Hermana luz, hermana sombra (6 page)

—Una guerrera. Una cazadora. Una guardiana de los bosques. —Finalmente suspiró, feliz de haber terminado con ello.

Por un momento la sacerdotisa no habló. Parecía casi enfadada. Entonces ella y su hermana sombra se inclinaron para abrazarla y susurraron en su oído:

—Bien elegido, guerrera. —No hubo ninguna calidez en sus palabras.

Al bajar los peldaños, Jenna volvió a oír el eco de lo segundo que la sacerdotisa sola había susurrado en su oído. Se preguntó si le habría dicho lo mismo a las demás. En realidad lo dudaba, ya que con voz que temblaba en forma extraña había agregado: “Hija elegida de la propia Alta.”

Las lecciones comenzaron de lleno a la mañana siguiente. No se trataba de que los días pasados en los bosques hubiesen sido momentos de juego, pero la enseñanza formal: preguntas y respuestas, pruebas de memoria y el Juego, sólo podían comenzar después de La Elección.

—Ésta es la flor del dedal —dijo Amalda, la madre de Pynt, arrodillada junto a una insulsa planta verde—. Pronto tendrá flores que se verán como pequeñas campanas moradas.

—¿Por qué no se llama flor campana? —murmuró Jenna, pero Amalda sólo sonrió.

—¡Bonita! —dijo Pynt extendiendo la mano para tocar una hoja.

Amalda se la apartó con una palmada, y al ver que la niña se mostraba ofendida dijo:

—Recuérdalo, niña, “Agua derramada es mejor que una vasija rota.” No toques nada a menos que sepas lo que puede hacerte. Hay cardos y púas que pinchan, ortigas que irritan al menor contacto. Y también hay plantas más sutiles cuyos venenos sólo se revelan después de un buen rato.

Pynt se llevó a la boca su mano dolorida.

Ante una señal de Amalda, ambas niñas se arrodillaron a su lado, Jenna muy cerca y Pynt, todavía ofendida, un poco más lejos. Entonces su propia naturaleza alegre superó el resentimiento y la niña se colocó junto a Jenna.

—Oled éstas primero —dijo Amalda señalando la hoja de la planta.

Ellas se inclinaron y obedecieron. El olor era ligero y penetrante.

—Si os permitiera probar las hojas —dijo la madre de Pynt—, las escupiríais de inmediato. —Se estremeció deliberadamente y las niñas la imitaron. Pynt tenía una amplia sonrisa en el rostro—. Pero si os hincháis de líquidos que no podéis eliminar, o si vuestros corazones laten con tanta fuerza que Kadreen teme por ellos, os preparará un té con las hojas y muy pronto os sentiréis aliviadas. Sólo... —Amalda alzó una mano como advertencia. Las niñas conocían bien esa señal. Significaba que debían guardar silencio y escuchar—. Sólo sed precavidas con esta planta tan bonita. En pequeñas dosis ayuda a quien se encuentra en peligro, pero un preparado demasiado fuerte, hecho con intención malvada, y el que lo beba morirá.

Jenna se estremeció y Pynt asintió con la cabeza.

—Marcad bien este lugar —dijo Amalda—, porque no cosechamos las hojas hasta que la planta ha florecido. Pero Kadreen estará complacida al saber que hemos encontrado una cañada llena con flores de dedal.

Las niñas miraron a su alrededor.

—Jenna, ¿cómo lo has marcado?

Jenna pensó un momento.

—Por el gran árbol blanco con las dos bifurcaciones en el tronco.

—Bien. ¿Pynt?

—Fue en el tercer recodo, A-ma. Y a la derecha. —En su excitación, Pynt había llamado a su madre por el nombre que le daba de pequeña.

Amalda sonrió.

—¡Bien! Ambas tenéis buenos ojos. Pero eso no es todo lo que se necesita en los bosques. Venid. —Se puso de pie y comenzó a recorrer el sendero.

Las niñas la siguieron, brincando cogidas de la mano.

La segunda lección tuvo lugar muy pronto, ya que apenas doblaron el siguiente recodo cuando Amalda alzó la mano. De inmediato las niñas se detuvieron y guardaron silencio. Amalda alzó el mentón y ambas la imitaron. Se tocó la oreja derecha y ellas escucharon atentamente. Al principio no oyeron nada, con excepción del viento entre los árboles. Entonces llegó hasta ellas un crujido fuerte y extraño seguido por un chasquido agudo.

Amalda señaló un árbol caído. Fueron hasta él en silencio y lo observaron.

—¿Qué animal es? —preguntó Amalda finalmente.

Pynt se alzó de hombros.

—¿Una liebre? —intentó Jenna.

—Mirad, niñas. Escuchad. Vuestros oídos son tan importantes como vuestros ojos. ¿Habéis oído ese alboroto chillón? Sonaba como esto. —Alzando la cabeza, emitió un sonido agudo con la lengua contra el paladar.

Las niñas rieron con admiración y entonces Amalda les enseñó a producir el sonido. Ambas lo intentaron y Pynt lo logró primero.

—Ése es el sonido que emite una ardilla —dijo Amalda.

—¡Yo ya lo sabía! —dijo Jenna sorprendida; ahora que oía el nombre, descubrió que en realidad ya lo había sabido.

—¡Yo también! —exclamó Pynt.

—Entonces ahora sabemos que la ardilla nos observa y nos regaña por entrar en sus dominios. —Amalda asintió con la cabeza y miró a su alrededor.

Las niñas hicieron lo mismo.

—En consecuencia, buscamos señales que nos indiquen los lugares favoritos de la ardilla. —Volvió a señalar el árbol caído—. Los tocones suelen gustarle especialmente.

Observaron el tocón con sumo cuidado. Alrededor de la base había una pila de pequeñas piñas y cáscaras de nuez.

—La ardilla come aquí —dijo Amalda—. Ha dejado estas señales para nosotras, pero ella no lo sabe. Ahora ved si podéis hallar sus pequeños escondites, ya que le encanta enterrar cosas.

Las niñas comenzaron a cavar en forma tan silenciosa como les permitían sus escasos siete años de edad, y muy pronto ambas hallaron los pequeños túneles subterráneos. En el de Jenna había una bellota oculta, pero el de Pynt sólo tenía las cortezas de las bellotas. Amalda las felicitó por sus descubrimientos. Después de ello les enseñó los rasguños ligeros en los árboles. Por allí las ardillas subían y bajaban dejando unos pequeños montoncitos de pelo atrapados en el tronco. Con mano experta, Amalda extrajo los pelos y los colocó en su morral de cuero.

—Sada y Lina les encontrarán alguna utilidad con sus tejedoras —les dijo.

Las niñas treparon a varios árboles más y obtuvieron más puñados de pelo. Jenna halló un árbol marcado con rasguños más grandes.

—¿Una ardilla? —preguntó.

Amalda le acarició la cabeza.

—Tienes buenos ojos —le respondió—, pero eso no es ninguna ardilla.

Pynt sacudió la cabeza meciendo sus rizos oscuros.

—Demasiado grandes —dijo con sagacidad—. Demasiado profundos.

Ambas niñas susurraron juntas.

—¿Un zorro?

—¿Un mapache? —agregó Jenna.

Amalda sonrió.

—Un puma —les dijo.

Con eso la lección se dio por terminada, ya que todas conocían el peligro y, aunque Amalda no había visto ninguna huella reciente y dudaba de que el puma anduviese por la zona, le pareció que la cautela era una buena virtud que enseñar a las niñas y las condujo de regreso a casa.

En la mesa del almuerzo, cubierta con hogazas de pan fresco y cuencos de humeante guisado de ardilla, Amalda no pudo evitar alardear con las niñas.

—Contadle a las hermanas lo que habéis aprendido hoy —les dijo.

—Que las flores de dedal pueden ser buenas —dijo Pynt.

—O malas —agregó Jenna.

—Para tu corazón o... —Pynt se detuvo ya que no recordaba más.

—O para tus líquidos —continuó Jenna y se sorprendió ante las risitas que circularon por la mesa.

—Y las ardillas suenan así. —Pynt reprodujo el sonido y fue recompensada con un aplauso. Entonces sonrió encantada, ya que tanto ella como Jenna habían practicado el sonido durante todo el camino de regreso.

Jenna también aplaudió y luego siguió hablando ansiosa por ganarse su cuota de elogios.

—Encontramos la marca de un puma. —Al ver que no había aplausos, agregó—: Fue un puma quien mató a mi primera madre.

Hubo un repentino silencio en la mesa. La sacerdotisa se volvió hacia Amalda desde su lugar en la cabecera.

—¿Quién le ha contado a la niña esta... esta historia?

—Yo no, madre —dijo Amalda rápidamente.

—Ni yo.

—Ni yo.

Alrededor de la mesa todas negaron haber sido las responsables.

La sacerdotisa se puso de pie, con la voz grave de ira y autoridad.

—Esta niña nos pertenece a todas. No existe ninguna primera madre. Tampoco una segunda. ¿Me habéis comprendido? —Aguardó el más completo silencio de las hermanas, lo tomó por una aprobación, giró sobre sus talones y se marchó.

Después de eso nadie habló durante varios minutos, aunque las niñas continuaron comiendo ruidosamente, golpeando las cucharas contra los cuencos.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Donya, asomándose por la puerta de la cocina.

—Significa que con la edad ha comenzado a perder la cordura —murmuró Catrona mientras se secaba el vino de la boca con el reverso de la mano—. Siente calor aun en los días más fríos. Se mira en los espejos y ve el rostro de su madre.

—No puede lograr que una niña escoja el camino de ella —agregó Domina—, después de intentarlo durante tanta primaveras. Tendremos que enviarla a otra Congregación cuando muera.

Jenna era la única niña que no comía. Primero sintió calor en las mejillas y luego frío. Había querido ganarse la atención de las demás al decir lo que había dicho, pero no de esta forma. Frotó su sandalia contra la pata de la silla. El sonido suave, que sólo ella alcanzó a oír, la confortó.

—¡Shhh! —dijo Amalda colocando una mano sobre el brazo se Domina.

—Ella está bien, Domina, Catrona —dijo Kadreen con su estilo directo y serio. Con un movimiento de cabeza señaló el lugar de la mesa donde se hallaban las jardineras. Su intención era advertirles que todo lo que se dijese allí, llegaría pronto a oídos de la sacerdotisa. Las trabajadoras de los campos siempre servían a aquella que bendecía sus cosechas; le pertenecían de forma incuestionable. No era que Kadreen le importase. Nunca tomaba partido en ninguna disputa, sólo acomodaba los huesos y cosía las heridas, pero esto no le impedía dar un consejo de vez en cuando—. Y tú, Catrona, recuerda que cuando los aldeanos dicen: “no existe medicina para curar el odio”, tienen razón. Ya te he advertido sobre esas pasiones. No hace más de un mes te hallabas mal del estómago y tuviste que guardar cama con el flujo hemorrágico. Haz lo que te he dicho y bebe leche de cabra en lugar de licor de uvas, y practica tu respiración latan para calmarte. No quiero volver a verte pronto por la enfermería.

Catrona emitió un bufido por la nariz y volvió a ocuparse de su comida. De forma significativa apartó la sopa y el vino y atacó el pan con deleite, untándolo generosamente con miel del pote.

Jenna suspiró profundamente.

—No pretendía hacer nada malo —dijo en una desgarradora voz infantil—. ¿Qué es lo que he dicho? ¿Por qué todas estáis tan enfadadas?

Amalda le dio un golpecito en la cabeza con sus cubiertos.

—No es tu culpa, niña —le dijo—. Algunas veces las hermanas mayores hablan antes de pensar.

—Habla por ti misma, Amalda —masculló Catrona. Entonces apartó el pan, empujó la silla y se levantó—. Me refería exactamente a lo que dije. Además, la niña tiene derecho a saber...

—No hay nada que saber —intervino Kadreen.

Catrona volvió a bufar y salió.

—¿Saber qué? —preguntó Pynt.

La respuesta que recibió fue un golpecito en la cabeza, más fuerte que el que había recibido Jenna.

Jenna no dijo nada pero se puso de pie. Sin siquiera pedir que la disculpasen, se dirigió hacia la puerta. Una vez allí se volvió.

—Lo sabré. Y si ninguna de vosotras quiere decírmelo, se lo preguntaré a Madre Alta yo misma.

—Esa niña... —dijo Donya más tarde a sus doncellas en la cocina—. Un día abordará a la Diosa Gran Alta en persona, recordad mis palabras.

Pero nadie las recordó, ya que Donya tendía a divagar y a realizar pronunciamientos semejantes todo el tiempo.

Jenna fue directamente hacia las habitaciones de la sacerdotisa, aunque al acercarse pudo sentir que el corazón le golpeaba enloquecido en el pecho. Se preguntó si Kadreen tendría que darle una poción de flores de dedal a causa de ello. Le preocupaba el hecho de que si la dosis era demasiado fuerte le causaría la muerte. Morir justo cuando acababa de escoger su camino. Sería terriblemente triste.

Todas las preguntas y temores aceleraron su paso y, antes de lo que había planeado, llegó a la habitación de la sacerdotisa. La puerta estaba abierta y Madre Alta se hallaba sentada tras un gran telar trabajando en un tapiz de la Congregación, en una de aquellas interminables tareas de la sacerdotisa que a Jenna le habían resultado tan aburridas. Sinp-snap iban sus uñas contra la lanzadera; click-clack iba la lanzadera entre las hebras de un lado al otro. Madre Alta debió de haber visto un movimiento por el rabillo del ojo y alzó la vista.

—Entra Jo-an-enna —dijo.

Ya no había forma de evitarlo. Jenna entró.

—¿Has venido a solicitar mi perdón? —Madre Alta sonrió, pero el gesto no llegó a sus ojos.

—He venido a preguntarte por qué dices que mi madre legítima no fue muerta por un puma cuando todas las demás dicen que sí. —Jenna no pudo evitar jugar nerviosamente con su trenza derecha y con la tirilla de cuero que la ataba—. Dicen que murió tratando de salvarme.

—¿Quiénes lo dicen? —preguntó la sacerdotisa en voz baja y sin inflexión. Su mano derecha se movió sobre la izquierda, haciendo girar y girar su gran anillo de ágata.

Jenna no podía apartar los ojos del anillo.

—¿Quiénes, Jo-an-enna? —volvió a preguntar Madre Alta.

Jenna alzó la vista y trató de sonreír.

—He oído esa historia desde que tengo memoria —respondió—, pero no recuerdo exactamente quién me lo dijo primero. —Contuvo el aliento porque eso no era en realidad una mentira. Podía recordar que Amalda se lo había contado. Y Domina. Incluso Catrona. Y las niñas lo habían repetido. Pero no quería causarles problemas. Especialmente a Amalda, ya que solía pretender que era su madre al igual que la de Pynt. Por las noches, en su almohada, la llamaba secretamente A-ma—. También hay una canción que habla de ello.

—No creas en las canciones —dijo la sacerdotisa. Sus manos habían abandonado el anillo para jugar con la gran cadena de medias lunas metálicas y de adularias que llevaba alrededor del cuello—. Pronto creerás en los delirios de los presbíteros aldeanos y en los retruécanos de los copleros itinerantes.

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