Justine (10 page)

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Authors: Marqués de Sade

Así se expresaba el conde, preconizando sus desmanes. Yo intentaba hablarle del ser al que se lo debía todo, y de los pesares que semejantes extravíos provocaban en su respetable tía, pero sólo descubría en él despecho y malhumor, y sobre todo impaciencia por ver tanto tiempo, en tales manos, unas riquezas que, según decía, debían pertenecerle. Sólo veía en él el odio más inveterado contra una mujer tan honesta, la rebelión más clara contra todos los sentimientos de la naturaleza. ¡Será cierto, pues, que cuando se ha llegado a transgredir tan formalmente en los propios gustos el sagrado instinto de esta ley, la consecuencia necesaria de este primer crimen en una espantosa inclinación a cometer después todos los demás?

A veces me servía de los medios de la religión; casi siempre consolada por ella, intentaba hacer llegar sus dulzuras al alma de aquel perverso, prácticamente segura de atraerle con sus lazos si conseguía hacerle compartir sus atractivos. Pero el conde no me dejó emplear largo tiempo esas armas. Enemigo declarado de nuestros más santos misterios, crítico obstinado de la pureza de nuestros dogmas, antagonista indignado de la existencia de un Ser Supremo, el señor de Bressac, en lugar de dejarse convertir por mí, intentó más bien corromperme.

–Todas las religiones parten de un principio falso, Thérèse –me decía–. Todas suponen como necesario el culto de un Ser creador, pero este creador no existió jamás. Recuerda en eso los sensatos preceptos de aquel «Corazón-de-Hierro» que, según me contaste, había trabajado como yo tu mente. Nada más justo que los principios de ese hombre, y el envilecimiento en que se comete la tontería de mantenerle no le quita el derecho de razonar bien.

»Si todo lo que produce la naturaleza es el resultado de las leyes que la dominan; si su acción y su reacción perpetuas suponen el movimiento necesario para su existencia, ¿en qué queda el soberano dueño que le atribuyen gratuitamente los necios? Eso es lo que te decía tu sabio maestro, querida muchacha. Así pues, ¿qué son las religiones, a partir de ahí, sino el freno con que la tiranía del más fuerte quiso someter al más débil? Imbuido de este designio, se atrevió a decir al que pretendía dominar que un Dios forjaba los grilletes con que la crueldad lo rodeaba; y éste, embrutecido por su miseria, creyó indistintamente todo lo que el otro quiso. ¿Pueden las religiones, nacidas de estas artimañas, merecer algún respeto? ¿Existe una sola, Thérèse, que no lleve el emblema de la impostura y de la estupidez? ¿Qué veo en todas? Unos misterios que hacen estremecer la razón, unos dogmas que insultan la naturaleza, y unas ceremonias grotescas que sólo inspiran mofa y repugnancia. Pero si, entre todas ellas, hay una que merezca más especialmente nuestro desprecio y nuestro odio, Thérèse, ¿no es esta ley bárbara del cristianismo en la que los dos hemos nacido? ¿Existe otra más odiosa?... ¿Alguna que asquee más el corazón y el entendimiento?

»¿Cómo unos hombres razonables pueden seguir creyendo en las palabras oscuras, en los supuestos milagros del vil inventor de este culto espantoso? ¿Existió alguna vez un farsante que mereciera más indignación pública? ¡Quién es ese judío leproso que, nacido de una puta y de un soldado, en el más miserable rincón del universo, se atreve a presentarse como la voz de aquel que, según se dice, ha creado el mundo! Estarás de acuerdo conmigo, Thérése, en que para unas pretensiones tan elevadas hacía falta, por lo menos, algunos títulos. ¿Cuáles son los de tu ridículo embajador? ¿Qué hará para demostrar su misión? ¿La tierra cambiará de aspecto; las plagas que la afligen desaparecerán; el sol la iluminará noche y día? ¿Los vicios dejarán de mancharla? ¿Veremos reinar finalmente la felicidad?... Nada de eso, el enviado de Dios se anuncia al universo con juegos de manos, brincos y calambures;
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el Ministro del cielo se presenta a manifestar su grandeza en la respetable compañía de braceros, de artesanos y de rameras; emborrachándose con unos y acostándose con las otras el amigo de un Dios, Dios también él, decide someter a sus leyes al pecador empedernido; inventando para sus farsas todo lo que puede satisfacer su lujuria o su glotonería así es como el bribón demuestra su misión. En cualquier caso, tiene suerte; se unen al farsante unos cuantos satélites mediocres; se forma una secta; los dogmas de esta canalla consiguen seducir a unos cuantos judíos: esclavos del poder romano, debían abrazar con júbilo una religión que, liberándolos de sus grilletes, sólo los doblegaba al freno religioso. Adivinan sus motivos, desvelan su indocilidad; detienen a los sediciosos; perece su jefe, pero de una muerte excesivamente suave, sin duda, para su tipo de crimen, y por una imperdonable falta de reflexión dejan dispersar a los discípulos de ese patán, en lugar de degollarlos con él. El fanatismo se apodera de las mentes, las mujeres gritan, los locos se agitan, los imbéciles creen, y ya tenemos al más despreciable de los seres, al más torpe de los bribones, al más grosero impostor que jamás haya existido, convertido en Dios, en hijo de Dios, igual a su padre. ¡Todas sus fantasías consagradas, todas sus palabras convertidas en dogmas, y sus simplezas en misterios! ¡El seno de su fabuloso Padre se abre para recibirle, y el Creador, antes único, se convierte en triple para complacer a ese hijo digno de su grandeza! ¿Pero se conformará ese santo Dios con tanto? No, nada de eso, su celeste poder se prestará a favores mucho mayores. Por la voluntad de un sacerdote, o sea, de un truhán cubierto de mentiras y de crímenes, ese gran Dios creador de todo lo que vemos se humillará hasta el punto de descender diez o doce millones de veces cada mañana a un pedazo de harina amasada que, debiendo ser engullido por los fieles, se transmutará inmediatamente en el fondo de sus entrañas en sus más viles excrementos, y eso para la satisfacción de su tierno hijo, odioso inventor de tan monstruosa impiedad, en una cena tabernaria. Pero como lo dijo, así tiene que cumplirse. Dijo: «Este pan que veis será mi carne y como tal la comeréis. Ahora bien, como yo soy Dios, os comeréis a Dios, con lo cual el Creador del cielo y de la Tierra se convertirá, porque yo lo he dicho, en la materia más vil que pueda desprenderse del cuerpo del hombre, y el hombre se comerá a Dios, porque Dios es bueno y es omnipotente». Aunque parezca imposible, estas estupideces se propagan; se atribuye su extensión a su verdad, a su grandeza, a su sublimidad, al poder de quien las introduce, mientras que las causas más simples redoblan su fuerza, y el crédito adquirido por el error sólo encontró a truhanes por una parte y a imbéciles por otra. Esta infame religión llega finalmente al trono, y un emperador débil, cruel, ignorante y fanático revistiéndola con el estandarte real, mancha con ella los dos extremos de la Tierra. Sin embargo, Thérèse, ¿qué peso pueden tener estas razones para una mente analítica y filosófica? ¿Puede ver el sabio otra cosa en este revoltijo de fábulas espantosas que el fruto de la impostura de unos cuantos hombres y la falsa credulidad de muchos más? Si Dios hubiera querido que tuviéramos alguna religión, y fuera realmente poderoso, o, en otras palabras, si fuera realmente un Dios, ¿nos hubiera participado sus órdenes a través de medios tan absurdos?, ¿nos hubiera mostrado cómo había que servirle a través de la voz de un despreciable bandido? Si es supremo, si es poderoso, si es justo, si es bueno, ¿querrá ese Dios del que me hablas enseñarme a servirle y conocerle a través de enigmas y de farsas? Motor soberano de los astros y del corazón de los hombres, ¿no puede instruirnos sirviéndose de los primeros o convencernos grabándose en el segundo? Que acuñe un día en trazos de fuego, en el centro del Sol, la ley que puede complacerle y desee imponernos; al leerla y contemplarla a un tiempo, todos los hombres de un extremo al otro del universo, serán culpables si entonces no la siguen. Pero indicar únicamente sus deseos en un rincón ignorado de Asia; elegir como seguidor al pueblo más trapacero y más visionario; por sustituto, al más vil artesano, al más absurdo y pillo; embrollar hasta tal punto la doctrina que se hace imposible comprenderla; insuflar su conocimiento a un pequeño número de individuos; mantener a los restantes en el error, y castigarlos por haber permanecido en él... ¡No, Thérèse, no, no! Tantas atrocidades no pueden guiarnos; preferiría mil veces morir antes que creerlas. Cuando el ateísmo necesite mártires, que los designe y mi sangre estará dispuesta. Detestemos esos horrores, Thérèse; que los improperios más duros cimenten el desprecio que merecen... Apenas comenzaba yo a abrir los ojos y ya detestaba estas groseras fantasías; juré entonces que las pisotearía y me prometí no volver jamás a ellas. Imítame, si quieres ser feliz; detesta, abjura y profana al igual que yo tanto el objeto odioso de este culto horrible como el propio culto, creado para una quimera, hecho, como ellas, para ser envilecido por todo lo que pretende alcanzar la sabiduría.

–¡Oh, señor! –contesté llorando–, privaríais a una desdichada de su más dulce esperanza si marchitarais en su corazón esta religión que la consuela. Firmemente encariñada con lo que enseña y absolutamente convencida de que los ataques que recibe sólo son consecuencia del libertinaje y de las pasiones, ¿podría sacrificar a unas blasfemias y a unos sofismas que me horrorizan, la más querida idea de mi espíritu, el más dulce alimento de mi corazón?

Añadí mil razonamientos a éstos, que sólo provocaban la hilaridad del conde; de este modo sus capciosos principios alimentado por una elocuencia más viril, apoyados en lecturas que afortunadamente yo jamás había hecho, atacaban cada día todos los míos, pero sin quebrantarlos. La señora de Bressac, llena de virtud y de piedad, no ignoraba que su sobrino defendía sus extravíos con todas las paradojas de moda. A menudo se quejaba de ello conmigo, y, como se dignaba juzgarme algo más sensata que sus restantes doncellas, le gustaba confiarme sus penas.

No había, sin embargo, límites a las malas acciones de su sobrino. El conde había llegado al punto de no ocultar nada. No sólo había rodeado a su tía de toda la peligrosa chusma que utilizaba para sus placeres, sino que había llevado su osadía hasta el punto de decirle delante de mí que, si seguía contrariando sus gustos, la convencería de los encantos que contenían entregándose a ellos ante sus propios ojos.

Esta conducta me horrorizaba y afligía. Intentaba encontrar en ella motivos para sofocar en mi alma la desdichada pasión que la hacía arder, pero ¿es el amor un mal del que pueda sanarse? Todo lo que intentaba oponerle sólo servía para atizar más vivamente su llama, y el pérfido conde jamás me parecía tan amable como cuando reunía ante mí todo lo que debía empujarme a odiarle.

Ya llevaba cuatro años en aquella casa, siempre perseguida por los mismos pesares y siempre consolada por las mismas dulzuras, cuando aquel hombre abominable, creyéndose al fin seguro de mí, osó desvelarme sus infames intenciones. Vivíamos entonces en el campo, y yo estaba a solas con la condesa: su primera doncella había pedido permiso para seguir en París durante el verano, por unos asuntos de su marido. Una noche, poco después de que me retirara, mientras me refrescaba en un balcón de mi habitación sin decidirme, a causa del extremo calor, a acostarme, de repente el conde llama a la puerta y me ruega que le deje charlar conmigo. ¡Ay de mí! Todos los instantes que me concedía el cruel autor de mis males me parecían demasiado preciosos para que me atreviera a rechazar uno solo; entra, cierra con cuidado la puerta, y sentándose en un sillón a mi lado me dijo con un cierto embarazo:

–Atiéndeme, Thérèse... tengo que contarte unas cosas de la mayor importancia. Júrame que jamás revelarás nada.

–¡Oh, señor! –contesté–, ¿podéis creerme capaz de abusar de vuestra confianza?

–Tú no sabes el peligro que correría si acabaras por demostrarme que me había equivocado al concedértela... –La peor de todas mis penas sería haberla perdido, no necesito mayores amenazas...

–Pues bien, Thérèse, he condenado mi tía a muerte... y pienso utilizar tu mano para ello.

–¡Mi mano! –exclamé retrocediendo horrorizada...¡Pero, señor!, ¿cómo habéis podido concebir semejante proyecto?... No, no, disponed de mi vida si la queréis, pero no imaginéis jamás que obtendréis de mí el horror que me proponéis.

–Atiende, Thérèse –me dijo el conde, tranquilizándome–, estaba seguro de tu reticencia, pero como eres inteligente estoy convencido de poder vencerla, de demostrarte que este crimen, que te parece tan enorme, sólo es en el fondo una cosa muy sencilla.

»Dos desmanes se ofrecen aquí, Thérèse, a tus ojos poco filosóficos: la destrucción de una criatura que se nos asemeja, y el mal que aumenta esta destrucción, cuando esta criatura está próxima a nosotros. Respecto al crimen de la destrucción de un semejante, tenlo por seguro, querida muchacha, es puramente quimérico. El poder de destruir no se le ha concedido al hombre; posee, como máximo, el de variar las formas, pero no el de aniquilarlas. Ahora bien, cualquier forma es equivalente a los ojos de la naturaleza; nada se pierde en el crisol inmenso donde se ejecutan esas variaciones. Todas las porciones de materia que caen de él resurgen incesantemente bajo otras figuras y, sean cuales fueren nuestros procedimientos sobre eso, ninguno la ultraja sin duda, ninguno es capaz de ofenderla. Nuestras destrucciones reavivan su poder; mantienen su energía, pero ninguna la atenúa, no es contrariada por ninguna. ¿Qué importa a su mano siempre creadora que esta masa de carne que compone hoy un individuo bípedo se reproduzca mañana bajo la forma de mil insectos diferentes? ¿Nos atreveremos a afirmar que la construcción de un animal con dos pies le cuesta más que la de un gusanillo, y que siente por aquél un mayor interés? Si, por consiguiente, el grado de adhesión, o más bien de indiferencia, es el mismo, ¿qué puede importarle que la espada de un hombre convierta a otro hombre en mosca o en hierba? Cuando me hayan convencido de la sublimidad de nuestra especie, cuando me hayan demostrado que es tan importante para la naturaleza que, necesariamente, sus leyes se irritan ante esta transmutación, podré creer entonces que el homicidio es un crimen; pero cuando el estudio más profundo me ha demostrado que todo lo que vegeta en este globo, la más imperfecta de las obras de la naturaleza, tiene un precio equivalente a sus ojos, jamás admitiré que el cambio de uno de esos seres en mil otros pueda alterar en nada sus designios. Entonces me digo: todos los hombres, todos los animales, todas las plantas crecen, se alimentan, se destruyen, se reproducen por los mismos medios, y no reciben jamás una muerte real sino una simple variación en lo que las modifica. Todos, digo, los que aparecen hoy bajo una forma y unos años después bajo otra, pueden, al capricho del ser que quiere moverlos, cambiar mil y mil veces en un día, sin que una sola ley de la naturaleza se vea afectada un solo instante. ¿Qué digo? Sin que este transmutador haya hecho otra cosa que un bien, ya que al descomponer unos individuos cuyas bases vuelven a ser necesarias para la naturaleza, no hace más que devolverle mediante esta acción, impropiamente calificada de criminal, la energía creadora de la que le priva necesariamente aquel que, por una estúpida indiferencia, no se atreve a emprender jamás ninguna alteración. Ay, Thérèse, sólo el orgullo del hombre convirtió el homicidio en crimen. Esta vana criatura, imaginándose la más sublime del globo, creyéndose la más esencial, partió de este falso principio para asegurar que la acción que la destruyera sólo podía ser infame; pero su vanidad y su demencia no cambia en nada las leyes de la naturaleza. No existe ningún ser que no sienta en el fondo de su corazón el deseo más vehemente de deshacerse que aquellos que lo estorban, o de cuya muerte puede sacar algún provecho; y del deseo al hecho, ¿supones tú, Thérèse, que la diferencia es muy grande? Ahora bien, si estas impresiones nos vienen de la naturaleza, ¿es presumible que la irriten? ¿Podría inspirarnos algo que la degradara? ¡Ah!, tranquilízate, querida niña, nosotros no sentimos nada que no le sirva; todos los impulsos que despierta en nosotros son las voces de sus leyes; las pasiones del hombre son los medios que utiliza para alcanzar sus designios. ¿Necesita individuos? Nos inspira el amor, y por tanto la procreación. ¿Precisa destrucciones? Coloca en nuestros corazones la venganza, la avaricia, la lujuria, la ambición, y de ahí los homicidios. Pero siempre ha trabajado en su favor, y nos hemos convertido, sin darnos cuenta, en los crédulos agentes de sus caprichos.

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