeres tenían trabajo que hacer.

La mayor parte de lo que dijo no tenía sentido, o sólo significaba que se proponía gobernar. Hablaba, era imposible no advertirlo, de un modo peculiar, como sí luchara con demonios. Con frecuencia clavaba los ojos en algún sitio, aferrado a los brazos del sillón como si combatiera contra un tormento interior. De este modo, aunque las observaciones eran en sí triviales, la forma de pronunciarlas era horrorosamente original. El viento silbaba y la voz subía y caía.

—Laintal Ay y Dathka serán mis principales funcionarios, y se ocuparán de que mis órdenes se cumplan. Son jóvenes y sensatos. Muy bien, maldito sea, ya hemos hablado bastante.

Pero el maestro de la corporación encargada de las bebidas interrumpió con voz firme: —Te mueves, señor, con demasiada rapidez para nuestras lentas entendederas. Algunos querríamos, quizás, ponderar por qué nombras como asistentes a dos jóvenes, cuando tenemos hombres maduros que podrían servir mejor.

—He hecho mi elección —respondió Aoz Roon, frotándose contra el respaldo del sillón.

—Pero quizás la has hecho apresuradamente, señor. No has tenido en cuenta a otros hombres quizás más adecuados… ¿Qué piensas de los hombres de tu propia generación, como Eline Tal y Tanth Ein?

Aoz Roon dejó caer el puño sobre el brazo del sillón.

—Necesitamos juventud, entusiasmo. Ésa es mi decisión. Ahora podéis marcharos. Datnil Skar se puso de pie lentamente y dijo: —Perdón, señor, pero una despedida tan apresurada daña tu mérito, no el nuestro. ¿Estás enfermo? ¿Sufres de algún dolor?

—Eddre, hombre, vete cuando te lo piden, ¿o no puedes? Oyre.

—La costumbre es que el consejo de maestros beba a tu salud, brindando por tu reino, señor…

La mirada del señor de Embruddock subió a las vigas y volvió a descender.

—Sé, maestro Datnil, que vosotros los ancianos tenéis el aliento corto y las palabras largas. Ahorrádmelas. Marchaos, ¿queréis?, antes de que os reemplace. Gracias, pero ahora fuera todos, a respirar ese aire maldito.

—Pero…

—¡Fuera! —gimió Aoz Roon y apretó los brazos contra el cuerpo.

Un grosero adiós. Los ancianos del consejo partieron murmurando, hinchando con indignación los carrillos desdentados. No era un buen presagio. Laintal Ay y Dathka se fueron, moviendo la cabeza.

Apenas estuvo a solas con su hija, Aoz Roon se arrojó al suelo, rodó, gimió, pataleó y se rascó.

—¿Has traído esa grasa de ganso con medicamentos de la señora Datnil, muchacha?

—Sí, padre. —Oyre sacó una caja de cuero que contenía una sustancia grasa.

—Tendrás que frotarme.

—No puedo hacer eso, padre.

—Por supuesto que puedes, y lo harás.

Los ojos de ella relampaguearon.

—No lo haré. Ya has oído. Llama a tu esclava. Para eso está, ¿no es cierto? O buscaré a Rol Sakil.

Él se puso en pie de un salto y la agarró.

—Lo harás tú. No puedo permitir que nadie vea cómo estoy, o correrá el rumor. Lo sabrán todo, ¿comprendes? Lo harás tú, maldición, o te romperé el cuello. Eres tan intratable como Shay Tal.

Ella lloriqueó y él agregó, con renovada furia: —Cierra los ojos, si eres tan remilgada. Hazlo con los ojos cerrados. No tienes por qué mirar. Pero hazlo pronto, antes de que me salga de mis casillas.

Mientras empezaba a arrancarse las pieles, con los ojos todavía llenos de locura, él dijo: —Y te unirás con Laintal Ay, para que estéis tranquilos. No quiero discusiones. Ya he visto cómo te mira. Un día, os tocará a ambos el turno de gobernar Oldorando.

Dejó caer los pantalones, y quedó desnudo ante la muchacha. Ella cerró con fuerza los ojos, apartando el rostro, disgustada por esa humillación. Pero no pudo dejar de ver el cuerpo firme, delgado, sin pelo, que parecía retorcerse debajo de la piel; estaba cubierto hasta el cuello de llamas rojas.

—¡Vamos, fillockas, idiota! ¡Duele horriblemente, maldita seas, me muero!

Ella extendió la mano y empezó a untar con la grasa viscosa el pecho y el estómago del hombre.

Más tarde, Oyre se alejó escupiendo maldiciones, salió corriendo del edificio y se detuvo con el rostro alzado contra el viento glacial, con náuseas de disgusto.

Así fue el comienzo del reinado del padre de Oyre.

Un grupo de madis yacía en sus informes vestiduras, durmiendo incómodamente. Se encontraban en un quebrantado valle a incontables kilómetros de Oldorando. El centinela dormitaba.

Estaban rodeados por muros de esquistos. Atacada por la escarcha, la roca se quebraba en finas lascas que crujían bajo los pies. No había vegetación, si se exceptuaba alguna desmedrada zarza ocasional, cuyas hojas eran demasiado amargas aun para el omnívoro arango.

Los madis habían sido sorprendidos por la densa niebla que invadía con frecuencia las tierras altas. Al caer la noche, permanecieron donde estaban, desganados. En ese momento, Batalix ya había amanecido sobre el mundo; pero la oscuridad y la tiniebla reinaban aún en ese frío valle, y los protognósticos dormían un sueño inquieto.

Era un grupo de diez madis adultos, amontonados en la oscuridad. Tenían con ellos un bebé y tres niños. Había además diecisiete arangos, robustos animales parecidos a cabras, de pelaje grueso, que satisfacían la mayor parte de las humildes necesidades de los nómadas.

La familia madi era institucionalmente promiscua. Las exigencias de la vida eran tales que el acoplamiento se cumplía sin discriminaciones y no se conocía el tabú del incesto. Los cuerpos se apretujaban para conservar el calor, con los animales en torno, en una especie de anillo de defensa contra el frío que calaba hasta los huesos. Sólo el centinela estaba fuera de este círculo, con la cabeza inocentemente hundida en el pelaje de un arango. Los protognósticos no tenían armas. No conocían otra defensa que la fuga.

Habían confiado en la protección de la niebla. Pero la vista penetrante de los phagors los había descubierto. La extremada dificultad del terreno había separado un momento a Yohl-Gharr Wyrrijk del cuerpo principal, al mando de Hrr-Brahl Yprt. Los guerreros estaban casi tan famélicos como los prehumanos a quienes iban a atacar.

Traían palos y lanzas. Los ronquidos y resoplidos de los madis apagaban el ruido de los pasos sobre el lecho de láminas de esquisto. Unos pasos más. El centinela despertó y se incorporó aterrorizado. Lanzó un grito. Los otros compañeros se movieron. Demasiado tarde. Con salvajes alaridos, los phagors atacaron, golpeando sin piedad.

En un instante, todos los protognósticos y el pequeño rebaño murieron. Se convirtieron en proteínas para la cruzada del joven kzahhn. Yohl-Gharr Wyrrijk descendió de la elevación para organizar el reparto.

A través de la niebla, Batalix, como una bola de color rojo oscuro, asomó al desolado valle.

Era el año 362 después de la Pequeña Apoteosis, o el Gran Año 5.634.000 desde la Catástrofe. La cruzada llevaba entonces ocho años de marcha. En cinco años más llegaría a su destino, la ciudad de los Hijos de Freyr. Pero en ese momento, ningún ojo humano alcanzaba a ver algún vínculo entre el destino de Oldorando y lo que ocurría en un valle remoto y estéril.

VII - UNA FRÍA RECEPCIÓN PARA LOS PHAGORS

—Señor o no, tendrá que venir a verme —dijo Shay Tal a Vry, orgullosamente, en la serena media luz. Ninguna de las dos podía dormir.

Pero también el nuevo señor de Embruddock era hombre orgulloso, y no fue.

Su gobierno, como se comprobó, no mejoraba ni empeoraba el anterior. Disputaba con el consejo por una razón y con sus jóvenes tenientes por otra.

El consejo y el señor alcanzaban, a veces, una convivencia pacífica: un asunto en que se entendían sin inconvenientes era el de la molesta academia. No había que permitir que cundiera el descontento. Como ambos poderes necesitaban que las mujeres trabajaran comunalmente, no podían prohibir que se reunieran, y por eso la prohibición resultaba inútil. Pero no la revocaron, y eso ofendió a las mujeres.

Shay Tal y Vry se encontraron en privado con Laintal Ay y con Dathka.

—Vosotros comprendéis lo que estamos tratando de hacer —dijo Shay Tal—. Hay que persuadir a ese hombre obstinado a que cambie de idea. Tenéis con él una intimidad que yo no puedo pretender.

El único resultado de ese encuentro fue que Dathka empezó a mirar amorosamente a la reticente Vry. Y Shay Tal se volvió algo menos altanera.

Laintal Ay regresó tarde de una de sus expediciones solitarias y buscó a Shay Tal. Cubierto de barro, aguardó en cuclillas en el exterior de la casa de las mujeres, hasta que ella salió de la panadería.

Cuando apareció, la seguían sus dos esclavas con bandejas de panes frescos. Vry caminaba dócilmente detrás de las esclavas. Una vez más, el pan de Oldorando estaba recién hecho, y Vry lista para supervisar su distribución; aunque no antes de que Shay Tal tomara uno para Laintal Ay. Se lo dio, sonriendo, al tiempo que se echaba atrás los cabellos rebeldes.

El comió, agradecido, mientras pisaba con fuerza para calentarse los pies.

La temperatura más clemente —como el nuevo señor— parecía una eventual convulsión antes que un firme progreso. Hacía frío de nuevo, y la humedad que perlaba las oscuras pestañas de Shay Tal se convirtió en escarcha. Alrededor se extendía una blanca quietud. El río fluía aún, ancho y oscuro, pero los carámbanos dentaban las costas.

—¿Cómo está mi joven teniente? Ahora te veo poco, Laintal Ay.

Él tragó el último bocado de pan, el primer alimento que probaba en tres días.

—La cacería ha sido difícil. Tuvimos que ir hasta muy lejos. Ahora que ha vuelto el frío, tal vez los ciervos se acerquen más.

Laintal Ay la observaba con atención mientras ella permanecía ante él, ajustándose las pieles. Ese sereno recogimiento tenía una cualidad que llevaba a la gente a admirarla y a la vez a mantenerse lejos de ella. Antes de que Shay Tal hablara, él advirtió que no había aceptado la excusa.

—Pienso mucho en ti, Laintal Ay, así como pensaba en tu madre. Recuerda la sabiduría de tu madre. Recuerda su ejemplo, y no te volverás contra la academia, como algunos de tus amigos.

—Sabes que Aoz Roon te admira —dijo él precipitadamente.

—Sé de qué manera lo demuestra.

Al verlo desconcertado, ella se mostró más amable: lo tomó del brazo, caminó con él y le preguntó dónde había estado. Él le miraba una y otra vez el perfil afilado mientras hablaba de un pueblo en ruinas que había visitado en el desierto. Estaba medio oculto entre las rocas, y las calles abandonadas parecían lechos de torrentes secos, bordeados por casas sin tejados. Todas las partes de madera habían sido arrancadas o se habían podrido. Las escaleras de piedra ascendían hacia pisos desaparecidos hacía mucho, las ventanas se abrían sobre las rocas amontonadas. En los escalones crecían hongos venenosos, la nieve se acumulaba en los hogares, los pájaros anidaban en las alcobas cubiertas de escombros.

—Es parte del desastre —dijo Shay Tal.

—Es lo que hay —respondió él, con inocencia, y habló luego de la pequeña partida de phagors que había encontrado de repente; no militares sino humildes recolectores de hongos, que se habían asustado tanto de él como él de ellos.

—Arriesgas tu vida tan sin motivo…

—Tengo necesidad de… de alejarme.

—Jamás me he alejado de Oldorando. Tengo que hacerlo. Quiero ir lejos, como tú. Estoy prisionera. Pero me digo que todos somos prisioneros.

—No lo veo así, Shay Tal.

—Lo verás. Primero, el destino modela nuestro carácter; después, el carácter modela nuestro destino. Pero basta de esto; eres demasiado joven.

—No soy demasiado joven para ayudarte. Tú sabes por qué tienen miedo de la academia. Puede trastornar la tranquila marcha de la vida. Pero tú dices que el conocimiento ayudará al bienestar general, ¿verdad?

Laintal Ay la miraba entre sonriente y burlón, y ella pensó, mientras le devolvía la mirada: «Sí, comprendo qué siente Oyre por ti». Asintió con una inclinación de cabeza, también sonriendo.

—Entonces has de probar lo que dices. Ella alzó una fina ceja y esperó. Él levantó la mano y abrió los dedos sucios. En la palma había varias espigas de dos clases: en una las semillas parecían ordenarse en delicadas campanillas; la otra tenía la forma de un huso minúsculo.

—Y bien, señora, ¿puede la academia pronunciarse sobre estas espigas, y decir cómo se llaman?

Después de un momento de vacilación, ella respondió:

—Trigo y centeno, ¿no es verdad? —Buscó en su depósito mental de conocimientos populares.— Antes eran cultivadas por los… agricultores.

—Las recogí junto al pueblo en ruinas. Allí crecen, silvestres. Tiene que haber habido campos sembrados antes… Antes de tu catástrofe… Y hay otras plantas raras que trepan entre las ruinas en los lugares protegidos. Se puede hacer buen pan con estos granos. A los ciervos les gustan. Cuando abundan, las hembras comen el trigo y dejan el centeno.

Laintal Ay puso en las manos de Shay Tal las verdes espigas, y ella sintió el roce de las barbas del centeno contra la piel.

—¿Y por qué me las traes?

—Haz mejor pan. Ya lo haces bien. Pues entonces mejóralo. Demuestra a todos que el conocimiento contribuye al bien general. Así se levantará la prohibición de la academia.

—Eres una persona reflexiva —dijo ella—, distinta.

El elogio lo confundió.

—Sí, en el desierto crecen muchas plantas que podrían ser útiles.

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