Authors: Marqués de Sade
–¡Oh, señora! –dije a la Dubois, pidiéndole permiso para responder a sus execrables sofismas–, ¿no os dais cuenta de que vuestra condena está escrita en lo que se os acaba de escapar? Sólo a un ser tan poderoso como para no tener que temer nada de los demás podrían convenir semejantes principios, pero nosotros, señores, perpetuamente en el temor y la humillación, nosotros, proscritos de todas las gentes honradas, condenados por todas las leyes, ¿debemos admitir estos sistemas que sólo pueden afilar contra nosotros la espada que cuelga sobre nuestras cabezas? Si no nos encontráramos en esta triste posición, si estuviéramos en el centro de la sociedad... si nos halláramos, en fin, donde deberíamos hallarnos, sin nuestra mala conducta y sin nuestras desdichas, ¿no creéis que tales máximas podrían resultarnos más convenientes? ¿Cómo queréis que no perezca aquel que, por un ciego egoísmo, pretende luchar a solas contra los intereses de los demás? ¿Acaso la sociedad no está autorizada a no soportar jamás en su seno al que se manifiesta en contra de ella? Y el individuo que se aísla, ¿puede luchar contra todos?, ¿puede vanagloriarse de vivir feliz y tranquilo si, por no aceptar el pacto social, no consiente en ceder una pequeña parte de su felicidad para garantizar la restante? La sociedad sólo se sostiene mediante intercambios perpetuos de favores, que son los vínculos que la cimentan; aquel que, en lugar de esos favores, sólo ofrezca crímenes, deberá ser temido a partir de entonces, y será necesariamente atacado, si es el más fuerte, y sacrificado por el primero al que ofenda, si es el más débil; pero destruido en cualquier caso por la poderosa razón que obliga al hombre a asegurar su reposo y a dañar a los que quieren turbarlo. Esta es la razón que hace casi imposible la duración de las asociaciones criminales: al oponer únicamente unas puntas aceradas a los intereses de los demás, todos deben reunirse sin demora para mellar su aguijón. Incluso entre nosotros, señora, me atrevo a añadir, ¿cómo os vanagloriaréis de mantener la concordia cuando aconsejáis a cada uno que atienda únicamente sus propios intereses? ¿Podréis a partir de entonces objetar algo justo a aquel de nosotros que quiera apuñalar a los demás, y que lo haga, para hacerse sólo él con la parte de sus compañeros? ¡Ay! ¡Qué mejor elogio de la virtud que la prueba de su necesidad, incluso en una sociedad criminal... que la certidumbre de que esa sociedad no se sostendría ni un momento sin la virtud!
–Eso que argumentas, Thérèse, sí que son sofismas terció «Corazón-de-Hierro»–, y no lo que había dicho la Dubois. No es en absoluto la virtud lo que sostiene nuestras asociaciones criminales: es el interés, el egoísmo. Así que es totalmente falso ese elogio de la virtud que has deducido de una hipótesis quimérica. En absoluto es por virtud por lo que, creyéndome, como supongo, el más fuerte de la banda, no apuñalo a mis camaradas para arrebatarles su parte; es, más bien, porque, encontrándome solo, me privaría de los medios que espero de su ayuda para asegurarme la fortuna. Este motivo es, igualmente, el único que retiene su brazo en contra de mí. Ahora bien, como ves, Thérèse, este motivo sólo es egoísta y no tiene la más ligera apariencia de virtud. Dices que quien quiere luchar a solas contra los intereses de la sociedad tiene que dar por supuesto que perecerá. ¿No perecerá con mucha mayor seguridad si sólo tiene para existir su miseria y el abandono de los demás? Lo que llamamos interés de la sociedad no es otra cosa que la suma de los intereses particulares reunidos, pero sólo cediendo este interés particular se puede coincidir y colaborar con los intereses generales. Ahora bien, ¿qué quieres que ceda el que no tiene nada? Si lo hace, no me negaras que su error ha sido mucho mayor al dar infinitamente más de lo que recibe, y en tal caso la desigualdad de la transacción debe impedir que la cumpla. Atrapado en esta situación, lo mejor que puede hacer ese hombre ¿no es alejarse de esta sociedad injusta para conceder los derechos a una sociedad diferente que, situada en la misma posición que él, tenga interés en combatir, con la reunión de sus pequeños poderes, el poder más amplio que quería obligar al desdichado a ceder lo poco que tenía para no recibir nada de los demás? Pero de ahí nacerá, me dirás, un estado de guerra perpetuo. ¡De acuerdo! ¿Acaso no es el de la naturaleza? ¿El único que nos conviene realmente? Todos los hombres nacieron aislados, envidiosos, crueles y déspotas, deseosos de tenerlo todo y no ceder nada, y luchando incesantemente por mantener tanto su ambición como sus derechos. Llegó el legislador y dijo: «Dejad de enfrentaros así; al ceder un poco de uno y otro lado, renacerá la tranquilidad». Yo no censuro en absoluto la existencia de este pacto, pero sostengo que hay dos tipos de individuos que jamás debieron someterse a él: aquellos que, sintiéndose más fuertes, no tenían necesidad de ceder nada para ser felices, y aquellos que, siendo los más débiles, tenían que ceder infinitamente más de lo que se les otorgaba. Y el caso es que la sociedad sólo está compuesta de seres débiles y de seres fuertes. Ahora bien, si el pacto tuvo que disgustar a los fuertes y a los débiles, estaba claro que no convenía a la sociedad, y el estado de guerra, que existía antes, debía resultar infinitamente preferible, ya que dejaba a cada cual el libre ejercicio de sus fuerzas y de su ingenio, de los que se veían privados por el pacto injusto de una sociedad, que siempre quitaba demasiado a uno y jamás concedía suficiente a otro. Así que el ser realmente sensato es aquel que, con el riesgo de reanudar el estado de guerra que reinaba antes del pacto, se revuelve irrevocablemente contra él, lo viola cuanto puede, convencido de que lo que obtendrá de estas lesiones siempre será superior a lo que podrá perder, si es el más débil, pues también lo era respetando el pacto: puede convertirse en el más fuerte violándolo y, si las leyes lo devuelven a la clase de la que ha querido escapar, el mal menor es perder la vida, que representa una desdicha infinitamente menor que la de vivir en el oprobio y la miseria. Esas son, pues, las dos alternativas para nosotros: o el crimen que nos hace felices, o el cadalso que nos impide ser desgraciados. Pregunto si cabe titubear, hermosa Thérèse. ¿Descubrirá tu inteligencia un razonamiento capaz de rebatir éste?
–¡Oh, señor! –contesté con la vehemencia que da tener la razón–, hay mil, pero, por otra parte, ¿debe ser esta vida el único objetivo del hombre? ¿Es algo más que un pasaje del que cada uno de los peldaños que recorre debe, si es razonable, conducirle a la felicidad eterna, premio garantizado de la virtud? Supongo con vos (lo que, sin embargo, es raro y choca con todas las luces de la razón, pero no importa), os concedo por un instante que el crimen pueda hacer feliz en este mundo al malvado que se abandona a él: ¿imagináis que la justicia de Dios no espera a este hombre deshonesto en el otro mundo para vengar lo que ha hecho en éste?... Ay, no creáis lo contrario, señor, no lo creáis –añadí sollozando–, es el único consuelo del infortunado, no se lo arrebatéis; cuando los hombres nos abandonan, ¿quién nos vengará si no es Dios?
–¿Quién? Nadie, Thérèse, nadie en absoluto. No es de ningún modo necesario que el infortunio sea vengado. Tú te ufanas de ello porque lo deseas, esta idea te consuela, pero no por ello es menos falsa. Más aún, es esencial que el infortunado sufra; su humillación y sus dolores figuran entre las leyes de la naturaleza, y su existencia es útil al plan general, tanto como la de la prosperidad de quien lo aplasta. Esta es la verdad, que debe sofocar el remordimiento tanto en el alma del tirano como en la del malhechor. Que no se coarte, que se entregue ciegamente a cuantas maldades se le ocurran: la voz de la naturaleza sólo le sugiere esta idea, el único modo posible con que ella nos convierte en agentes de sus leyes. Cuando sus inspiraciones secretas nos predisponen al mal, es porque el mal le es necesario, lo quiere, lo exige, porque no siendo la suma de crímenes completa ni suficiente para las leyes del equilibrio, las únicas que la gobiernan, exige un mayor número de éstos para el complemento de la balanza. Por consiguiente, que no se asuste ni se detenga aquel cuya alma se sienta inclinada al mal; que lo cometa sin temor, en el momento en que ha sentido su impulso: sólo resistiéndosele ofendería a la naturaleza. Pero abandonemos por un instante la moral, ya que prefieres la teología. Debes saber pues, joven inocente, que la religión en la que te amparas, no siendo más que la relación del hombre con Dios, culto que la criatura creyó deber rendir a su creador, quedó aniquilada en cuanto la propia existencia de tal creador fue demostrada como quimérica. Los primeros hombres, asustados por unos fenómenos que los impresionaron, tuvieron que creer necesariamente que un ser sublime y desconocido por ellos había dirigido su marcha y su influencia. Es propio de la debilidad suponer o temer la fuerza. La mente del hombre, todavía demasiado infantil para buscar y para encontrar en el seno de la naturaleza las leyes del movimiento, único resorte de todo el mecanismo que le asombraba, creyó más simple suponer un motor a esta naturaleza que verla motora de sí misma, y sin pensar que le costaría un esfuerzo mucho mayor edificar y definir este amo gigantesco que buscar en el estudio de la naturaleza la causa de lo que le sorprendía, admitió el ser soberano y le dedicó sus cultos. A partir de ese momento, cada nación los compuso análogos a sus costumbres, a sus conocimientos y a su clima. No tardaron en haber en la Tierra tantas religiones como pueblos, tantos dioses como familias. Sin embargo, debajo de todos esos ídolos era fácil reconocer al fantasma absurdo, fruto primero de la ceguera humana. Lo vestían de diferente manera, pero siempre era lo mismo. Ahora bien, dime, Thérèse: porque unos imbéciles construyan disparates sobre la erección de una indigna quimera y sobre la manera de servirla, ¿hay que deducir que el hombre sensato deba renunciar a la dicha segura y presente de su vida? ¿Debe, como el perro de Esopo, abandonar el hueso a cambio de su sombra, y renunciar a sus placeres reales a cambio de unas ilusiones? No, Thérèse, no, Dios no existe: la naturaleza se basta a sí misma. No tiene ninguna necesidad de autor. Este supuesto autor no es más que una descomposición de sus propias fuerzas, más que lo que en la escuela llamamos una petición de principios. Un Dios supone una creación, o sea un instante en el que no hubo nada, o bien un instante en el que todo estuvo en el caos. Si uno u otro de esos estados era un mal, ¿por qué tu Dios lo dejaba subsistir? Si era un bien, ¿por qué lo cambia? Ahora bien, si es inútil, ¿puede ser poderoso? Y si no es poderoso, ¿puede ser Dios? Si la naturaleza se mueve a sí misma, ¿de qué sirve el motor? Y si el motor actúa sobre la materia moviéndola, ¿cómo no es materia él mismo? ¿Puedes concebir el efecto del espíritu sobre la materia, y la materia recibiendo el movimiento de un espíritu que carece en sí mismo de movimiento? Examina por un instante, con frialdad, todas las cualidades ridículas y contradictorias con que los fabricantes de esta execrable quimera se han visto obligados a revestirla, y comprobaras que se destruyen y anulan mutuamente; admitirás que este fantasma deificado, nacido del temor de unos y de la ignorancia de todos, no es más que una simpleza escandalosa, que no merece de nosotros ni un instante de fe ni un minuto de examen; una miserable extravagancia que repugna a la mente, que escandaliza el corazón, y que sólo emergió de las tinieblas para volver a hundirse en ellas para siempre jamás.
»Así pues, no te inquietes, Thérèse, con la esperanza o el temor de un mundo futuro, fruto de estas primeras mentiras, y deja sobre todo de considerarlos como frenos para nosotros. Débiles porciones de una materia vil y bruta, cuando muramos, es decir, en la reunión de los elementos que nos componen con los elementos de la masa general, aniquilados para siempre cualquiera que haya sido nuestro comportamiento, pasaremos durante un instante por el crisol de la naturaleza para resurgir bajo otras formas, y eso sin que haya más prerrogativas para el que ha incensado de manera insensata la virtud como para el que se ha entregado a los más vergonzosos excesos, porque no hay nada que ofenda a la naturaleza, y todos los hombres igualmente salidos de su seno, que han actuado durante su vida a partir de sus impulsos, encontrarán después de su existencia el mismo final y la misma suerte.
Me disponía a seguir contestando a estas espantosas blasfemias cuando el rumor de un jinete se hizo oír cerca de nosotros. «¡A las armas!», exclamó «Corazón-de-Hierro», más deseoso de poner en práctica sus sistemas que de consolidar sus fundamentos. Vuelan... y al cabo de un instante traen a un infortunado viajero al bosquecillo donde se hallaba nuestro campamento.
Interrogado acerca del motivo que le llevaba a viajar solo y tan de madrugada por un camino aislado, y acerca de su edad y profesión, el caballero respondió que se llamaba Saint-Florent, uno de los primeros negociantes de Lyon, que tenía treinta y seis años, y regresaba de Flandes por unos asuntos relacionados con su comercio; llevaba poco dinero encima pero sí muchos pagarés. Añadió que su lacayo le había abandonado la víspera, y que, para evitar el calor, viajaba de noche con la intención de llegar aquel mismo día a París, donde tomaría un nuevo criado y concluiría una parte de sus negocios; si, además, seguía un camino solitario, continuó, era porque, según creía, se había dormido sobre su caballo y se había extraviado. Y dicho eso, pide la vida, ofreciendo a cambio todo lo que poseía. Examinaron su cartera y contaron su dinero: la presa no podía ser mejor. Saint-Florent llevaba cerca de medio millón pagable a su presentación en la capital, unas cuantas joyas y alrededor de cien luises.
–Amigo –le dijo «Corazón-de-Hierro», acercándole la punta de la pistola a las narices–, comprenderéis que después de un robo semejante no podemos dejaros en vida.
–¡Oh, señor! –exclamé arrojándome a los pies de aquel malvado–, os lo imploro, no me hagáis presenciar, el día de mi incorporación a la banda, el horrible espectáculo de la muerte de este desdichado. Dejadle con vida, no me neguéis el primer favor que os pido.
Y, recurriendo inmediatamente a una astucia bastante singular, a fin de legitimar el interés que parecía sentir por aquel hombre, añadí calurosamente:
–El apellido que acaba de pronunciar el caballero me lleva a creer que es un deudo bastante próximo. No os asombréis, señor –añadí dirigiéndome al viajero–, de encontrar una pariente en esta situación. Ya os lo explicaré más adelante. Por esta razón –seguí implorando de nuevo a nuestro jefe–, por esta razón, señor, concededme la vida de este miserable. Agradeceré este favor con la entrega más absoluta a todo lo que pueda servir vuestros intereses.