Authors: Marqués de Sade
–Jasmín –dice a su criado–, nos han descubierto... Una joven ha visto nuestros secretos... Acércate, saquemos de ahí a esa buscona, y averigüemos qué hace aquí.
Les ahorré la molestia de sacarme de mi refugio abandonándolo inmediatamente yo misma y, cayendo a sus pies, exclamé, extendiendo los brazos hacia ellos:
–Oh, señores, dignaos a compadeceros de una desdichada cuya suerte es más lamentable de lo que suponéis. Existen pocos reveses capaces de igualar los míos; que la situación en que me habéis encontrado no os despierte ninguna sospecha sobre mí. Es consecuencia de mi miseria, mucho más que de mis errores. Lejos de aumentar los males que me abruman, dignaos a disminuirlos facilitándome los medios de escapar de las calamidades que me persiguen.
El corazón del conde de Bressac (así se llamaba el joven), en cuyas manos caí, con un gran fondo de maldad y de libertinaje en la mente, no estaba dotado precisamente de una gran dosis de conmiseración. Por desgracia es muy común ver cómo el libertinaje ahoga la piedad en el hombre y habitualmente sólo sirve para endurecerlo: sea porque la mayor parte de sus extravíos necesita la apatía del alma, sea porque la violenta sacudida que esta pasión imprime a la masa de los nervios disminuye la fuerza de su acción, la verdad es que un libertino rara vez es un hombre sensible. Pero a esta dureza, natural en la clase de personas cuyo carácter esbozo, se unía además en el señor de Bressac una repugnancia tan inveterada por nuestro sexo, un odio tan fuerte por todo lo que lo caracterizaba, que era muy difícil que yo consiguiera introducir en su alma los sentimientos con los que quería conmoverla.
–Tórtola del bosque –me dijo el conde con dureza–, si buscas víctimas, has elegido mal: ni mi amigo ni yo sacrificamos jamás en el templo impuro de tu sexo. Si es limosna lo que pides, busca personas que amen las buenas obras, nosotros jamás las hacemos de ese tipo... Pero habla, miserable, ¿has visto lo que ha ocurrido entre el señor y yo?
–Os he visto charlar sobre la hierba –contesté–, nada más, señor, os lo aseguro.
–Por tu bien, quiero creerlo –dijo el joven conde–. Si imaginara que podías haber visto otra cosa, jamás saldrías de este matorral... Jasmín, es pronto, tenemos tiempo de escuchar las aventuras de esta joven, y después veremos lo que hay que hacer.
Se sientan, me ordenan que me coloque cerca de ellos, y ahí les relato con ingenuidad todas las desdichas que me abruman desde que estoy en el mundo.
–Vamos, Jasmín –dice el señor de Bressac levantándose cuando hube terminado–, seamos justos por una vez. Si la equitativa Temis ha condenado a esta criatura, no toleremos que los deseos de la diosa se vean tan cruelmente frustrados. Hagamos sufrir a la delincuente la condena de muerte en que había incurrido. Este homicidio, muy lejos de ser un crimen, será una reparación del orden moral. Ya que a veces tenemos la desgracia de alterarlo, restablezcámoslo valerosamente por lo menos cuando se presenta la ocasión...
Y los crueles, arrebatándome de mi sitio, me arrastran hacia el bosque, riéndose de mis lloros y de mis gritos.
–Atémosla por los cuatro miembros a cuatro árboles que formen un extenso cuadrado –dice Bressac, desnudándome.
Luego, con sus corbatas, sus pañuelos y sus ligas, confeccionan unas cuerdas con las que me atan al instante como han previsto, esto es en la más cruel y más dolorosa actitud que quepa imaginar. Imposible explicar lo que sufrí; me parecía que me arrancaban los miembros, y que mi estómago, que estaba en el aire, dirigido por su peso hacia el suelo, tuviera que entreabrirse a cada instante. El sudor caía de mi frente, yo sólo existía por la violencia de mi dolor; si éste hubiera dejado de comprimirme los nervios, me habría invadido una angustia mortal. Los desalmados se divirtieron con esta posición, me contemplaban y aplaudían.
–Ya basta –dijo finalmente Bressac–, permito que por una vez le baste con el miedo. Thérèse –prosiguió mientras me desataba y ordenaba que me vistiera–, sé discreta y síguenos: si quieres unirte a mí, no tendrás ocasión de arrepentirte. Mi tía necesita una segunda doncella, voy a creerme tu relato y presentarte a ella. Le responderé de tu conducta, pero si abusas de mis bondades, si traicionas mi confianza, o no te sometes a mis propósitos, mira estos cuatro árboles, Thérèse, fíjate en el terreno que limitan, y que debía servirte de sepulcro. Recuerda que este funesto lugar sólo está a una legua del castillo donde te llevo y que, a la más ligera falta, volverás aquí al instante.
Olvido de inmediato mis desgracias, me arrojo a las rodillas del conde, le prometo, entre lágrimas, un buen comportamiento, pero, tan insensible a mi alegría como a mi dolor, Bressac añade:
–Vámonos, tu comportamiento hablará por ti, sólo de él dependerá tu suerte.
Nos vamos. Jasmín y su amo hablan en voz baja, yo los sigo humildemente sin decir palabra. En algo menos de una hora llegamos al castillo de la señora marquesa de Bressac, cuya magnificencia y multitud de lacayos me hacen suponer que cualquier puesto que tenga en esta casa será, sin duda, más ventajoso para mí que el de gobernanta del señor Du Harpin. Me hacen esperar en una antecocina, donde Jasmín me ofrece amablemente cuanto puede reconfortarme. El joven conde entra en los aposentos de su tía, la avisa, y él mismo viene a buscarme media hora después para presentarme a la marquesa.
La señora de Bressac era una mujer de cuarenta y seis años, todavía muy hermosa, y que me pareció honesta y sensible, aunque introdujera una cierta severidad en sus normas y en su conversación. Viuda desde hacía dos años del tío del joven conde, que se había casado con ella sin mayor fortuna que el bello apellido que le daba, de ella dependían todos los bienes que podía esperar el señor de Bressac, pues lo que había recibido de su padre apenas servía para pagar sus placeres. La señora de Bressac le pasaba una pensión considerable, pero aun así insuficiente: nada hay tan caro como las voluptuosidades del conde; es posible que se paguen menos que las otras, pero se multiplican mucho más. En aquella casa había cincuenta mil escudos de renta, y todos debían ser para el señor de Bressac. Jamás habían podido convencerle a hacer algo; todo lo que le apartaba de su libertinaje le resultaba tan insoportable que no podía aceptar la sujeción. La marquesa habitaba aquella propiedad tres meses al año, y pasaba el resto del tiempo en París; y los tres meses que exigía que su sobrino estuviera con ella eran una especie de suplicio para un hombre que aborrecía a su tía y que consideraba como perdidos todos los momentos que pasaba alejado de una ciudad que significaba para él el centro de sus placeres.
El joven conde me ordenó que contara a la marquesa las cosas que yo le había relatado, y una vez hube terminado la señora de Bressac me dijo:
–Tu candor y tu ingenuidad no me permiten dudar de que dices la verdad. No pediré más informaciones sobre ti que la de saber si eres realmente la hija del hombre que me indicas. Si es así, yo he conocido a tu padre, y será para mí una razón de más para interesarme por tu persona. En cuanto al caso de Du Harpin, me encargo de resolverlo en dos visitas a casa del canciller, amigo mío desde hace siglos. Es el hombre más íntegro que existe en el mundo; basta con demostrarle tu inocencia para anular todo lo que se ha hecho en tu contra. Pero piénsatelo bien, Thérèse. Todo lo que te prometo en este momento sólo es a cambio de una conducta intachable; de modo que los efectos del agradecimiento que exijo se volverán siempre en tu favor.
Me arrojé a los pies de la marquesa, le aseguré que quedaría satisfecha de mí; me hizo levantar con bondad y me confió inmediatamente el puesto de segunda camarera a su servicio.
Al cabo de tres días, llegaron las informaciones pedidas a París por la señora de Bressac; eran tal como yo podía desear. La marquesa me elogió por no haberla engañado, y todas las sombras de desgracias se desvanecieron finalmente de mi espíritu para ser sustituidas únicamente por la esperanza de los más dulces consuelos que cabía esperar. Sin embargo, no estaba escrito en el cielo que la pobre Thérèse tuviera que ser feliz alguna vez, y si unos pocos momentos de paz nacían fortuitamente para ella era sólo para hacerle más amargos los de horror que debían seguirlos.
Apenas llegamos a París la señora de Bressac se apresuró a intervenir en mi favor. El primer presidente quiso verme y escuchó con interés el relato de mis infortunios; las calumnias de Du Harpin fueron reconocidas aunque en vano quisieron castigarlo: Du Harpin, que había organizado un negocio de billetes falsos con el que arruinaba a tres o cuatro familias, y ganaba él cerca de dos millones, acababa de irse a Inglaterra. Respecto al incendio de las prisiones de París, se convencieron de que, si bien yo me había aprovechado de este acontecimiento, no había participado para nada en él, y mi caso fue sobreseído, sin que los magistrados que se ocupaban de él creyeran tener que emplear más formalidades, según me explicaron. No supe nada más y me contenté con lo que me dijeron: no tardaréis en comprobar hasta qué punto me equivoqué.
Es fácil imaginar cómo semejantes favores me obligaban a la señora de Bressac. Aunque no hubiera tenido conmigo, además, todo tipo de bondades, ¿cómo no iban a unirme semejantes acciones para siempre a una tan preciosa protectora? Muy lejos, sin embargo, de la intención del conde encadenarme tan íntimamente a su tía... Pero ha llegado el momento de describiros a ese monstruo.
El señor de Bressac unía a los encantos de la juventud el más seductor de los rostros; si su talle o sus facciones tenían algunos defectos, era porque se parecían en exceso al desenfado y la blandura propia de las mujeres. Parecía que prestándole los atributos de aquel sexo, la naturaleza le hubiera inspirado también sus gustos... ¡Qué alma, sin embargo, rodeaba estos atractivos femeninos! Aparecían en ella todos los vicios que caracterizan la de los desalmados: jamás nadie llevó tan lejos la maldad, la venganza, la crueldad, el ateísmo, el desenfreno, el menosprecio de todos los deberes, y principalmente de aquellos con los que la naturaleza parece deleitarnos. Además de todas sus culpas, el señor de Bressac contaba fundamentalmente con la de detestar a su tía. La marquesa hacía cuanto podía por encaminar a su sobrino por los senderos de la virtud: puede que utilizara para ello un rigor excesivo. Resultaba de ahí que el conde, más excitado por los efectos mismos
de esta severidad, se entregaba a sus gustos aún con mayor ímpetu, y la pobre marquesa sólo obtenía de sus insistencias un odio más encarnizado.
–No te creas –me decía muy frecuentemente el conde– que por su natural mi tía interviene en todo lo que te concierne, Thérèse. Si yo no la acuciara en todo momento, ella apenas se acordaría de las atenciones que te ha prometido. Presume ante ti de todos sus pasos, mientras que en realidad son obra mía. Sí, Thérèse, sí, sólo a mí debes agradecimiento, y el que exijo de ti debe parecerte tanto más desinteresado cuando, por muy bella que seas, sabes muy bien que no son tus favores lo que pretendo. No, Thérèse, los servicios que espero de ti son muy diferentes, y cuando estés totalmente convencida de lo que he hecho para tu tranquilidad, confío en que encontraré en tu alma lo que tengo derecho a esperar.
Estos discursos me parecían tan oscuros que no sabía qué respuesta darles. La daba, sin embargo, por si acaso, y tal vez con excesiva facilidad. ¿Tengo que confesároslo? ¡Ay de mí, sí! Disimularos mis culpas sería engañar vuestra confianza y responder mal al interés que mis desdichas os han inspirado. Sabed pues, señora, la única falta voluntaria que puedo reprocharme... ¿Digo una falta? Una locura, una extravagancia... como no hubo jamás otra, pero por lo menos no es un crimen, es un simple error, que sólo me ha castigado a mí, y del que parece que la mano justiciera del cielo se ha servido para sumirme en el abismo que se abrió poco después bajo mis pasos. Cualesquiera que fueren los indignos comportamientos que el conde de Bressac tuvo conmigo el primer día que lo conocí, me había sido imposible verlo, sin embargo, sin sentirme atraída hacia él por un invencible sentimiento de ternura que nada había podido vencer. Pese a todas las reflexiones sobre su crueldad, sobre su alejamiento de las mujeres, sobre la depravación de sus gustos, sobre las distancias morales que nos separaban, nada del mundo conseguía apagar esta pasión naciente, y si el conde me hubiera pedido mi vida, se la habría sacrificado mil veces. Estaba lejos de sospechar mis sentimientos... Estaba lejos, el ingrato, de descubrir la causa de las lágrimas que derramaba todos los días; pero le resultaba imposible, no obstante, ignorar el deseo que sentía de ir al encuentro de cualquier cosa que pudiera gustarle. Era imposible que no entreviera mis deferencias; demasiado ciegas, sin duda, llegaban al punto de servir a sus errores, en la medida que podía permitírmelo la decencia, y de disimularlos siempre ante su tía. En cierta manera, esta conducta me había granjeado su confianza, y todo lo que venía de él me era tan precioso y estaba tan ciega respecto a lo poco que me ofrecía su corazón que a veces tuve la debilidad de creer que yo no le era indiferente. ¡Pero el exceso de sus desórdenes no tardaba en desengañarme! Eran tales que llegaban a alterar su salud. A veces me tomaba la libertad de comentarle los inconvenientes de su conducta; él me escuchaba sin molestarse y acababa por decirme que nadie se corregía de su vicio predilecto.
–¡Ah, Thérèse! –exclamó un día, entusiasmado–, ¡si conocieras los encantos de esta fantasía, y pudieras entender la dulce ilusión de ser únicamente una mujer! ¡Increíble extravío de la mente! ¡Aborrecer ese sexo y querer imitarlo! ¡Ah, qué dulce es conseguirlo, Thérèse! ¡Qué delicioso ser la puta de todos los que te desean y llevando a ese punto, al último extremo, el delirio y la prostitución, ser sucesivamente en el mismo día la querida de un mozo de cuerda, de un marqués, de un lacayo, de un fraile, ser sucesivamente por ellos amado, acariciado, deseado, amenazado, golpeado, a veces victorioso en sus brazos, y, otras, víctima a sus pies, enterneciéndolos con caricias, reanimándolos con excesos...! ¡Oh, no, no! Tú no entiendes, Thérèse, lo que significa este placer para una cabeza organizada como la mía... Pero, dejando a un lado la moral, ¡si te imaginaras las sensaciones físicas de ese divino gusto! Es imposible resistirlo... Es un cosquilleo tan vivo, unas titilaciones voluptuosas tan excitantes... pierdes la cabeza... te vuelves loco... Mil besos a cual más tierno no exaltan con suficiente ardor la ebriedad en que nos sumerge un compañero... Estrechado por sus brazos, con las bocas pegadas, nos gustaría que toda nuestra existencia pudiera incorporarse a la suya; nos gustaría formar con él un único ser; si nos atrevemos a quejarnos, es de ser olvidados; nos gustaría que, más robusto que Hércules, nos ensanchara, nos penetrara; que esta preciosa simiente, arrojada ardiendo en el fondo de nuestras entrañas, consiguiera, con su calor y su fuerza, hacer brotar la nuestra en sus manos... No te imagines, Thérèse, que estamos hechos como los demás hombres: se trata de una construcción totalmente diferente, y el cielo al crearnos adornó los altares en donde nuestros enamorados sacrifican con la membrana cosquillosa que tapiza en vosotros el templo de Venus. Somos, sin duda, tan mujeres como vosotras lo sois en el santuario de la generación; y no dejamos de sentir ni uno de vuestros placeres, no hay ni uno del que no sepamos disfrutar; pero tenemos, además, los propios, y esta reunión voluptuosa es lo que nos convierte en los hombres de la Tierra más sensibles a la voluptuosidad, los mejor creados para sentirla. Esta hechicera reunión es la que hace imposible la rectificación de nuestros gustos, lo que nos convertiría en unos entusiastas y en unos frenéticos si se cometiera la estupidez de castigarnos... ¡lo que nos hace adorar, hasta la tumba finalmente, al dios encantador que nos encadena!