Authors: Marqués de Sade
»¡Ah, no, no, Thérèse, no! La naturaleza no abandona en nuestras manos la posibilidad de unos crímenes que turbarían su economía. ¿Es sensato que el más débil pueda realmente ofender al más fuerte? ¿Qué somos respecto a ella? ¿Es posible que, al crearnos, haya depositado en nosotros algo capaz de perjudicarla? ¿Esta imbécil suposición puede avenirse con la manera sublime y segura con que la vemos alcanzar sus fines? Si el homicidio no fuera, ay, una de las acciones del hombre que mejor satisface sus intenciones, ¿permitiría que se realizara? ¿Imitarla puede perjudicarla? ¿Puede ofenderse por ver que el hombre hace a su semejante lo que ella misma le hace todos los días? Ya que está demostrado que sólo puede reproducirse mediante destrucciones, ¿no es actuar de acuerdo con sus miras multiplicarlas incesantemente? En ese sentido, el hombre que se entregue a ello con el mayor ardor será incontestablemente el que mejor la servirá, ya que será aquel que más cooperará con los designios que ella manifiesta en todos los instantes. La primera y más hermosa cualidad de la naturaleza es el movimiento que la agita incesantemente, pero este movimiento no es más que una serie perpetua de crímenes, sólo mediante crímenes lo conserva. Así pues, el ser que más se le parezca y, por consiguiente, el ser más perfecto, será necesariamente aquel cuya agitación más activa será la causa de muchos crímenes, mientras que, repito, el ser inactivo o indolente, es decir, el ser virtuoso, debe de ser para ella, sin duda, el menos perfecto ya que sólo tiende a la apatía, a la tranquilidad, que volvería a sumir incesantemente todo en el caos, si llegara a predominar. Es preciso que el equilibrio se mantenga; sólo los crímenes pueden conseguirlo. Por consiguiente, los crímenes sirven a la naturaleza. Si la sirven, si los exige, si los desea, ¿pueden ofenderla? ¿Y quién puede sentirse ofendido, si ella no lo está?
»En este caso la criatura que destruyo es mi tía... Pero, oh, Thérèse, ¡cuán frívolos son esos vínculos a los ojos de un filósofo! Permíteme que ni te hable de ellos, de lo fútiles que son. Estas despreciables cadenas, fruto de nuestras leyes y de nuestras instituciones políticas, ¿pueden significar algo a los ojos de la naturaleza?
»Así que deja ahí tus prejuicios, Thérèse, y sírveme: habrás hecho tu fortuna.
–¡Oh, señor! –contesté completamente horrorizada al conde de Bressac–, esta indiferencia que suponéis a la naturaleza sólo obedece a los sofismas de vuestra mente. Dignaos más bien a atender a vuestro corazón, y oiréis como condenará todos los falsos razonamientos del libertinaje. Este corazón, a cuyo tribunal os remito, ¿no es, pues, el santuario donde la naturaleza que ultrajáis quiere que se la escuche y se la respete? Si imprime en él el más fuerte horror por el crimen que preparáis, ¿no admitiréis que es condenable? Sé que ahora os ciegan las pasiones, pero tan pronto como se acallen, ¿hasta qué punto os desgarrarán los remordimientos? Cuanto mayor sea vuestra sensibilidad, más os atormentará su aguijón... ¡Oh, señor! Conservad y respetad los días de nuestra preciosa y tierna amiga; no la sacrifiquéis, ¡la desesperación os haría perecer! Cada día, a cada instante, veríais ante vuestros ojos a la tía querida que vuestro ciego furor habría sepultado en la tumba; oiríais cómo su voz quejumbrosa sigue pronunciando los dulces nombres que alegraban vuestra infancia; se os aparecería en vuestras vigilias y os atormentaría en vuestros sueños; abriría con sus dedos ensangrentados las heridas con que la habríais desgarrado; ni un instante dichoso, a partir de entonces, luciría para vos en la Tierra; todos vuestros placeres quedarían manchados, todas vuestras ideas se turbarían; una mano celeste, cuyo poder desconocéis, vengaría los días que habríais destruido, envenenando todos los vuestros; y sin haber disfrutado de vuestras fechorías, pereceríais del mortal remordimiento de haberos atrevido a realizarlas.
Yo lloraba mientras pronunciaba estas palabras, arrodillada a los pies del conde. Le conjuraba, por todo lo que para él podía haber de más sagrado, a olvidar ese extravío infame que juraba ocultar toda mi vida... Pero yo no conocía al hombre con el que estaba tratando; no sabía hasta qué punto las pasiones reforzaban el crimen en su alma perversa. El conde se levantó fríamente.
–Veo perfectamente que me he equivocado, Thérése –me dijo–. Quizá me siento más molesto por ti que por mí. Da igual, ya encontraré otros medios y tú habrás perdido mucho sin que tu ama haya ganado nada.
Esta amenaza cambió todas mis ideas: al no aceptar el crimen que me proponía, yo arriesgaba mucho por mi cuenta mientras mi señora perecía infaliblemente; consintiendo la complicidad, me ponía a cubierto de las iras del conde, y salvaba probablemente a su tía. Esta reflexión, obra de un instante, me decidió a aceptarlo todo. Pero como un cambio tan repentino habría podido parecer sospechoso, tardé un tiempo en mostrar mi derrota: obligué al conde a repetir más de una vez sus sofismas, y adopté poco a poco la actitud de no saber ya qué responderles. Bressac me creyó vencida, legitimé mi debilidad con la fuerza de su arte y al final me rendí. El conde se arroja a mis brazos. ¡Cómo me habría colmado de satisfacción este gesto si hubiera tenido otra causa!... ¿Qué digo? Ya era demasiado tarde: su horrible comportamiento, sus bárbaros proyectos, habían aniquilado todos los sentimientos que mi débil corazón osaba concebir, y sólo veía en él a un monstruo...
–Tú eres la primera mujer que abrazo –me dijo el conde–, y, a decir verdad, con toda mi alma... Eres deliciosa, hija mía. ¡Al fin un rayo de sabiduría ha penetrado en tu mente! ¡Cómo es posible que esta encantadora cabeza haya permanecido tanto tiempo en las tinieblas!
Y después nos pusimos de acuerdo respecto a los hechos. En más o menos dos o tres días, de acuerdo con las facilidades que yo encontrara, debía disolver una bolsita de veneno, que me entregó Bressac, en la taza de chocolate que la señora tenía por costumbre tomar cada mañana. El conde me cubría de todas las consecuencias, y me entregaba un contrato de dos mil escudos de renta el mismo día de la ejecución. Me firmó estas promesas sin especificar lo que debía llevarme a disfrutarlas, y nos separamos.
Ocurrió mientras tanto algo harto singular, muy apropiado para desvelaros el alma atroz del monstruo con el que yo trataba, para que yo interrumpa un minuto, contándooslo, el relato que sin duda esperáis del desenlace de la aventura en la que me había metido.
Dos días después de nuestro pacto criminal, el conde supo que un tío, sobre cuya sucesión no contaba en absoluto, acababa de dejarle ochenta mil libras de renta... ¡Oh, cielos!, me dije al enterarme de la noticia, ¡así es como la justicia celestial castiga la conspiración de fechorías! Y arrepintiéndome inmediatamente de esta blasfemia hacia la Providencia, me arrodillo, pido perdón, y me congratulo que este inesperado acontecimiento pueda cambiar por lo menos los proyectos del conde... ¡Cuál era mi error!
–¡Oh, mi querida Thérèse! –me dijo acudiendo aquella misma noche a mi habitación–. ¡Cómo llueven sobre mí las prosperidades! Ya te lo he dicho más de una vez: la idea de un crimen, o su ejecución, es el medio más seguro de atraer la felicidad. Así les ocurre, por lo menos, a los malvados.
–¿Cómo, señor? –contesté–. Esta fortuna con la que no contabais ¿no os decide a esperar pacientemente la muerte que queríais precipitar?
–¿Esperar? –replicó bruscamente el conde–, no esperaría ni dos minutos, Thérèse. ¿No te das cuenta de que tengo veintiocho años, y a mi edad es duro esperar?... No, que esto no cambie en nada nuestros proyectos, por favor, y dame el consuelo de verlo todo terminado antes de que volvamos a París... Mañana, pasado mañana a más tardar... Ya estoy impaciente por darte un cuarto de tus rentas... por entregarte el acta que te las garantiza...
Hice cuanto pude por disimular el terror que me inspiraba aquel ensañamiento, y reanudé mis reflexiones de la víspera, convencidísima de que, si no ejecutaba el crimen horrible que me habían encargado, el conde no tardaría en darse cuenta de que le engañaba, y de que, si advertía a la señora de Bressac, fuera cual fuere la decisión que le hiciera tomar la revelación de ese proyecto, el joven conde, viéndose siempre engañado, adoptaría inmediatamente unos medios más seguros que, haciendo perecer igualmente a la tía, me exponían a toda la venganza del sobrino. Me restaba la vía de la justicia, pero nada en el mundo habría podido resolverme a tomarla. Así que me decidí a avisar a la marquesa; de todas las opciones posibles, es la que me pareció mejor y como tal la adopté.
–Señora –dije al día siguiente de mi última entrevista con el conde–, tengo que revelaros algo de la mayor importancia, pero, por mucho que eso pueda interesaros, estoy decidida al silencio si no me dais, antes, vuestra palabra de honor de no demostrar ningún resentimiento a vuestro señor sobrino por lo que tiene la audacia de proyectar... Actuaréis, señora, y tomaréis las medidas que os parezca, pero no diréis palabra. Dignaos a prometérmelo, o me callo.
La señora de Bressac, que creyó que sólo se trataba de alguna de las extravagancias habituales de su sobrino, se comprometió con el juramento que yo le exigía, y se lo revelé todo. La desdichada mujer se fundió en lágrimas al enterarse de esta infamia.
–¡Monstruo! –exclamó–. ¡Qué he hecho yo si no procurar siempre su bien? Si he pretendido prevenir sus vicios, o corregirlos, ¿qué otro motivo que su felicidad podía obligarme a esta severidad?... Y esta herencia que acaba de recibir, ¡acaso no se la debe a mis cuidados? ¡Ah, Thérèse, Thérèse, demuéstrame la realidad de este proyecto!... Haz que no pueda dudar de él. Necesito todo lo que pueda acabar de apagar en mí los sentimientos que mi corazón ciego todavía se atreve a conservar hacia este monstruo...
Y entonces le mostré la bolsa de veneno; era difícil presentarle una demostración mejor. La marquesa quiso hacer pruebas. Hicimos tragar una pequeña dosis a un perro que encerramos, y murió al cabo de dos horas con unas espantosas convulsiones. La señora de Bressac, que ya no podía dudar, se decidió. Me ordenó que le entregara el resto del veneno, y escribió inmediatamente a través de un correo al duque de Sonzeval, pariente suyo, que se presentara en secreto al ministro y que le comunicara la atrocidad de un sobrino del que estaba en vísperas de convertirse en víctima; que se proveyera de una carta de encarcelamiento; y que corriera a sus tierras para liberarla lo antes posible del malvado que conspiraba tan cruelmente contra sus días.
Pero el abominable crimen debía consumarse; fue preciso que, por un inconcebible permiso del cielo, la virtud cediera a los esfuerzos de la maldad. El animal sobre el que habíamos efectuado la prueba nos acusó ante el conde. Lo oyó aullar y, sabiendo que ese perro era querido por su tía, preguntó qué le habían hecho. Aquellos a quienes se dirigió, que lo ignoraban todo, no le contestaron con claridad. A partir de ese momento, concibió sospechas; no dijo nada, pero yo le vi turbado. Comuniqué su estado a la marquesa, ella aún se inquietó más, sin poder pensar, de todos modos, en otra cosa que en adelantar la marcha del correo, y en que ocultara aún mejor, si cabía, el objeto de su misión. Contó a su sobrino que lo enviaba en diligencia a París para rogar al duque de Sonzeval que se ocupara inmediatamente de la sucesión del tío del que acababa de heredar, porque si nadie aparecía eran de temer unos procesos. Añadió que pedía al duque que viniera él mismo a rendir cuentas de todo, para que ella se decidiera a irse en compañía de su sobrino, si el caso lo exigía. El conde, demasiado buen fisonomista para no descubrir el malestar en el rostro de su tía y no observar un poco de confusión en el mío, lo aceptó todo y se puso en guardia. Bajo el pretexto de un paseo, se aleja del castillo y espera al correo en un lugar por el que tenía que pasar inevitablemente. Aquel hombre, mucho más suyo que de su tía, no pone ninguna dificultad en entregarle sus misivas, y Bressac, convencido de lo que llama sin duda mi traición, da cien luises al correo con la orden de no regresar jamás a casa de la tía. Vuelve al castillo, con la rabia en el corazón; sin embargo, se contiene. Me encuentra, me habla como de costumbre, me pregunta si será para mañana, me hace notar que es esencial que se produzca antes de que llegue el duque, y después se acuesta con un aire tranquilo y sin demostrar nada. Yo no supe nada entonces, me engañó por completo. Si el espantoso crimen se consumó, como el conde me contó después, lo cometió él sin duda, pero ignoro cómo. Formulé muchas conjeturas, ¿de qué serviría comunicároslas? Pasemos más bien a la cruel manera con que fui castigada por no haber querido encargarme de él. Al día siguiente de la detención del correo, la señora tomó su chocolate como de costumbre, se levantó, pasó al tocador, me pareció nerviosa y se sentó a la mesa. Así que desaparece, el conde me aborda y, con la mayor de las flemas, me dice:
–Thérèse, he descubierto un medio más seguro del que te había propuesto para llevar a cabo nuestros proyectos, pero exige detalles y no me atrevo a ir tan a menudo a tu habitación. Dirígete a las cinco en punto al extremo del parque, te recogeré y daremos un paseo por el bosque, durante el cual te lo contaré todo.
Le confieso, señora, que sea permiso de la Providencia, sea exceso de candor o sea ceguera, nada me anunció la espantosa desgracia que me esperaba. Yo me creía tan segura del secreto y de las disposiciones de la marquesa, que jamás imaginé que el conde hubiera podido descubrirlas. Sin embargo, me sentía alterada.
«El perjurio es virtud cuando se promete el crimen», ha dicho uno de nuestros poetas trágicos, pero el perjurio siempre es odioso para el alma delicada y sensible que se ve obligada a recurrir a él. Mi papel me alteraba.
En cualquier caso, acudí a la cita. El conde no tarda en aparecer, llega a mí con un aire despreocupado y jovial, y caminamos por el bosque sin hacer otra cosa que reír y
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bromear, como solía hacer conmigo. Cuando yo quería llevar la conversación al tema que le había hecho pedir nuestro encuentro, me decía siempre que esperara, que temía que nos estuvieran observando, y que todavía no estábamos en lugar seguro. Sin darme cuenta, llegamos a los cuatro árboles donde había sido tan cruelmente amarrada. Al volver a ver aquel lugar, me estremecí; se ofreció entonces ante mis miradas todo el horror de mi destino, y podéis suponer como aumentó mi espanto cuando vi la preparación de aquel lugar fatal. De uno de los árboles colgaban unas cuerdas; tres monstruosos dogos ingleses estaban atados a los otros tres, y parecían estar esperándome para entregarse a la necesidad de comer que anunciaban sus fauces espumeantes y abiertas. Uno de los favoritos del conde los guardaba.