Read Heliconia - Primavera Online
Authors: Bryan W. Addis
Vry caminó junto a las fuentes termales y el Silbador de Horas. Una brisa del este levantaba el vapor apenas emergía del suelo y lo arrojaba silbando sobre las rocas mojadas. Las pieles de Vry tenían una perla de humedad en el extremo de cada pelo.
Las aguas corrían gorgoteando, turbias, amarillentas, entre las rocas, llevadas por la furia hacia alguna parte. Vry se agachó sobre una roca y hundió la mano en un manantial, distraída. El agua caliente le corrió por los dedos y le exploró la palma.
Vry lamió el líquido. Conocía desde niña ese sabor a azufre. Los niños jugaban allí cerca, llamándose unos a otros, corriendo sin caer sobre la roca resbaladiza, ágiles como arangos.
Los más atrevidos estaban desnudos, a pesar del aire helado e introducían los cuerpos andróginos en las hendiduras entre las rocas. El agua y la espuma les caían en cascada sobre los vientres y hombros.
—Ya viene el Silbador —dijeron a Vry—. Cuidado, señora, o te llevarás un remojón. —Rieron alegremente ante la idea.
Vry se apartó. Pensó que un extraño que estuviese allí reconocería en los niños un sexto sentido, que les permitía predecir exactamente el momento en que soplaría el Silbador de Horas.
En ese instante una sólida columna de agua subió al aire, turbia al principio, y luego brillante y clara. Silbó unas notas ascendentes, siempre las mismas, sostenidas durante un tiempo que no cambiaba nunca. El agua alcanzaba unos cinco metros de altura, antes de volver a caer. El viento inclinó el chorro hacia el oeste, azotando las rocas donde Vry había estado un segundo antes.
El silbido cesó. La columna se hundió nuevamente entre los negros labios de tierra de donde había brotado.
Vry agitó el brazo, despidiéndose de los niños, y continuó por el sendero entre los brassimipos. Vry no ignoraba cómo sabían ellos que el geiser estaba a punto de brotar. Todavía recordaba la excitación de agazaparse desnuda entre las rocas de color pardo, sumergir el cuerpo en el agua fangosa, con los pies en el barro caliente, y las cosquillas de las burbujas que reventaban contra la piel. Cuando la hora se acercaba, un temblor sacudía el suelo. Una se afirmaba contra las rocas y sentía en cada fibra de la carne la energía de los dioses de la tierra, tensos, listos para una triunfante eyaculación de líquidos ardientes.
El sendero que seguía era usado sobre todo por las mujeres y los cerdos. Sus vueltas y revueltas lo diferenciaban de los rectos senderos trazados por los cazadores, pues había sido abierto en gran medida por una voluble criatura: el peludo cerdo negro de Embruddock. Si se caminaba en línea recta se terminaría por llegar al lago Dorzín; pero el sendero concluía mucho antes, en el terreno de los brassimipos. Más allá sólo había una desierta extensión de ciénagas y nieve.
Mientras avanzaba por el sendero, Vry se preguntaba si todas las cosas aspiraban a un nivel superior, y si había una fuerza adversa que intentaba arrastrarlas a uno inferior. Una miraba las estrellas; una terminaba como un corusco, un fessupo. El Silbador de Horas era una encarnación de esas fuerzas contrarias. Las aguas del Silbador retornaban siempre a la tierra. Vry, a su manera leve y discreta, deseaba en espíritu subir al cielo, a la región que estudiaba sin la ayuda de Shay Tal, el lugar de los movimientos sublimes, el enigmático lugar de los soles y las estrellas, donde había tantos caminos secretos como en el cuerpo. Dos hombres se acercaron. Sólo les veía las piernas, los codos y las cabezas mientras caminaban dificultosamente cuesta abajo llevando unas cargas pesadas. Alcanzó a distinguir las delgadas piernas de Sparat Lim. Los hombres cargaban trozos de pinzasacos. Tras ellos iba Dathka, llevando sólo la lanza.
Dathka la saludó con una sonrisa y se apartó en el camino, mirándola con sus ojos negros. Tenía la mano derecha ensangrentada y un fino hilo de sangre corría por el asta de la lanza.
—Hemos matado un pinza —dijo, y eso fue todo.
Como siempre, Vry se sintió a la vez confundida y reconfortada por la parquedad de Dathka. Era agradable que nunca se jactase, como muchos jóvenes cazadores, y no tan agradable que jamás revelase lo que pensaba. Ella trataba de sentir algo por él.
Vry se detuvo. —Parece que era muy grande.
—Te lo mostraré —dijo Dathka, y agregó—: Si me lo permites.
Se volvió por el sendero y ella lo siguió, dudando entre hablar y no hablar. Pero, se dijo, eso era una tontería; comprendía perfectamente que Dathka deseaba comunicarse con ella,
Lanzó la primera idea que le pasó por la cabeza.
—¿Cómo explicas a los seres humanos en el mundo, Dathka?
Sin mirar atrás, él respondió: —Hemos venido de la roca original. —Habló sin el respeto que ella hubiera deseado para tan importante asunto, y la conversación languideció.
Vry lamentaba que no hubiera sacerdotes en Oldorando; podría haber hablado con ellos. Las leyendas y las canciones relataban que en un tiempo había muchos sacerdotes en Embruddock, y que administraban un complicado sistema religioso que unía a Wutra con los seres vivientes de este mundo y con los fessupos del mundo inferior.
Antes de que gobernara Wall Ein Den, en una oscura estación en que el aliento se helaba sobre los labios de la gente, la población se había sublevado y había matado a los sacerdotes. A partir de ese día no hubo más sacrificios, excepto en las festividades. Se dejó de adorar al viejo dios, Akha. Sin duda, todo un cuerpo de conocimientos se había perdido entonces. El templo había sido saqueado. Ahora estaba ocupado por los cerdos. Quizás habían actuado entonces otros enemigos del conocimiento, ya que se había considerado preferibles los cerdos a los sacerdotes.
Ella arriesgó otra pregunta.
—¿Comprendes el mundo? ¿Te gustaría comprenderlo?
—Sí.
Vry tuvo que luchar contra la brevedad de la respuesta. Se preguntó si Dathka comprendía o si pretendía comprender.
Las fuerzas que habían erigido las montañas Quzint habían plegado la tierra en todas direcciones, generando deformaciones subsidiarias, contrafuertes, como raíces de árboles, que se extendían a muchas millas de las montañas mismas. Entre dos de esas extrusiones rocosas crecía una hilera de brassimipos, esenciales, desde siempre, para la economía local. Hoy el terreno de los brassimipos era el escenario de una serena excitación: varias mujeres, agrupadas en torno de las bajas y abiertas copas de los brassimipos para protegerse del frío, miraban la actividad mientras cuidaban los cerdos.
Dathka indicó que allí había muerto el pinzasaco.
La observación parecía innecesaria. El cuerpo se extendía en pilas hasta la desolada colina. Cerca de la cola estaba Aoz Roon, mirando el pinzasaco con el perro amarillo entre los pies. Las gruesas patas del enorme cadáver apuntaban hacia arriba, bordeadas por pelos tiesos y púas negras.
Un grupo de hombres rodeaba el cuerpo, hablando y riendo. Goija Hin cuidaba de los esclavos humanos y phagors, que trabajaban con hachas. Estaban cortando la carne fibrosa para llevarla a la aldea, hundidos hasta las rodillas entre los trozos de pinzasaco, parecidos a tablas de madera. Grandes astillas volaban alrededor mientras desmembraban los restos.
Dos mujeres ancianas recogían en cubos las esponjosas entrañas blancas. Más tarde, serían hervidas para destilar un azúcar ordinario. Con la piel se harían cuerdas y esteras, y la carne serviría de combustible para varias corporaciones.
De las garras excavadoras y espatuladas del pinzasaco se extraía un aceite narcótico llamado rungebel.
Las ancianas intercambiaban observaciones groseras con los hombres, que sonreían en actitudes poco formales. Era bastante raro que los pinzasacos se aventuraran tan cerca de las habitaciones humanas. No costaba mucho matarlos, y cada parte de los cuerpos tenía alguna utilidad para la endeble economía de Oldorando. La víctima de hoy, de treinta metros de largo, beneficiaría a la comunidad durante muchos días.
Los cerdos chillaban junto a los pies de Vry, hozando entre los fibrosos desechos. Las pastoras trabajaban en los gigantescos brassimipos de los que sólo se veían las pesadas y retorcidas hojas fungoides, que rozaban la tierra. Las hojas se movían como orejas de elefante, no a causa de la brisa sino de la corriente de aire cálido que bajaba de la copa.
Había una docena de brassimipos. Los árboles rara vez crecían aislados. En torno de cada árbol, el suelo se elevaba y quebraba, pues las dimensiones de la planta eran allí considerables. El calor que el brassimipo bombeaba hacia el follaje le permitía derretir el suelo helado y continuar creciendo en las condiciones más duras.
Debajo de las hojas correosas crecían los jasildasos. Aprovechaba ese cálido abrigo para mostrar unas tímidas flores, de un color azul pardusco. Mientras Vry se inclinaba a tomar una flor, Dathka regresó y dijo: —Voy dentro del árbol.
Ella interpretó la frase como una invitación, y lo siguió. Un esclavo subía unos cubos de cuero, colmados de raspaduras de la planta, y las echaba a los cerdos. Las raspaduras pulposas alimentaban a los cerdos de Embruddock desde siglos atrás.
—Esto es lo que atrajo al pinzasaco —comentó Vry. Los monstruosos animales apreciaban el brassimipo tanto como los cerdos.
Una escalera conducía al interior del árbol. Mientras descendía detrás de Dathka, miró por un instante a ras del suelo. Como si se ahogara en la tierra, vio las hojas coriáceas meciéndose por encima. Detrás de los cerdos, los hombres vestidos de pieles asomaban entre los restos del gigantesco pinzasaco. Se movían en un terreno alto y nevado y un cielo de pizarra lo cubría todo. Vry bajó al árbol.
El aire tibio le encendió las mejillas y la hizo parpadear. La marchita fragancia era a la vez repugnante y atractiva. El aire venía desde muy abajo: las raíces del brassimipo se hundían profundamente en la tierra. Con el tiempo, se iniciaba en el corazón del árbol un proceso de fermentación, que rezumaba una sustancia endurecedora parecida a la queratina. Un tubo se formaba en el centro del árbol, Y así, como una bomba de calor, el aire atrapado en los niveles inferiores, calentaba las hojas y las ramas subterráneas.
Este entorno favorable servía de refugio a varios tipos de animales, algunos decididamente amenazadores.
Dathka buscó un apoyo para sostener mejor la escalera. Vry descendió y se encontró junto a él en una bulbosa cámara natural. Trabajaban allí tres mujeres de sucio aspecto. Saludaron a Vry, y continuaron arrancando trozos de brassimipo y poniéndolos en cubos.
El brassimipo tenía un sabor parecido al nabo, aunque más amargo. Los seres humanos lo comían sólo en épocas de escasez. Normalmente se empleaba como alimento para los cerdos, y en particular, para las cerdas con cuya leche se elaboraba el rathel, la bebida de invierno de Oldorando. A un lado se abría una estrecha galería. Llevaba a la rama superior del árbol, cuyas hojas emergían a la superficie, en montón, a cierta distancia. Los brassimipos maduros tenían seis ramas. Por lo general, no se aprovechaban las ramas superiores; como estaban más cerca de la superficie, albergaban toda una colección de bichos desagradables.
Dathka señaló el tubo central que se hundía en las tinieblas. Descendió. Luego de un instante de vacilación, Vry lo siguió, y las mujeres interrumpieron el trabajo para mirarla, sonriendo en parte con simpatía y en parte con sorna. Apenas penetró en la galería, la oscuridad se cerró por completo. Más abajo sólo estaba la noche eterna de la tierra. Pensó que ella, como Shay Tal, tenía que descender al mundo de los fessupos en busca de conocimiento, aunque ella misma protestase.
Los anillos de crecimiento del tubo eran protuberantes, y podían utilizarse como escalones. La estrechez del tubo permitía, además, que cualquiera que ascendiese o descendiese pudiera sostenerse apoyando la espalda en la pared posterior.
El aire subía y susurraba en los oídos de Vry. Una cosa como una telaraña, un espíritu viviente, le rozó la mejilla. Vry resistió el impulso de gritar.
Bajaron hasta el nacimiento de la segunda rama. La cámara bulbosa era aún más pequeña que la superior: permanecieron juntos, con las cabezas unidas. Vry podía sentir el olor y el contacto de Dathka. Algo se estremeció en ella.
—¿Ves las luces? —dijo Dathka.
Había tensión en la voz de él. Vry luchó consigo misma, aterrorizada por el deseo que la inundaba. Si ese hombre silencioso le ponía un dedo encima, caería en brazos de él, se arrancaría las pieles, se desnudaría y copularía con él en aquel oscuro lecho subterráneo. Imágenes obscenas y deliciosas le asaltaban la mente.
—Quiero subir —dijo, obligándose a hablar.
—No te asustes. Mira las luces. Aturdida, sin dejar de percibir el olor de Dathka, miró la segunda rama. Había puntos luminosos, como estrellas; galaxias de estrellas rojas aprisionadas en el árbol.
Él se movió hacia adelante, eclipsando las constelaciones con la espalda. Puso una cosa suave en los brazos de ella. Era ligero, estaba cubierto de algo que parecía un pelaje, tan híspido como el de un pinzasaco. Confundida, no consiguió saber qué era aquello.
—¿Qué es?
A modo de respuesta —quizás había sentido el deseo de ella, pero no podía dar una respuesta más clara—, Dathka le acarició el rostro con una torpe ternura.
—Oh, Dathka —suspiró Vry. El temblor se apoderó de ella, y se le extendió desde las entrañas a todo el cuerpo. No podía dominarse.
—Lo llevaremos arriba. No te asustes.
Los cerdos negros se escurrían entre las hojas del brassimipo cuando emergieron a la luz del día. El mundo parecía enceguecedor, el ruido de las hachas intolerable, la fragancia del jasiklaso indebidamente intensa.
Vry se dejó caer y miró con indiferencia el pequeño animal cristalino que tenía en los brazos. Se encontraba en un estado que recordaba el estado de brida de los phagors, enroscado corno una bola, y las cuatro patas replegadas sobre el estómago. Estaba inmóvil y parecía de vidrio. Vry no pudo desenroscarlo. Los ojos de la criatura la miraban sin ver, entre los párpados quietos. En el pelaje gris polvoriento había unas estrías descoloridas.
De algún modo lo odiaba, así como a Dathka, tan insensible a los sentimientos de una mujer que había confundido los temblores del deseo con los temblores del miedo. Sin embargo, se sentía agradecida pensando que la estupidez de él le había ahorrado a ella algún infortunio. Agradecida y resentida.
—Es un vidriado —dijo Dathka, poniéndose de cuclillas a su lado, mirándola de reojo, como perplejo.