Justine (14 page)

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Authors: Marqués de Sade

Tras esto se marchó a comer: después de tales hazañas, necesitaba reponerse. Por la tarde continuaba tanto la clase como la corrección. De haberlo deseado, podía contemplar las nuevas escenas, pero fueron suficientes para convencerme y decidir mi respuesta a las ofertas de aquel malvado. La época en que debía dársela se aproximaba. Dos días después de estos acontecimientos, él mismo vino a pedírmela a mi habitación. Me sorprendió en la cama. El pretexto de ver si quedaba alguna huella de mis heridas le ofreció, sin que yo pudiera oponerme, el derecho de examinarme desnuda, y como llevaba haciéndolo por lo menos dos veces al día desde hacía un mes, sin que yo hubiera notado en él nada que pudiera herir mi pudor, no creí que debiera resistirme. Pero, esta vez, Rodin tenía otras intenciones: cuando ha llegado al objeto de su culto, pasa uno de sus muslos alrededor de mi cintura, y lo aprieta tanto que me encuentro, por decirlo de algún modo, indefensa.

–Thérèse –me dice entonces paseando sus manos de modo como para despojarme de toda duda–, ya estás restablecida, querida, ahora puedes demostrarme la gratitud que veo que rebosa tú corazón. La manera es fácil, sólo necesito esto –prosiguió el traidor inmovilizándome con todas las fuerzas de que disponía...–. Sí, sólo esto, esta es mi recompensa, nunca exijo otra cosa de las mujeres... Pero –prosiguió– es de los más hermosos que he visto en mi vida... ¡Qué redondeces!... i qué elasticidad!... ¡qué piel tan fina!... ¡Oh, qué ganas tengo de disfrutarlo!...

Al decir eso, Rodin, verosímilmente ya dispuesto a la ejecución de sus proyectos, se ve obligado a soltarme un momento para acabar de realizarlos. Yo aprovecho la libertad que me concede, y, soltándome de sus brazos, le digo:

–Señor, le ruego que se convenza de que no hay nada en el mundo que pueda obligarme a los horrores que parecéis desear. Estoy de acuerdo en que os debo agradecimiento, pero no lo satisfaré al precio de un crimen. Soy pobre y muy desdichada, sin duda; pero no importa, ahí tenéis el escaso dinero que poseo –continué ofreciéndole mi miserable bolsa–, tomad el que consideréis oportuno, y dejadme abandonar esta casa, por favor, ya que estoy en condiciones de hacerlo.

Rodin, sorprendido de una resistencia que no esperaba en una joven desprovista de recursos, y que, según una injusticia común en los hombres, suponía deshonesta por el solo hecho de que se hallaba en la miseria, Rodin, digo, me mira con atención:

–Thérèse –continúa al cabo de un instante–, es bastante inoportuno que te hagas la vestal conmigo... Creo que tenía derecho a algunas complacencias por tu parte. No importa, conserva tu dinero, pero no me abandones. Me satisface mucho tener a una joven decente en mi casa, ¡las que me rodean lo son tan poco!... Ya que si en este caso te muestras tan virtuosa, confío en que lo serás también en todos. Mis intereses coincidirán, mi hija te quiere, acaba de suplicarme hace sólo un momento que te pidiera que no nos abandonaras. Quédate, pues, con nosotros, te invito a ello.

–Señor –le contesté–, no sería feliz. Las dos mujeres que os sirven aspiran a todos los sentimientos que vos queráis concederles. Me verían con celos, y tarde o temprano me vería obligada a abandonaros. –No te preocupes –me contestó Rodin–, no temas ninguno de los efectos de los celos de estas mujeres. Yo sabré mantenerlas en su sitio guardando el tuyo, y sólo tú poseerás mi confianza sin que ello te procure ningún riesgo. Pero para seguir siendo digna de ella, es bueno que sepas que la primera cualidad que exijo de ti, Thérèse, es una discreción a toda prueba. Aquí ocurren muchas cosas, muchas que contrariarán tus principios virtuosos. Hay que verlo todo, hija mía, oírlo todo, y jamás decir nada... Quédate conmigo, Thérèse. Quédate, hija mía. Recibiré con alegría que no te marches. En medio de los muchos vicios a que me arrastran un temperamento fogoso, una mente desenfrenada y un corazón muy inclinado al vicio, tendré por lo menos el consuelo de contar con un ser virtuoso cerca de mí, y en cuyo seno me arrojaré como a los pies de un dios, cuando esté ahíto de mis excesos...

«¡Oh, cielos!», pensé en aquel momento, «así que la virtud es necesaria, indispensable para el hombre, ¡ya que el propio vicioso se siente obligado a tranquilizarse con ella, y utilizarla como amparo!» Recordando a continuación las peticiones que me había hecho Rosalie de que no la abandonara, y creyendo descubrir en Rodin algunos buenos principios, me comprometí decididamente a seguir en su casa.

–Thérèse –me dijo Rodin al cabo de unos días–, voy a colocarte al lado de mi hija. Así, no tendrás que mezclarte con mis otras dos doncellas, y te doy trescientas libras de sueldo.

Una colocación semejante era una especie de fortuna en mi situación. Inflamada por el deseo de devolver a Rosalie al bien, y tal vez a su mismo padre, si adquiría algún poder sobre él, no me arrepentí en absoluto de lo que acababa de hacer... Después de hacerme vestir, Rodin me llevó al instante ante su hija, anunciándole que me entregaba a ella. Rosalie me recibió con exaltadas muestras de júbilo, y me instalé inmediatamente.

No pasaron ocho días sin que comenzara a trabajar en las conversiones que deseaba, pero el empecinamiento de Rodin rompía todas mis medidas.

–No creas –contestaba a mis sabios consejos– que la especie de homenaje que he rendido a la virtud en tu persona sea una prueba de que la aprecio, ni de que la prefiero al vicio. Si así lo supusieras, Thérèse, te equivocarías. Aquellos que, a partir de lo que he hecho contigo, sostuvieran por esa actitud la importancia o la necesidad de la virtud, caerían en un gran error, y me molestaría mucho que tú creyeras que esta es mi manera de pensar. La caseta que me sirve de amparo en la caza cuando los rayos ardientes del sol se clavan a plomo en mi persona, no es ciertamente un monumento útil, su necesidad sólo es circunstancial. Yo me expongo a una especie de peligro, encuentro algo que me protege de él, lo utilizo, pero ¿es por ello menos inútil?, ¿puede ser menos despreciable? En una sociedad totalmente viciosa, la virtud no serviría de nada. Como las nuestras no son así, es absolutamente preciso burlarla, o utilizarla, a fin de tener menos que temer de los que la siguen. Si nadie la adoptara, se volvería inútil. Así que no me equivoco cuando sostengo que su necesidad sólo depende de la opinión o de las circunstancias. La virtud no es una cosa de un valor incontestable, sólo es una manera de comportarse, que varía según los climas y que, por consiguiente, no tiene nada de real: eso basta para entender su futilidad. Sólo lo constante es realmente bueno; lo que cambia perpetuamente no puede aspirar al carácter de bondad. He ahí por qué se ha puesto la inmutabilidad en el rango de las perfecciones de lo Eterno. Pero la virtud está totalmente privada de esta característica: no existen dos pueblos en la superficie del globo que sean virtuosos de la misma manera. Así que la virtud no tiene nada de real, nada de intrínsecamente bueno, y no merece para nada nuestro culto. Hay que utilizarla como un apoyo, adoptar astutamente la del país en que se vive, a fin de que los que la practican por gusto, o deben reverenciarla por su condición, nos dejen tranquilos, y a fin de que esta virtud, respetada donde vivís, nos proteja, por su preponderancia como
convención
social de los atentados de quienes profesan el vicio. Pero repito una vez más que todo eso es circunstancial, y nada de ello asigna un mérito real a la virtud. Virtud que, por otra parte, resulta imposible para determinados hombres. Ahora bien, ¿cómo me convencerás de que una virtud que combate o que contraría las pasiones puede hallarse en la naturaleza? Y si no está ahí, ¿cómo puede ser buena? Serán, sin duda, los hombres movidos por los vicios opuestos a esas virtudes los preferibles, ya que serán los únicos modos... las únicas maneras de ser que se adecuarán mejor a su físico o a sus órganos; existirán, pues, según esta hipótesis, unos vicios muy útiles. No obstante, ¿cómo lo será la virtud si me demuestras que pueden serlo sus contrarios? Te han argumentado en contra de eso que la virtud es útil para los demás, y, en ese sentido, es buena; pues si se da por supuesto que sólo se hace lo que es bueno para los demás, yo, a mi vez, sólo recibiré de ellos el bien. Este razonamiento es un sofisma; a cambio del poco bien que recibo de los demás, debido a que practican la virtud, con la obligación de practicarla a mi vez me creo un millón de sacrificios que no compensan en absoluto. De modo que, al recibir menos de lo que doy, hago un mal negocio; sufro más de las privaciones que soporto por ser virtuoso que bienes recibo de los que lo son; al no ser en absoluto equitativo el acuerdo, no debo someterme a él, y convencido, siendo virtuoso, de no hacer a los demás tanto bien como pesares recibiré obligándome a serlo, ¿no será mejor que renuncie a procurarles una dicha que debe costarme tanto mal? Resta ahora el daño que puedo hacer a los demás siendo vicioso, y el mal que a mi vez recibiré si todo el mundo se me asemeja. Estoy de acuerdo en que al admitir una total circulación de los vicios, corro seguramente un peligro; pero el pesar provocado por lo que arriesgo está compensado por el placer de lo que hago arriesgar a los demás; con lo que ya tenemos la igualdad restablecida, a partir de entonces todo el mundo es más o menos igualmente feliz: cosa que no ocurre, y no podría ocurrir, en una sociedad en la que unos son buenos y los otros malos, porque esta mezcla crea trampas perpetuas que no existen en el otro caso. En la sociedad mezclada, todos los intereses son diversos: ahí está la fuente de una infinidad de desdichas. En la otra asociación, todos los intereses son iguales, cada individuo que la compone está dotado de los mismos gustos, de las mismas inclinaciones, todos caminan hacia el mismo objetivo, todos son dichosos. Pero, os dicen los necios, «el mal no nos hace felices». No, cuando se ha convenido ensalzar el bien; pero despreciad, envileced lo que llamáis el bien, y sólo reverenciaréis lo que cometíais la necedad de llamar el mal. Todos los hombres sentirán placer en cometerlo, no porque esté permitido (eso sería a veces una razón para disminuir su atractivo), sino porque las leyes ya no lo castigarán, y disminuyen, por el temor que inspiran, el placer con que la naturaleza ha dotado al crimen.

»Imagino una sociedad en la que se convenga que el incesto (supongamos este delito entre otros muchos), que el incesto, digo, sea un crimen: los que se entreguen a él serán desdichados, porque la opinión, las leyes, el culto, todo acudirá a condenar sus placeres; y los que deseen cometer este mal, y no se atrevan por culpa de esos frenos, serán igualmente desdichados. Así que la ley que proscriba el incesto, sólo habrá ocasionado infortunados. Que en la sociedad vecina el incesto no sea en absoluto un crimen, los que no lo deseen no serán desdichados, y los que lo deseen serán dichosos. Así que la sociedad que haya permitido esta acción será más conveniente para los hombres que la que la haya convertido en crimen. Ocurre lo mismo con todas las restantes acciones torpemente consideradas como criminales: observándolas bajo este punto de vista, creáis una multitud de desdichados; permitiéndolas, nadie se queja; pues el que ama una acción determinada se entrega a ella en paz, y aquel a quien no le interesa, o permanece en una especie de indiferencia que no es nada dolorosa, o se compensa de la lesión que ha podido recibir por la multitud de otras lesiones con que carga a su vez a aquellos de los que ha tenido queja. Por consiguiente todo el mundo, en una sociedad criminal, se siente o muy feliz, o en un estado de despreocupación que no tiene nada de penoso; así que no hay nada bueno, nada respetable, nada adecuado para causar la felicidad en lo que se denomina la virtud. Que los que la sigan no se enorgullezcan, por tanto, de esta especie de homenaje que el tipo de constitución de nuestras sociedades nos obliga a tributarle: es un asunto meramente circunstancial y convencional; pero, en realidad, este culto es quimérico, y la virtud que lo alcanza un instante no es por ello más hermosa.

Tal era la lógica infernal de las desdichadas pasiones de Rodin, pero Rosalie, más dulce y mucho menos corrompida, Rosalie, que detestaba los horrores a que era sometida, se entregaba más dócilmente a mis opiniones. Yo deseaba ardorosamente hacerle cumplir sus primeros deberes religiosos; para ello habría debido confiarme a algún sacerdote, y Rodin no quería ninguno en su casa; le horrorizaban tanto como el culto que profesaban: por nada en el mundo habría soportado a alguno cerca de su hija; y acompañar a esta joven a un director era igualmente imposible: Rodin jamás dejaba salir a Rosalie sin compañía. Hubo que esperar, pues, a que se presentara alguna ocasión; y, mientras llegaba, yo instruía a la joven. Enseñándole a saborear las virtudes, le descubría las de la religión, le desvelaba sus santos dogmas y sus sublimes misterios: juntaba de tal modo esos dos sentimientos en su joven corazón que los hacía indispensables para la dicha de su vida.

–Señorita –le decía un día recogiendo las lágrimas de su compunción–, ¿puede el hombre cegarse hasta el punto de creer que no está destinado a un fin mejor? ¿No basta con que haya sido dotado del poder y de la facultad de conocer a su Dios para convencerse de que este favor sólo le ha sido concedido para cumplir los deberes que le impone? Ahora bien, ¿cuál puede ser la base del culto debido al Eterno, si no es la virtud de la que él mismo es el ejemplo? ¿Puede el Creador de tantas maravillas tener otras leyes que el bien? Y nuestros corazones ¿pueden complacerle si el bien no es su elemento? Me parece que con las almas sensibles no cabría utilizar otros motivos de amor hacia este Ser supremo que los que inspira la gratitud. ¿No es un favor habernos hecho disfrutar de las bellezas de este universo, y no le debemos alguna gratitud por tal beneficio? Pero una razón aún más poderosa establece y verifica la cadena universal de nuestros deberes; ¿por qué nos negaríamos a cumplir los que exige su ley, si son los mismos que consolidan nuestra dicha con los hombres? ¿No es dulce sentir que nos hacemos dignos del Ser supremo sólo con ejercer las virtudes que deben realizar nuestro contento en la Tierra, y los medios que nos hacen dignos de vivir con nuestros semejantes son los mismos que nos dan después de esta vida la seguridad de renacer al lado del trono de Dios? ¡Ah, Rosalie, cómo se ciegan los que quieren arrebatarnos esta esperanza! Engañados, seducidos por sus miserables pasiones, prefieren negar las virtudes eternas que abandonar lo que puede hacerles dignos de ellas. Prefieren decir: «Nos engañan», que confesar que se engañan ellos mismos. La idea de las pérdidas que deparan turbaría sus indignas voluptuosidades; ¿les parece menos espantoso aniquilar la esperanza del cielo que privarse de lo que debe ganársela? Pero cuando estas tiránicas pasiones se debilitan en ellos, cuando el velo se desgarra, cuando ya nada contraste en su corazón corrompido aquella voz imperiosa de Dios que su delirio desconocía, ¡cómo debe ser, oh, Rosalie, el cruel retorno a ellos mismos! ¡Y cómo el remordimiento que lo acompaña debe hacerles pagar caro el instante de error que los cegaba! Ese es el estado en el que hay que juzgar al hombre para regular su propia conducta: no es ni en la ebriedad, ni en el arrebato de una fiebre ardiente donde debemos creer lo que dice, sino cuando su razón apaciguada, gozando de toda su energía, busca la verdad, la adivina y la ve. Entonces deseamos por nosotros mismos al Ser santo antes desconocido; le imploramos, nos consuela; le rezamos, nos escucha. ¿Eh? ¿Por qué negaría entonces, por qué desconocería, ese objeto tan necesario para la felicidad? ¿Por qué preferiría decir con el hombre extraviado: «No hay Dios», cuando el corazón del hombre razonable me ofrece, en cualquier instante, las pruebas de la existencia de ese Ser divino? ¿No es mejor, pues, soñar con los locos que pensar justamente con los cuerdos? Todo se desprende, en cualquier caso, de este primer principio: en tanto que existe un Dios, ese Dios merece un culto, y la base principal de ese culto es incontestablemente la virtud.

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