La agonía y el éxtasis (103 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

Todo el trabajo fue realizado en Macello dei Corvi en el más absoluto secreto. La cúpula interior fue modelada personalmente por Miguel Ángel. La exterior, permitió que Francesco la indicase en pintura. Los tallados, festoneados y decoraciones fueron modelados en arcilla mezclada con aserrín y goma. Hizo ir a su taller a un capacitado ebanista de Carrara, llamado Battista, para que tallase las estatuillas, capiteles y los barbudos rostros de los apóstoles.

El papa Pablo IV falleció repentinamente. Roma estalló en la más violenta insurrección que Miguel Ángel había visto, no bien llegó la noticia del fallecimiento. La multitud derribó una estatua recién inaugurada del ex cardenal Caraifa y arrastró la cabeza por las calles durante varias horas, mientras los ciudadanos la cubrían de insultos. La cabeza fue arrojada finalmente al Tíber, antes de asaltar la sede de la Comisión de Inquisición para poner en libertad a todas las personas en ella encerradas y destruir la enorme masa de papeles y documentos allí reunidos para procesar y condenar a los herejes.

Cansado de tanta lucha y derramamiento de sangre, el Colegio de Cardenales eligió Papa a Giovanni Ángelo Medici, de sesenta años, procedente de una oscura rama lombarda de la familia Medici. Pío IV, que tal fue el nombre adoptado por el nuevo Pontífice, había recibido el título de abogado y era un hombre de temperamento sumamente sensato. Como abogado profesional había dado muestras de ser un brillante negociador y muy pronto Europa entera confió en él y lo respetó como hombre integro. La Inquisición, extraña al carácter italiano, terminó para siempre. Por medio de una serie de conferencias y contratos legales, el Papa concertó la paz para Italia y las naciones circundantes, así como para los luteranos. Guiada por la diplomacia, la Iglesia alcanzó también la paz para sí y, al mismo tiempo, reunió a todo el catolicismo de Europa.

El papa Pío IV confirmó a Miguel Ángel en su cargo de arquitecto de San Pedro, le facilitó fondos para proseguir la obra y llegar al tambor de la cúpula. Además, le encargó el diseño de una portada en los muros de la ciudad que se llamaría Porta Pía.

Era evidentemente una carrera contra el tiempo. Miguel Ángel se acercaba ya a los ochenta y cinco años. Con un máximo de dinero y hombres, quizás podría llegar hasta la cúpula en dos o tres años. No le era posible calcular cuánto tiempo necesitaría para construir la cúpula, con sus ventanas, columnas y friso decorativo, pero creía que le sería posible hacerlo en unos diez o doce años. Eso significaría que su edad sería poco más o menos de cien años. Nadie vivía tanto, pero a pesar de sus enfermedades: cálculos en los riñones, jaquecas, cólicos, ocasionales dolores en la espalda y las ingles, y debilidad general, en realidad no se sentía disminuido en cuanto a su poder creador. Y todavía salía de vez en cuando a dar sus paseos habituales por la campiña.

Construiría aquella cúpula. ¿No había llegado su padre a los noventa años? ¿No era él un hombre más fuerte que Ludovico?

Pero todavía le quedaba por pasar una nueva prueba de fuego. Baccio Bigio, que se había encumbrado hasta una elevada posición administrativa en la superintendencia, tenía una serie de cifras documentadas para demostrar cuántos ducados le había costado la enfermedad de Miguel Ángel a la construcción de San Pedro, como consecuencia del error cometido en una de las capillas. Utilizó su información sacándole el mayor provecho posible y hasta llegó a convencer al cardenal de Carpi, amigo de Miguel Ángel, de que la construcción del gran templo no iba nada bien. Bigio se estaba colocando en posición de ser designado para aquel trabajo, cuando Miguel Ángel enfermase o falleciese.

Cuando Miguel Ángel ya no tuvo fuerzas para subir al andamio diariamente, uno de sus capaces ayudantes, Pier Luigi Gaeta, fue designado ayudante del director de obras. Gaeta llevaba todas las noches a su maestro informes detallados, y cuando el director de obras fue asesinado, Miguel Ángel propuso a Gaeta para reemplazarlo. Pero quien conquistó la designación fue Baccio Bigio. Gaeta fue despedido y Bigio comenzó a desarmar parte del andamio y retirar vigas de la estructura, preparándose para un nuevo diseño de la construcción.

Miguel Ángel, arrastrándose penosamente por el andamio del tiempo, cumplidos ya los ochenta y siete años y rumbo a los ochenta y ocho, recibió un golpe tan rudo al conocer la noticia que no pudo levantarse de su lecho, el cual había trasladado al taller.

—¡Tiene que levantarse! —exclamó Tommaso, tratando de despertarlo de aquel letargo—. De lo contrario, Bigio deshará todo cuanto ha hecho.

—Quien lucha contra los inútiles no podrá jamás alcanzar una gran victoria —respondió Miguel Ángel melancólicamente.

—Perdóneme, pero éste no es el momento para sentencias toscanas. Por el contrario, es el momento de actuar. Si no puede ir hoy a San Pedro, tiene que enviar a un representante.

—¿Iría usted, Tommaso?

—La gente sabe que soy como un hijo suyo.

—Entonces, mandaré a Daniele da Volterra.

Pero Daniele da Volterra fue rechazado y se dieron plenos poderes de construcción a Bigio. Cuando Miguel Ángel tropezó con el Papa, que cruzaba el Campidoglio a la cabeza de su séquito, gritó broncamente:

Santidad, insisto en que introduzca un cambio! ¡Si no lo hace, regresaré a Florencia! ¡Está permitiendo que se destruya San Pedro!

El papa Pío IV respondió:

—Piano, piano, Miguel Ángel. Entremos al palacio senatorial, donde podremos hablar.

Una vez en el interior del palacio, el Papa escuchó atentamente.

—Convocaré a los miembros de la construcción que se han estado oponiendo a usted. Luego pediré a mi pariente, Gabrio Serbelloni, que vaya a San Pedro e investigue las acusaciones que han formulado contra usted. Venga al Vaticano mañana.

Llegó demasiado temprano para ser recibido por el Papa y entró en la Stanza della Signatura, que había pintado Rafael durante los años en que él había estado en la Capilla Sixtina pintando la bóveda. Contempló los cuatro frescos, primero la Escuela de Atenas, después El parnaso, luego La disputa y por fin, La justicia. Jamás se había detenido antes a mirar las obras de Rafael sin prejuicios. Se dio cuenta de que nunca habría podido concebir o pintar aquellas naturalezas muertas idealizadas. Sin embargo, al ver cuán exquisitamente estaban realizadas, con qué integridad de artesanía, comprendió que, en cuanto a lirismo y encanto, Rafael había sido el maestro de todos.

Cuando fue introducido en el pequeño salón del trono, Miguel Ángel encontró al Papa rodeado de la Comisión de Construcción, que había despedido a Gaeta y rechazado a Daniele da Volterra. Unos minutos después, entró Gabriel Serbelloni.

—Santidad —dijo éste solemnemente— he comprobado que este informe escrito por Baccio Bigio no contiene ni una sola palabra de verdad. Se trata de una criticable invención…, pero contrariamente a la gran construcción de Buonarroti, ha sido construida con maldad, sin otro propósito visible que el del propio interés.

Y con la voz de un juez que pronunciase una sentencia definitiva, el Papa decretó:

—Baccio Bigio es exonerado desde este instante del cargo de director de obras. En el futuro, los planos de Miguel Ángel para la construcción de San Pedro no deberán ser modificados ni en el más mínimo detalle.

VIII

Mientras la estructura de la catedral iba alzándose, imponente, sobre sus columnas, arcos y fachadas, Miguel Ángel pasaba los días en el taller completando los diseños para la Porta Pía, a petición del Papa, y convertía parte de las ruinas de los estupendos baños de Diocleciano en la encantadora iglesia de Santa María degli Angeli.

Habían pasado varios años desde que trabajara la última vez en aquel bloque de mármol en forma de media luna. Una tarde en que descansaba acostado en su lecho, concibió la idea de que lo que necesitaba para «
madurar
» aquel bloque no era una mera forma nueva para las figuras, sino una nueva forma para la escultura propiamente dicha.

Se levantó, cogió su martillo más pesado y un cincel, y eliminó la cabeza de Cristo; en su lugar esculpió un nuevo rostro y cabeza con lo que antes había sido el hombro de la Virgen. Luego estilizó el brazo derecho de Cristo, separándolo del cuerpo por encima del codo, aunque dicho brazo y su mano quedaron como parte del mármol que sostenía la figura y que bajaba hasta la base. Lo que antes había sido el hombro izquierdo y parte del pecho de Cristo, se convirtió en la mano y brazo izquierdos de la Virgen. Las magnificas piernas largas del Cristo eran ahora desproporcionadas, pues constituían tres quintas partes de todo el cuerpo. La nueva atenuación creaba un efecto emocional de avidez, juventud y gracia. Y Miguel Ángel comenzó a sentirse satisfecho. Mediante la distorsión de la alargada figura, estaba convencido de haber logrado una verdad sobre el hombre: que el corazón puede cansarse, pero la humanidad, llevada sobre sus piernas eternamente jóvenes, continuaría moviéndose por sobre la faz de la tierra.

—¡Ah, si yo tuviera otros diez años de vida, o siquiera cinco! —exclamó dirigiéndose a las estatuas que lo rodeaban—. ¡Podría crear una escultura completamente nueva!

De repente, lo envolvió una profunda oscuridad. Después de algún tiempo volvió en si, pero se sentía confundido. Tomó el cincel y miró al límpido Cristo. Toda continuidad de pensamiento había desaparecido. No le era posible recordar lo que había estado haciendo con el mármol. Sabia que algo acababa de ocurrir, pero no podía ordenar sus pensamientos. ¿Se había quedado dormido? ¿Estaba realmente despierto? Entonces, ¿por qué sentía que el brazo y la pierna izquierdos estaban como dormidos, despojados de toda fuerza? ¿Por qué los músculos de un lado de su cara parecían endurecidos?

Llamó a su criada y cuando le ordenó que fuese a buscar a Tommaso se dio cuenta de que hablaba con dificultad. La buena mujer lo miró, con los ojos desorbitados de miedo.


Messer
, ¿se siente bien? —preguntó.

Lo ayudó a acostarse y luego salió a toda prisa a cumplir la orden que acababa de recibir. Tommaso pudo advertir por las expresiones de los dos hombres que algo grave había ocurrido, aunque ambos decían que se trataba de un exceso de cansancio. El doctor Donati le dio una bebida caliente mezclada con una medicina de gusto sumamente amargo.

—El descanso lo cura todo —dijo el médico.

—Si, menos la vejez —respondió Miguel Ángel, que todavía hablaba dificultosamente.

—He estado oyéndole hablar de su vejez demasiado tiempo para que pueda tomarla en serio —respondió Tommaso, mientras le colocaba otra almohada bajo la cabeza—. Me quedaré con usted hasta que se duerma.

Despertó y vio que era de noche. Se enderezó enérgicamente en la cama. El dolor de cabeza había desaparecido y pudo ver con entera claridad el trabajo que tenía que realizar en el bloque de la Piedad. Se levantó y volvió a esculpir. La confusión había terminado y sentía una gran claridad mental. ¡Era agradable sentir el mármol balo sus dedos! Entornó los ojos para que no penetrasen en ellos esquirlas de mármol, y empezó a golpear rítmicamente sobre la figura de la Virgen.

Al amanecer, Tommaso abrió la puerta con gran cautela y, de pronto, estalló en una carcajada.

—¡Ah, farsante! ¡Mentiroso! ¡Lo dejé a medianoche dormido como para no despertar en una semana, vuelvo ahora, sólo unas horas después, y encuentro esta nevada de mármol en el suelo!

—¡Qué delicioso aroma! ¿Verdad, Tommaso? Cuando ese polvillo blanco se solidifica en las aletas de mi nariz es cuando respiro mejor.

—El doctor Donati me ha dicho que necesita mucho descanso.

—En el otro mundo,
caro
. El paraíso está repleto ya de escultores y por eso no tendré trabajo allí.

Trabajó todo el día, cenó con Tommaso y luego se tiró en la cama para dormir unas horas. Cuando se levantó de nuevo, empezó a pulir hasta que las largas piernas del Cristo tenían un brillo como de raso.

Se olvidó por completo del ataque que acababa de sufrir.

Dos días después, mientras se hallaba ante su bloque de mármol, y decidía que ya podía cortar sin peligro el brazo y la mano superfluos para liberar aún más en el espacio a la alargadísima figura, el ataque se repitió. Dejó caer el martillo y el cincel y se dirigió tambaleante hacia el lecho, cayó de rodillas y quedó con el rostro apoyado de costado sobre la manta.

Cuando recobró el sentido, la habitación estaba llena de gente: Tommaso, el doctor Donati y el doctor Fidelissimi. Gaeta, Daniele da Volterra y numerosos amigos florentinos lo rodeaban. Frente a él estaba el brazo desprendido de la estatua, que parecía latir con vida propia. No le había sido posible destruirlo, como tampoco los siglos habían podido destruir el Laoconte sepultado. Y al mirar su propio brazo, que descansaba sobre el embozo de la sábana, vio cuán delgado y consumido estaba.

—El hombre pasa. Sólo las obras de arte son inmortales —dijo débilmente.

Insistió en sentarse en una silla, frente a la encendida chimenea. En cierto momento, al quedar solo, deslizó una manta sobre sus hombros y salió. Comenzó a caminar en dirección a San Pedro. Uno de sus aprendices más nuevos, Calcagni, lo encontró en la calle y preguntó ansioso:

—Maestro, ¿cree que le conviene andar por las calles con este tiempo?

Permitió que Calcagni lo llevase a casa. A las cuatro de la tarde del día siguiente se vistió e intentó montar en su caballo para ir a dar un paseo, pero sus piernas estaban demasiado débiles.

Roma vino a despedirse de él. Los que no pudieron entrar dejaron flores y obsequios en el umbral de la puerta. El doctor Donati intentó retenerlo en su lecho.

—No me metan prisa —le dijo al médico—. Mi padre vivió hasta el día de su nonagésimo cumpleaños, así que todavía tengo dos semanas para gozar de esta vida tan saludable.

—Puesto que se siente tan intrépido —comentó Tommaso—, ¿qué le parece si mañana por la mañana damos un paseo en coche? El último trabajo en el tambor de la cúpula está terminado. Para celebrar su nonagésimo cumpleaños, van a comenzar el primer anillo de la cúpula.

—¡
Grazie a Dio
! Ahora ya nadie podrá modificar mi obra. Sin embargo, es triste morir. Me agradaría volver a empezar, crear formas y figuras que jamás he soñado. ¡Lo que más me gusta es trabajar en el mármol blanco!

—¡Ya ha tenido su divertimento!

Aquella noche, mientras yacía insomne en su lecho, pensó: «
La vida ha sido buena. Dios no me ha creado para abandonarme. He amado el mármol, sí, y también la pintura. He amado la poesía y la arquitectura. He amado a mi familia y a mis amigos. He amado a Dios, las formas de la tierra y de los cielos y también a la gente. He amado plenamente la vida y ahora amo la muerte como su lógico desenlace. Il Magnifico se sentiría feliz: para mí, las fuerzas destructoras jamás dominaran mi creatividad
».

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