La buena fama (3 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento, Relato

En abono de la joven, y a fin de que nadie la tilde de liviana, fácil y antojadiza, debemos observar que no era personaje ordinario, sino prodigioso por todos estilos, quien de tal suerte la trastornaba, grabándose, cual sello en blanda cera, en la dureza diamantina de su corazón hasta entonces desamorado y arisco.

Harto bien reconocía ella el inevitable vencimiento de su voluntad. Oía voces en lo interior de su alma que le cantaban cada vez que miraba a Miguel:

—¡Qué monada de muchacho! ¡Es un primor! ¡Es un brinquillo! ¡Es un dije!

Dominada por tan poderosos, íntimos ensalmos, no es de maravillar que Calitea, sin caer en lo que hacía, en vez de volver a su casa por el camino más corto, rodease bastante, prolongando la conversación.

—Vete, vete ya —dijo para terminarla—. Déjame, por Dios. No quiero que me vean contigo.

Y añadió, para que él supiese también el nombre de ella.

—Calitea te lo suplica.

—Yo te obedeceré, porque soy tu esclavo; pero no seas tirana, dulcísima Calitea, y no me hagas víctima de la más negra desesperación. Necesito hablarte con más reposo. ¡Sal esta noche a la ventana!

—¡Qué locura, cielos santos! ¡Qué locura!

—Apiádate de mí. ¡Sal a hablar con quien te adora!

—Me avergüenzo de mí misma. ¡Cuán ruin concepto vas a formar de mí!… Ya estamos junto a mi casa. ¡Vete, vete!… ¿La ves? Es allí. Ven esta noche, a las doce.

Dijo esto poniéndose colorada como la grana. Redobló el paso, casi echó a correr, y entró en su casa con precipitación, dejando al galán en medio de la calle.

VI

Bien se comprenden la puntualidad y el contento con que el galán acudiría a la cita, a la que tampoco faltó Calitea.

La cita se repitió muchas noches, y en cada una crecían el entusiasmo de los dos enamorados, el alborozo que sentían al verse y la pura llama de aquellos dulces amores.

Calitea, sobre los planes y propósitos que Miguel le había confiado, levantaba en su imaginación un monte, un cúmulo gigantesco de futuras y brillantes prosperidades y triunfos.

Se casaría con Miguel cuando él conquistase una posición desahogada. Acaso sería menester aguardar cinco o seis años; pero ella y él eran muy mozos, y ella tenía constancia, calma y brío para aguardar. Entre tanto, se enorgullecía del papel que le tocaba hacer. Ella habla descubierto todo el talento, todas las aptitudes de Miguel, y era ya y seguiría siendo luz más clara que revelase a él su propio valer, estrella que le sirviese de guía y estímulo poderoso que despertase más su noble ambición y le moviese a emprender y llevar a cabo actos de virtud y obras de ingenio.

Soñaba Calitea que, como jardinera hábil que cultiva con esmero una planta generosa, la cual da al cabo sazonadísimo fruto, iba ella con influjo magistral a sacar de su amigo un héroe, un sabio, un político eminente, por donde, desde la obscuridad y pobreza en que vivían, acabarían ambos por alzarse unidos a las más luminosas y sublimes esferas sociales.

Y no soñaba así Calitea porque fuese ambiciosa. Ella se contentaba con la posición más humilde. Todo lo anhelaba por él y para él, y para que en mucha parte se lo debiese a ella, a la inspiración, al aliento, a la confianza y a la fe que en él tenía y que se lisonjeaba de comunicarle, llenando su corazón de egregias esperanzas.

Tenía Calitea un gusto acendrado, y lejos de hablar de tales cosas con persistente seriedad, procuraba que la conversación fuese alegre, burlando, riendo y tratando de su cariño. Y hasta donde su limpia honestidad lo consentía, y con infantil candor, solía hacer a su amigo muy regalados favores. Tal vez le tomaba la mano, y, poniéndola palma con palma sobre la suya, celebraba lo bonita y lo pequeña que era. Tal vez se atrevía a tocar su bigotillo, que hallaba suave como seda. Y tal vez enredaba entre sus dedos, y alisaba y acariciaba después, con delectación artística, los dorados rizos del muchacho.

Como éste distaba infinito de ser de piedra, no dejaba de alborotarse, y deseaba y pedía; pero la dignidad natural y la no fingida inocencia de la joven, más aún que la interposición de la reja, le tenían muy a raya. El más señalado favor que consiguió, en una ocasión sola, fue que ella acercara la frente para que él la besase; pero el beso fue fugitivo y tan somero, que apenas se posaron en aquella fresca tez los labios sedientos.

Aunque tan deliciosas entrevistas se celebraban con extraordinario sigilo, nada bastó a evitar que alguna vecina, de las que llamaba Calitea, con sobrada razón, atisbadoras, se enterase perfectamente de todo y fuese al punto a referir el chisme a la persona a quien imaginó que más podía doler: al propio don Hermodoro. Este, mortificado y lleno de celos y de envidia, acudió a quejarse y a lamentarse con doña Eduvigis, contándole lo que ocurría, con mil malignos rasgos y perfiles que lo tornaban reprensible y aun pecaminoso.

¿Quién acertará a describir el furor que se apoderó de doña Eduvigis al saber sucesos tan graves? Las filípicas que echaba a Calitea eran elocuentes y feroces.

—Tú me vas a matar a disgustos —exclamaba—. ¡Ay, ay! Si viviese tu padre no estarías tú tan emancipada. De él harías caso, ya que de mí no le haces. Al saber tu conducta se pondría hecho un tigre: te daría una soba y te metería de patitas en un convento. Mira en lo que han venido a parar tus arrogancias: en rendir tu voluntad realenga a un rapazuelo vulgar; en enamorarte como una loca de un pelafustán, gandul, sin oficio ni beneficio, que, según me aseguran, no tiene sobre qué caerse muerto ni para mandar rezar a un ciego. Y… ¡si fuese capaz de ganárselo con sus puños! Pero… nada… ¿qué ha de ser capaz? Todos están de acuerdo en que es un chiquilicuatro, un mequetrefe, un alfeñique, un soldadete de caramelo o de alcorza. ¡Lindo avío estamos haciendo! Medrada andará tu reputación en boca de los maldicientes. Te sacarán el pellejo a túrdigas. A mí me va a dar un soponcio, y me voy a quedar en él si no despides a tu almibarado mozalbete. Es necesario que le despidas, que le mandes muy enhoramala y cuanto antes.

Con pocas variaciones, pero con muchas amplificaciones, pronunciaba doña Eduvigis este discurso seis o siete veces cada día. A Calitea le entraba por un oído y la salía por el otro; mas aunque estaba hecha a las voces como los pájaros del ruedo, trataba de calmar a su madre, haciéndole caricias, diciéndole chistes hasta que la excitaba a reír, y asegurándole que Miguel era el mejor novio posible, y, sobre todo, que ella le quería; que jamás tendría otro novio; que estaba decidida a esperar años hasta que él tuviese medios para vivir con cierta holgura y casarse, y, por último, que si esto no se lograba, ella se quedaría soltera. Calitea, además, ponderaba los méritos de su novio y cuánto había que confiar en su porvenir por poco que la suerte le favoreciera.

La madre se aquietaba al fin, y toda su energía se gastaba en palabras, sin que hiciese ni pudiese hacer cosa alguna en contra de la resuelta y firme determinación de su hija.

Don Hermodoro, entre tanto, estaba picadísimo de que un descamisadillo obscuro le hubiese vencido y se hubiese hecho dueño de la joya que él codiciaba tanto; y como no podía desahogarse reprendiendo a Calitea, la cólera reconcentrada le atenaceaba el corazón y le estimulaba y le pinchaba de continuo para que se vengase. Horrible era la pelea que habían trabado dentro de su alma las contrapuestas pasiones. Los celos no se andaban con chiquitas y podían la muerte de aquel odioso rival; pero don Hermodoro era un señor grueso, sano, colorado y floreciente, que estimaba no poco la vida de los otros y mucho más la suya. Su caridad era tan inmensa, que si bien irradiaba sobre el linaje humano, le amparaba y le fomentaba a él más que a nadie, como su centro o su foco. De aquí que don Hermodoro fuese caritativo con su propio ser y con los demás seres, hasta el punto de procurar desentenderse, para que no se le indigestasen, de que los cerdos, las perdices y los pollos que le servían habían recibido violenta muerte a fin de que él se los comiera.

Con tal condición y disposición de espíritu, su sed de venganza era atroz; pero no sabía cómo dejarla satisfecha. Lo suponía todo con previsión admirable, y descubría colosales inconvenientes. Daba ya por hecho que ciertos jaques, pagados por él, iban a espantar, nada más que a espantar, al mozuelo, y a hacerle huir de la ventana y aun de la calle; pero, ¿y si él mozuelo tenía valor y se resistía? Entonces las cuchilladas y las estocadas eran inevitables; y en su mente se presentaba ya muerto el rival, cuyo espectro ensangrentado venía por la noche a tirarle de los pies y a sacarle arrastrando de la cama. Otras veces se figuraba que se entablaba proceso judicial por la muerte de Miguelito; que se descubría que él había pagado a los asesinos, y que (no había más remedio) a él, a don Hermodoro, le llevaban a la horca. Era tal la excitación de sus nervios, que en sueños, y aun durante la vigilia, sentía el áspero roce de la soga que empezaba apretarle el pescuezo.

La fuerza de estos remordimientos anticipados no hubiera consentido jamás que se proyectase nada contra Miguelito, si el Pacífico mercader no hubiese tenido un secretario muy pícaro y muy adulador, que privaba con él, que le dominaba, y a quien él confiaba todas sus penas y planes, pidiéndole consejo. El secretario presumía de valiente, y el medio que más empleaba para ganarse la estimación y la amistad de su amo era referirle sus aventuras, atrevimientos, proezas y peligros.

La ocasión se ofrecía pintiparada para lucirse y prestar un gran servicio al mercader. Asegurole el secretario que él se encargaba de ahuyentar al mozuelo sin hacerle apenas daño. Y don Hermodoro, diciendo que no, sin comprometerse, explicando siempre su intención de que no pasase el caso de lo que pudiera calificarse de
bronca
incruenta, consintió en lo que el secretario tramaba, y éste quedó comprometido a dar cima a un acto que, si bien algo violento, no podía tener consecuencias muy serias, por ser contra débil enemigo.

VII

Sin recelar desaguisado, Calitea y Miguel estaban, como de costumbre, hablando una noche a la reja. La calle era estrecha y tortuosa; pero en el cielo sin nubes relucían millares de estrellas. La Luna creciente bañaba la amplitud del espacio en resplandor apacible y tenue. Las casas, que entonces no tenían más de un piso, no impedían que la luz penetrase en la calle, y en ésta no reinaba la obscuridad, sino grata penumbra.

El silencio y el reposo eran completos.

Calitea, refrenando, con no estudiada ni aprendida maña, toda exigencia audaz y todo arrojo de su novio, sabía entretenerle con su charla y hacer que las horas volasen como por encanto.

Eran ya las dos de la madrugada.

Una sola cosa enojaba, a veces, al galán y le ponía enfurruñado. Calitea, sin saber y sin querer acaso disimularlo, le trataba con tono protector y con un afecto que tenía algo de maternal; como la hermana mayor, aunque ella no lo era, trata al hermanito menor mimado. El se resentía tal vez, sin declarar su resentimiento, porque le hubiera humillado, de que ella jugase con él como un niño; pero pronto conjuraba ella la pasajera nube, haciéndole comprender que si gustaba de él como de precioso juguete, también le tomaba por lo serio, le estimaba como joya y le consideraba como a un hombre de quien podían esperarse los más nobles hechos.

Aquella noche había habido una de estas pasajeras nubes, y Calitea, a fin de disiparla, dilató la conversación adrede y más que de costumbre. Había hablado con gravedad de sus proyectos, de todo cuanto él debía ambicionar y era capaz de conseguir.

Volviendo luego a las risas y a los juegos, porque la formalidad muy continuada la aburría y le infundía temor de aburrir, Calitea ponderó la pequeñez del pie de su novio y se empeñó en demostrar que no le tenía mayor que el de ella. Para esta demostración, después de obtener de Miguel, bajo palabra de honor, la promesa de que le devolvería un objeto que iba a darle prestado, se quitó un chapín para alargársele a través de los hierros y ver si se le calzaba.

Iba él a tomarle ya, cuando notó (lo que hasta entonces no había notado, ni Calitea tampoco, por lo distraídos que ambos estaban) que dos hombres se le venían encima y se hallaban a cuatro o cinco pasos de distancia.

Miguel echó mano a la espada; pero, aun antes de sacarla, dijo tranquilamente:

—Atrás, amigos. Y si quieren pasar, pasen pronto por la otra acera. Yo no les atajo el paso.

—Quien se va a largar eres tú —contestó entonces con voz destemplada y ronca uno de aquellos espantajos—. ¡Ea… pies en polvorosa, si no quieres que te zurre la badana!

La réplica de Miguel fue sacar la espada y caer sobre el desconocido, el cual no era torpe, y, encontrando imprevista resistencia, trataba de herir de todos modos, menudeando las estocadas con incansable fuerza de brazo y con alguna destreza. Por dicha, era mucho mayor la destreza de Miguel, y paraba siempre con calma y primor inverosímil en mozo tan de corta edad y de tan dulce aspecto.

Todo fue rápido: obra de tres o cuatro minutos. Las estocadas que dio el jaque, si no se hubieran quedado en el aire, hubieran podido poblar un gran cementerio. Miguel, por lo pronto, se limitaba a parar y no respondía. Al fin, el jaque se echó a fondo con tan descompuesta furia, que se descubrió sin atinar a reponerse. Miguel paró bien, y con cierto desdén de gran maestro, y para terminar el lance con poca tragedia, atravesó al jaque el brazo, del cual, mal herido, se le cayó la espada.

El jaque fue entonces quien echó a correr, abandonando el campo y dejando en él un reguero de sangre.

El otro desconocido, que era, según se supo después, el secretario de don Hermodoro, aunque estaba con la espada desnuda, o porque no, tuvo tiempo, o de pura longanimidad, no la había esgrimido; y apenas vio que huía su valeroso compañero, cuando consideró que no era vergüenza el huir, y trató de imitarle. Con turbación no pequeña anduvo algo lento y vacilante, y Miguel tuvo tiempo de llegar hasta él y de sacudirle de plano con la espada dos o tres azotes, diciéndole: «¡Arre, arre!», como si fuese una acémila.

Despejada ya la calle, Miguel recogió la espada caída y se la trajo a Calitea, quien había presenciado el suceso harto sobresaltada al principio y después maravillada y complacida hasta lo sumo.

—Guarda esa arma —dijo el galán— y cuélgala en tu cuarto como trofeo.

Recibió Calitea la espada entre risa y lágrimas, y con ímpetu irresistible sacó ambos brazos a través de la reja, cogió entre sus manos la cabeza del mozo, se la acercó cuanto pudo y cubrió de precipitados besos su frente, sus mejillas, sus párpados y sus hueles de oro.

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